En 1796, España y Francia firmaron un tratado para colaborar mutuamente frente a cualquier avance de Gran Bretaña. Este acuerdo dio inicio a un serio conflicto: la guerra anglo-española.
Los británicos enviaron una flota al Caribe a comienzos de 1797 y ese hecho encendió las alarmas en América de norte a sur, donde el virrey Pedro de Melo se aprestó a organizar la defensa del Río de la Plata. Muchos civiles fueron llamados para que, como solía ocurrir ante determinadas urgencias, se incorporaran a un cuerpo de milicias urbanas. Estos hombres integraban una fuerza de reserva que solo debería actuar en caso de un ataque o invasión.
Entre los convocados figuró Manuel Belgrano. Por lo tanto, desde 1797, y a pesar de no tener experiencia alguna, pasó a pertenecer a una organización militar. El cargo que se le dio fue el de capitán de Milicias Urbanas. Pero recién en 1806, ante la inminente llegada de la escuadra británica, se requirió su inmediata presencia en el Fuerte. Allí lo recibió el virrey Rafael de Sobremonte, quien le pidió que, teniendo en cuenta su cargo en el Consulado, preparara una fuerza conformada por comerciantes.
La idea de Sobremonte era contar con un batallón de jóvenes mandados por Belgrano. Este grupo iba a pertenecer a los Cuerpos de Caballería y recibiría instrucción militar de jefes experimentados.
Belgrano intentó cumplir la misión encomendada, pero no logró sumar voluntarios. Hasta que el 24 de junio sonaron las campanas de las iglesias convocando a todos a la fortaleza. El gran patriota, que a esa hora estaba trabajando en el Consulado, dejó todo y corrió para presentarse de inmediato. El escenario que encontró estaba muy lejos de ser el ideal. La desorganización era el denominador común. Nadie sabía a quién obedecer, ni tampoco con qué grupo había que formarse.
Finalmente, un militar comenzó a repartirlos en forma apresurada. Belgrano fue derivado a un cuerpo al que se le dio la misión de salir cuanto antes hacia la zona de Barracas para detener el avance del enemigo. Este grupo fue el primero en abandonar el Fuerte. Marchó hasta la zona de Parque Lezama, donde funcionaba un edificio perteneciente a la Compañía de Filipinas, dedicada al comercio de esclavos. Mientras tanto, las tropas de William Carr Beresford avanzaban desde Quilmes hacia el centro de la ciudad. Algunos años después, Belgrano recordaría aquella jornada y la actuación de su fuerza de la siguiente manera:
Fue la primera compañía que marchó a ocupar la casa de las Filipinas, mientras disputaban las restantes con el mismo virrey que ellas estaban para defender la ciudad y no salir a campaña. Y así solo se redujeron a ocupar las Barrancas. El resultado fue que no habiendo tropas veteranas ni milicias disciplinadas que oponer al enemigo, venció éste todos los pasos con la mayor facilidad. Hubo fuegos fatuos [se refiere a esperanzas infundadas] en mi compañía y otros para oponérsele. Pero todo se desvaneció y, al mandarnos retirar y cuando íbamos en retirada, yo mismo oí decir: “Hacen bien en disponer que nos retiremos, pues nosotros no somos para esto”.
Confieso que me indigné, y que nunca sentí más haber ignorado, como dije anteriormente, hasta los rudimentos de la milicia. Todavía fue mayor mi incomodidad cuando vi entrar las tropas enemigas y su despreciable número para una población como la de Buenos Aires: esta idea no se apartó de mi imaginación y poco faltó para que me hubiese hecho perder la cabeza.
Me era muy doloroso ver a mi patria bajo otra dominación y sobre todo en tal estado de degradación, que hubiese sido subyugada por una empresa aventurera, cual era la del bravo y honrado Beresford, cuyo valor admiro y admiraré siempre en esta peligrosa empresa.
Se podría decir que fue su primera acción militar porque marcharon en el trayecto de unas diez cuadras, con un regreso a un paso algo más ligero. Pero no fue su bautismo de fuego, ya que no se disparó un solo tiro y, como lo explicó Belgrano, si hubo algún fuego, fueron los fatuos.
Junto con Castelli, Juan Martín de Pueyrredon y otros, Belgrano conformaba un grupo que luego los historiadores iban a denominar Partido Criollo o Partido de la Independencia. En resumen, eran la oposición al gobierno virreinal.
Por información que había sido dispersada por agentes británicos, en los días posteriores al desembarco británico corrió la versión de que en realidad tenían como objetivo liberar a las ciudades de América del yugo español. Este tema interesaba mucho al Partido Criollo. En esos primeros días de ocupación, algunos integrantes se entrevistaron con Beresford con el fin de que les aclarara cuál era el objetivo de la expedición al Río de la Plata. Concretamente, querían saber si había que considerarlo como un ejército libertador o invasor.
No obstante, las respuestas del comandante inglés eran evasivas y los criollos no tardaron en darse cuenta de que, en vez de apoyarlo, había que enfrentarlo.
