acido en floreal, ese mes fértil y fragante, si acaso un poco ñoño, del calendario francés republicano, tuvo un abuelo ebanista que le transmitió la pasión por la madera. Le gustaba tallarla, trabajarla, hacer ingletes, buscar con los dedos la dirección de la veta, y pasar el cepillo, con la mansedumbre de la caricia de un amante, hasta que las virutas se convertían en espirales transparentes. Naranjas y amarillas.
Hijo de un padre militar, estricto y pedregoso, que de la mano de José Bonaparte fue gobernador de Guadalajara y conde de Sigüenza, viajó de niño a España —pantalones de terciopelo oscuro, medias, mangas largas de encaje— con un convoy de napoleones de oro. Doce millones contantes y sonantes que, cada trimestre, enviaba Napoleón al sur, erizados de bayonetas y sables, para pagar a sus soldados. Conoció la barbarie, las emboscadas y los soldados muertos, crucificados en los portones de las granjas, al lado de las noches de concierto y los bailes de oropel y opereta.
Vivió una vida aventurera paralela a aquel siglo, agitado, que se llenó de armones de artillería, adoquines y gritos de ordenanza. Y ocurrió que Francia, entera, de norte a sur, de este a oeste, fue toda La Marsellesa y la bandera tricolor, y él el poeta del pueblo. «El niño sublime», lo llamaron, cuando apenas adolescente escribió sus primeros versos, que salieron de su boca como redobles, como salvas o himnos…
Escribía en un gabinete de trabajo tapizado de damasco rojo. Allí tenía sobre un velador un sello de cristal de roca, otro de oro y la brújula de Cristóbal Colón, de cobre, en la que se leía: «La Pinta, 1492». Y allí entraron los insurgentes de la comuna, armados hasta los dientes, llamándole traidor, para encontrar, sobre una alta mesa en la que se había acostumbrado a escribir y a dibujar, las primeras páginas manuscritas de la que sería su novela inmortal, Los miserables.
Vivió más de veinte años exiliado. Paseando por las playas como un espectro, negro, de arriba abajo, y subido a los riscos donde su hijo le hacía fotos borrosas. Cuando volvió a París, lo recibieron con vítores y aplausos, como a un cantante. Fue diputado, par, caballero de la Legión de Honor y designado Rey Sol de la literatura.
Cuando murió, se decretaron funerales de Estado, con puestos de bebidas, bocadillos, vendedores ambulantes, y la gente que alquilaba escaleras de mano para ver el solemne cortejo.
La muerte. Hubo algo de ella latente, recurrente, en su vida: vio morir a su esposa, a su amante, a sus dos hijos varones, a su hija Léopoldine, ahogada, una tarde, en el Sena; a su hermano Eugène… Vio morir, asqueado, también a los muertos de la historia; los de las barricadas, los rebeldes, los conspiradores… Entre sus papeles apareció un cuaderno escolar, en el que había escrito, con catorce años: «Ser Chateaubriand o nada». Qué pretensión. Qué vocación. Qué ojo.