1. Esperar le da ventaja al diablo
Gafotas Isma corre como el viento. Salta charcos, mientras jadea calle adelante. Sujeta la carpeta del instituto con fuerza, la mochila le golpea la espalda. Antonio, el Rapado, y sus amigos están acortando distancias. Les oye gritar, cada vez más cerca:
—¡Te pillamos, mariquita! —aúllan. Le han estado esperando a la salida de clase. Ismael no ha conseguido esquivarlos. Otros días tiene más suerte. Hoy no. Aunque sale de ciencias a toda velocidad, y recorre los pasillos del edificio sin perder un instante, el Rapado y los otros atajan por el gimnasio. Las prisas de Isma no sirven para nada.
—¡Por favor, por favor! —jadea para sí mientras corre.
Está muerto de miedo. La última vez le atraparon cuando cruzaba el parque. Después de propinarle varios empujones y un par de patadas, le quitaron la mochila y la arrojaron al estanque de los patos. Luego rompieron todos los apuntes que llevaba en la carpeta y le partieron las gafas a bofetones.
—¡No corras tanto, gafotas! ¡Maricón!
Cada tarde, lo mismo. Ismael acelera intentando no llorar. Dejarse llevar por el pánico no sirve de nada. Por lo menos, hoy su amiga Alaitz no le acompaña. Alaitz está muy gorda y nunca consigue correr lo suficientemente deprisa. Con ella también se meten algunas veces. Pero el padre de Alaitz es muy rico y nunca se pasan demasiado. Con Ismael sí.
—¡Jarabe de palo, Ismaela! —gritan—. ¡Que tenemos jarabe de palo para ti!
Isma deja el parque a un lado y galopa por la calle. El camino es más largo, pero más seguro. En el parque hay muchos sitios solitarios donde pueden pegarle impunemente. La calle está llena de gente, allí los de la banda del Rapado se cortarán más.
—¡Ismaela, marica!
La gente se vuelve. Observa al larguirucho que corre todo lo deprisa que le dan las piernas; a la pandilla que le persigue. Algunos se encogen de hombros, otros tratan de esquivarlos. Nadie se decide a intervenir. Isma dobla una esquina. Semáforo en rojo. Se arriesga y cruza como un loco. Frenazos y cláxones furiosos. Un conductor chilla indignado:
—¡Chaval, mira por dónde andas!
Un par de señoras muestran su desaprobación. «Esta juventud loca», murmuran. Pero Isma consigue unos segundos de respiro. Ahora tiene una pequeña ventaja sobre sus perseguidores. Sigue corriendo, el corazón golpeándole en el pecho. Los músculos de las piernas le arden. Un último esfuerzo. Su casa está allí, delante. A doscientos metros, cien, cincuenta. Sin detener la carrera saca las llaves del bolsillo del pantalón, rezando para conseguir abrir el portal a la primera. El sudor le chorrea por la frente, se le mete en los ojos y le empaña las gafas. Las manos también le sudan y le tiemblan. Intenta acertar en la cerradura. La llave resbala y falla. Lo intenta otra vez. Y otra. Oye las voces del Rapado y sus secuaces terriblemente próximas:
—¡Vas a ver lo que es bueno, gafotas, apestoso! ¡Maricón!
En el último momento la llave encaja. Isma la gira, veloz, y cuando una mano se posa sobre su mochila, agarrándolo, se libera de un tirón y consigue colarse en el portal. Cierra la puerta de golpe. Los de la banda le observan desde fuera. Furiosos, golpean el cristal. Le amenazan y hacen burla:
—¡Ya te pillaremos! —repiten—. ¡Te vas a mear en los pantalones! ¡Ja, ja, ja!
Ríen como si todo fuera un chiste. Un chiste que para Isma no tiene gracia.
2. Fuera de servicio
Me llamo Ismael Arana, tengo dieciséis años y a veces me gustaría ser invisible. Me gustaría no estar, desaparecer en el aire. Eso es lo que pienso mientras subo a casa despacio, cinco pisos por las escaleras. El ascensor lleva días averiado, pero no importa. Así recupero el ritmo de la respiración, el sudor se me enfría en la frente, y me da tiempo a calmarme. Recorro los rellanos de suelos embaldosados en gris. Las paredes aparecen desconchadas en algunos puntos. Hay cercos oscuros en torno a los pulsadores de la luz y de los timbres. La escalera huele a col hervida en el tercer piso; a sardinas fritas en el cuarto. Apoyándome en el pasamanos desgastado, subo despacio al quinto. Intento acompasar mis piernas flacas y largas al subir el último tramo. Uno, dos. Uno, dos. Echo hacia arriba las gafas que se me resbalan hasta la punta de la nariz. Mi respiración empieza a calmarse a pesar de la subida y tomo aire antes de entrar en casa:
—¡Hola, ya estoy aquí!
El recibidor se halla en penumbra. A un lado queda la puerta de la cocina. Al otro lado el pasillo se adentra en el piso. Oigo el ruido de la tele en la salita: risas y música de dibujos animados. Mi abuela sale de la cocina al oírme. Se limpia las manos en un delantal floreado. Es una mujer alta, delgada. Su pelo canoso está cuidadosamente recogido en un moño bajo.
—¡Llegas pronto, cariño!
Su beso me envuelve en un aroma a limón, azúcar y leche. Ese es el olor de mi yaya.
—¡He hecho natillas! ¿Te apetecen?
Claudia, mi hermana pequeña, aparece corriendo por el pasillo:
—¡Maelón, Maelón! —grita, abrazándome.
Tiene once años y va al Colegio de Educación Especial Santa Teresita. Le cuesta decir Ismael. Y como mi madre y mi abuela de pequeño me llamaban Ismaelón, ella empezó a decirme Maelón. Y con Maelón me he quedado. Esta tarde me convierto en su héroe porque traigo cromos de Bob Esponja.
—Tengo una cosita para ti… —le anuncio antes de dárselos.
Se pone como una moto y rebusca en mis bolsillos haciéndome cosquillas. Enseguida encuentra el sobre. Contiene cuatro cromos que he comprado con los últimos veinte céntimos de mi paga. Cuando empezó la crisis, mamá perdió su trabajo y tuvo que irse porque el único empleo que consiguió está en otra ciudad. Desde entonces solo recibo tres euros de paga a la semana. Pero la crisis a Claudia no le importa. Se queda extasiada mirando los cromos de colores. Los soba, les da besos. Los contempla desde todos los ángulos.
—¡Vamos! —la tomo de la mano—. ¡A merendar!
«Esta es mi vida», pienso mientras devoramos las natillas. «Hace diez minutos corría como un loco para librarme de Antonio y su pandilla, los Asesinos del instituto; ahora estoy sentado a la mesa de la cocina y como un tazón de natillas a cucharadas».
—Si me pillan otra vez, me matan… —murmuro.
—¿Qué dices, hijo? —pregunta mi abuela. Seca la barbilla de Claudia con una servilleta a cuadros blancos y azules.
—¡Nada! —miento. Y luego señalando las natillas—. ¿Llevan vainilla y canela?
Le hago las preguntas que haría un chef. Eso quiero ser de mayor: el mejor cocinero del mundo. No le digo ni una palabra sobre la persecución. Yo quiero olvidarla y ella no la entendería. No puedo explicarle que me persiguen porque no les gusto. Porque soy distinto. Por eso me empujan y me insultan: marica, gafotas, marica, apestoso, marica, bujarrón...
Intento no llorar.
—¡Qué cara tan pálida! —la abuela se preocupa. Se levanta apoyándose en la mesa, deja el tazón y la cuchara de Claudia en el fregadero y pasa una bayeta húmeda por la encimera de formica—. ¿Estás enfermo?
—Que no, yaya…
Revolotea a mi alrededor, me toca la frente para ver si tengo fiebre. Aguanto el tipo como puedo, pero estoy enfadado. «Ojalá mis problemas se curaran con un par de aspirinas o un frasco de antibióticos», pienso. «Ojalá a los Asesinos los pudiéramos vencer con medicamentos».
—¡Ay! —dice—. Es que si te pones malo, con tu madre tan lejos…
Le digo que esté tranquila. Por supuesto a mamá no voy a contarle nada porque primero se enfadaría con mis perseguidores; y luego se frustraría de pura impotencia. Se pondría triste. Además está fuera y no puede ayudarme. Así que repito que no estoy malo, solo cansado.
—He venido a casa corriendo —añado—. Tengo muchos deberes…
La yaya menea la cabeza, suspira. Sigue recogiendo la mesa. La ayudo mientras Claudia juega con los cromos, sentada tranquilamente en su silla.
Solo sé esto: cada vez que me persiguen, me pegan o se meten conmigo, me gustaría estar en otra parte. Fuera de servicio, como el ascensor cuando se estropea. Nadie tiene que sufrir por ser diferente. Pero a mí me hacen la vida imposible y sufro. Por eso a veces me gustaría desaparecer. Estar «Out of order». Ser invisible.
Seco de un manotazo una lágrima que me resbala por la mejilla. Llorar no sirve de nada, decido, volviéndome para que ni mi abuela ni Claudia me vean.
Luego me voy a mi habitación.
3. La suela del zapato de Alaitz
Isma ve el whatsapp de Alaitz en cuanto entra en el dormitorio: ¿Dnd stas? No t vi n el insti. El número de Isma solo lo tiene ella. Antes Isma tenía otro móvil pero tuvo que deshacerse de él. El Rapado se enteró de cuál era, y él y sus amigos no le dejaban vivir con sus mensajes insultantes y amenazadores: «Ismaela, vamos a matarte», «Ya verás lo que es bueno, maricón», «Prepárate, gafoso, bujarra»… Consiguió cambiar el móvil, el número. De momento, parece que funciona. Ahora ya no recibe esos whatsapps horripilantes.
Al muchacho no le cuesta nada explicar a Alaitz lo sucedido. Ella sabe lo que hay. Stpido Rpado!!, contesta. No dedican mucho más tiempo al tema. No es una novedad. Es una realidad horrible, espantosa. Como la plaga de peste bubónica en la Edad Media. Un mal mortal que hay que evitar a toda costa.
Enseguida se ponen de acuerdo para hacer juntos los deberes. Isma saca los libros de la mochila. Algunos apuntes de la carpeta. No ha mentido a su abuela: tienen un montón de ejercicios. Lo que pasa es que a Isma le gusta hacerlos. Es un alumno bastante bueno. «Eso también molesta al tarado de Antonio, que no sabe hacer la o con un canuto», piensa Isma con rabia.
Alaitz le pregunta unas cuantas dudas sobre los ejercicios de mates. Isma pregunta a Alaitz sobre los de lengua. Los whatsapps se suceden. Cuando terminan los deberes, Alaitz le envía otro whatsapp: En q se parecen la suela de mi zapato y Antonio?
Isma teclea: ???
La respuesta llega al segundo siguiente: Ls 2 stan llnos d mierda!!! c c c…
Isma suelta una carcajada y Claudia aparece en la puerta atraída por la risa como por un imán.
—¿Qué pasa, Maelón?
Tiene los ojos azules muy rasgados. Su piel es blanca; su cara, ancha. Ese aspecto físico contrasta con el de Isma, de pelo castaño, ensortijado, ojos oscuros, color miel, y cara delgada, llena de pecas, que Claudia acaricia. Sostiene los cromos en una mano y se acurruca junto al chico.
—¡Números! —dice al ver una ecuación en el cuaderno de Isma. Pega la nariz al papel—. Yo también sé: uno, dos, tres… —va sacando dedos. Se queda pensando—. Seis, siente…
—Siete —la corrige Isma—. Se dice «siete».
—¡Listo, Maelón! —se ríe y sus ojos se achinan todavía más—. ¡Listo, listón!
La niña se tumba sobre la cama de Isma. En la casa hay dos dormitorios. Claudia y la abuela duermen en uno; Ismael, en el otro. Cuando la madre viene, una vez al mes, comparte cuarto con Isma. Ahora ella no está y cada superficie a la vista se encuentra ocupada con las pertenencias del chico: los libros y los apuntes se desperdigan sobre las dos camas gemelas de colchas rayadas en tonos verdosos. Un armario empotrado con puerta de espejo refleja el dormitorio. Las paredes pintadas de azul claro, la mesilla, la cómoda y el escritorio abarrotados con las cosas de Isma: la mochila del instituto, el móvil, un viejo ordenador… También hay docenas de revistas de cocina. Cocinar es la pasión de Isma. Claudia toma una de ellas. Mira la portada:
—¡Tarta! —dice. Luego señala el móvil—. ¿Es Alaitz?
—Sí.
—¡La quierooo! —chilla. Se acerca en dos saltos—. ¡Quiero a Alaiiitz! —repite acercando la cara al móvil puesto sobre la mesa.
—¡Que estamos whatsappeando y no te oye! —ríe Isma. Luego teclea: Claudia t kiere—. Ya está, ya se lo he dicho.
—¡Vale! —Claudia sonríe—. ¿Marás una tarta?
—Se dice «me harás» –le acaricia el pelo—. Te haré una tarta el sábado.
—¿El sábado?
—Mañana es viernes y luego va el…
—¡Sábado!
Claudia sale dando saltos de la habitación: «Tarta, tarta»…, repite.
Isma hojea la revista que tenía su hermana en las manos. Enseguida decide que preparará un bizcocho y lo rellenará con nata y chocolate. La mezcla perfecta para alegrar a su hermana. Cuando está pensando en los ingredientes, suena el móvil. Es Alaitz, por supuesto. Isma no tiene más amigas. Ni amigos.
—Ese Antonio es repugnante… —suelta en cuanto Isma responde. La oye masticar mientras hablan. Helado de fresa con pistachos, aclara Alaitz antes de volver al tema del Rapado—. ¡Deberías planear una venganza!
—¡Ni hablar! —Isma tiembla solo con pensarlo—. Lo único que quiero es desaparecer. Que me ignoren. Que no me vean.
Alaitz suspira al otro lado del teléfono. Hablan del tema a menudo. Ambos se saben la teoría de memoria. Se han repetido mil veces que ser bajo (o alto, o gordo o llevar gafas) no es malo y punto. Cada uno es como es. Por eso hay que pasar a la acción. Defenderse. Lo malo es que una cosa es la teoría y otra, la práctica. Isma está tan metido en el agujero que no es capaz de reaccionar.
Alaitz da otro par de lametones al helado. Muerde el cucurucho.
—Ya…, pues no puedes pasarte la vida escondiéndote. No es justo.
—¿Quién habla de justicia? —responde Isma, deprimido—. La justicia no existe.
—Dímelo a mí —se queja Alaitz. Abre una caja de galletas surtidas. Ras, ras, y el celofán de la tapa vuela por los aires—. ¡Mi padre ha vuelto a castigarme! ¡Tiene un cabreo!
—¿Qué has hecho esta vez?
—Mi camiseta roja de gimnasia ha teñido todas las blusas nuevas de «esa».
«Esa» es Luisa, la madrastra de Alaitz. Se llevan a matar. A Alaitz no le gusta ni un pelo, así que le ha declarado la guerra. La guerra sucia, por lo que parece. ¡Qué fuerte! ¡Le ha teñido la ropa!
—¿Tu camiseta de gimnasia? —pregunta Isma, pasmado—. ¿La que no te has puesto en todo el curso porque es roja y tú solo vistes de negro? ¿La que aseguraste al profe que habías perdido?
—Ejem… —Alaitz carraspea y suelta una risita. Se zampa una galleta bañada en chocolate—. Pues ya ves. La camiseta apareció en la lavadora… ¡junto a las blusas de Luisa!… ¡Ja, ja!
