ay una foto suya, en blanco y negro, en la que posa, seductor, con el cuello subido del abrigo, el pelo engominado, y un Gauloises en los labios. Tiene un parecido remoto y persistente con Humphrey Bogart, y el brillo de la gloria precoz en la mirada.
Nació en Argelia. Y fue niño en uno de esos barrios vocingleros, de olor pesado a especias y pescado, puestos, ropa tendida y colores —frutas, alfombras, telas— para los que no hay nombre ni siquiera en francés.
Militó en esa religión del sol, del mar; los árboles, la tierra áspera, algo de privación, también, pobreza, frugalidad, modestia…
Su padre, un recuerdo lejano: una caja con fotos amarillas y una cruz militar. Había sido soldado, uno de aquellos zuavos de barbas afiladas, gorro y bombachos rojos, un poco de opereta, encuadrados en el Ejército francés. En la batalla del Marne recibió en la cabeza el impacto de una esquirla de obús. Un día, llegó a su casa un telegrama diciendo que había muerto. Poco después, la caja. Contenía una medalla, un reloj, una pluma y, envuelto en un trapo, sucio, lleno de barro y grasa, el fragmento de metal que lo había matado y que un compañero había recogido, todavía humeante, como un extraño exvoto, del campo de batalla.
El joven Camus trabajó en una ferretería, como agente de aduanas, fue periodista, actor, portero en un equipo de fútbol, y se hizo profesor, siempre becado. Allí, yendo a la universidad, traje y corbata, vio por primera vez las cafeterías, los grandes almacenes, las tiendas de ropa del Argel colonial, el de las faldas de blonda y las gafas de sol, que saltaría pocos años más tarde por los aires con las bombas del FLN, y las botas de los paracaidistas del general Massu.
Colaboró con la Resistencia, escribiendo, y escuchando la radio: las emisiones que desde Londres hacían llegar mensajes en clave: «El té de tía Úrsula está envenenado» o «El cocodrilo ha dado tres saltos», por ejemplo. Serio, algo tímido —mujeriego también—, cohibido, tal vez amedrentado por el tiempo iracundo que le tocó vivir, se convirtió en uno de los príncipes rebeldes de la época. Un santo laico al que los jóvenes rendían culto en los bares que, de noche, se llenaban de existencialismo, humo, jazz y alcohol.
Luego fue el Nobel. Todavía no había cumplido cuarenta y cuatro años. Tres más tarde murió en un accidente. Iba camino de París, y el Facel Vega se salió de la carretera y chocó contra un árbol. Se rompió el cuello. Los gendarmes encontraron en un maletín el manuscrito de El primer hombre y en un bolsillo el billete de tren para ese mismo viaje. La noche anterior, su amigo Gallimard, que conducía, y que también murió, le había convencido de que lo acompañara en el coche que acababa de comprarse.
Todavía olía a nuevo.