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POR EL RÍO

De camino hacia el norte en una avioneta, con el Himalaya enfrente elevándose de las densas nubes tropicales, recordé un libro que me dio mi padre cuando tendría unos nueve años un día que estaba con fiebre. Se titulaba Las montañas más hermosas y las más famosas escaladas. En portada figuraba el Monte Rosa, que veía por primera vez. Ya había conocido la roca y el hielo, en verano, pero en invierno la montaña se convertía en un recuerdo lejano, así que pasé largas horas en la cama con aquel mamotreto de fotografías a color, curándome de la fiebre y de la nostalgia. Observé el perfil del Everest, del K2, del Nanga Parbat, leí sobre hombres que los habían ascendido, aprendí nombres y alturas con la obstinación de los niños, para los que memorizar es un acto mágico, que brinda la ilusión de poseer. Entonces mi sueño era ser alpinista, leía a Messner y a Bonatti como si fuesen Stevenson y Verne, y el Tíbet y Nepal eran reinos secretos, islas del tesoro.

Treinta años después aún sabía reconocer la forma del Dhaulagiri, el más occidental de los ocho mil nepalíes. Ahora el pequeño avión volaba mucho más bajo, iba a ras de los nubarrones iluminados por el sol, que dejaba al este. Otras cumbres oscuras se elevaban delante de nosotros, una cadena de unos cinco mil metros: como habíamos esperado, la niebla no pasaba de aquel muro. Luego, debajo de las hélices, empecé a ver crestas afiladas, gargantas que desaparecían en las sombras matinales, cañones hundidos por los desprendimientos de la temporada de lluvias. Observé a Remigio pegado a la ventanilla y creí saber qué buscaba: un paisaje que pudiese interpretar, una escritura conocida.

Desde que me había ido a vivir a la montaña, más que las cumbres habían empezado a interesarme los valles y, más que los alpinistas, los montañeses. Me gustaba la idea de que hubiera un único gran pueblo en las tierras altas del mundo, pero no dejaba de ser simple romanticismo: en los Alpes ya éramos ciudadanos de la inmensa megalópolis europea, o de uno de sus extrarradios boscosos. Vivíamos, trabajábamos, íbamos de un lado a otro, teníamos relaciones de ciudadanos. ¿Seguían existiendo los montañeses? ¿Había en algún lugar una montaña auténtica, libre del colonialismo de la ciudad, íntegra en su condición de montaña? Con ese espíritu había ido a Nepal unos años antes. Había recorrido las zonas más visitadas solo para descubrir que la modernidad también estaba llevando sus ventajas al Himalaya: carreteras, motores, teléfonos, energía eléctrica, productos industriales, el bendito y deseado bienestar a cambio de una cultura antigua, pobre y abocada a la extinción, exactamente como la alpina. Tenía que buscar mejor, tenía que llegar más lejos.

El piloto cuyos movimientos espiaba viró con suavidad, siguiendo las líneas de un valle al sol. Enfiló hacia una corta pista de tierra, no más de un centenar de metros en medio de una pendiente, y luego descendió hacia ella. Aterrizó y frenó con firmeza entre las casas de Juphal, el principio del largo sendero hacia el norte: cabañas bajas de piedra, terrazas en todo el paisaje, la cosecha ya casi terminada en aquella estación. Aún estaba impregnado del sudor de una sofocante mañana tropical, y no bien bajé de la escalerilla percibí el limpio olor de la montaña. En cuanto recogí la mochila, el bimotor despegó.

Sete tenía cuarenta y siete años y era un tamang de Nepal oriental. Pómulos anchos, ojos pequeños, piel morena, ya de crío cargaba un cuévano a la espalda: después de convertirse en cocinero y porteador de alta montaña, y de haber escalado cumpliendo esa función el Everest, el Makalu, el Cho Oyu, el Dhaulagiri, el Shisha Pangma, con la edad él también había bajado al valle. Ahora trabajaba, en verano y en invierno, en los refugios del Monte Rosa, y en otoño hacía de guía para expediciones de exploración como la nuestra. Hablaba italiano, se reía mucho. Yo me preguntaba si era una alegría innata o uno de los trucos del oficio, una manera de evitar las preguntas directas. Llevaba unos días en Juphal reuniendo la caravana, compuesta por él, por su hermano, por cinco chicos encargados del campamento y la cocina, por otros cinco que se ocupaban de las bestias y el transporte, y por veinticinco mulas cargadas con todo lo que, en casi un mes de camino, íbamos a necesitar. Junto con los diez que habíamos llegado de los Alpes, sumábamos un total de cuarenta y siete, entre animales y hombres. Las tiendas, los equipos, los víveres, el queroseno para cocinar, el pienso de las mulas y los equipajes personales se cargaron en las albardas, lo único que no llevábamos era agua: encontrar cada noche un torrente y el lugar donde acampar era tarea de Sete, que nunca había estado en el Dolpo pero que confiaba poco en nuestros mapas. Prefería preguntar por el camino a los arrieros y a los campesinos con los que nos pudiéramos cruzar. En Juphal hacía calor y yo estaba tratando de saber qué debía llevar en la mochila y qué debía cargar en la mula, así que le pregunté cuándo iba a necesitar la ropa de abrigo.