Más allá de esas operaciones de claro contenido político, Belgrano tenía otro asunto que tratar con el jefe británico. Se entrevistó con Beresford para plantearle que, como el Consulado cubría todo el virreinato, pero solo Buenos Aires estaba en poder de los invasores, quería saber si su oficina iba a seguir perteneciendo a la corona española. Una vez más, la falta de respuestas del gobernador inglés impulsó a Belgrano a convocar a los integrantes del Consulado con el objeto de llegar a una determinación que él consideraba fundamental: salir de Buenos Aires con los sellos y papeles de la institución y seguir actuando como representante español, fuera de la zona invadida.
Los comerciantes no estuvieron de acuerdo y a Belgrano no le quedó más remedio que alejarse de la ciudad antes de que se lo obligara a jurar obediencia al nuevo gobierno. Partió a Mercedes, en la Banda Oriental. Allí tomó conocimiento del proyecto de reunir tropa para reconquistar Buenos Aires, pero antes de decidir participar, los hombres comandados por Santiago de Liniers cruzaron el Río de la Plata y recuperaron la ciudad. Belgrano regresó sin demasiado apuro a la capital del virreinato.
El día de su arribo, a mediados de septiembre de 1806, estaban conformándose los cuerpos militares para afrontar una posible segunda invasión. Nadie era llamado de manera forzosa, todos acudían como voluntarios, contagiados del entusiasmo por las jornadas heroicas de la Reconquista. Casi dos mil hombres se sumaron a la Legión de Patricios Urbanos de Buenos Aires, que era el cuerpo militar que le correspondía a Belgrano por ser nativo de la ciudad.
Para aquellos con posibilidades de ejercer la jefatura, Patricios se convirtió en un destino codiciado debido a la gran cantidad de efectivos que contaba en sus filas.
El amplio edificio del Consulado fue utilizado como sede para que los oficiales de los Patricios eligieran a sus propios jefes para los tres batallones que se formaron. La elección recayó en Cornelio Saavedra, Esteban Romero, ambos comerciantes, y José Domingo de Urien, quien había trabajado en el Consulado.
El 8 de octubre, estos tres hombres recibieron el despacho de tenientes coroneles. Si bien cada uno de ellos tenía mando sobre su respectivo batallón, Saavedra además fue designado comandante, es decir, la máxima autoridad del cuerpo.
Faltaba establecer quién ocuparía el cargo de sargento mayor, que oficiaría de enlace entre los capitanes y sus superiores, los tenientes coroneles. El puesto demandaría tiempo y dedicación. En la votación participaron todos los capitanes y el elegido fue Manuel Belgrano. Se tomó muy en serio su tarea. Consideró fundamental adquirir conocimientos para transmitirlos a sus subordinados. Así lo refirió cuando escribió su autobiografía:
Entrado a este cargo, para mí enteramente nuevo, por mi deseo de desempeñarlo según correspondía, tomé con otro anhelo el estudio de la milicia y traté de adquirir algunos conocimientos de esta carrera, para mí desconocida en sus pormenores.
Mi asistencia fue continua a la enseñanza de la gente. Tal vez eso, mi educación, mi modo de vivir y mi roce de gentes distinto en lo general de la mayor parte de los oficiales que tenía el cuerpo, empezó a producir rivalidades que no me incomodaban por lo que hace a mi persona, sino por lo que perjudican a los adelantamientos y lustre del cuerpo, que tanto me interesaban y por tan justos motivos.
El esfuerzo y la dedicación de Belgrano contrastaban con los de otros jefes, que no consideraban que fuera tan importante la instrucción. Algunos se quejaban alegando que los ejercicios en la plaza parecían ser más de entretenimiento para las vecinas que de utilidad para enfrentar a un enemigo. De todos modos, el mayor Belgrano continuó aprendiendo y volcando los conocimientos en la tropa.
Pocos creían que los británicos osarían pisar las playas del Río de la Plata otra vez. Sin embargo, en enero de 1807 llegó la noticia desde Montevideo: las fuerzas invasoras volvían a presentarse en estas aguas. El gobernador de Montevideo, Pascual Ruiz Huidobro, pidió ayuda a Buenos Aires. De inmediato surgieron voluntarios que deseaban enfrentar a los ingleses en la Banda Oriental. Pero también hubo quienes prefirieron mirar para otro lado. “El que más [hombres] dio fue el de Patricios. Sin embargo de que hubo un jefe, yo lo vi, que cuando preguntaron a su batallón quién quería ir, le hizo señas con la cabeza para que no contestase”, escribiría luego Belgrano.
Se ofreció como voluntario. No solo con el deseo de actuar frente a los invasores, sino también con el objetivo de no quedarse entre jefes que mostraban rasgos de cobardía o de ineptitud. Su voluntad no pudo cumplirse porque tanto Saavedra como otros oficiales de Patricios le plantearon a Liniers que Belgrano era más útil en la instrucción que partiendo en campaña. Para ellos, su capacidad como instructor no podía ser desaprovechada y ese fue el motivo por el cual no integró el contingente de seiscientos Patricios que cruzaron el Río de la Plata para enfrentar a las fuerzas británicas.