—¿Y qué ha dicho tu padre?
—Lo de siempre: que soy una inmadura… Que a este paso conseguiré que Luisa me aborrezca… Que así no puedo seguir… —deja de masticar. Está rabiosa—. ¡Me ha castigado y solo podré salir para ir al instituto! ¡Y además estaré sin paga durante un mes!
—Bueno, no te preocupes —la consuela Isma—. Tenemos mis tres euros, ya nos arreglaremos…
—¡Sí, ya ves! Nada de chuches, nada de ropa nueva y nada de nada… —resume Alaitz—. ¡Es la ruina y todo por esa gilipollas!
Pero de repente se anima. Acaba de tener una idea:
—¿Y si intentamos ganar algo de dinero?
Isma duda:
—¿Cómo vamos a hacerlo?
—Imagina que organizamos un mercadillo… —sugiere Alaitz— con las cosas que no usamos…
Isma se mordisquea una uña, indeciso:
—No sé…
—¡Pero si es una idea genial! —la muchacha se entusiasma en un segundo—. Tengo montones de trastos en mi cuarto… ¡Y tú puedes hornear algunos pasteles! ¡Seguro que los vendemos a buen precio! Además…
Alaitz continúa durante un rato. Está encantada con la idea. ¡Oh, sí! Algunas de sus cosas se venderían estupendamente en un mercadillo en el instituto… También algunas de las cosas de «esa», si se mezclan con las suyas por accidente. ¡Ja! ¡La gilipollas de su madrastra se va a enterar!
4. El infierno de Alaitz
Después de hablar con Isma durante un rato, dejo el móvil y me dedico por completo a comer galletas. La boca se me llena de masa crujiente. Una más, otra. Las como despacio; sin prisa, pero sin pausa. La comida del instituto, puré de verdura y carne en salsa, estaba asquerosa y no me ha gustado nada. Además hoy es jueves. «Esa», mi madrastra, nos dará pavo y lechuga para cenar. ¡Un asco, vamos!
Mi madrastra es alta, esbelta, de largas piernas. Su cintura estrecha no luce ni un solo michelín. Tiene el vientre plano y los vaqueros se le tensan sobre un trasero perfecto. Por eso está empeñada en hacerme adelgazar. Dice que estoy demasiado gorda, lo que es verdad. Lo que pasa es que ella no es nadie para decirlo; y menos, para obligarme a perder peso porque así, tal y como estoy, no le gusta que aparezca ante sus amistades. Se ve que no le parezco presentable.
—Ni que yo fuera un florero…
Así que me dedico a comer todo lo que pillo: galletas, chocolate, bollos, chuches… Y mi madrastra se pone de los nervios:
—Has subido un poco de peso últimamente, ¿no?
—pregunta, de vez en cuando. Se mira las uñas perfectas, de manicura. Echa hacia atrás su melena rubia, espesa, que le llega por la mitad de la espalda—. Deberías cuidarte. Estar obesa no es bueno para tu salud.
«¡Menuda estúpida!», pienso. Le gustaría que yo fuera una sílfide, delgada, rubia y frágil como ella. Una niña callada e idiota.
—¡Pues soy todo lo contrario!
Llevo el pelo negro, largo por arriba, formando una cresta, y muy corto por los lados. Como sé que no lo aguanta, siempre me maquillo a fondo: uso una base casi blanca, raya oscura en los ojos; y en los labios, un gloss morado, brillante. El otro día me compré un piercing de quita y pon. Mañana me lo pondré en la ceja para llevarlo al instituto. Con el maquillaje y mi ropa siempre negra, pareceré una gótica total.
—Esa soy yo… —digo mientras me zampo otra galleta, una cubierta de trozos de avellana y azúcar glasé—. La gótica más gorda del instituto.
Eso me recuerda al Rapado y a todos los que me insultan: tonelete, hipopótamo... Agarro otra galleta y me la meto en la boca.
—¡Pues que les den, a los muy imbéciles!
Me dedico a las galletas. Mastico con furia. Ahora trago sin notar ningún sabor. Solo siento rabia: el Rapado y su banda, los que me insultan, las chicas que me miran, sueltan risitas, hacen gestos de asco y me dan la espalda. El único amigo que tengo es Isma.
—¡Ay! —me da una punzada en la barriga.
¡Creo que las últimas seis galletas han sobrado! Estoy a punto de estallar.
—¡Alaitz! —grita justo en ese momento mi padre en el piso de abajo—. ¡A cenar!
Escondo las galletas en el armario. Me suelto un par de botones de los pantalones y voy hacia las escaleras. Nuestra casa tiene dos plantas. Abajo están la cocina, el comedor, el salón y la biblioteca, donde mi madrastra recibe a sus clientes y a las visitas. Arriba están los dormitorios, el gimnasio y el despacho de mi padre. Mi madrastra tiene un negocio de Asesoramiento en Compras y Decoración. Vamos, que le pagas un dineral y ella, a cambio, te ayuda a gastarte otro dineral en comprarte ropa o en decorar tu casa. Cada vez que algún cliente tropieza conmigo, Luisa se lleva un sofocón. Piensa que mi imagen no es buena para su negocio:
—Porque debo predicar con el ejemplo y mostrar mi buen gusto… —explica a mi padre—. ¿Tú sabes qué imagen doy cuando la niña aparece?
Mi padre, al principio, se quedaba callado. Pero, últimamente, también se mete conmigo. Sin ir más lejos, mira cómo se puso cuando todas las blusas nuevas de Luisa salieron teñidas de rojo de la lavadora. Se enfadó un montón. Me ordenó ir a su despacho:
—Ahora tú y yo vamos a hablar muy en serio… —dijo. Mi padre antes tenía barriga, pero desde que está con Luisa no hay ni rastro de grasa en su cintura. Es un hombre serio, de pelo gris en las sienes, que siempre viste con traje y corbata. El día de las blusas tenía el ceño fruncido y cara de pocos amigos—. Conseguir que la familia funcione es cosa de todos…
Me dijo que Luisa no iba a desaparecer por muchas faenas que yo le haga.
—Tu madre murió hace muchos años, tú casi no te acuerdas porque eras muy pequeña, pero a mí me ha costado muchísimo superarlo, encontrar a una persona adecuada y rehacer mi vida. ¡Quiero que esto funcione!
Me quedé rígida al oírle: ¿Que no me acuerdo de mi madre? ¿Que yo era demasiado pequeña? ¿Que a él le ha costado superarlo? ¿Que Luisa es la persona adecuada?... En mi vida me había dicho tales cosas y me quedé de piedra. «Es horrible», pensé. «Mi padre no tiene ni idea de cómo me siento». Tuve que luchar con todas mis fuerzas para aguantarme las ganas de llorar.
—¡Quiero que la familia funcione! —repitió—. ¿Has entendido?
Asentí con la cabeza, porque no tenía ningún sentido gritar que no, que no entiendo nada, y que él no me entiende a mí. Estaba demasiado alucinada por la situación: hasta la llegada de Luisa, papá y yo siempre habíamos estado muy unidos. Supongo que precisamente porque mi madre ya no estaba.
—No te costaría nada ser un poco más agradable con ella… —continuó.
Siguió y siguió hablando, hasta que pensé que si me quedaba un minuto más allí, sentada, oyéndole, vomitaría. Pero no vomité y él dijo un montón de cosas: que ahora se nos presenta una oportunidad de ser felices otra vez y que no debo ser tan infantil como para tirarla a la basura… Que la vida es muy corta para desperdiciarla y que si mamá me viera, se mosquearía un montón…
No tenía ningún sentido explicarle que yo no veo a Luisa como una oportunidad. Que casarse con ella ha sido el error más grande que ha cometido en su vida; y que yo no la he elegido y no quiero aguantarla. Solo deseo que desaparezca de una vez y para siempre.
—Tu madre apreciaba las oportunidades… —acabó—. Y tú estás tirando esta por el retrete…
Después de decir todo eso, me castigó sin paga, sin salir más que para ir al instituto y me ordenó que pidiera disculpas a Luisa. Todavía no lo he hecho. Él lo sabe, y Luisa, también. Lo sabe, incluso, doña Luci, nuestra cocinera. Esa omisión por mi parte hace que sobre la casa se ciernan nubes de tormenta, dispuestas a estallar en cualquier momento.
—Me gustaría que no llegaras siempre tarde a la mesa —dice mi padre ahora.
Doña Luci va sirviendo el pavo a la plancha en cada plato. Mi madrastra está sentada a una de las cabeceras de la mesa. Suspira cuando agarro la silla y la arrastro varias veces para colocarla a mi gusto antes de sentarme.
«Qué bien», pienso al ver el pavo y la ensalada sobre la mesa. «Una noche más en el infierno».
5. Grafiti
«Ismael marica». Con dos palabras la pintada explica al mundo lo que todos dicen de mí. La han hecho junto a la pared del portal. La veo esta mañana, en cuanto salgo a la calle. Grandes letras negras, todavía húmedas y chorreando sobre el blanco de la fachada. Primero me quedo pálido de rabia y luego me entran ganas de llorar.
—¡Mierda! —murmuro—. No hay derecho…
Son las siete y media. Nubes bajas ocultan el azul del cielo y tiñen con una claridad gris la calle todavía silenciosa. Parece que va a ponerse a llover de un momento a otro. Por suerte no pasa nadie, porque si alguien ve la pintada, es que me muero de vergüenza. Empiezo a frotar con la mano, luego froto también con pañuelos de papel que saco del bolsillo. Se ponen negros enseguida, lo mismo que mis dedos. Al menos consigo que las letras se emborronen.
—Pero no lo suficiente —murmuro mientras froto con todas mis ganas.
—¿Qué haces?
La pregunta casi me mata del susto. La ha hecho un chico parado a dos metros de mí. Lleva unos libros bajo el brazo, tira de una maleta trolley, me observa.
—¿Hacer?... —tapo la pintada con mi cuerpo para que no la vea—. ¡No hago nada!
—Ya… —el chico es alto, altísimo. Y muy fuerte, con buenos músculos. Me mira de arriba abajo y sonríe—. ¿Vives aquí?
—E-e-eh…, ¡sí! —tartamudeo. ¿Por qué me mira de ese modo? ¿Evaluándome?
—En ese caso, conocerás a mi madrina —explica. Su amplia sonrisa deja al descubierto unos dientes blancos y perfectos. Es el chico más guapo que he visto en mi vida—. Se llama Bernarda Goiri. Vive en el cuarto.
—¡Doña Bernarda! ¡Claro!
Entonces yo también sonrío. Doña Bernarda es amiga de mi abuela, le explico. La conozco desde siempre. Cuidó de mí algunas veces, cuando era pequeño, y todavía cuida de Claudia cuando la abuela tiene que salir, yo estoy en clase, y mi madre, fuera.
El muchacho asiente con un gesto.
—Vengo a quedarme con ella una temporada —señala la maleta—. He llegado en el tren, de madrugada. He dado una vuelta por el barrio porque es un poco temprano para llamar al timbre se encoge de hombros, como disculpándose.
—Sí que es un poco pronto —admito.
Consulto mi reloj y, ¡diablos!, ya no es tan pronto para mí. De repente son las ocho menos cuarto y voy a tener que darme prisa para llegar puntual a clase.
—Pues a mí se me está haciendo tarde…
En ese momento aparece Alaitz. Va vestida de negro, como siempre. Llega deprisa, jadeando. Mientras se aproxima al trote, da grandes bocados a un bollo.
—¡Sorpresa! —grita—. Vengo a buscarte, creí que no llegaba a tiempo.
Mira con curiosidad al chico de la maleta. Después se vuelve hacia mí y levanta una ceja adornada con un piercing nuevo, que hasta ahora nunca le había visto. «¿Quién es este?», parece preguntar.
—Eh…, este es… —empiezo.
—Soy Germán —se presenta el muchacho—. Vengo a pasar una temporada con mi madrina —añade.
Alaitz reacciona de un modo que me hace enrojecer y me pone muy nervioso, no sé bien por qué. Se aproxima y planta dos besos en las mejillas del chico.
—¡Bienvenido!
Nos quedamos unos segundos parados en medio de la acera. Alaitz charla por los codos, Germán responde a sus comentarios y yo no puedo dejar de examinarlo, con disimulo: tiene el pelo liso, un poco largo, y ojos profundamente negros que destacan sobre su dorada piel. Viste vaqueros estrechos y una camiseta de manga larga, color naranja, ceñida, que deja adivinar sus trabajados abdominales. Siento un hormigueo en el estómago. Tengo la boca seca y el corazón me late más deprisa de lo normal. De repente Alaitz mira por encima de mi hombro:
—¿Ha escrito eso el Rapado? —chilla, señalando el grafiti mientras yo me muero de vergüenza—. ¡Menudo imbécil y tarado!
Luego explica en cuatro frases que tengo un acosador. Que él y sus amigos están haciéndome la vida imposible. Resopla.
Germán pone cara de póker.
—¿Y ha escrito eso? —dice.
Me siento morir, mientras doy media vuelta y froto deprisa y con energía. Casi consigo que las letras húmedas se emborronen del todo. Suprimo el mensaje de la pared, pero no de mi mente. «Seguro que tampoco de la mente de Germán», pienso. Eso me llena de amargura.
—Venga, es supertarde —exclama Alaitz.
Nos despedimos. Germán se queda junto al portal mientras nosotros dos nos alejamos. En el último momento, antes de doblar la esquina, me vuelvo para verle una última vez. Sigue parado junto al portal. Nos observa.
¿Mira a Alaitz?... ¿O me mira a mí?
6. La oveja negra
En cuanto Germán reúne el valor suficiente como para pulsar el timbre, doña Bernarda le abre. Está deseosa de verlo.
—¡Empezamos mal! —murmura el muchacho mientras sube por las escaleras. Los peldaños se le hacen interminables. Arrastra los pies por los rellanos. Arriba, un piso más, otro, hasta llegar al cuarto—. ¡Muy mal!
Y no lo dice porque el ascensor esté estropeado, lo dice porque ha empezado con una verdad a medias:
—Una media mentira, en realidad —se corrige.
Esperaba en la calle, no porque fuera demasiado temprano, sino porque estaba muerto de miedo e indecisión. «Puedo dar media vuelta y regresar a casa en el siguiente tren», se decía. «Pero si pulso el timbre, perderé esa opción. Empezaré una nueva vida y vete a saber lo que me espera».
Entonces ve a un chico borrando algo en la fachada de la casa. El chico —Ismael ha dicho que se llama— se apresura a ocultar con su cuerpo flacucho la pintada: un insulto, observa Germán después. El corazón empieza a latirle deprisa y el momento de contemplar opciones, la oportunidad de regresar a su antigua vida, queda definitivamente atrás.
«¡Qué pequeño es el mundo!», piensa.
Cuando la amiga de Ismael, Alaitz, explica el infierno por el que Isma está pasando, y menciona a alguien llamado el Rapado, un dedo frío recorre la espalda de Germán.
—¿Y él ha escrito eso?
Germán tiene que hacer un esfuerzo titánico para fingir. Consigue hacer la pregunta dándole la entonación justa: ni expresa demasiada curiosidad, ni demasiado interés. Pero por dentro está temblando. Apenas puede apartar la vista de Ismael y de Alaitz cuando se encaminan hacia el instituto.
—¡Me cago en todo! —murmura Germán, mientras los observa alejarse.
Y ahora sí. Llama al timbre y dice a su madrina que ya está aquí. La oveja negra ha llegado.