–Más arriba –dijo.

–¿Qué quieres decir con «arriba»?

Me señaló distraídamente una mancha con forma de Y en el mapa que había extendido: el gran lago Phoksundo, situado entre dos valles.

–¿Y cuánto se tarda en llegar?

–Tal vez cuatro días.

–¿Tal vez?

Comprobé la altura del lago: 3.600 metros. Donde nos encontrábamos, a 2.500 metros, se cultivaba maíz. Descendiendo desde Juphal hacia la hondonada, cruzamos arrozales, terrazas con cultivos de cebada y mijo, huertos exuberantes. Las casas tenían tejados planos, de tierra batida, en los que ponen a secar heno y guindilla. Gran parte de la vida de la aldea parecía desarrollarse ahí arriba, y toda era femenina: las mujeres jóvenes batían la cebada con largos palos, las mayores la cribaban al viento que se llevaba el salvado; abajo, en una tina de piedra, una niña se lavaba el pelo con un jabón para la ropa. Calabazas amarillas y largas, unos extraños guisantes de vaina espinosa, incluso racimos de pequeños tomates llenaban aquella ladera sin árboles, donde solo el cedro del Himalaya, una conífera de aspecto africano, daba sombra entre los huertos.

Mientras miraba alrededor, pensaba en las terrazas invadidas por la broza, los muros sin argamasa derruidos, los canales de irrigación devorados por el bosque que solía ver en los Alpes; pensaba también en la época en que nuestra montaña estaba igual de cuidada, y me preguntaba cuándo le llegaría a esta el abandono. ¿Era una carretera lo que veía allí abajo? Sí, a la vera del río pasaba una pista de tierra, y justo cuando llegábamos nos adelantó una camioneta; hacía dos años, por lo que nos contaron, ahí no había más que un sendero.

Remigio y yo cruzamos una mirada cuando nos enteramos de eso. Él había nacido en una aldea a la que hasta finales de los años setenta se subía a pie; después, desde que construyeron una carretera, fue testigo de su progresivo despoblamiento. En una ocasión me dijo: Cuando llega una carretera parece siempre que lo que hace es traer algo, pero lo cierto es que lo que hace es llevarse algo. Observaba a dos obreros que con pico y pala arreglaban la calzada. Estaba rememorando, creo, una escena de su infancia.

La caravana levantaba polvo y la frescura del río de abajo empezó a ser un reclamo para mí: cuando Sete decidió dónde instalar el campamento, fui el primero en descalzarme e introducir los pies en el agua tumultuosa del Bheri Khola. Estaba turbia de hielo, de color gris metálico.

–¿De dónde viene esa agua? –pregunté.

–De la montaña.

–¿De qué montaña? ¿El Dhaulagiri?

–Tal vez.

Sete decía «tal vez» en lugar de «quizá», y eso daba a sus respuestas un extraño tono oracular. De dondequiera que llegase el agua, había estudiado los mapas y sabía a qué punto iba a parar: al río Karnali, que nace en el Tíbet, y después de setecientos kilómetros desemboca en el Ganges. Sentado en una roca, entre mosquitos y helechos, me dije que tenía los pies en remojo en el agua del río sagrado.

–Tú has estado arriba, ¿verdad?

–¿Dónde?

–En el Dhaulagiri.

–Sí, así es.

–¿Y cómo era, lo recuerdas?

–Largo –dijo Sete.

Luego se fue a la tienda cocina para dirigir los preparativos de la cena.

Me tumbé al sol para secarme y saqué del macuto el libro que había llevado. Era El leopardo de las nieves, de Peter Matthiessen, publicado en 1978 y aún en los mostradores de todas las librerías de Katmandú, desde donde los ejemplares de bolsillo arrugados pasaban a las mochilas de los nuevos caminantes. Aquel libro también tenía algo que ver con mi viaje, es más, en parte lo había inspirado, ya que iba a recorrer un buen tramo del camino que en él se describe. Coincidencia o no, el Leopardo y yo éramos coetáneos; ahora lo empezaba a leer por segunda vez.

