l joven Fitzgerald podemos suponerle, de entrada, una infancia difícil. «Mi padre es un imbécil. Mi madre una neurótica», escribió.
Un padre guapetón, pero indolente, sureño y repeinado, y una madre que aparece en las fotos con expresión ceñuda, ojerosa y adusta. Como si hubiera llevado el mismo vestido siempre. Como si acabara de tragarse una espina y tratara de disimular ante el anfitrión. Una mujer estricta y posesiva, huraña como la bruja de los cuentos, que lo abrigaba en exceso, en invierno, con bufandas y gorros y verdugos y calzoncillos largos, y que cultivaba sus rizos rubios, de niño, y sus ojos azules, como quien planta hortensias en un jardín florido. Fue a Princeton, donde obtuvo algunas de las peores notas que se recuerdan, y donde se encargó del grupo de teatro y de la revista.
Fitzgerald, elegante y meloso, ligón y mujeriego, seductor implacable —el pelo engominado y una flor en el ojal de la chaqueta—, las mujeres caían en sus brazos como polillas atraídas por la luz. Se cuenta que en los bailes, en los felices veinte que vivió como nadie, siempre les regalaba un adjetivo: «Tengo un adjetivo para ti», les decía.
Su catálogo de conquistas, de fotos dedicadas e iniciales, resulta interminable. Una vez, en París, cenando con los Joyce, estuvo flirteando con Nora toda la noche: en el primero y en el segundo plato, en los postres y en el café, hasta que James amenazó con tirarse por una ventana si su mujer no le decía que parara en ese instante.
Acabó casándose con Zelda, con quien mantuvo una relación rugiente y destructiva, regida por el alcohol, la infidelidad, los abandonos, el desamor y la literatura… Fueron la pareja de moda. Anhelada y selecta, elegante y mundana, en un tiempo de luces de neón y bourbon al ocaso, desenfrenado y loco, de fiestas a las que acudían vestidos con pijama, de etiqueta o desnudos, y donde era de buen gusto echar las joyas a cocer a una cacerola con salsa de tomate. Ganó tanto dinero, tanto, que dejaba en los hoteles una bandeja cubierta de billetes para que los botones pudieran servirse.
Todo se rompió. Zelda, en una sucesión interminable de sanatorios y clínicas, y una lista herrumbrosa de diagnósticos de necesidad mortales: paranoia, demencia, esquizofrenia… Francis, perseguido por el demonio en que lo convertía el alcohol. Vivió los últimos años flotando en un mar de barbitúricos y espuma. Tomaba Veronal, Nembutal y Barbitol para el insomnio, y Benzedrina y café para poder ponerse de pie por la mañana. El más mínimo ruido, la luz, una llamada, un momento de paz, todo le crispaba los nervios. Dejó 600 dólares, en un sobre, al morir, para el entierro, y una caja repleta de cumplidos. «Eres un cristal claro», dijo en una ocasión a una de sus amantes. «Un vidrio soplado que el sol atraviesa, de repente». Así cualquiera.
Habían discutido y Zelda escribió a Francis para pedirle que volviera con ella. «Si vuelves, querido», le escribió en una cuartilla perfumada con su mejor letra de poeta, «haré que florezca el jazmín y con un matorral de hortensias te haré un vestido. Podrás jugar con mi pistola y dejaré que ganes todos los partidos de golf». No se sabe si volvió. Ni si fue para jugar con la pistola.