7. Colgados
Tienen que correr para llegar a tiempo. El aire está húmedo y pesado. El cielo gris amenaza lluvia. Atraviesan la calle, que ya empieza a llenarse de gente que se apresura camino del metro, del autobús, de la oficina. Unos niños vestidos de uniforme cruzan por el paso de cebra. Cargan con las mochilas, parlotean camino del cole. Alaitz tampoco deja de hablar de Germán:
—Parece majo, ¿verdad?
Isma no sabe qué responder. Todavía siente esa sensación de hormigueo en la piel, en el estómago… Germán le parece más que majo. Le ha parecido tan distinto a todo lo que conoce…
Durante las clases no consigue concentrarse. Los minutos le parecen horas. Mates, literatura, laboratorio. Lo peor es que luego llega la clase de educación física. «Gimnasio», pone en el cartel a la entrada de un recinto alargado donde están las espalderas, el potro, el plinto y un montón de colchonetas. Huele a sudor rancio, a sitio mal ventilado. Alaitz bosteza y se rasca la tripa.
—¡Buf! ¡No me apetece nada!
—¡Pues vaya novedad! —responde Isma.
Alaitz odia esa clase, él también. A ninguno de los dos se les da bien hacer ejercicio, y siempre les toca aguantar muchas burlas.
Se han situado junto a la puerta, un poco aparte de los demás, que van vestidos de rojo y azul, el uniforme obligatorio durante esa hora. Isma también lo lleva, aunque no le guste: los pantalones cortos, que le cuelgan flojos, dejan al descubierto sus piernas delgadas, sin vello, y le hacen sentir vulnerable. La camiseta roja, de manga corta, demasiado grande, flota en torno a su estrecho torso. Se siente ridículo. Alaitz, a su lado, viste de negro, como siempre. Cada vez que el profe le pregunta sobre el tema, se limita a mentir y a asegurar que perdió la ropa de gimnasia el primer día de curso.
—En cuanto pueda, me compro otra —repite todas las semanas, aunque nunca lo hace.
Isma está intranquilo. Antonio, el Rapado, no le quita ojo. Es un chico fibroso, de estatura mediana y pelo castaño cortado casi al cero; por eso todo el mundo le llama «Rapado». Esta mañana llega tarde a la primera clase y el profesor de matemáticas le amonesta.
—¡A ver si madrugamos!
Antonio murmura un insulto:
—¡Que madrugue tu madre!
Lo dice lo suficientemente bajo como para que el profe no le oiga, pero sí los que están sentados cerca. Algunos sueltan unas risitas nerviosas.
—¿Algún problema por ahí? —pregunta el profe, mirando al Rapado fijamente.
Antonio se encoge de hombros, sin responder. Continúa hacia su sitio, situado dos mesas por delante de Isma, que se sienta junto a Alaitz, al fondo. Cuando el profe se vuelve y empieza a explicar una ecuación escrita en la pizarra, Antonio aprovecha para volverse. Mira a Isma, se toca los ojos y le señala. Luego se pasa un dedo por la garganta, despacio.
—¿Te ha gustado la pintada? —susurra en voz muy baja—. ¡Sé dónde vives, maricón!
La mayor parte de la clase desvía la mirada de la escena, aparentando estar a lo suyo. Algunos miran al suelo. Otros, los amigos de Antonio, le apoyan con sonrisas cínicas. La única que reacciona en contra del ataque verbal es Alaitz. Saca la lengua a Antonio, pone los ojos en blanco.
—¡Estúpido! —murmura.
Desde ese momento la mañana va cuesta abajo para Isma, y termina de estropearse en la clase de gimnasia.
—Hoy subiréis por la cuerda —anuncia el profesor—. De uno en uno, por turnos…
Alaitz gime:
—¡Qué chungo!
Isma es incapaz de responder. Se ha quedado mudo. ¿Tiene que intentar subir por la cuerda con nudos que pende desde el techo, justo en la mitad del gimnasio? ¿Intentar trepar mientras los demás miran? «¡Oh, no!», piensa. Presiente que va a quedarse colgado a un metro del suelo, incapaz de seguir. Seguro, eso es lo que siempre le pasa. Se quedará atascado mientras todos se carcajean. Es torpe de nacimiento, por naturaleza. Por genética pura, caramba. Un incapaz total.
—¡Socorro! —susurra.
—Opino lo mismo —asegura Alaitz, atacada de los nervios. Agarra a Isma del brazo. Da unos pasitos hacia atrás—. ¿Y si nos largamos?
—¿Q-qué? —tartamudea el muchacho.
—¡Largarnos, pirarnos, fugarnos ahora mismo! —explica Alaitz, por lo bajo—. ¡Discretamente, pero ya!
Da otro par de pasos arrastrando a Isma en su huida.
—¡Vosotros dos! —grita el profesor. Los señala y todas las cabezas se vuelven hacia ellos—. ¿Adónde creéis que vais, eh? Venga, seréis los primeros.
Isma quisiera hacerse muy pequeño, diminuto. Invisible otra vez.
—¡Adelante, vamos! —insiste el profesor.
No hay más remedio. Alaitz e Isma avanzan hasta ponerse los primeros en la fila. Se acercan a la cuerda con desgana. A Alaitz los pies parecen pesarle una tonelada. Isma se siente como un cordero camino del matadero.
—¡Arriba, Alaitz! —ordena el profesor.
Alaitz e Isma se miran.
—Yo te sostengo la cuerda —susurra el muchacho.
La tensa para que no se mueva. Alaitz se agarra, sube un pie. Intenta darse impulso para subir el otro.
—¡Porras, qué difícil! —grita.
—¡Menos hablar y más trepar! —contesta el profe.
Alaitz responde con un gruñido y la clase se ríe. Verla balancearse a un palmo del suelo les resulta graciosísimo.
—¡Parece un jamón! —suelta Antonio, el Rapado, a voz en grito—. ¡Un jamón que cuelga del gancho de una carnicería!
Las carcajadas se suceden. Algunos se retuercen incapaces de parar de reír.
—¡Ya vale! ¡A callar todo el mundo!
El profe está indignado con Antonio por su comentario, con el resto de la clase por las risas, con Alaitz por su ineptitud. Esta sigue balanceándose, pendiendo de la cuerda, sudorosa y roja por el esfuerzo, a pesar de que no ha conseguido elevarse más que diez centímetros.
—¡Basta! —grita el profesor a la clase. Y luego a Alaitz—: ¡Inténtalo otra vez!
Isma hace lo que puede, pero Alaitz pesa demasiado. No logra tensar bien la cuerda mientras ella lucha contra la fuerza de la gravedad. Consigue subir un nudo. El siguiente está veinte centímetros más arriba y se le resiste. Jadea. Gruñe al perder pie. Las manos se le resbalan sin remedio… Después de luchar unos segundos, suelta la cuerda y cae sobre la colchoneta del suelo, profiriendo un largo alarido:
—¡Ayyyyy!
La clase estalla otra vez en carcajadas.
—¡Silencio! —ruge el profesor. Está mosqueadísimo—. ¡Esto no es un circo, hay que esforzarse!
Envía a Alaitz a la esquina más alejada del gimnasio:
—¡Treinta flexiones y cincuenta abdominales! —dice—. ¡Y te estoy mirando, así que no intentes engañarme!
Luego señala a Isma:
—¡Ahora, tú! ¡Y espero que lo hagas mejor!
En ese momento se produce la catástrofe, porque mira al resto del grupo y señala a Antonio.
—¡Tú, el graciosito del jamón! —ordena—. ¡Ven aquí a sostener la cuerda!
Primero Antonio tuerce el gesto, luego se encoge de hombros. «Vale», parece decir. Se aproxima sonriendo, enseñando los dientes. Isma se queda de piedra. ¿Será posible?
—¡No! —dice—. ¡No quiero que se me acerque!
Las palabras se le atascan. De repente, cae en la cuenta de que es incapaz de explicar delante de todo el mundo sus razones. Explicar al profesor qué ocurre: ¿cómo contar que Antonio, el Rapado, le persigue con su banda de tarados? ¿Que le han empujado, insultado, pegado y roto las gafas? ¿Que le acosaban con insultos por el móvil y ahora, como ya no tienen su número, han escrito una pintada en la puerta de su casa?
—¡No quiero! —repite con voz temblorosa.
—¡Oye, tú! —le espeta Antonio agresivo. Le clava la mirada, aprieta los dientes—. Que te…
—¡Callaos los dos! —el profe está enfadado. Echa la bronca a Isma y Antonio. No quiere discusiones en la clase. Quiere disciplina y compañerismo—. ¡Así que dejaos de tonterías! Y empezad… ¡Ahora mismo!
Antonio se vuelve hacia Isma.
—¡Adelante, Ismaela! —susurra, por lo bajo—. Y ya hablaremos luego tú y yo...
Isma se queda pálido, abre la boca para chivarse de la amenaza, pero la mirada de advertencia que le suelta el Rapado lo detiene. Se lo piensa mejor y decide callarse. En silencio se sitúa junto a la cuerda. El profesor se da por satisfecho:
—Muy bien —dice—. Ahora, ¡trepa!
Entonces empieza la pesadilla. Ismael engancha la cuerda lo más arriba que puede mientras el profesor grita órdenes: «¡Agárrala más abajo para hacer fuerza! ¡Tensa los brazos! ¡Impúlsate con los pies!»
Ismael se cuelga de la cuerda pero está paralizado. Se siente incapaz de trepar. Antonio ríe entre dientes, y mientras estira la cuerda, con una mano, la otra mano se posa en el trasero de Isma y empuja hacia arriba, fingiendo hacer un gran esfuerzo. Entre los espectadores de la clase, se escuchan algunas carcajadas que el profesor decide ignorar:
—¡Vamos, sube! —dice a Ismael—. ¡Un poco de energía!
Con un desesperado esfuerzo, intentando alejarse de Antonio, que lo está pasando bomba, Isma se impulsa hacia lo alto de la cuerda.
—¡Eso está muy bien! —le anima el profe—. ¡Sigue así!
Consigue trepar unos cuantos centímetros y apoyar un pie sobre el siguiente nudo. Otro impulso y escala un poco más.
—¡Genial! ¡Más arriba!
Isma se concentra intentando olvidar la presencia odiosa del Rapado. Se estira todo lo que puede, trepa unos centímetros más. Empieza a pillar el ritmo y sube todavía un poco más. Entonces Antonio actúa como lo que es: una auténtica rata repugnante. Agarra a Isma por el pantalón. Un rápido tirón y se lo baja hasta las rodillas. Otro tirón y lo mismo ocurre con los calzoncillos. La ropa cae al suelo, mientras el trasero de Isma queda a la vista de todos. Una pálida luna rosada, huesuda, temblorosa.
—¡Ja, ja, ja!
Ni los gritos repetidos del profesor consiguen acallar las carcajadas.
Isma se tapa como puede y huye al vestuario.
8. Media vuelta
Doña Bernarda recibe a Germán con los brazos abiertos. Es una mujer bajita, oronda; de mejillas gordezuelas y sonrosadas. Su bata blanca, con pequeños bordados en color gris, reluce de puro limpia.
—¡Ay, hijo mío! —dice—. ¡Qué alegría verte!
No tiene ni idea de por qué Germán decidió, de repente, cambiar de instituto y mudarse a esta ciudad. No conoce los motivos exactos de la llegada de su ahijado, pero tampoco le preocupan demasiado. Los padres de Germán son como de la familia, y le han contado que el muchacho necesitaba un cambio de aires con urgencia. Para ella es explicación suficiente.
—¡Pues que se venga a mi casa!
Y allí tiene a Germán ahora. Ha crecido mucho. Ya no es el niño travieso, moreno y menudo que solía sentarse en sus rodillas y le pedía la paga para comprar chuches. Se ha convertido en un muchacho de aspecto magnífico. Ha crecido tanto que le saca dos cabezas. Se ve que, a pesar de estar delgado, tiene buenos músculos. La piel le brilla bronceada por el sol. Seguro que hace mucho deporte al aire libre. Lo único que no ha cambiado es su sonrisa. Los dientes blancos, perfectos, deslumbran en contraste con su piel morena. La mujer está encantada. Ha hecho tostadas con mantequilla y chocolate caliente para desayunar, y observa mientras el muchacho come, con desgana.
—¡Toma otra tostadita, hijo, que hay muchas!
El chico le sonríe y toma una. La mordisquea por una esquina.
—Madrina… —empieza—, ¿conoces a un chico que vive en este portal? ¿Uno que se llama Ismael?
—Ismael… ¡Por supuesto!
La buena mujer le cuenta un montón de cosas sobre el vecino: que ella es amiga de la abuela de ese muchacho, que la madre trabaja en otra ciudad, la pobrecita. Y que tiene una hermanita muy mona, un poco especial.
—Tiene síndrome de Down, o como se diga.
Germán escucha atentamente, pero su madrina no añade más información sobre el chico. Pasa a hablar de la abuela de este, que para ella es más interesante: de las veces que juegan a las cartas, de que se van juntas de tiendas… Y ese tema le lleva a acordarse de que quiere hacer algunas compras en el mercado, cosas ricas que gustarán a su ahijado.
—¡Es que has desayunado tan poco! —añade—. ¡A ver si consigo abrirte el apetito!
Germán protesta y le dice que no hace falta, que no tiene hambre porque está cansado. El viaje en tren se le ha hecho eterno.
—¡Pues, hala, tú a descansar y yo me voy a lo mío!
A pesar de las protestas de Germán, doña Bernarda se pone burra y no quiere que el muchacho la acompañe para ayudarla con las bolsas.
—¡Ni hablar! ¡Tú te acuestas un rato y no te preocupes de nada!
Le conduce hasta un dormitorio que tiene una ventana a la calle. Es una habitación pequeña pero suficiente para contener un buen armario, una cama y un escritorio.
—La he puesto para que estudies… —explica la mujer—. ¿Todavía sigues sacando buenas notas?
Germán se encoge de hombros, sin comprometerse. Sonríe para no tener que dar explicaciones.
—La habitación está estupenda, madrina —dice.
Doña Bernarda asiente, satisfecha, y se va.
El chico ni siquiera deshace la maleta, se dirige a la ventana y se asoma. Una hilera de tilos plantados a intervalos regulares pone una nota de color verde en la acera. Observa a su madrina salir del portal y cruzar hacia el supermercado que se divisa al final de la calle, en la esquina. Un autobús frena para que un anciano pueda cruzar el paso de cebra. Cuando el hombre llega al otro lado de la calzada, reanuda la marcha. Le siguen un coche y otro más. Luego la calle queda en silencio. Los pocos transeúntes que la recorren no se percatan de la presencia del muchacho. Germán observa durante unos segundos más hasta que lo deja y se sienta sobre la cama. Después, se levanta, inquieto, y abre el armario. Lo cierra, suspira y se tumba sobre el colchón. Se siente incapaz de relajarse, aunque es verdad que está cansado. Agotado, en realidad. Han sido unas semanas muy duras, de vacilar mucho. De hecho, todavía, tiene dudas:
—¿Estaré haciendo bien? —se pregunta, indeciso.
Cree que sí. Su situación ya no daba para más. No podía continuar como estaba. Por eso pidió a sus padres que le dejaran alejarse de todo. Ellos, al principio, no entendían. Más tarde sí:
—¿Por eso bajaste tanto tus calificaciones? —le preguntó su padre, estupefacto.
Su madre, sin embargo, no parecía demasiado sorprendida. Muy disgustada sí, aunque la historia de Germán no la pilló por sorpresa.
—Hijo, tienes razón —afirmó—, tal vez alejarte de aquí una temporada no sea tan mala idea.