Por lo que había averiguado de él, Peter me caía muy bien: nacido en 1927 en Nueva York, en los años cincuenta formó parte de la segunda generación de expatriados norteamericanos en París, émulos con menos fortuna de Hemingway y Fitzgerald. También tenía una esposa joven, un apartamento en la rive gauche, cuadernos que rellenar. Aunque en Francia no produjo nada memorable, formó parte del grupo de una histórica revista literaria, la Paris Review, antes de regresar a Estados Unidos para dedicarse a sus dos pasiones: los estudios de la naturaleza y la exploración de la psique. Incapaz de soportar la vida doméstica, pronto se divorció y empezó a viajar. En los años sesenta se hizo ecologista, recorrió Latinoamérica y el sudeste asiático a lo largo y ancho, se aproximó a las culturas de los nativos y, siguiendo ese camino, experimentó con el peyote, la ayahuasca, la mescalina, y luego, durante más tiempo, con el LSD, de cuyas experiencias escribía pormenorizadas crónicas. Por último, como otros, cayó en la heroína. Los años setenta, con sus promesas frustradas, lo decepcionaron, o quizá él mismo fue la causa de su decepción: ya era un hombre de mediana edad y comprendía que era poco lo que había hecho. Se hartó de los alucinógenos, se interesó por la práctica budista. Siguió escribiendo, sin grandes resultados.

Era, a su manera de ver, una evolución de la búsqueda. Luego su segunda esposa, con la que desde hacía unos años rompía y se reconciliaba, tuvo un tumor cerebral y en poco tiempo murió. Peter se quedó viudo y con un niño pequeño, perdido en muchos sentidos: providencialmente le llegó la invitación de un amigo zoólogo que se iba a Nepal para estudiar la conducta de los barales, las cabras azules del Himalaya. La meta de la expedición era Shey Gompa, el «monasterio de cristal», en el corazón del Dolpo, donde la caza había sido prohibida por el lama local y aquellos animales proliferaban. Con un poco de suerte podría ser avistado también su principal depredador, el leopardo de las nieves, «el más huidizo de los grandes felinos», jamás observado por nadie o por casi nadie. ¿No era una buena manera de empezar de nuevo, o al menos una perfecta escapatoria? Peter dejó a su hijo con una pareja de amigos y emprendió el viaje. «Este es un verdadero peregrinaje, un itinerario del corazón», escribió, hacia «el último refugio en el mundo de incontaminada cultura tibetana». Con estas líneas y con un mapa dibujado a mano comenzaba el diario que le daría fama. Como me había ocurrido otras veces, di con el libro demasiado tarde para conocer al autor: Peter murió en 2014, con casi noventa años, un anciano alto y flaco con la cara arrugada y los ojos muy claros. Los observaba en una foto en blanco y negro que usaba como marcapáginas y me parecían tan limpios, unos ojos sin sombras ni secretos.

También a mí me gustaba dibujar mapas. Escribiría un diario como el suyo, lo haría en los momentos de descanso, en un cuaderno negro que había llevado, resistente pero lo bastante blando como para guardarlo enrollado en el bolsillo. Lo estrené esa noche. Mientras terminaba de redactar las anotaciones del día, me llamaron para cenar: primera comida de arroz y lentejas en la tienda comedor, primera noche en la pequeña canadiense. Entré con el libro, el bolígrafo y el cuaderno, oyendo el fragor del agua que caía cerca de mi cabeza.

Nicola estaba echado a mi lado en su saco de dormir, una intimidad a la que me acostumbraría rápido. Por otra parte, él y yo descubríamos continuos y sorprendentes parecidos: no solo habíamos nacido con pocas horas de diferencia, sino que también nuestros padres coincidían en lo mismo. Nos habíamos criado en Milán (él un poco en las afueras), habíamos estado cierto tiempo en Nueva York (él en Harlem y yo en Brooklyn), nos habíamos retirado a vivir a una alzada de montaña (él a Valtellina, yo al valle de Aosta), y no nos habíamos vuelto a ver hasta el año pasado, cuando nos reconocimos enseguida. Habíamos tenido vidas paralelas y una conversación entre nosotros podía sonar así:

–¿Te acuerdas de aquel otoño, de la noche de las elecciones de Obama?

–Claro, estaba en el Lower East Side escuchando un concierto, el trompetista negro tocaba y lloraba.

–En Harlem las mujeres abrazaban a la gente por la calle, era como estar viviendo una revolución.

–Pero después las cosas no cambiaron mucho, ¿verdad?

–Pero fue bonito estar ahí.

