o habían detenido. Un grupo de cosacos había echado abajo la puerta de su casa y se lo había llevado a empellones, con sus papeles y un saco de pertenencias, pocas. Lo acusaban de conspiración junto a un grupo de estudiantes. Fue juzgado y condenado a muerte, y esa mañana, fría como el tacto de una navaja de barbero, lo bajaron al patio recién amanecido. Allí formaba el pelotón que lo iba a fusilar: las gorras verdes y las viseras negras, los cañones de los fusiles, el correaje, con olor a rancho y a trinchera. Lo ataron a un poste con los ojos vendados y escuchó los gritos de ordenanza del oficial al mando, y los ruidos metálicos, marciales, de una armonía cobriza y afilada, todo un rumor, amenazante, vago, anticipo de la muerte inminente: ¡Atención, pelotón!... ¡Carguen!... ¡Apunten!... No pudo verlo, pero aquel hombre, vestido de comunión ante un mar discontinuo de fusiles, nunca se supo si complacido o no, sacó un pañuelo blanco del bolsillo, y lo dejó caer, teatral, al suelo. Lo habían indultado.
De ahí marchó a la casa de la muerte. Aquella extensión blanca, árida, donde acababa el mundo, los mapas, y la vida.
Un hombre huraño y silencioso. Solitario y esquivo, que siempre odió las matemáticas en la escuela. Pómulos prominentes, barba oscura, el pelo ralo, lacio, peinado con la desgana de los oficinistas, y unos ojos que eran más brasas apagadas, dos portones oscuros enmarcados por profundas ojeras como la sombra violácea, a mediodía, de un balcón.
Vivió una vida de Antiguo Testamento: humillación, pobreza y algo de esa gloria efímera que era como la tierra prometida. Un largo peregrinar de exilios y pensiones, deudas, usura, préstamos que nunca o casi nunca devolvía, y mostradores de las casas de empeño: un abrigo para poner un telegrama, una vez; unos zapatos para comprar papel, otra… Vivió el destierro, el rayo pertinaz del infortunio, la muerte —su mujer, su hermano, su hijo—, la tentación del juego, y aquella enfermedad que era como un demonio, dulce, que se acercaba por sorpresa, seductor, arrogante, y lo arrojaba al suelo como un saco, vueltos los ojos, la boca con espuma; la epilepsia, desde los nueve años.
Así, desposeído, escapado, en ese paraíso de bujía, tinta y papel, escribió El idiota, Los hermanos Karamazov, Crimen y castigo, El jugador, en apenas veintiséis días, dictando a destajo y acuciado por los acreedores… Se dice que cuando el zar leyó Recuerdos de la casa de los muertos, aquel hombre infalible, sanguinario, se echó a llorar como un niño.
Cuando murió, una llamada inaudible recorrió toda Rusia. Las calles se llenaron de gente que chocaba y se daba codazos, en silencio, atropellada, que subía las escaleras de la casa, y tocaba el ataúd con los dedos, y robaba las flores, de recuerdo, en una pequeña habitación, llena, tanto que no había oxígeno suficiente. Y los cirios, dolientes o distraídos, se apagaban.