e llamaba George Gordon Byron porque una cláusula testamentaria exigía que el heredero de los Gordon llevara en primer lugar el apellido, lo que constituía, casi de hecho, la única herencia. Tampoco los Byron aportaron mucho más, aparte de blasones y de sellos heráldicos. Un par de títulos con tratamiento, un puñado de deudas y una pequeña renta que le permitió vestir siempre levita, además de una aristocrática imposibilidad para las erres. Así, decía «Byrn» cuando se presentaba, como si tuviera en la boca un trozo de pescado con espinas. Fue un joven apuesto, elegante, de rasgos varoniles y armoniosos, dueño de una noble y decimonónica belleza únicamente empañada por una ostensible y notoria, desgraciada cojera. Tenía un pie deforme, algo zambo, que al apoyarse en el suelo hallaba bajo el talón un abismo, una sima, un barranco de riscos escarpados por los que resbalaba en caída libre cada vez que daba un paso.
Se odió siempre por eso. Y arrastró de por vida no solamente el pie, sino el eco punzante, doloroso, de su primer amor. Una prima lejana, Mary-Anne, jugosa y deseable a quien oyó decir, desatinada, torpe, a una de sus doncellas: «¿No pensarás acaso que me puedo enamorar de un pobre cojo?».
Hubo siempre algo en él de esa doble mirada. Algo del joven tímido y silencioso, sometido a frecuentes abstinencias por mantenerse esbelto: hambre, esgrima, verduras y gaseosa; un ateo piadoso —curiosa conjunción, cómo él decía—, elegante y gallardo. Y el tullido amargado, libertino y rijoso, que acudía a frecuentes bacanales: alcohol, juegos perversos y muchachas turgentes a quienes sometía a burlas y ultrajes con los que se vengaba de la naturaleza y de su prodigalidad con ellas.
El resto fueron relaciones tormentosas. Amor y desamor. Y la espera, impaciente, fundada certidumbre, de la muerte.
Fue amigo de Shelley, quien, ahogado en el mar, como un poeta romántico, mientras navegaba, fue comido por los peces; las aguas devolvieron sus restos a la playa, apenas un despojo. Lo reconocieron por el libro que llevaba en el bolsillo. Allí, Byron, llorando y maldiciendo, enmarcado en el gris de la tormenta, ayudó a levantar la pira —troncos, ramajes, frondas— donde el cuerpo ardió durante horas. Y allí, con el reflejo naranja de las llamas, se tiró al mar, donde estuvo nadando hasta quedar exhausto.
Poco después fue ya su propia muerte. Con treinta y siete años. La muerte de los médicos, del láudano. La de las sanguijuelas en la frente, baños de agua caliente, compresas, aceite de castor, y seis dosis de polvo de antimonio. Como no registraba mejoría, píldoras de clorhidrato de mercurio, y extracto de licor de calabaza. Murió sin apenas decir nada.
Cuando sus restos llegaron a Inglaterra, su albacea no lo reconoció. Tuvieron que abrir el ataúd y retirar el terciopelo rojo para que su pie, cojo y deforme, lo delatara.