En el fondo, pensaba, éramos los Matthiessen de nuestro tiempo. Había ilusión y desengaño en su París como en nuestro Nueva York. Yo escribí cuentos de marineros sentados en un muelle de Brooklyn, Nicola empezó a pintar a gente andando por las calles de Harlem vistas desde una ventana. Más tarde pintó a los montañeses, más encorvados, siempre de espaldas, mientras regresaban de los campos con los aperos a la espalda.

–¿Tienes sueño?

–Ni pizca.

–Tengo la sensación de estar de nuevo en la alzada, cuando las noches no acaban nunca.

–Ya, pero en la alzada tengo aguardiente.

–Y yo whisky.

–Léeme algo, ¿te apetece?

Éramos un pintor y un escritor, y como resultaba que él era zurdo y yo diestro, nos repartíamos así los lados de la tienda, de manera que la mano buena pudiese coger lo que necesitaba. En mi caso, el libro que le leía en voz alta al tercer cuarentón de la caravana.

–Escucha: «Me pregunto si hay en el mundo un río más hermoso que el alto Suli Gad al amanecer. Visto a través de la bruma, un espíritu de monumental piedra gris se desprende de la capa de agua transparente, mientras más arriba la cinta de una pequeña cascada apresa el viento y se pulveriza, antes de tocar tierra».

Después de unas pocas líneas Nicola ya no me estaba escuchando. A menudo la prosa lisérgica de Peter lo dormía enseguida, entonces le deseaba buenas noches y seguía leyendo en soledad.

Peter había empleado una palabra bien concreta para definir su viaje. «Gnaskor, esto es, vagabundeo: así se definen las peregrinaciones en el Tíbet.» Una peregrinación es en todas las culturas un camino de purificación, pero en el deambular sin rumbo, en el vagar de un lado a otro, no hay punto de llegada, cosa que es fundamental en las peregrinaciones tal y como las entendemos nosotros. Jerusalén, Roma, La Meca: ¿cómo se sabe cuándo se ha alcanzado la pureza sin una meta? Encontraba un vínculo entre esta necesidad de ciudades santas al final del camino y la obsesión alpinista por las cumbres de las montañas: desde niño había oído usar las cimas como metáforas del paraíso, y la palabra «ascenso» en sentido espiritual. En cambio, recordé que la más importante peregrinación tibetana consiste en dar una vuelta alrededor del monte Kailash, que para esa cultura es sagrado. Kora en tibetano, «girar» para nosotros: los cristianos plantan cruces en las cumbres de las montañas, los budistas trazan círculos en sus bases. Encontraba violento el primer gesto, amable el segundo; un afán de conquista frente a uno de comprensión.

Mi peregrinación empezó en un puente colgante, cables de acero tendidos de una orilla a otra del río, que llevaba a la garganta del Suli Gad, dejando la última carretera atrás. Durante muchos días no volveríamos a ver ninguna clase de vehículo. Subimos a un valle angosto y árido, con un torrente espumoso debajo de nosotros y quebrantahuesos de cola romboidal que daban vueltas sobre nuestras cabezas o nos observaban posados en las rocas de los desfiladeros. Reapareció la vegetación, caminábamos entre plantas altas que tardé un poco en reconocer por la hoja. También el aroma era conocido, ¿no era increíble? Había cáñamo en toda la zona y las plantas eran enormes, tupidas, exuberantes, estaban cerca de los establos de invierno en los que no había nada, en la tierra abonada con el estiércol de los animales. Vi que las mulas se lo comían encantadas. Arranqué un brote y lo ensarté en el bolsillo como una flor en el ojal, pensando en Peter y en el lema hippie que había visto en alguna camiseta en Katmandú:

NEVER

END

PEACE

AND

LOVE

–¿Has visto eso? –dijo Remigio–. Están segando.

Me señaló la otra vertiente de la garganta, donde unas mujeres segaban agachadas en el suelo, con pequeñas y finas hoces. Él y yo también habíamos pasado muchas horas en los campos, entre segadoras, tractores, empacadoras, remolques inestables cargados de heno en los que yo me sentaba mientras él conducía. Por eso la técnica nepalí nos interesaba: aquí se lo llevaban en los cuévanos, por un sendero que cruzaba la pendiente y desaparecía tras una cresta. Ahí debe de haber una aldea, nos decíamos, y nos hubiese gustado saber cómo era. Seguíamos sin ver hombres, sino solo chiquillos muy pequeños, apenas unos niños: habían formado una cadena humana y se pasaban un bidón de agua que el primero había llenado en el torrente, y el último repartía entre las madres.