Germán suspira. Desea con toda su alma que las cosas cambien para él. Y quiere creer que este primer paso es lo que necesita. Ha estado toda la noche dando vueltas al asunto en el tren. Mientras los paisajes oscuros y la noche cerrada se deslizaban al otro lado de la ventanilla, el cerebro de Germán no paraba; tampoco durante el camino de la estación a casa de doña Bernarda. Durante el trayecto ha pensado diez veces en dar la vuelta. Pero no. Y ahora lo tiene por fin algo más claro. Ver la pintada le ha hecho decidirse del todo.
Durante un rato se agita, inquieto. Luego se le escapa un bostezo. Casi sin darse cuenta va quedándose dormido...
—Hoy mismo saldré a dar un paseo —decide, medio amodorrado—. Conoceré el barrio y cómo es el instituto donde estudiaré…
No tiene tiempo de pensar más. Se queda dormido como un tronco.
9. Todo lo visible y lo invisible
Ni siquiera espero a Alaitz. Me visto y dejo el instituto. No puedo contenerme y estoy llorando. Quisiera meterme en un agujero y desaparecer. Otra vez siento ganas de volverme invisible; así no tendría que caminar hasta casa mientras las lágrimas me ruedan por las mejillas y la gente me observa. Noto el peso de esas miradas. Expresan sorpresa, curiosidad al ver a un chico llorando. Algunos hasta sonríen con ironía. Nadie expresa compasión.
Los chicos no lloran.
—¡Para, ya! —me digo.
Hago un esfuerzo para tragarme las lágrimas. Por un momento consigo contenerme. Pero las carcajadas de los de clase resuenan otra vez en mis oídos y rememoro toda la escena. Veo a alguien blandiendo un móvil en mi dirección y caigo en la cuenta de que lo han debido de grabar todo: mi subida por la cuerda, la mano de Antonio sobre mi ropa, el tirón y mi trasero desnudo. Tardarán menos de cinco segundos en subirlo a la red. Me desmorono y el recuerdo de las caras deformadas por las risas, de la sonrisa cínica del Rapado, termina de hundirme:
—¡Ismaela! —ha gritado—. ¡Rata, gafosa, marica!
Echo a correr hacia mi casa más deprisa que nunca, lloro a mares. Ni siquiera me detienen los semáforos en rojo, los coches que me pitan furiosos, las miradas espantadas de la gente. Por una vez abro el portal a la primera, subo deprisa por las escaleras.
—Ismael, ¿qué te pasa?
Casi choco con Germán, que sale de casa de doña Bernarda. Me agarra del brazo porque mi primer impulso es seguir corriendo.
—¡Déjame! —le grito.
—¡Espera! —insiste—. ¡Dime qué ocurre!
Al principio no puedo. Sigo llorando, tartamudeo. La vergüenza es demasiado grande. Germán no me suelta:
—¡Vaya! No puede ser tan malo.
Eso me hace reaccionar:
—¿Que no?...
La cuerda, el Rapado, el móvil grabando. Explico lo ocurrido en el gimnasio dando la menor cantidad posible de detalles. Me niego a darlos porque me muero de vergüenza.
—Bien… Por lo menos has dejado de llorar —dice Germán cuando acabo.
Es verdad. Contarlo ayuda. O igual es que me está escuchando atentamente, con los labios apretados, expresión seria y esa mirada que me ha dejado sin aliento esta mañana.
—¿Cuántos años tienes? —suelto, de repente.
Me doy cuenta, horrorizado, de que he hecho la pregunta en voz alta.
—Diecisiete —responde, distraído—. ¿Y tú?
—Dieci-dieciséis —tartamudeo. De repente, soy consciente de que estamos parados en mitad del rellano, solos en un espacio estrecho. Está cerca de mí. Huele a colonia, a jabón, un poco a sudor limpio.
—Oye, me parece horrible lo que te ha pasado… —continúa pensativo—. Tenemos que hacer algo.
De momento me pasa un paquete de pañuelos de papel, que al principio finjo no necesitar, pero que al final uso porque todavía tengo la cara mojada y un montón de mocos. Lo malo es que ese gesto tan normal hace que de nuevo se me salten las lágrimas. Exceptuando a Alaitz, hacía tiempo que nadie de mi edad me trataba con tanta amabilidad. Disimulo desplegando un pañuelo y sonándome con fuerza.
—¿Estás mejor?
Asiento sin atreverme a pronunciar palabra. Estoy mejor, pero todavía me siento como un perro apaleado.
—Invisible —murmuro sin querer.
—¿Qué?
Me cuesta un poco explicar cómo me siento a veces. Hablo con un hilo de voz, haciendo un gran esfuerzo, sin pararme a pensar que igual estoy metiendo la pata. Nunca he dicho a nadie que a veces daría algo por volverme invisible, para pasar desapercibido, porque con mi manera de ser me va fatal.
—Eso es muy triste —dice Germán después de pensarlo un poco—. Porque lo invisible no tiene vida, ¿no?... —habla despacio, como si el tema le interesara verdaderamente—. Mejor ser visible. Muy visible —acaba.
Me sueno otra vez con fuerza mientras pienso en lo que ha dicho. Luego se me ocurre que debo parecerle patético. Esa es la imagen que estoy dando. La de un ser digno de lástima. Intento devolverle el resto de los Kleenex que no he usado. Germán niega con la cabeza.
—Quédatelos, tengo más.
«Vale», decido. «No quiere nada de mí, ni siquiera que le devuelva sus pañuelos, ni siquiera…»
—Mañana empiezo en el instituto —explica de pronto, como si fuera una noticia sin importancia. Me da una palmadita en la espalda.
—Ah, ¿s-sí? —logro articular. Su contacto, esas palmaditas que demuestran que no me está rechazando, me produce una alegría inexplicable, y un sentimiento cálido, reconfortante, me inunda. Me pongo rojo—. ¡Estupendo! —me apresuro a añadir. Aprieto el paquete de pañuelos, lo retuerzo intentando controlarme y no empezar a dar saltos de alegría—. ¿Adónde ibas ahora? —pregunto para cambiar de tema.
Se encoge de hombros.
—A dar un paseo, supongo —dice—. ¿Y tú? ¿Tienes planes?
—Magdalenas —resumo mi plan en una sola palabra.
Me mira extrañado.
—Creo que prepararé unas cuantas. Me gusta cocinar —explico con precaución, esperando que no le parezca raro—. Me ayuda a olvidarme de todo, ¿sabes?... Cocino cuando he tenido un mal día, cuando estoy harto, cuando…
—¿Cuando te apetece hacerte invisible? —sonríe mientras pregunta.
—Algo así… —admito—. Me ayuda.
—¿Te importa que te acompañe? —señala el piso de arriba, hacia mi casa—. ¿O lo consideras una intrusión?
—Oh, no… —respondo con rapidez—. Mi abuela estará encantada de ver que tengo un amigo…
Me muerdo la lengua en cuanto termino la frase. ¿Acaso pretendo que crea de mí que soy el ser más triste y digno de lástima que existe en todo el universo?... Pero él no aparenta haber notado nada. Simplemente asiente con la cabeza y comienza a subir las escaleras:
—Me encantan las magdalenas de chocolate —dice—. Esas grandes con muchas pepitas…
Me apresuro tras él. Visible. Esto es ser visible. Me doy cuenta de repente. Noto que es una sensación que me gusta.
10. Bizcocho moreno
Huevos, leche, azúcar, harina, aceite vegetal, chocolate… Los ingredientes tienen textura propia. Isma los siente en las yemas de los dedos. Los huele, disfrutando. Enciende el horno mientras los bate con cuidado en un bol de cristal.
—No hay que hacerlo con mucha fuerza —explica—. Porque el gluten se activa y la mezcla queda dura.
Tiene puesto un delantal de rayas blancas y azules igual al de Claudia, que está salpicando toda la encimera mientras bate un huevo en un pequeño recipiente de plástico. A la niña le ha gustado Germán de inmediato.
—¡Guapo! —grita en cuanto le echa el ojo encima—. ¿Amiguito?
Isma le explica que sí, que es un amigo. A la abuela también le parece estupendo que su nieto llegue con el ahijado de doña Bernarda. Se va a la salita a ver un rato la tele mientras los chicos se adueñan de la cocina. Claudia insiste en quedarse con ellos:
—¡Yo, tamién! —exige.
—Se dice «también» —la corrige Germán. Después le da un beso en la mejilla y con eso sella su amistad con la pequeña para siempre.
Isma está en su salsa. El pelo ensortijado se le riza todavía más con el sudor que le provoca el calor del horno. Tiene las manos pringosas de harina y masa. Se las restriega en el delantal antes de agarrar la manga pastelera y llenarla de masa para embutirla en las cápsulas.
—Con esto acabamos —dice mientras las rellena con cuidado.
Ha preparado doce. Las mete en el horno.
—Ahora a esperar.
—¡No! —exclama Claudia—. ¡Tarta!
A Germán le parece también una idea estupenda:
—Eso, hagamos una tarta.
Isma cede encantado.
—Vale —dice—. Además, así aprovechamos el calor del horno.
Las magdalenas no tardan en hacerse. En cuanto las sacan, ponen a cocer el molde lleno de masa para la tarta. Justo entonces suena el móvil de Isma:
—¡Tío! ¿Estás bien? —pregunta Alaitz—. Te he buscado durante un buen rato, ¡no me has esperado!
Isma explica que ha salido corriendo.
—No tenía ganas de aguantar más burlas…
Sale al balcón para que Claudia no le oiga, ni su abuela tampoco. Resume su carrera en pocas palabras, y luego habla de su encuentro con Germán y que al día siguiente este empezará en el instituto. Al oír su nombre, Germán se acerca. Escucha durante un momento y, de pronto, guiña un ojo a Ismael. Una ola de calor recorre a Isma. Se pone colorado y resopla para quitarse el pelo de la frente.
—Estamos haciendo una tarta y…
—¡Pues no sabes lo que te has perdido! —exclama Alaitz, excitada, interrumpiéndole—. ¡Los amigos del Rapado han enviado el vídeo de tu escalada a toda la clase! El profe de gimnasia se ha dado cuenta y se ha cabreado que no veas. Se subía por las paredes. El Rapado ha acabado en el despacho del director. ¡Le han expulsado durante dos semanas!
Isma se derrumba por segunda vez ese día. La angustia regresa: negra, potente, asfixiante.
—¡Oh, no! —dice.
Germán ve su cara y se preocupa:
—¿Qué pasa?
A Isma las palabras se le atascan. Siente la garganta seca y le cuesta explicar lo del vídeo y que si el Rapado ha recibido un castigo, va a culparle a él, y su venganza será rápida y terrible. De pronto, a pesar de que está en el balcón de su casa, con todo el aire del mundo a su alrededor, le cuesta respirar.
—¡Oh, vamos! —Alaitz intenta tranquilizarle—. Tú eres la víctima, el director lo ha dejado claro, y ese mamarracho necesitaba una buena lección…
—¡Mierda! ¿Es que el director ha dicho eso? —a Isma le tiemblan las rodillas—. ¡Entonces seguro que me la cargo! ¡El Rapado me buscará para matarme!
—¡Oye, que no te preocupes! Además, iré a recogerte por la mañana —le asegura Alaitz.
Por mucho que su amiga intenta tranquilizarle, Isma lo tiene claro: Antonio va a buscar venganza. Contempla el tráfico de la calle e intenta disimular su miedo; mantener el tipo delante de Germán, que le observa atentamente, preocupado. Pero, cuando la llamada termina, se siente hundido. Tiene los hombros caídos, la espalda encorvada y no queda ni rastro de la vivacidad que ha mostrado mientras cocinaba. Es como si una carga enorme le aplastara.
—¡Eh, seguro que ese Antonio es un cobarde que no se atreve a meterse contigo si te ve acompañado! —dice Germán—. Así que yo también iré con vosotros...
Parte de la carga se esfuma.
—¿De verdad?
Isma es incapaz de explicar la ligereza que siente de repente. Es como si alguien hubiera encendido una luz en medio de la oscuridad, o como si hubiera abierto una puerta proporcionándole una vía de escape. Pero pronto la puerta se cierra otra vez:
—¿Sabes lo que dirán si te ven conmigo? —se odia solo por el hecho de preguntarlo, pero cree que debe advertir a Germán.
Le parece importante, no quiere que luego le culpe o le dé la espalda. Ya le ha pasado un par de veces. Le cuesta hacer amigos, y más de una vez los ha perdido cuando gente como Antonio, el Rapado, los ha espantado.
—¿Sabes lo que dirán?
Sin embargo, Germán, apoyado contra la barandilla de la terraza, se carcajea.
—¡Ja, ja! —dice, y se encoge de hombros—. Ya nos ocuparemos de eso a su debido tiempo…
Isma le mira con ojos llenos de admiración. Está a punto de hacerle la ola. Germán no solo le parece guapo, sino también valiente, leal… Por una vez, piensa que está teniendo suerte. Parece que ha encontrado un nuevo amigo. «No te entusiasmes», se dice con cautela. A pesar de ello, no puede evitar sonreír y sentirse mucho mejor. Ni siquiera pierde el buen humor cuando nota un olor característico. Frunce la nariz.
—¡La tarta! —dice—. ¡Se está quemando!
Dejan el balcón y entran en la cocina, corriendo, chocando el uno con el otro por las prisas. Las manos de ambos tropiezan al buscar los guantes acolchados, se enredan al abrir la puerta del horno.
Ríen al sacar un bizcocho, moreno, negro, totalmente quemado.
11. Solo en la oscuridad
Me di cuenta en el patio del colegio, cuando tenía doce años. Quizá lo sabía incluso antes y había procurado no pensar en ello, no reconocerlo ante mí mismo. El recuerdo de aquel día me vuelve cuando estoy acostado en la cama, solo en la oscuridad de mi habitación. Germán se ha ido hace rato y Claudia y mi abuela están dormidas. A Claudia hemos tenido que calmarla con tres magdalenas y la promesa de hacer otra tarta mañana mismo. Todavía se percibe en el aire el olor a bizcocho quemado. Eso me pone una sonrisa en la boca porque, aunque hoy ha sido un día malo, también ha tenido algunas cosas buenas. La tarde no me ha ido nada mal: tengo un nuevo amigo. Eso me da fuerza.
—Para variar, es un buen cambio —murmuro en la oscuridad del dormitorio.
Igual por eso me da por pensar en aquel día, en el patio del colegio. Es un día que normalmente odio recordar porque me deprimo. Tanto, que cuando me viene a la cabeza, siempre intento ponerme en modo off. Me tapo los ojos y los oídos, y hago cualquier cosa para distraerme: ver la tele, leer recetas, revistas de cocina, hasta hago ejercicios de matemáticas… Cualquier cosa para no pensar en la primera vez que fingí conscientemente ser algo que no era, y para conseguir que el recuerdo de ese día retroceda y vuelva al cajón más alejado de mi memoria. Hoy, igual porque me siento más fuerte, el recuerdo llega y se queda.
La luz del sol, el calor y el campo de fútbol de tierra donde yo odiaba jugar. Las gradas de cemento pulidas debido al roce continuado durante años de miles de traseros y zapatos inquietos. Hora del recreo. Once y diez de la mañana, minuto arriba, minuto abajo, de un día de primavera. En ese momento se me cayó todo encima.
—Ainhoa y Vero, tíos —dijo uno de clase—. Ellas son las que tienen las tetas más grandes…
Luego, cuando cada uno de mis compañeros nombró a las chicas que le gustaban, ya no me quedó duda. Ainhoa, Vero, Alicia, Julia, Begoña… Analizaron a todas las niñas de la clase. Algunas habían crecido de repente. Empezaban a tener curvas y los senos les apuntaban bajo las camisetas. Mis compañeros estaban como motos.
