urante años estuvo cobrando los cuentos que publicaba en los periódicos a cinco kopeks la línea —una miseria—, y su mayor obsesión era no superar la extensión del encargo y verse obligado a cortar. Porque vivía entonces la incómoda, certera impresión de que cada línea que tachaba eran cinco kopeks que, sin siquiera haber cobrado, ya habían desaparecido de su bolsillo. Así que cuando le pagaban con entradas de teatro, como ocurría a menudo, respiraba aliviado en cierto modo, porque ninguna palabra de más podía cobrarse un fragmento de platea.
Era médico, y en la puerta de su casa había una placa donde lo decía. Y como no quería que sus pacientes —esos que iban a enseñarle la lengua, o a toserle, o a estornudarle encima— supieran que escribía, eligió un seudónimo con el que durante un tiempo firmó cuanto publicaba: Antosha Chejonte. Ese fue el nombre que aparecía en su primer libro, Cuentos de Melpómene, que fue un fracaso absoluto de ventas y del que un crítico escribió que era como un limón exprimido que se pudre a los pies de un muro. Algo que, dicho en ruso, suena un poco peor.
Compró una casa en el campo, tres caballos, una vaca, cuatro patos, dos perros, a los que puso de nombre Bromuro y Quinina, y un piano. Y andaba siempre con tanta gente a vueltas, padres, madres, hermanos, amigos, conocidos que subían y bajaban, iban y venían y le montaban fiestas, que se construyó una caseta en el jardín, de madera, para escapar. Cada mañana salía de casa, se calaba las gafas, con leontina, y se encerraba allí, con llave, para escribir.
Escribió El tío Vania, y a los críticos tampoco acabó de gustarles; escribió La gaviota, y los críticos volvieron a contar lo del limón exprimido. Y la noche del estreno, en Moscú, vio cómo los espectadores se reían donde no era, y cruzaban las piernas, y silbaban, y se daban codazos, y se movían nerviosos en las butacas. Salió del teatro y se puso a caminar sobre la nieve.
Se levantó con tos, sudoración, fiebre, fatiga, y una gota de sangre en el pañuelo. Desde entonces anduvo esquivando la muerte, viajando aquí y allá, lejos, cerca, mañana… Conoció a Olga Knipper, una joven actriz con la que se acabaría casando, y a quien regaló una foto de su cabaña, de recuerdo. No convivieron mucho, pero a cambio se escribieron cartas. Mi perrito, la llamaba cariñosamente, mi serpiente, mi pequeña pava. Algo que, dicho en ruso, suena un poco mejor.
Murió en la Selva Negra. Estaban hospedados en el hotel Sommer, y de noche se despertó agitado. Olga llamó al médico. Cuando llegó, deliraba: hablaba del Japón, y de un marinero del que contaba algo ininteligible. El doctor Schöhrer le auscultó, guardó el fonendoscopio, cerró el maletín y encargó una botella de champán. Brindaron los tres, dos al borde del llanto. «Cuánto hacía que no bebía champán», dijo antes de recostarse en la cama.
Fueron sus últimas palabras.