La sombra del bosque nos acogió como una bendición. El heno se secaba colgado de ramas de cedros y pinos, en largas trenzas semejantes a lianas. En una pared de roca vi pintado el mantra Om Mani Padme Hum, seis símbolos que había aprendido a reconocer y un sonido que de vez en cuando oía canturrear. «¡Om, gema en el loto, oh!», versos misteriosos con mil interpretaciones, que aluden a lo invisible oculto dentro de lo que se ve. Fuera está el loto, la forma, lo transitorio; dentro, la gema: la sustancia preciosa, lo persistente. ¿Qué se ocultaba en el interior de las trenzas de heno? ¿Qué en el vuelo de los quebrantahuesos, qué en un peral silvestre en pleno bosque? Arranqué una fruta dura y ácida, la mordisqueé pero no pude con ella, entonces la escupí y me sentí obligado a pedirle perdón al árbol.

Por la tarde, liberadas de las albardas, y quizá aún bajo el efecto del cáñamo, las mulas se revolcaron felices en el suelo, se restregaron panza arriba sin el estorbo de la carga. Observé a los porteadores y a los arrieros: eran muchachos de veinte años con vaqueros raídos y deportivas de suelas muy finas; por debajo de los cuévanos asomaban unos ojos curiosos y unos conatos de peinado a la moda. Montaron el campamento cerca de una casucha con una mesa fuera, dos bancos, un montón de botellas vacías y un secadero; intuí que toda aquella marihuana era un buen consuelo para los habitantes del valle; yo prefería la cerveza, y entré para ver si tenían. En la casa que parecía una tienda, o a lo mejor era ambas cosas, una mujer me preguntó en un mal inglés adónde nos dirigíamos.

–Phoksundo –respondí, señalando la ventana–. Shey Gompa. La Montaña de Cristal.

–Está lejos –dijo ella, tendiéndome una botella de cerveza que tenía una marca en relieve sobre el vidrio y otra diferente impresa sobre la etiqueta. Una Heineken que a saber cómo se había convertido en una Everest.

La mujer evitó hacer las preguntas que venían después, es decir, qué necesidad teníamos los occidentales de ir hasta su tierra a pasarlo mal, a dormir en el suelo, a helarnos y a llenarnos de polvo sin más motivo aparente que el de alejarnos de nuestras camas calientes y de nuestros veloces automóviles, pero se le leían en la cara. Si hubiese tenido las palabras para formularlas, ¿habría sido capaz de responderle?

Al ocaso, mientras bebía mi Everest junto al torrente, descubrí que Peter había tenido un encuentro semejante al mío. Solo que a él las preguntas sí se las habían hecho: «Me encogí de hombros, un poco cortado. Decir que estaba interesado en las cabras azules o en el leopardo de las nieves, o incluso en los perdidos monasterios de los lamas, equivalía a no responder, pese a que todo eso era cierto; decir que estaba haciendo una peregrinación me parecía futil y vago, aunque también eso era cierto. De manera que reconocí que no lo sabía. ¿Cómo habría podido decir que esperaba penetrar en los secretos de la montaña, a la búsqueda de algo que aún ignoraba?».

Dejé el libro y observé el Suli Gad. Cuando se ponía el sol, junto con el agua bajaba también por el valle un olor a musgo. Incluso aunque uno no sepa qué busca, me dije, un torrente es el mejor camino que puede seguir: siempre señala la dirección, remonta hacia su misma fuente y cuando más límpido se ve se tiene la sensación de ir hacia su pureza y la propia. Me imaginé el gran lago Phoksundo reflejando los glaciares en los que nacía. Introduje la mano en el agua gélida y me pareció una promesa de aquella nieve.

Tenía razón aquel viejo hippie, yo tampoco había visto jamás nada semejante al valle del Suli. Caminaba solo, de vez en cuando me cruzaba con un compañero, me perdía en la contemplación del agua. A lo largo del río, las formas me impactaban con tanta intensidad que cada dos por tres me sentaba a dibujar: cedros del Himalaya, pinos que parecían variedades de cembros, abedules de hojas descoloridas. Un puentecillo hecho de troncos clavados en las orillas que colgaban sobre el vacío, los barrotes del pasamanos labrados por un hábil carpintero. Un cúmulo de piedras mani, rocas de río en las que estaba grabado el mantra que protegía una aldea (Sete nos aconsejó que bordeáramos siempre por la izquierda las construcciones religiosas como aquella, respetando el sentido horario que para el budismo gobierna el mundo). Mazorcas de maíz en el tejado de una casa y una mujer removiendo la cebada fermentada en una olla: estaría haciendo chang, una especie de cerveza turbia, o bien rakshi, el basto destilado con el que se emborrachan los nepalíes. Y charcas, rápidos, orillas de grava blanca, islotes de helechos, meandros arenosos. Dos mujeres a lomos de mulas me adelantaron mientras dibujaba. Me pareció oírlas reír, o puede que fuera una broma del agua, la alegría de una pequeña cascada. Peter: «Miro a mi alrededor… ¿quién ha hablado? ¿Y quién escucha? ¿Quién es ese omnipresente yo que no soy yo? La voz de un pájaro solitario hace la misma pregunta. Aquí, en los secretos de la montaña, en el rugido del río, me toco la piel para comprobar que soy real; digo mi nombre en voz alta y no respondo».