Recuerdo que, cuando empezó aquello, me dieron ganas de salir corriendo. Hasta me hubiera animado a jugar un partido de fútbol, cualquier cosa con tal de no tener que hablar del tema. Pero no. Estaban todos allí, las cabezas juntas, las rodillas desolladas y las zapatillas sucias de barro que no paraban de mover, nerviosos.
—Ainhoa las tiene enormes —exclamó Damián, el más bruto de la clase. Soltó una risita y la mayoría le imitó—. ¡Menudas peras tiene!
Pensé, bastante nervioso, que a mí no me parecían tan atrayentes.
—Pues a mí me gusta más Vero —aseguró otro—. Es más simpática…
Uno a uno, todos fueron dando su opinión sobre cada una de las chicas más guapas de la clase, aquellas que ya estaban más altas, más desarrolladas. Ainhoa y Vero ganaron por goleada. Y mientras mis compañeros hablaban de ellas, yo notaba que un peso me oprimía y me hacía cada vez más pequeño.
—Empecé a querer ser invisible en ese instante… —lo digo despacio. En voz baja pero clara, como si conmigo en la habitación hubiera alguien a quien explicárselo.
Nunca me había dado por fijarme en las tetas de las niñas de clase, nunca me había sentido atraído por sus piernas desnudas, por la forma de sus cuerpos. Tampoco es que me fijara en el de los chicos. No me atraían. Qué va, a los doce años, no… O, al menos, no pensaba en ello. Actuaba como si la parte de mi cerebro que se dedicaba a esas cosas estuviera de vacaciones o anestesiada, algo así. Pero aquella conversación en las gradas del campo de fútbol me hizo ver la realidad de golpe. Sí, había notado que a Vero y Ainhoa les había crecido el pecho; habría tenido que ser ciego y tonto para no notarlo. Pero no, ese hecho no parecía producirme la misma excitación que a mis compañeros. «Y eso era raro, ¿verdad?», murmuro, antes de dar una vuelta más en la cama.
Claro que, aquel día, ni por un momento pensé confesar que las tetas no me decían nada. No podía confesar eso y seguir perteneciendo al grupo, porque durante ese curso, durante aquellos días, para ser como los demás y no convertirte en un paria, cosas así no podían decirse. Y yo deseaba con toda mi alma ser como todos, sentirme como los demás, tener amigos. Bastante malo era odiar los partidos de fútbol del recreo, la clase de gimnasia donde era casi siempre el más torpe o las burradas que hacía el resto de mis compañeros: darse patadas, empujarse, escupir y hasta pelearse a puñetazos.
Así que, si no podía hablar de lo que sentía y seguir siendo como los otros, lo que sentía debía de ser malo. Lógica pura. Deduje inmediatamente que algo no funcionaba bien en mí. Cuando me tocó el turno de hablar, tuve que fingir. Lógica pura también.
—Ainhoa —dije con toda la firmeza que pude—. La que más me gusta es Ainhoa. Tiene las tetas muy grandes.
Repetí el argumento de la mayoría, con todo el aplomo que pude. Esa fue la primera vez que conscientemente simulé ser algo que no soy. Después ha habido muchas veces.
—Muchas —repito, me acurruco bajo las mantas porque saberlo me produce una sensación horrible.
La teoría dice que soy como soy. Punto. Y que no debo avergonzarme en absoluto. Hacerlo sería como avergonzarse por ser rubio. Una injusticia. Pero es difícil respetar esa teoría cuando hay algunos que me persiguen, me pegan, me acusan. Cuando otros ven lo que me hacen y callan. Decido dejarlo y pensar en otra cosa.
—¡En Germán, no!
Pero es inevitable. Su piel dorada me recuerda el azúcar moreno que uso para tostar la crema catalana. Me pregunto cómo será tocar esa piel, acariciarla despacio. Luego pienso en la expresión de su cara: su mirada dulce, sus ojos negros, como el caramelo de los flanes…
—¡Basta!
Intento borrar la imagen de Germán de mi mente. Mañana tenemos que ir juntos al instituto. Debo estar loco pensando ahora en él, seguro que me lo nota en la cara.
—Mierda, ¡vaya vergüenza!
Meto la cabeza bajo la almohada y me pongo a contar en inglés. One, two, three… Para conseguir olvidarme de todo.
Tardo mucho en dormirme.
12. Pecas
Germán se siente contento por primera vez en meses. Su conversación con Ismael le ha convencido de algo: ha hecho bien en venir. Ahora ya tiene un propósito en la vida. Ayudarle. «Sí», piensa mientras se desviste y se acuesta. «Ayudaré a mi amigo». Saborea las palabras «ayudar» y «amigo». Hacía tiempo que no las pronunciaba.
Mientras observa la luz de las farolas que se cuela por la ventana abierta, piensa en lo que le ha contado Ismael sobre el Rapado y la aventura en el gimnasio. Aprieta los puños. Luego intenta aflojarlos. «Es mejor que me calme», decide. Pero está tan indignado que le resulta difícil. Por eso empieza a pensar en Ismael, en su afición por la cocina. Le ha dejado pasmado. Ese chico no parece el mismo cuando está ante los fogones. Toda su inseguridad desaparece; sabe exactamente lo que está haciendo, y la alegría se refleja en su rostro. «Sufre una transformación», se dice Germán, con una media sonrisa. Después le viene a la mente la llamada de teléfono y lo asustado que se ha mostrado Ismael al sospechar que el Rapado buscará venganza. La sonrisa se le borra. La sustituyen la repugnancia y el asco hacia el matón del instituto y sus amigos. El asco hacia los que callan y no se oponen a esos actos atroces.
—Pienso ayudar a Ismael en lo que pueda —eso lo tiene clarísimo.
Y es que es difícil no desear ayudarle, decide. Con ese aspecto de peluche mal confeccionado que tiene. Tan larguirucho, como con poco relleno, y las gafas que se le resbalan una y otra vez por el puente de la nariz; y las pecas que se vuelven pálidas o se marcan, según su estado de ánimo.
Germán, que pensaba que no iba a pegar ojo en toda la noche, se queda dormido. Otra vez tiene esa media sonrisa en la boca.
13. En la bolera
Isma está de los nervios, entra en la bolera encogido. Traga saliva y mira en todas direcciones, con disimulo. No hay ni rastro del Rapado ni de sus amigos. Pero ¡cuánto ruido y cuánta gente!
—¡Vamos a por los zapatos! —sugiere Germán, a gritos.
Se dirige hacia la ventanilla. Dice el número de pie al encargado. Después de recoger su calzado, se vuelve hacia Isma y Alaitz:
—¿Y vosotros?
Para asombro de Isma, Alaitz está más nerviosa que él:
—No sé…
—¿Cómo que no sabes? —Germán la mira, sin entender—. ¿No sabes cuál es tu talla de zapato?
—Es que…
Alaitz no quiere gritar. Hace un gesto vergonzoso para que los chicos se acerquen.
—¿Qué ocurre?
También Isma está empezando a preocuparse.
—¡No sé si quiero jugar! —confiesa Alaitz.
Se ha puesto colorada. Frota sus manos, se muerde los labios con los nervios de punta.
—¿Por qué no? —Germán está cada vez más asombrado.
—¿Os imagináis qué pinta voy a tener al lanzar la bola?
Germán no entiende nada, pero Isma sí. Tonelete, ballena, elefante… Alaitz tiene que escuchar eso de todos los compañeros en el instituto. También en la calle. Últimamente la gente se la queda mirando. Algunos se ríen de ella cuando avanza moviendo sus enormes caderas y su gigantesco trasero.
—¡Tengo el trasero más grande que un frontón! ¡Cuando lance la bola me explotarán los pantalones!
A todo esto algunos en la bolera han empezado a protestar. La gente comienza a acumularse en una fila, tras ellos. Están molestando a los que quieren pedir zapatos para jugar.
—¡Venga! —le dice Germán—. ¡No seas así!
Mira a Isma para que le apoye:
—A ver... —empieza Isma, sin saber qué decir—, la cosa es pasarlo bien, ¿no?
—¡Pues eso! —responde Alaitz. Parece que en cualquier momento va a echarse a llorar—. ¡No sé si esto es la mejor idea del mundo!
—¿Queréis zapatos? —el encargado está empezando a enfadarse—. ¿Sí o no?
—¡Recoge tú los tuyos! —le pide Germán a Isma. Mientras este se acerca al mostrador, toma del brazo a Alaitz para hablarle al oído—. ¡Olvídate de la gente, Alaitz, por favor! ¡Hemos tenido una suerte enorme con las invitaciones! ¿No las quieres aprovechar?
Agita las entradas delante de la chica. Germán las ha conseguido en casa, se las ha regalado su madrina. Se las enseñó a los otros, supercontento. Ni Alaitz ni Isma se opusieron al plan porque, al principio, les pareció buenísimo. ¡Pasar gratis la tarde en la bolera, menudo chollo!
—¡Mientras jugamos hablaremos de ese mercadillo que queréis organizar! —propuso Germán.
Isma y Alaitz estuvieron de acuerdo. Más tarde, sin embargo, empezaron a dar vueltas al asunto:
—¿Y si nos encontramos con el Rapado?...
—¿Y si alguien se ríe porque parezco un elefante?
Miedo.
—¡No podéis quedaros encerrados en casa! —Germán se lo dijo con claridad—. ¡Ni que fuerais delincuentes!... No habéis hecho ningún mal a nadie.
Ni Alaitz ni Isma son nada hábiles jugando a los bolos. Sin embargo, no es eso. Seguramente la mayoría de los que está en la bolera jamás tomaría parte en un campeonato mundial. Vienen a divertirse, sin más.
—¿Alaitz?
Isma ha recogido sus zapatos; ahora es el turno de ella. El encargado tiene la frente arrugada. Toc-toc. Golpea con los dedos contra el mostrador, impaciente.
—¿Sí o no?
Al final es que sí. A Alaitz le dan demasiada vergüenza las miradas de los que esperan, los murmullos de aquellos que están perdiendo la paciencia. Muchos están bastante enfadados.
—Treinta y ocho —pronuncia la chica, resignada.
El de la ventanilla le alarga deprisa unos zapatos. Después de dirigirse a un lado de la bolera, se los calzan y ya están preparados para jugar la partida. Parece que todos los de alrededor se lo están pasando bomba. Mientras juegan, hacen bromas y apuestas entre ellos. Luego tiran las bolas.
—¡Venga!
Germán agarra una bola en cuanto aparecen los primeros bolos. Se planta en el borde de la pista. Después de examinarlos, hace algunos movimientos y calcula la distancia y la fuerza. Luego adelanta la pierna, se dobla por la cintura, equilibra los brazos y… ¡lanza la bola!
—¡Ocho! —grita mientras los bolos caen.
Da saltos de alegría.
—¡Muy bien! —aplaude Isma.
Por desgracia llega el turno del siguiente tirador. Una nueva tanda de bolos aparece al final de la pista. Alaitz da un empujón a Isma:
—¡Ve tú!
Isma se adelanta sin ganas. Durante el turno de Germán, se ha fijado para pillar la técnica. Es la primera vez que está en una bolera. Nunca había ido porque no tenía con quién. Ahora el ruido se le hace insoportable. Tiene miedo de que aparezca el Rapado y está como un flan. Además, se siente como si todos los de la bolera le estuvieran observando. Empieza a ponerse pálido por los nervios. Le tiemblan las manos, también las rodillas. La bola pesa, parece que fuera de plomo. Le cuesta mantener el equilibrio. Mira por el rabillo del ojo antes de lanzarla y, por suerte, se da cuenta de que nadie le mira. ¡Buum! La bola de Isma rueda por la pista durante un momento, se desvía y cae a la vía lateral. No derriba ni un solo bolo.
—¡Mierda! —murmura. Se imagina al Rapado riéndose de él, profiriendo insultos. Se encoge, asustado—. ¡Qué torpe soy!
Pero Germán sonríe de oreja a oreja:
—¡No importa! ¡Inténtalo de nuevo, esta vez estabas demasiado nervioso!
Isma está a punto de decirle que no, pero, al observar el buen humor de su amigo, agarra otra bola.
—¡A ver ahora! —accede.
A su izquierda hay una familia. Isma los mira fijamente al oírles reír. Luego se tranquiliza. Está claro que están demasiado ocupados lanzando las bolas, gastándose bromas entre ellos. A la derecha hay otro grupo. Esos tampoco le hacen ni caso. Isma se alegra infinito al caer en la cuenta. Le ayuda un poco a centrarse. Toma aire, apoya las piernas firmemente en el suelo y hace fuerza con los brazos para lanzar. Uno, dos, tres… ¡Adelante! En esta ocasión, la bola se mueve por la pista. Va bastante lenta, pero sin torcerse. Clac-clac-clac-clac… ¡Derriba cuatro bolos!
—¡Mundial! —grita Germán.
Isma se siente orgulloso.
—¡No es tan difícil! —confiesa a Alaitz.
La chica le mira con desconfianza. Duda al acercarse a las bolas, al meter los dedos por sus agujeros, al mirar hacia la pista.
—¡Lo voy a hacer rápidamente! —les dice en voz baja. Germán e Isma tienen que hacer un esfuerzo para oírla—. ¡Sin pensarlo!
Dicho y hecho. Se acerca al borde de la pista, lleva la bola un poco hacia atrás y la lanza mientras mantiene rígidos el trasero y la espalda. Está claro que su objetivo es que nadie se fije en ella.
—¡Oh!
El proyectil se desvía hacia el borde, rueda sin fuerza por la ranura lateral y se pierde al llegar al final sin derribar ni un bolo.
—¡No pasa nada! —gritan Isma y Germán, a coro—. ¡Inténtalo otra vez!
—¡No!
Alaitz se sienta en una silla, enfadada. Pero Germán no cede. Se le acerca y la agarra del brazo. Hace que se levante y la lleva, medio a rastras. Le hace cosquillas:
—¡Cosquillas, no!
Alaitz empieza a retorcerse, riendo. Es imposible enfadarse con Germán. Este no cede hasta que Alaitz se decide. Al final, la chica se rinde:
—¡Vaaaale!
Y, en esta ocasión, todo va mejor: porque, aunque la bola se desvía otra vez hacia el borde, se lo pasan genial. Germán saca el trasero de modo exagerado, gastando una broma. Isma le imita. ¡Hasta Alaitz repite el gesto!
La tarde se les pasa en un santiamén. Para cuando llega la hora de ir a casa, están sudando, de buen humor.
—¡No hemos hablado ni media palabra sobre el mercadillo! —cae en la cuenta Isma de repente.
Alaitz y Germán se encogen de hombros.
—¿Y qué?
Los tres ríen, es que se parten. Isma ya no siente miedo. Al menos, no tanto. No han hablado ni del mercadillo ni sobre el Rapado. Todo está bien.
Bien, más o menos.
14. Hablando del diablo…
–Mi padre está encantado —dice Alaitz—. ¡Por fin estoy organizando y limpiando mi dormitorio!
Alaitz muestra un montón de bolsas llenas de cosas que piensa vender en el mercadillo. Las trae a primera hora para que Isma las guarde hasta que las necesiten:
—Será más fácil llevarlo todo desde aquí —asegura—. Vives más cerca.
A Isma no le importa guardar las bolsas. Las mete bajo la cama. Mira el reloj. Tienen que darse prisa:
—¡Vamos, que Germán ya estará esperando!