De todas maneras, cuando Liniers y unos mil quinientos hombres arribaron a Colonia de Sacramento, los invasores ya se habían apoderado de Montevideo y el objetivo de participar en la defensa de la ciudad quedó descartado.
Regresaron a Buenos Aires, sin pena ni gloria.
Luego de que los Patricios salieron en campaña con Saavedra, se hizo un ofrecimiento de dinero para aquellos que quisieran actuar militarmente en calidad de profesionales. Los oficiales de Patricios que habían quedado en Buenos Aires no se mostraron interesados, mientras que la tropa quería sumarse. Pero la cantidad de soldados superaba ampliamente las vacantes disponibles.
Belgrano entendió que la mejor forma de resolver el problema sería mediante un sorteo. Los que salieran favorecidos iban a poder sumarse al ejército con la retribución correspondiente. Al anunciarlo a la tropa, un oficial le respondió de manera agraviante y mostrando una clara falta de respeto. Belgrano esperaba que los comandantes Urien y Romero reaccionaran frente a la insubordinación, pero eso no ocurrió. Se sintió desautorizado y tomó una decisión determinante: renunció a su cargo y volvió a su actividad en el Consulado. Su lugar fue ocupado por Juan José Viamonte, un comerciante que mostró gran capacidad como militar y terminaría siendo otro notable protagonista de la historia argentina.
Pero su separación duró poco tiempo. Porque cuando los ingleses avanzaron por segunda vez sobre Buenos Aires, Belgrano volvió a vestir el uniforme y se presentó en Patricios para actuar en la defensa de la ciudad, subordinado al coronel César Balbiani, un militar de carrera que se encontraba circunstancialmente en Buenos Aires, ya que iba en camino a Lima. Ante la invasión, decidió quedarse a colaborar con Liniers y se convirtió en la mano derecha del francés. Belgrano actuó como asistente del profesional.
Balbiani y sus hombres se pertrecharon a orillas del Riachuelo para defender el puente de Gálvez, donde hoy se encuentra el puente Pueyrredon que une Buenos Aires con Avellaneda. Pero allí no tuvo lugar ninguna acción, ya que el enemigo se hizo fuerte en los Corrales de Miserere (ahora le decimos Plaza Once) al vencer a los hombres de Liniers. Esto obligó a los Patricios a replegarse sobre la ciudad.
Cuando recibieron la orden de retornar al centro debido al contraste en Miserere, muchos soldados se dispersaron y, mostrando signos de fatiga, regresaron a sus casas. Balbiani y Belgrano llegaron a la Plaza Mayor con apenas un grupo de hombres. Se ocuparon de fortificar y hacer trincheras con el fin de frenar y defender el corazón de la ciudad. Tuvieron tiempo suficiente, porque recién al día siguiente comenzó a avanzar el ejército inglés. Esa mañana, los que se habían dispersado volvieron a ocupar sus puestos y actuaron con mucho entusiasmo. Balbiani, acompañado de Belgrano, tuvo una participación muy importante en la zona más sangrienta del combate, los alrededores de la iglesia de Nuestra Señora del Rosario, Santo Domingo, vecina de la casa donde vivía el gran patriota con sus hermanos. Pero, por su actividad como edecán de Balbiani, las posibilidades de combatir de Belgrano fueron muy limitadas. Él mismo sintió que no tuvo la oportunidad de participar lo suficiente en la defensa de Buenos Aires. Balbiani, en cambio, se deshizo en elogios para con su ayudante:
Estuvo al toque de generala. Salió a campaña, donde ejecutó mis órdenes con el mayor acierto en las diferentes posiciones de mi columna, dando con su ejemplo mayores estímulos a su distinguido cuerpo. Me asistió en la retirada, hasta la colocación de los cañones en la plaza. Tuvo a su cargo la apertura de la zanja en las calles de San Francisco [se refiere a la actual calle Defensa] para la mejor defensa de la plaza y le destiné a vigilar y hacer observar el mejor arreglo en las calles inmediatas a Santo Domingo, donde ha acreditado su presencia de espíritu y nociones nada vulgares con el mejor celo y eficacia para la seguridad de la plaza; hallándose en ellos hasta la rendición del general de brigada [Robert] Craufurd, con su mayor y restos de la columna de su mando, abrigada en el convento de dicho Santo Domingo.
Recordemos que los elogios provienen de un militar profesional.
El valorado edecán de Balbiani asistió al acto de rendición de los jefes militares británicos y tuvo oportunidad de conversar con ellos e intercambiar ideas acerca de la independencia de las posesiones españolas en América. Allí se cerró el primer capítulo en la vida militar de Manuel Belgrano. Al día siguiente, ya se encontraba de vuelta en su escritorio ocupándose de los asuntos comerciales del virreinato.