Tras remontar el torrente me encontré una tienda de planta cuadrada, de gruesa tela verde militar, con un par de ventanucos y un agujero arriba, por donde asomaba un tubo de chimenea ennegrecido. Remigio me esperaba allí. Fuera de la tienda, un chico partía astillas de un tronco de cedro, un caballo atado a un árbol espantaba moscas con la cola, un niño con la cara tiznada nos observaba.

–Ese soy yo a los siete años –me dijo Remigio.

–¿Qué hacías a los siete años?

–En verano iba a los prados alpinos con mi madre. Teníamos un establo y un cuarto común donde comíamos y dormíamos. Por el sendero, en los años setenta, pasaban los primeros turistas. Ellos tenían curiosidad pero a mí me daba vergüenza, porque siempre estaba sucio y por la vida que llevábamos.

El niño no sabía que tenía delante a su futuro yo: Remigio le sonrió y el niño se fue corriendo. Por mi parte, empecé a comprender que todos esos montañeses eran mitad pastores y mitad mercaderes, así que me asomé al interior de la tienda para preguntar si podían darme un té. Acerté: una chica nos invitó a sentarnos en unos cojines alrededor de la estufa, en la oscuridad cálida y humeante, y puso el hervidor al fuego; mientras esperábamos, vi encima de mi cabeza tiras de carne colgadas secándose en una cuerda. Por el olor deduje que podían ser de cabra. Cacharros de cocina, frascos, bolsas de arroz, trapos y barreños, tazas, llenaban la mitad del suelo de la tienda.

–Todo en el suelo, igual que en la cocina de mi madre –confirmó Remigio.

Puse a prueba mi pobrísimo nepalí con la chica, tal vez hermana del niño, aunque era más probable que fuese su madre. Tendría veinte años. Tato pani: agua caliente. Mito tsa: ¡rico! Didi: chica. Ramro didi: chica bonita. Sonrió y me sirvió otra taza de su té negro con leche en polvo y humo de enebro.

La primera nieve apareció al atardecer al fondo de un valle lateral: una cumbre del Kanjiroba, cadena que roza los siete mil metros, resplandecía sobre las laderas oscuras cuando ya no nos llegaba el sol. Me recordó que bosques, torrentes y valles eran solo el preludio de lo que nos esperaba, y eso me cambió el humor. No me sentí aliviado hasta que me encontré de nuevo con mis compañeros, pues me había rezagado para escribir y dibujar. Nuestra fila de pequeñas canadienses ya estaba plantada en los alrededores de una aldea, las mulas pastaban y de la cocina brotaba el aroma de la sopa. Me senté a una mesa con los demás, y mientras ellos charlaban, repasé el mapa: estábamos en Sanduwa, a 2.960 metros.

–¿Todo bien? –me preguntó Nicola, tendiéndome una botella.

Había conseguido otra cerveza, pura Everest bien fresquita.

–Sí, sí –mentí.

–Mañana subimos, ¿no?

–Es una pena dejar el río.

–Pues sí, era un buen río.

Brindamos por el Suli Gad entrechocando las botellas. Nicola había percibido que algo iba mal, pero no me apetecía explicárselo. Además, tenía todo el tiempo del mundo para darse cuenta solo.

Nunca habría podido ser alpinista. De niño descubrí pronto que no soportaba la altura, mi estómago era un altímetro inclemente: empezaba a revolverse a partir de los tres mil metros y me atormentaba hasta la cumbre de los cuatro mil, adonde llegaba ofuscado, muchas veces vomitando, así que de aquellas montañas me perdía toda la belleza y solo me quedaba una sensación de sufrida conquista. Estuve volviendo durante años con la esperanza de no marearme, pero siempre me mareaba, así que lo que hice a cambio fue aceptar el mareo. Sabía cuándo iba a empezar, descubrí que si bajaba unos metros se me pasaba. Se convirtió en mi forma de ir a la montaña, con la mente insistiendo, espoleando, convenciendo, el cuerpo obedeciendo a duras penas y rogando que bajase, hasta que un día me harté de aquella lucha, me pareció absurdo seguir peleando. El alpinismo podía quedar como un sueño de infancia. Si el glaciar me rechazaba, siempre habría prados y bosques que me recibirían encantados. Hacía ya más de veinte años que no subía a más de tres mil metros.