Han pasado pocos días desde que Germán llegó, pero a Isma le ha cambiado la vida. Ya no se pone malo pensando en que tiene que ir a clase, en que van a tratarlo mal o atacarlo por el camino. Y no se pone malo —aunque algunos todavía se metan con él—, porque se siente diferente. Para empezar, se siente más seguro. Germán es alto y, cuando se enfada, pone una cara de mala leche que amilana al más valiente. Gracias a esa cara, la mayor parte de los que le insultaban han desaparecido del mapa. Además, Isma se siente feliz… Y esto se debe directamente a Germán, a que es como es, a su conversación, a los ratos que pasa con él, las nuevas actividades que hace: ir a la bolera, salir a dar un paseo, sentarse un rato en un banco en el parque…
Van todos los días juntos a clase. Y lo mejor es que el Rapado no ha hecho acto de presencia e Isma empieza a vivir tranquilo. Está contento cuando se levanta, cuando se viste y se prepara para salir a la calle. Por eso azuza a Alaitz ahora, y le mete prisa:
—¡Venga, que somos unos tardones!
Bajan las escaleras corriendo, Germán espera en el portal. A Isma se le corta el aliento cuando le ve de espaldas, parado junto a la puerta de la calle. Tiene hombros anchos, amplia espalda. Y es tan alto, bastante más alto que la media. Alaitz se lanza hacia él, le besa en las mejillas, se cuelga de su brazo. No por primera vez en los últimos días, Isma siente el aguijón de los celos. A él también le gustaría ser así de expansivo, pero no. Simplemente se acerca y abre la puerta, señalando la calle.
—¡En marcha! —dice.
Germán ríe y, aunque hoy la mañana está nublada y hace bastante frío, es como si toda la calle se iluminara. Isma siente calor en su corazón.
Como cada día caminan los tres, calle adelante, hacia el instituto. Germán va en medio; Alaitz, a su derecha, mientras chupa una piruleta que le está dejando la lengua azul. Isma, a la izquierda, abraza la carpeta. Es un gesto instintivo que hace para no agarrar a Germán, para no tocarle.
—…Y le dije a doña Luci que yo la ayudaba a pasar el aspirador —explica Alaitz. Está contando cómo se las ha arreglado para entrar en la habitación de Luisa y saquearle el tocador—. Con esa disculpa, le mangué un par de fulares, unos guantes de encaje y un cinturón…
Alaitz está satisfecha con el botín. Se encoge de hombros cuando le recuerdan que su padre va a enfadarse, y mucho, cuando todo salga a la luz.
—Luisa se dará cuenta porque no es tonta… —advierte Isma.
—No creo que se dé cuenta en muchíiiiiiiiisimo tiempo —ríe Alaitz—. Tiene de todo y por quintuplicado, sextuplicado o más todavía.
—Pareces celosa —suelta Germán.
Ayer comentó lo mismo, y anteayer, también. Alaitz se pone rabiosa, como cada vez que Germán le dice algo del estilo:
—¿Celos, yo? —pregunta—. ¿De «esa»?... ¡Ni hablar!
Sin embargo, Germán va todavía más lejos:
—Tú eras la reina hasta que apareció Luisa. Y lo que te fastidia es que te hace la competencia en llamar la atención de tu padre. Por eso la acosas…
—¿Que yo la acoso?
Germán no cede. Explica que robar en la habitación de Luisa es como acosar.
—Es un ataque por la espalda, Alaitz. Ni siquiera le das ocasión de defenderse.
—¡Ya salió el psicólogo! —Alaitz le saca la lengua, enorme y tan azul que parece imposible. Luego le amenaza con la piruleta—. ¿De qué vas?... Te he repetido un millón de veces que lo mío no son celos. Y menos, acoso.
Intenta tomarse la cosa a broma, pero Isma ve que la acusación la afecta.
—Entonces, ¿por qué no la aguantas? —pregunta Isma. Por una vez, cuestiona a Alaitz a las claras.
En otras ocasiones, ya le ha insinuado que se estaba pasando con Luisa, pero jamás tan directamente.
—¿Tú también me traicionas? ¿Te pones en contra de mí? —Alaitz se enfurruña, dolida.
Germán ve su ceño fruncido y se parte. Su risa suena en el aire fresco de la mañana. De un empujón coloca a Alaitz entre los dos. Le pasa el brazo por la amplia cintura y lo mismo hace Ismael. La chica estalla en carcajadas, no puede evitarlo. Su enfado se evapora.
—¡Hablemos del mercadillo! —propone—. Podemos organizarlo para dentro de dos findes. Pediremos permiso en el instituto para usar el patio principal. ¡Seguro que un montón de gente se anima a montar sus propios puestos!
Alaitz habla sin parar. Tiene miles de ideas que está deseando poner en práctica.
—¿Os imagináis?... Si lo anunciamos con tiempo, la gente podrá venir preparada para comprar…
A Isma le cuesta animarse. Aunque estos últimos días está mejor, no ha olvidado lo ocurrido en el gimnasio con el Rapado. No cree que organizar un mercadillo en el instituto sea buena idea. Cree que es exponerse demasiado. ¿Y si a Antonio se le ocurre aparecer para acosarle? El instituto es su territorio... Se muerde los labios preocupado ante la idea. Por otro lado, sabe que así no puede vivir, siempre asustado, deseando hacerse invisible. Además, necesita conseguir un poco de dinero extra. Se acerca el cumpleaños de Claudia y quiere comprarle una caja de pinturas especiales, de las de pintar con los dedos. Ya ha echado el ojo a unas, en una tienda cerca de su casa. La caja viene acompañada de una pizarra blanca donde extender las pinturas, que luego pueden borrarse con una esponja. ¡Seguro que a Claudia le encantan! Lo malo es el precio. Isma ha calculado que ni con todos sus ahorros puede pagarlas. Por eso necesita el mercadillo. Podría llevar toda la ropa que se le ha quedado pequeña y un montón de pasteles, galletas y tartas. Estas últimas las vendería por porciones. Si el mercadillo se les da tan bien como Alaitz cree, igual hasta puede permitirse comprar un regalo a Germán. «Se lo debo», piensa ahora, al mirarle, caminando ahí, a su lado. «Porque yo estaba solo, apenas tenía amigos, y él me está apoyando». Cuando piensa en ello, no puede evitar ponerse rojo como un tomate. Aunque no quiere confesárselo a sí mismo, sabe que hay otro motivo. Germán le gusta cada vez más. «Tal vez demasiado para tu propio bien», susurra una vocecita en su cabeza. Isma odia esa voz, pero sabe que debe hacerle caso. No sería la primera vez que primero se confía, luego se ilusiona; y, al final, se siente decepcionado. Cuando piensa en esta última posibilidad, Isma se muerde los labios. «Germán, no», suplica para sus adentros. «Es bueno, de verdad», decide para espantar sus miedos. «Podría estar en cualquier otro sitio. Seguro que compañía no le falta. Y está aquí, con nosotros. Conmigo».
—Venderemos un montón —está diciendo Alaitz—. ¡Lo venderemos todo!
Germán se echa a reír al observar tanto entusiasmo. Su risa es contagiosa; así que Isma ríe también, lo mismo que Alaitz. Están así los tres, riendo, cuando llegan al estanque del parque. Justo en ese momento, aparece el Rapado.
—¡Vaya, vaya, con el marica gafotas y sus amiguitos!
Se ha plantado en mitad del sendero y les corta el paso. Isma siente que el corazón le da un vuelco y, de repente, le cuesta tragar saliva.
—¿Tú de qué vas? —suelta Alaitz—. ¿Por qué no te esfumas, fantasma?
—Contigo no quiero hablar, so gorda —advierte el Rapado—. Así que ya te estás callando.
Luego se encara con Ismael:
—¿Sabes quién tiene la culpa de mi expulsión? —escupe—. ¡Pues tú, Cuatro Ojos, maricón! Así que vas a pagar haberme complicado tanto la vida.
El Rapado lleva un bate de béisbol, se golpea la palma de la mano con él. Toc-toc-toc. Sin prisa, pero sin pausa.
—¿Sabes qué voy a hacer con esto? —acerca el bate a un Isma, cada vez más asustado.
—Yo-yo no hi-hice nada en el gim-gimnasio… —tartamudea Isma, intentando ganar tiempo. Es lo que siempre procura en estos casos—. Fu-fuiste tú…
Germán no le deja acabar. De repente, se ha convertido en el más rápido del parque. Da un paso adelante y agarra el bate. Pillado por sorpresa, el Rapado se lo deja quitar. Acto seguido, Germán echa el brazo hacia atrás, toma impulso y, cuando el Rapado se encoge, pensando que va a recibir un buen golpe, Germán arroja el bate por los aires, todo lo lejos que puede.
—A ver, chaval —dice después, la amenaza se percibe claramente en su voz—, ¿quién te crees que eres?
El Rapado retrocede tres pasos, un poco intimidado, ya no se muestra tan seguro de sí mismo; pero luego se engalla y contraataca con aire desafiante:
—Y tú, ¿quién eres tú? —pregunta, sarcástico—. ¿El novio de Ismaela?
Germán entrecierra los ojos, mira a Antonio, el Rapado, con muy mala uva:
—Y si lo soy, ¿qué? —suelta—. ¡Igual te doy envidia! ¿Es eso?
El Rapado palidece, luego se pone rojo; parece que hoy las cosas no le están saliendo nada bien. No, al menos, como las tenía pensadas.
—¡Vete a la mierda! ¡No sabes qué dices! —grita—. Yo no soy un marica como ese… —señala a Isma—. Porque eso es él. ¿Lo sabías?
Germán da dos pasos hacia delante, los brazos tensos, los puños prietos.
—No se dice marica, se dice gay —explica con fingida calma—. Además, a ti qué te importa. Los gustos sexuales de los demás no deberían preocuparte, tío —continúa subiendo el tono de voz—. Mejor preocúpate de los tuyos…
—¡Eso mismo digo yo! —tercia Alaitz a gritos—. ¡Que eres un troglodita obsesionado con Isma! ¡A ver si ahora resulta que estás loco por sus huesos!
Isma quisiera fundirse con el suelo. «Tierra, trágame», piensa. Resulta que ahora todos están hablando sobre su posible condición sexual como si fuera un tema de lo más común, como si fuera algo público, de interés de todos… Y no. Su condición sexual es suya. Nadie tiene derecho a hablar de ella a gritos, en medio del parque, como si hablaran de ser demasiado alto o bajo. Ni siquiera sus amigos.
—¡Oíd! ¡Estoy aquí! —grita él también, dando un paso atrás—. ¡A ver si pasáis todos de mí y me dejáis en paz!
Sale pitando dejando a los otros pasmados. El Rapado no acierta a explicarse qué ha ocurrido. Él, que las tenía todas consigo… Él, que pensaba que iba a dar una paliza a Ismael para vengarse… Pues no, resulta que este se va corriendo, dejándole en compañía de Alaitz y el tipo nuevo, que es tan agresivo. Le ha quitado el bate y ahora le mira desde arriba con cara de tormenta. El Rapado se encoge, repentinamente asustado. ¿Y si acaba cobrando él? Da media vuelta y echa a correr en dirección contraria a la que ha tomado Isma. ¿Cómo ha podido torcerse tanto la mañana?
Alaitz y Germán observan cómo huye. Alaitz da otro par de chupadas a la piruleta, pero ha perdido interés en ella y la arroja en la primera papelera que encuentra. Germán parece disgustado, mira hacia delante y echa a andar deprisa, casi corriendo para alcanzar a Isma, del que ya no queda ni rastro.
—¡Nos hemos pasado, tiene razón! —dice—. No somos nadie para hablar sobre él como si no estuviera presente. A mí también me sentaría mal.
Alaitz se pasa las manos por el pelo, suspira.
—Pues a ver cómo lo arreglamos… Porque lo que es yo, es casi el único amigo que tengo —reconoce, desolada.
15. Sentido del tacto
En su vida ha tenido tantas ganas de golpear a alguien. Hubiera agarrado el bate de béisbol y… Germán sacude la cabeza para alejar esos negros pensamientos.
—No conducen a nada —murmura.
—¿Cómo dices? —pregunta Alaitz, a su lado.
Han dejado el parque atrás y caminan hacia el instituto. Germán se ha asegurado de que el Rapado no está por los alrededores y de que del bate no se ve ni rastro. Ahora tienen que apresurarse para alcanzar a Isma y pedirle disculpas. Tanto Germán como Alaitz están arrepentidos por sus comentarios. «No teníamos ningún derecho», se repite Germán. Luego se le ocurre que debería sincerarse con él. «Tenemos que hablar Isma y yo, tengo que decirle tantas cosas sobre ese tema…», piensa. Echa a andar más deprisa. Está deseando llegar, encontrar a su amigo y verlo indemne. Entero, con su cara de siempre, de expresión dulce, un poco melancólica, soñadora. Se le encoge el corazón solo de pensar que esté sufriendo o que algún amigo del Rapado haya podido hacerle daño. «No, eso no». Se le seca la boca y se apresura todavía más. Siente ganas de llorar.
—Espero que esté bien —susurra.
Isma le ha enseñado mucho: la cara del sufrimiento, la bondad que tiene con su familia. También le ha mostrado el valor de la risa y del cariño.
—Sí, espero que no le haya pasado nada…
Alaitz, a su lado, gruñe. También parece preocupada.
—¡Venga, vamos, deprisa! —intenta animarla Germán, para que acelere—. ¡Seguro que se le pasa el enfado en cuanto nos vea!
La muchacha hace una mueca con cara de fatiga.
—Me agobia que esté mosqueado… —jadea—. Pero también me agobia no poder seguirte el ritmo. ¡Vas muy rápido!
Germán disminuye el paso. Es verdad, sus ganas de hacer las paces con Ismael, de verle y tocarle, le han hecho correr. Como Alaitz está tan gorda, no puede seguirle. Primero va a comentarle algo sobre el tema, pero luego le da corte. «¿Quién soy yo para hablarle?», se encoge de hombros. «A ver si hoy va a ser el día de meter la pata. Además, seguro que ella sabe que debería bajar un poco de peso». Sí, Germán se lo piensa durante unos segundos y luego decide dejar correr el tema… de momento.
16. El armario de Alaitz
Se me pasan los enfados demasiado pronto, eso es lo que pienso. Para cuando llego al instituto, ya estoy más tranquilo. «Ni siquiera he llorado», me digo orgulloso. Luego me pega el bajón. No tengo ganas de entrar en clase. Y menos al ver a mis compañeros.
—¡Hola, Ismaela! —me suelta uno de la cuadrilla del Rapado—. ¿Ya te has encontrado a Antonio?
Sonríe con cinismo, como si supiera de la maniobra de su amigo, en el parque. No respondo. Cuando me atacan verbalmente, procuro hacerme invisible. Me encojo, miro al suelo y no digo ni palabra.
—¿Te has quedado muda, gafotas? ¡Ja, ja! —ríe, irónicamente el otro—. Pues si no te lo has encontrado todavía, espera y verás… ¡Enmudecerás del todo!
Desaparecen en el interior del edificio y yo me quedo allí, odiándome a mí mismo por no enfrentarme a ellos. Por aguantar sus burlas sin rebelarme ni decir palabra; pensando que el instituto es un asco y que no sé cómo voy a aguantar hasta final de curso… «Si no fuera por Germán… Por Alaitz, también». Acto seguido me entran remordimientos por lo del parque. En vez de agradecerles su enfrentamiento con Antonio —porque de buena me han librado—, he salido corriendo después de echarles la bronca.
—¿Y si se han enfadado conmigo y no vuelven a hablarme? —murmuro.
Ahí sí que casi me da algo. ¿Qué sería mi vida sin ellos? Sin los únicos que me aportan algo positivo: compañerismo, amistad, conversación, planes, risas… Cosas que yo solo no puedo tener.