Hasta que después de Sanduwa el valle se bifurcó, al nordeste quedaba la aldea de Murwa y las últimas terrazas cultivadas, al noroeste, un cañón profundo por donde transcurría el Suli. Dejé que los demás se adelantaran y me quedé solo. Enfrente de mí, pasado el cañón, había unos enormes pináculos de tierra roja coronados por rocas que parecían en vilo, y entre uno y otro estaban los surcos creados por la erosión; brotaba agua en varios puntos de la tierra desnuda, como si resurgiera tras un derrubio. Un derrubio que seguramente había sido real, el gran derrubio primitivo del que nacería el Phoksundo: donde el valle se estrechaba el sendero se volvía escarpado, lo que empezó a ocurrir después de dejar la orilla del torrente. Alrededor, en el bosque que me había protegido hasta allí, ahora no había sino cedros enanos, zarzas, escaramujos, enebros grises por el polvo.

En aquella pendiente mi viejo altímetro volvió a funcionar: 3.300, 3.400, 3.500 metros. Los pulmones notaron que el aire se empobrecía, el corazón alarmado empezó a latir muy rápido, el estómago se contrajo. Aflojé el paso. Si sufro a 3.500 metros, me dije, ¿cómo voy a cruzar los desfiladeros a 5.000? Procuré no pensar en el futuro, en los otros mil y dos mil metros de desnivel, y concentrarme en mis pies, mis piernas y mis pulmones, para que mi respiración no fuera jadeante sino profunda y acompasada. Para dominar el estómago era imprescindible que me impusiera calma: la calma era la clave, justo lo contrario del miedo. Enfrascado en mi trabajo interior, casi no me di cuenta del punto en que, fuera de mí, terminaba el cañón y surgía la majestuosa cascada del Suli Gad: el agua estallaba a mitad de la pendiente y caía con su espuma blanca, luego seguía risueña hacia el lejano Ganges. Me habría gustado llevarme un poco de su ligereza, que me infundiera su fuerza para los días venideros.

Por último, pasado el derrubio, el sendero entró en una cuenca y se suavizó. Alrededor se apagó el rumor del agua y reapareció la sombra de los pinos. Vi nuevas montañas en el horizonte, cubiertas de glaciares, y pastos aún verdes a sus pies; por los pastos deambulaban manchas negras aisladas, los primeros yaks del viaje. Como vivo todo el verano en los pastos alpinos, los animales pastando hicieron que me sintiera en casa. No solamente por ellos, sino también por el tenue verdor de la hierba, por el verde apagado de los bosques de cembro y por la levedad de las cumbres. Dos grandes chorten rojos y blancos, semejantes a pagodas de tres plantas, hacían de entrada a aquel mundo; cuando pasaba junto a ellos me crucé con una chica que iba corriendo. Yo lento, pesado, concentrado en cada uno de mis pasos, ella tan ligera que el viento la despeinaba. Tenía el pelo negro, brillante, vestía una túnica rojo púrpura y un cinturón bordado de lana.

Namasté! –la saludé.

Tashi delek! –respondió.

Yo en nepalí, ella en tibetano. Por el idioma, la ropa, aquellos pies alados y rasgos mongoles, ya habíamos cruzado la frontera. Los dos chorten estaban en un promontorio, y cuando crucé al otro lado vi, algo más abajo, las casas de una aldea, y, un poco más allá, al fondo de la cuenca, el azul del lago Phoksundo. No el turquesa sobre el que había leído, sino el petróleo de mi humor, o solamente sería que el cielo se estaba nublando.

Sete nos encontró una cama hacia el mediodía. Después de pasar unas noches en la tienda, y como no sabíamos cuántas íbamos a estar durmiendo con la tierra del Dolpo bajo la espalda, no estaba mal poder hacerlo en blando y descansar bien. Así pues, dediqué la tarde a despejar la mente y a pasear por la aldea: pero luego comprobé que Ringmo era más que una aldea, era un auténtico pueblo del que salían las caravanas hacia el norte. Había yaks, tiendas y mercancías por todas partes, así como banderas de oración. Observé las casas cuadradas y planas, los muros de piedra, los ventanucos pintados de azul, los rimeros de leña y las gavillas de heno en los tejados. Un lenguaje que reconocía: también en los Alpes el azul de las ventanas espanta a las moscas, o al menos es lo que se cree, y con la llegada del invierno el heno y la leña son el oro de los montañeses. En un patio, unos carpinteros alisaban troncos de pino con cepillos primitivos, los escuadraban para hacer vigas de construcción. Una mujer sentada debajo de un cobertizo hilaba lana de oveja con gestos automáticos: el huso en la mano derecha giraba, la mano izquierda devanaba la lana, las manos se movían sin necesidad de mirar; a semejanza de las del monje que desgranaba su rosario en la puja, la ceremonia de bendición de una nueva casa. En el pueblo se estaban construyendo tres. El dueño de una tienda me dijo que no eran casas sino hoteles, y aunque la noticia me inquietaba los encontré bonitos, todos de madera y piedra, con vigas y mesas hechas a mano. Nuevos hoteles surgían en los bosques y en las rocas, viejos chorten que se estaban desmoronando volvían a la montaña. También las escaleras que llevaban a los tejados estaban horadadas en troncos, como piraguas. Remigio y yo las fuimos a estudiar con la intención de construir una a nuestro regreso. Soplaba viento y en cada tejado ondeaban banderas rasgadas.

–¿Tú notas la altura? –le pregunté, mientras medíamos la escalera por cuartas.

–Creo que sí. Me duele un poco la cabeza –dijo.

Aunque había nacido a 1.800 metros de altura, era la primera vez en su vida que subía tanto.

–Acuérdate de beber mucho. Agua, té, sopa, bebe aunque no tengas sed.

–Vale.

Quería ir a ver el lago y aplacé un poco más la necesidad de tumbarme al calor para dormir. Al cruzar un puente colgante reconocí una roca descrita por Peter, con el Om Mani Padme Hum pintado en el centro del torrente. Me impresionaba que después de cuarenta años siguiese ahí, pero puede que el monasterio derruido de la orilla tuviese cuatrocientos. Un pastor de yaks que dormitaba entre los matojos abrió un ojo mientras yo bajaba hacia el agua. Un par de ojos de Buda sinuosos, sensuales, pintados en la pared de un chorten, también me estaban observando desde los árboles. ¿Quién de nosotros miraba, quién era mirado?

Me senté debajo de un enebro repleto de bayas maduras y recogí unas cuantas sin motivo, me las guardé en el bolsillo pensando que tarde o temprano encontraría la justificación de ese acto. Desde donde estaba, el Phoksundo parecía no tener fin, se prolongaba y al fondo se bifurcaba entre altísimas paredes rocosas. Según Peter, que había recopilado las leyendas locales cuando había estado allí, en el lago nunca había vivido ningún pez ni ninguna embarcación lo había recorrido jamás, lo que a mis ojos lo hacía aún más tétrico: desde siempre, tanto como me alegra el agua vertiginosa de los torrentes, me inquieta el agua inmóvil de los lagos de montaña. Traté de llevarme bien con ella haciendo esbozos en mi libreta. El trazo era inseguro, la mano temblaba, no podía hacer nada si no sabía dibujar la rama de un pino enorme que rozaba el suelo, las rocas que brotaban como archipiélagos, el monasterio en ruinas. Se me ocurrió una idea: si el lago lo refleja todo, también está hecho de lo que se refleja en él, como yo en ese momento. Es la única línea horizontal y recta donde todo es oblicuo, curvo, quebrado, irregular: a lo mejor eso era lo que me inquietaba. O quizá eran pensamientos distorsionados por la náusea que me había invadido.

Por Peter sabía que, según los tibetanos, la montaña está habitada por espíritus, no malignos pero severos con el hombre, y yo debía haber encontrado el mío. «Los obstáculos durante un viaje difícil son obra de demonios que están deseosos de poner a prueba la sinceridad de los peregrinos y de eliminar de entre ellos a los pusilánimes.» Sabía también que ese demonio iba a acompañarme durante el resto de la expedición, y estaba dispuesto a demostrarle mi sinceridad.

Era extraño estar a 3.600 metros y sentirse en el punto de partida, pero el valle por el que habíamos ascendido durante días estaba de repente olvidado, desde donde me encontraba los ojos no podían mirar sino hacia arriba. De oeste a este, por encima de la cuenca había una cadena de glaciares. Tenía la sensación de haber llegado a la entrada de otro mundo: busqué con los ojos la manera de bordear el lago y encontré un sendero que atravesaba la roca que ascendía por la vertiente occidental, seguía por un promontorio y luego descendía, pensé, a otro lugar que no podía ver, hacia Shey Gompa y la Montaña de Cristal. Allí donde solamente llegaba la imaginación estaba el camino del mañana.