Así que me quedo en la verja del instituto, esperándolos. Y cuando aparecen, me acerco sin pensarlo dos veces:
—Lo siento mucho… —me humillo—. Me he pasado al hablaros de esa manera.
Germán y Alaitz me aseguran que ni hablar, que ellos también han hecho mal.
—Nunca debimos rebajarnos a hablar con el Rapado —añade Germán—. Y menos sobre si es mejor decir «gay» o «maricón». Ha sido una falta de respeto. Somos unos inconscientes.
—Es verdad —se disculpa también Alaitz—. ¡Yo he insinuado que igual quería ser tu novio! Ese ha sido un comentario muy estúpido. ¡Perdónanos, por favor!
Cuando suena el timbre para entrar, ya hemos hecho las paces. Me quedo con la sensación agridulce de contar con ellos nuevamente, pero de no aceptarme como soy y no ser capaz de defenderme solo. Cuando Alaitz propone que hoy por la tarde nos juntemos en su casa, acepto la invitación, cabizbajo.
La casa de Alaitz es una maravilla. Tiene jardín, garaje y hasta una piscina, donde me he bañado un montón de veces el verano pasado. ¡Y menos mal! Porque así tuve la sensación de estar de vacaciones.
—¡Ya estáis aquí, qué bien! –dice cuando nos abre la puerta.
Luego, una vez en su dormitorio, empieza a revolver dentro del armario. Quiere continuar con los preparativos para el mercadillo. En el instituto no han puesto problema, al contrario. Nos dejan organizarlo, con la condición de que una parte de lo que saquemos la destinemos a un buen fin. A Alaitz, Germán y a mí no nos ha costado nada elegir: nuestros beneficios estarán destinados al Colegio de Educación Especial Santa Teresita, el colegio de Claudia. Ya hemos hablado con ellos y están entusiasmados con la idea. Además, piensan colaborar. Los alumnos harán algunas manualidades para que las vendamos en nuestro puesto. Mi hermana ya lo ha decidido: pintará un cuadro donde aparezcamos Alaitz, Germán y yo.
—Y lo vendes en tu cole —me dice—, y así ganas muuuucho dinero…
Disimulé una sonrisa al imaginar los dibujos: palotes de colores y grandes líneas curvas simulando sonrisas.
—Claro que sí, preciosa —aseguré.
La respuesta entre los alumnos del instituto también ha sido buena. Mucha gente se está animando. Lo que está muy bien, pero plantea que la competencia a la hora de vender será dura. Por eso hemos vuelto a casa de Alaitz. Piensa que todavía puede donar más cosas y está rebuscando en su armario. Escoge un montón de ropa, y la pone encima de la cama. Yo voy recogiendo las prendas y doblándolas. Germán las mete en una caja.
—Oye, ¿también vas a deshacerte de esto?
Tengo en mis manos una falda negra, de piel. Alaitz se la puso hace unas semanas y me gustó mucho.
—Ya no me cabe —murmura.
Saca del armario una caja de galletas de chocolate, medio vacía.
—Por lo que se ve, he vuelto a engordar y me aprieta en la cintura. Si me la quedo, tendré que llevarla desabrochada. ¡Seguro que se me cae hasta los pies en medio de clase! ¿Te imaginas?
Toma la falda, se la acerca a la cintura y nos hace una pequeña representación:
—¡Alaitz! —grita, parada en medio de la habitación—. Sal a la pizarra a decir la lección. Entonces…
Alaitz da unos pasos, y suelta la falda, que cae al suelo.
—¿Veis?... ¡Tachán!... Me quedo en bragas delante de todos.
Germán se tira por el suelo, mondándose de risa. Yo también. Lo malo es que, al cabo de unos segundos, la risa de Alaitz se convierte en lágrimas. Llora de manera incontenible.
—¡Estoy gordísimaaaa! —dice, entre hipidos—. Y no puedo parar de comer…
Mete la mano en la caja de galletas y se zampa una de un bocado.
—¡Eh, oye! Vale, vale…
Germán le quita la caja y la deja a un lado, lejos de las manos ávidas de Alaitz.
—¿Qué te pasa? Si tienes hambre, ¿por qué no comes otra cosa en vez de galletas?
—Ya estás hablando como mi madrastra… —grita Alaitz, secándose las lágrimas—. ¡Y eso, ni hablar! ¡Comeré galletas, chuches y todo lo que se me ponga por delante! ¡Soy así! ¡Punto!
Sin embargo, yo sacudo la cabeza, negando.
—No, Alaitz —le respondo—. El caso es que no eres así.
La conozco desde hace algo más de un año. Desde que llegó a nuestro instituto. Procedía de otro centro, cambió de lugar de estudios cuando su padre decidió venirse aquí, justo antes de su boda con Luisa. Creían que, para llevar el negocio desde casa, el nuevo barrio era mucho mejor.
—A Alaitz antes las chuches no le gustaban —aseguro a Germán—. ¡Hasta me costaba convencerla para que probara lo que cocino yo!
Es verdad. Alaitz ha engordado bastante —mucho, en realidad— desde que la conozco. Empezó a aumentar peso cuando su padre se casó.
—¡Era comer o dejar de estudiar! —grita Alaitz, furiosa—. ¡Algo tenía que hacer para jorobarlos!
Germán está pasmado. Mira a Alaitz como si la viera por primera vez. Yo también. En todo el tiempo que llevamos de amigos, nunca ha dicho claramente que come para fastidiar a su padre y a Luisa. Está castigándolos. Lo malo es que también se castiga a sí misma. Germán es de la misma opinión:
—¿Y crees que te compensa fastidiarlos si tú también te fastidias?
Menea la cabeza respondiendo él mismo a la pregunta, porque es obvio: no. No merece la pena. Alaitz ha engordado tanto durante los últimos meses, que cada vez le cuesta más correr. ¡Pero si acaba de decirnos que la ropa que le valía hace poco ya no le cabe!
—Alaitz… —le digo—. ¿Ahora que tu padre te ha dejado sin paga, cómo vas a hacer para conseguir ropa cuando la que tienes se te quede pequeña? ¿Vas a ir a decirle: «He engordado otra vez, dame dinero porque lo que tengo en el armario no me entra»? ¿Vas a decirle eso?
Me mira con gesto compungido. Está hecha polvo: tiene el maquillaje corrido, negros churretes de rímel le corren por las mejillas… Hipa otra vez:
—No. Eso sería dar la razón a Luisa, que insiste siempre en que no debo seguir engordando… —susurra mientras se seca las lágrimas—. La verdad, no tengo ni idea de qué voy a hacer.
—Escucha —le aconsejo con un titubeo—, mejor que empieces a cuidarte, ¿no?…
—Y no solo por la ropa —añade Germán—. ¡También está tu salud!
Alaitz menea la cabeza, confundida.
—Pero si acepto comer lo que ellos dicen, a las horas que dicen, habré perdido la guerra… ¡Me habrán vencido! —susurra—. ¡Y no quiero!
Me acerco, para abrazarla:
—No puedes verlo así o acabarás mal. ¿Cuántos kilos más quieres engordar?
—¡Eso! —apostilla Germán. También se acerca. Sus fuertes y largos brazos nos abrazan a los dos.
Sé que no es el momento adecuado, pero me siento bien así, abrazado por él. Tiene el cuerpo tibio y cálido. Alaitz se libera del abrazo y va a sentarse sobre la cama. Yo me separo a regañadientes.
—Qué lío, ¿verdad? —dice Alaitz—. Y ahora, ¿qué hago?
—Pues no sé —le digo, porque se me hace difícil ponerme en su lugar.
Mi padre se fue hace un montón de años, cuando nació Claudia. No tengo ninguna relación con él, así que no cuenta. En cuanto a mi madre, nos llevamos bastante bien. Ella nunca ha vuelto a tener pareja en serio. Sé que ha salido con amigos algunas veces, pero no ha traído a ninguno a casa. «¿Y si un día llega con alguien? ¿Y si nos dice que va a volver a casarse? ¿Cómo reaccionaría yo en ese caso, eh?», pienso. Me remuevo inquieto. Eso sí que sería un plan horroroso, porque ¿y si viniera con un hombre que me odiara como me odia Antonio, el Rapado, por ejemplo? Me estremezco solo con pensarlo. Sería como vivir en el infierno.
Alaitz se seca las lágrimas. Mira con expresión apenada toda la ropa que ha sacado del armario en los últimos minutos: la falda de cuero, otras dos faldas más, tres pantalones, algunas camisas y camisetas…
—Mira, ¡esto no lo voy a llevar al mercadillo!
—grita, en un arrebato—. ¡Voy a empezar a bajar peso, está decidido! ¡Aunque solo sea porque ahora ya no puedo comprar tanta ropa nueva como antes!
—Nosotros te ayudaremos —responde Germán, de inmediato. Me mira directamente—. ¿Verdad que sí?
—Eh… Por supuesto —digo sin mucho convencimiento, porque no sé exactamente qué se propone. Pero enseguida nos lo aclara.
—A partir de hoy, tienes que idear un plan… —le dice a Alaitz—. Puedes comer lo que te pongan aquí, en casa. Y, además, haremos algo de ejercicio, ¿de acuerdo?
Alaitz le observa con expresión transfigurada. Se le ha iluminado la cara, refleja esperanza.
—¿Haríais eso por mí?
Le aseguro que sí, y lo mismo hace Germán. Asentimos los dos. Y antes de que yo pueda hacer o decir más, Germán suelta la bomba:
—¿Qué os parece si quedamos algunos días y corremos un rato por el parque?
—¿Eh? ¿Correr?… —dudo.
Sin embargo, Alaitz está entusiasmada.
—¡Me parece bien! —asegura con fervor—. Y os prometo que no volveré a probar las chuches, los dulces, las galletas… ¡Por lo menos hasta dentro de un mes! ¡Lo prometo, lo prometo!
—¡Genial! —Germán choca su mano con Alaitz y después agarra la mía, y también la choca, aunque mi falta de entusiasmo es más que evidente.
—Es que yo… —empiezo otra vez—. El deporte no es lo mío y…
Alaitz no me deja continuar:
—¡No seas rajado! —dice. Suelta una risita, que se mezcla con sus últimos hipidos y lágrimas.
—¡Vamos, Isma! —me pide Germán—. Si lo hacemos los tres juntos, será mucho más fácil.
No me queda otra que comprometerme. ¡Mierda!... Casi estoy sin habla. Acabo de decir que sí… ¡Tendré que ir a hacer el ridículo al parque! ¡Oh, oh! ¿Y si el Rapado y sus amigos nos ven? ¿Y si se dedican a meterse conmigo mientras corro?...
—Pero el Rapado… —murmuro—. Hoy mismo estaba en el parque. Suele ir mucho por allí…
—¿Y qué? —Germán me mira con seriedad—. ¿Crees que puedes pasarte la vida oculto debajo de la cama? ¿Crees que es posible?
Niego con la cabeza. Tiene razón. Lo mismo que Alaitz, yo también debo tomar el timón de mi vida. Es hipócrita decirle a ella que está haciendo mal, mientras yo sigo escondiéndome. «¡Se acabó!», decido. «No puedo seguir así: encogiéndome en mi madriguera como hacen los conejos». Sin embargo, me muerdo los labios porque, para qué vamos a engañarnos, esto va a ser lo más difícil que he hecho nunca. Sí, en realidad, creo que soy un conejo. O alguien con alma de conejo.
Un cobarde que quiere hacerse invisible.
17. La historia de Alaitz
Cuando Isma y Germán se marchan, me quedo sola en casa. Doña Luci, la cocinera, también se ha ido ya. Luisa debe de estar trabajando fuera y mi padre no ha regresado todavía. Después de despedir a mis amigos, vuelvo despacio a mi cuarto, atravesando el salón silencioso; subo las alfombradas escaleras y entro en mi dormitorio. Es grande y tengo mucho sitio. Supongo que es cuestión de suerte, unos viven en casas bonitas y espaciosas, y otros no tienen dónde caerse muertos. El año pasado eso me dio qué pensar. Mi padre era rico y no pasábamos necesidades. No, al menos, como las que pasan en casa de Isma, que se ve que andan fatal de dinero. La madre ha tenido que irse a trabajar fuera y solo puede regresar un fin de semana al mes. Intento imaginar cómo sería ver a mi padre tan solo un fin de semana de cada cuatro y me parece horrible. Últimamente me llevo fatal con él, pero tengo claro que, si no lo viera, lo echaría muchísimo de menos.
Empiezo a recoger las prendas desperdigadas por el suelo, la cama, el tocador… También en esto tengo suerte: en mi armario hay ropa a toneladas.
—La pena es que estoy tan gorda que no me cabe —murmuro, sintiéndome muy desdichada.
Me planto frente al espejo. Estoy verdaderamente grande. Enorme. Ya nadie puede referirse a mí como a una chica gordita. Ahora estoy obesa.
—¡Qué mal!
Hace tres meses mi talla era «rellenita». Lo sé porque eso murmuraban las dependientas de las tiendas al verme.
—Ahora estoy «monstruosa» —le digo a mi reflejo, haciendo una mueca.
«Pero hay un aspecto positivo, ¿no?», reflexiono, esperanzada. «Si decido perder peso, tres meses será el tiempo que necesite para recuperarme un poco y que otra vez me entre la mayoría de la ropa del armario». Voilà.
—Tres meses, más o menos —murmuro en la penumbra de la habitación.
Recojo con cuidado la falda negra de piel. Me la compré hará un mes y medio, cuando mi cintura se ensanchó de nuevo y amenazó con desbordar la ropa que había estado usando hasta entonces. Y diga lo que diga, haga lo que haga delante de Isma y Germán, no tiene gracia que ahora no pueda llevarla sin correr el peligro de quedarme en bragas delante de la clase.
—No. No tiene ninguna gracia.
Después pienso en cómo mi estado de ánimo ha cambiado también de talla. Cuando papá se casó, pasé de ser una persona divertida a estar asustada y amargada.
—¡Todo por culpa de Luisa! —exclamo.
Sin embargo, ni siquiera yo puedo estar tan ciega, ni ser tan hipócrita. «Demasiado engaño para una chica tan grande», suspiro. «Luisa no tiene la culpa». De hecho, cuando mi padre la conoció, ni me inmuté. No era la primera novia que tenía. Cuando me había presentado a alguna, yo enseguida me libraba de ellas.
—Rosa me ha pegado…
Esa fue la primera mentira que conté a papá acerca de una de sus novias. Ya le estaba durando demasiado y comenzaba a ponerme nerviosa.
—Me ha dicho que si me chivo, me pegará más…
Por supuesto, Rosa salió escopeteada. No volví a verla. En aquella época yo tenía siete años y me frotaba las manos, llena de alegría.
A Rosa le siguió Susana.
A esa me la saqué de encima enseguida. Puse el termómetro sobre el radiador antes de enseñar a mi padre la fiebre que tenía. Acto seguido, fingí que vomitaba. En el hospital solo tuve que decir que los pasteles de la novia de mi padre tenían un sabor muy raro.
Después me cargué a María.
María era morena y bajita. No me duró ni un asalto. Mi padre se despidió de ella, horrorizado, cuando le expliqué que me había invitado a beber cerveza… varias veces.
—La última fue Lourdes —recuerdo, soltando una risita sin humor—. Una muy cotorra, que se eliminó ella sola al hacer polvo un negocio de mi padre, por hablar demasiado.
Observo otra vez la imagen que me devuelve el espejo. Me he puesto roja como un semáforo recordando mis hazañas, las mentiras que he dicho para librarme de las novias de mi padre. Pensándolo bien, ha tenido bastantes, la verdad.
—Y ninguna te ha durado mucho, ¿eh, Alaitz? —me digo.
Empiezo a entender lo que Germán me dijo el otro día. Eso de que lo mío son celos y que por su culpa llego al acoso.
—Tiene razón. Acosé a las otras novias de papá y con Luisa estoy haciendo lo mismo.
Me vienen a la cabeza sus blusas teñidas, mi pequeño robo, todas las veces que he intentado fastidiarla adrede...
—¡Fastidiarla y fastidiarla!…
Porque por último llegó «ella». Es decir, Luisa. Y ahí me caí con todo el equipo. Luisa me trató bien desde el principio. Y cuando vio que yo, en vez de ser una niña agradecida, me comportaba más bien como una cría de rata de alcantarilla, se encogió de hombros y se concentró en mi padre.
—Tenía ganas de que nos lleváramos bien —dijo—. Pero si tú no quieres, qué le vamos a hacer…
Casi me ahogo de rabia al oírla. ¡Vaya tono que empleaba!... De indiferencia total. Claro que en aquel momento yo ya tenía trece años. Supongo que pensó que poco podía hacer si quería declararme su enemiga.
—Y la verdad es que tenía razón —reconozco—. Es lista.
Luisa, al principio, no me preocupó. Pensé que iba a ser una más. Otra de las novias de mi padre. No obstante, para mi sorpresa, esta vez la cosa se puso muy seria. En cuestión de meses —menos de un año—, mi padre empezó a hablar de vivir con ella. Por entonces teníamos la casa del centro de la ciudad, la de toda la vida.
Cuando Luisa apareció allí con su maleta, pensé que aquello no podía estar pasando. Pero sí. Llegó y se instaló en nuestras vidas. Más tarde, al cabo de otro año, y pese a todos mis esfuerzos, mi padre anunció que se casaban y que nos íbamos a cambiar de casa porque era mucho más conveniente para Luisa.
—Y supongo que a ti no te importará demasiado —añadió.
Gruñí, sin saber qué responder. Tenía amigas, pero la ciudad no es tan grande como para no poder conservarlas si me lo proponía. Además, mi padre me aseguró que podía quedarme en mi instituto. Él se comprometía a llevarme todos los días si hacía falta. Y yo estaba tan enfadada que respondí que ni hablar… Prefería hacerme la ofendida y cambiar de centro.
Por eso conocí a Isma. Por eso, también, comencé a engordar.
—Llevo un año sin parar, intentando fastidiarlos. Y lo único que he conseguido es ponerme como una vaca, y empezar a tener problemas de salud.
Exceptuando a Isma y Germán, no tengo amigas ni amigos. Y respecto al tema novios, para qué voy a intentarlo; rien de rien, que dirían los franceses. Cero. Cero patatero. Evito fijarme en ninguno en concreto, porque, aunque me fije, ¿serviría de algo?... ¿Alguien con mi aspecto puede gustar? ¡Tal vez, pero el caso es que la mayoría murmura sobre mí y se ríe a mis espaldas!
Por si fuera poco, me siento fatal físicamente. Últimamente, me quedo sin aliento al correr, cada vez me cuesta más subir escaleras y el corazón me palpita de un modo muy extraño. Tanto, que estoy empezando a preocuparme. El médico del insti dice que tengo que bajar peso o tendré problemas serios en pocos años.
Me estremezco al recordar la cara que puso al decirlo, durante la última revisión.
—Esto es confidencial, Alaitz —me aseguró—. Estás a punto de traspasar la línea. No me preocupa tu figura, sino tu salud. Por eso ahora vamos a hacer un trato: si en un mes no has perdido algo de peso, hablaré con tu familia.
«¡Qué chungo!», pienso. «A ver si ahora con Germán y con Isma me pongo las pilas».
Tras dejar la falda dentro del armario, junto al resto de la ropa, agarro la caja de galletas y salgo de mi cuarto. Bajo las escaleras, atravieso el pasillo dejando a un lado el comedor y el salón. Por fin llego a la cocina. Ni siquiera me detengo. Abro el armario de la basura y tiro la caja. «Finito», decido. «Hasta aquí hemos llegado. Hoy empiezo a intentarlo».
18. Un largo verano
Germán e Isma dejan a Alaitz en casa. Ya es de noche. Su amiga los despide desde la puerta. Está bastante animada teniendo en cuenta la llorera que se ha pegado. Al final ha decidido que cederá al mercadillo sus prendas más grandes.
—¿Las más grandes? ¿Las que usas ahora?
—¡Sí y sí!
No ha habido manera de hacer que cambie de opinión:
—Así no podré arrepentirme… —dice con una sonrisa floja, pero sonrisa, al fin y al cabo, mientras se despide—. ¡No tendré más remedio que perder peso o ir a clase en ropa interior!
Ahora Germán e Isma caminan hacia casa. Germán va dando patadas a una piedra blanca que ha encontrado en la cuneta de grava gris. Hace una noche despejada pero fría. El cielo está lleno de estrellas, no hay luna. Solo las farolas iluminan la calle. Germán lanza la piedra para que Isma la patee. Con su proverbial falta de destreza, Isma deja que se le cuele entre los pies y debe retroceder varios pasos para recuperarla.
—¡Allá va! —grita.
Aunque la lanza con torpeza, Germán la alcanza. La envía lejos de un fuerte chute.
—¡Gol! —chilla Isma para hacerse el gracioso—. ¡Gooool!
Y Germán se parte. A veces parece que no lleve un año a Isma. Actúa como si fuera todavía más joven que él.
—¿Por qué te da tanto miedo enfrentarte al Rapado?
La pregunta llega de repente y paraliza a Isma. No sabe cómo responder. Puede contarle las veces que el Rapado le ha pegado, las humillaciones que ha sufrido y las carreras que ha tenido que dar para ponerse a salvo. Pero en el fondo sabe que Germán no le está preguntando acerca de eso. Ha visto la pintada. Cómo le amenazaba Antonio en el parque. De no estar con ellos, le habría atizado con el bate. No, Germán no se refiere a esas cosas al preguntar. E Isma lo intuye, porque son temas importantes, pero no tanto. En realidad, tiene otras razones más profundas para tener miedo. Traga saliva:
—Odio que me llame «mariquita» delante de los demás. Yo no soy un «mariquita».
—¿Qué eres?
Isma no sabe qué decir. ¿Qué es?... De repente le viene a la cabeza el verano de hace dos años; cuando fue al pueblo de su abuela, a pasar todo un mes entero. El mes que su madre tenía de vacaciones. Ella y la abuela dijeron que se lo podían permitir:
—Total, no saldrá mucho más caro que quedarnos en la ciudad; y, al menos, cambiaremos de aires.
En el pueblo Isma conoció a Ángel.
En un segundo la noche se llena con su imagen: rubio, alto, de ojos grandes y marrones. El chico más guapo que había visto en su vida. Era todo lo que él no era: esbelto, de movimientos fluidos, con brazos fuertes. La ropa le sentaba de maravilla.
Se enamoró de él. Perdidamente.
—¡Eh, Isma!, ¿qué te pasa? —dice Germán—. ¿Te has quedado mudo?
Isma lo mira con los ojos muy abiertos, casi sin verlo. Está cegado por tantos recuerdos, demasiados.
—¡Nada! —suspira.
Sin embargo, no es verdad. Lo ocurrido aquel verano hizo que se convirtiera en un conejo. Aunque pensaba que iba a dejar los temores en el pueblo de su abuela, no fue así. Le persiguieron hasta la ciudad, porque forman parte de él. No puede huir de ellos, los lleva dentro. Ahora están Antonio, el Rapado, y los Asesinos del instituto. Pero si no fueran ellos, serían otros. Lo sabe.
Intenta explicar a Germán que tiene miedo de sí mismo, de ser algo despreciable, un cobarde que huye. No es que tenga miedo porque es gay. Es otra cosa: es saber que no puede enfrentarse a los problemas. Y saber, en consecuencia, que estos se hacen cada vez más grandes, hasta que lo comen y no le dejan respirar, ni vivir.
Saberlo es terrible.
Germán le escucha sin decir palabra. Tiene las manos metidas en los bolsillos. Él también es muy alto. «Más que Ángel», piensa Isma, de repente. Y también es muy guapo. A la luz de las farolas de la calle, su perfil destaca suave y moreno, como cincelado en cobre.
—El miedo hizo que aprendiera a cocinar —reconoce Isma, acto seguido. No viene muy a cuento, pero le apetece decirlo—. Empecé hace dos veranos, en el pueblo de mi madre.
Recuerda que, a consecuencia de lo ocurrido, no salía y no quería preocupar a su madre y a su abuela con su actitud de rata asustada; así que decidió ayudar en la cocina. Fue una buena terapia. Recuperó la paz pelando patatas, lavando verdura, preparando sofritos y tortillas. Allí, en los fogones, no había peligro, nadie le atacaría.
—Después seguí cocinando —añade—. Es lo único que hace que me olvide de todo. Voy a ser un gran chef.
—Eso, seguro —ríe Germán—. Tus magdalenas son las mejores que he probado en toda mi vida.
Continúan hacia casa. «Ojalá el camino no acabara nunca», desea Isma. La calle está medio vacía. Es miércoles. Apenas se ven transeúntes. A ratos es como si la ciudad les perteneciera. A Germán y a él. Hecha para los dos.
—¿Tú eres gay?
Germán se para en seco y mira al otro durante un segundo. Luego echa a andar otra vez. Isma se daría de bofetadas. A ver, ¿se puede saber por qué su lengua tiene vida propia y pregunta sin que su voluntad intervenga para nada? ¿Se puede saber por qué?
—Lo siento —se apresura a disculparse—. No debí preguntar…
Germán se encoge de hombros, sacude la cabeza como quitando importancia al tema.
—No es nada —dice—. Solo que odio las etiquetas… ¿Eres gay o heterosexual, alto, bajo?… ¡Qué más da! ¡A mí me gustan las personas, no los rótulos!
Se va animando a medida que habla. Casi está gritando. Isma echa un vistazo a su alrededor, de manera instintiva. Luego se da cuenta de lo que está haciendo, y se avergüenza de sí mismo. ¿Y qué si los miran?... ¿Acaso no tienen derecho a hablar, a discutir sobre sexualidad?... ¡Estamos en el siglo xxi!
Aun así, no puede evitarlo:
—No chilles, Germán —aunque se muere de vergüenza por su cobardía, es incapaz de callar—. Que te entiendo sin que grites…
—¿Me entiendes? —ahora Germán suena un poco enfadado y eso sí que asusta a Isma. Ya ha vuelto a meter la pata—. ¿Entiendes que yo soy yo, tú eres tú, y eso es lo más importante? ¿Entiendes que nadie tiene derecho a machacarnos por lo que cree que somos o no somos? ¿O porque no le gustamos?
Eso deja a Isma con la boca abierta. ¿Qué puede responder? Sabe que Germán tiene razón, pero le aterra defender esas ideas…
No tardan en llegar a su destino. «Dentro de un minuto entraremos en el portal. Diez segundos más y estaremos subiendo por las escaleras», piensa Isma. «Y luego, cada uno a su casa».
—¿Te has enamorado alguna vez?
Ahora lo pregunta queriendo. Él le ha contado un montón de cosas. Aunque sabe que no tiene derecho a pedirle lo mismo, le da igual. Necesita información.
Germán suelta una carcajada, carente de alegría.
—¿Enamorarme?... ¡Claro, un par de veces! ¡Quién no!
«Por supuesto», reflexiona Isma. Germán tiene diecisiete años, uno más que él. «Ha tenido ese tiempo que me lleva para vivir un montón de cosas». Siente unos celos repentinos de quien le haya enamorado, de quien le haya robado horas de sueño.
—Bueno… —tantea—. ¿De un chico o… de una chica?
Germán vuelve a reír. Ahora con más naturalidad:
—No paras, ¿eh? —suelta, divertido—. Estás dispuesto a sacármelo.
Ahora es Isma quien se encoge de hombros, porque no sabe qué responder, salvo para decir que le interesa muchísimo todo lo que el otro cuente.
—Pues mira… —dice Germán—, antes de hablar de mis gustos, debo contarte otra cosa.
—¡Ah!, ¿sí?
—Sí. Debo decirte que lo primero de todo es que decidí no compararme con los demás y también decidí que lo mejor era sentirme bien en mis zapatos.
—¿Zapatos?
Isma está tan nervioso, que le mira los pies, como un tonto. Luego cae en lo que Germán quiere decir.
—¡Ah! ¿Estás hablando de estar contento contigo mismo? ¿De ser una persona segura?
—¿Segura? —mueve la cabeza, negando—. Todavía no lo soy, pero lo intento con todas mis fuerzas —vuelve a reír, esta vez con un cierto toque de amargura—. Aunque dicho así suena fatal. Suena como si intentara ser un creído.
—No opino que lo seas, para nada.
Entonces Germán extiende la mano y aprieta el hombro de Isma. Este siente un estremecimiento desde la punta del pelo hasta el final de la columna vertebral. «Cuidado, cuidado», advierte una voz en su interior. «Te estás enamorando y eso no es bueno para ti». Pero Isma aplasta la voz contra el suelo, la amordaza. No quiere oírla. No quiere ir con cuidado. Germán le gusta. Más que eso. Sí, cree que se ha enamorado de él. Desde Ángel no se permitía ilusionarse con nadie, ni fantasear. Pero ahora está Germán. Le ve todos los días. ¡Hablan!... Van juntos al instituto y, encima, parece comprenderle.
—Y no lo soy… —Germán está repentinamente serio—. Un creído, quiero decir. Al contrario…
Guarda silencio durante un instante en el que Isma lo mira: lo tiene delante, tan alto, tan atractivo, tan auténtico.
—En realidad, soy bastante asqueroso…
—¿Qué?
Isma se queda estupefacto. No esperaba esa palabra en la boca del otro, usada para describirse a sí mismo.
—No entiendo.
Germán toma aire y mira a Isma de frente. No le ha quitado la mano del hombro. Pero ahora, Isma no sabe por qué, ya no le produce calor, sino frío. Empieza a creer que lo que Germán va a decir no le gustará. Lo nota en su actitud, fría, a la defensiva.
—Escucha… —empieza Germán—, hace un tiempo tuve problemas en mi otro instituto. Formaba parte de una banda… Una banda que se parece a la que el Rapado tiene aquí… —continúa—. No tengo disculpa. Me dejé llevar por alguien como él. Nos metíamos sin cesar con la gente. Sobre todo con un chico de la clase: un chaval bajito, que tenía un problema en una pierna y cojeaba. Los demás le llamaban Correcaminos. Yo, también.
Isma no puede creérselo. ¿Germán portándose así?... «¡Imposible!», se dice. «Debe de ser todo una broma».
—¡No puedes decirlo en serio!
Pero Germán asiente.
—Me porté como un cerdo —asegura. Retira la mano, retrocede medio paso—. Solo me faltaba hacerle la ola a aquel estúpido que martirizaba a Correcaminos.
—¿Y qué pasó? —pregunta Isma con un hilo de voz, aunque no está seguro de querer saberlo.
Germán agacha la cabeza. Hunde las manos en los bolsillos.
—Que me lesioné jugando al fútbol —explica—. Ya ves, qué sencillo. Tuve que llevar muletas durante unas semanas. Ahí caí en la cuenta de lo cruel e idiota que estaba siendo. De repente, ya no podía correr. Incluso Correcaminos podía caminar más rápido que yo…
—¡Oh, vaya! —Isma no sabe qué decir.
Germán suelta una carcajada, amarga.
—Aguanté lo que pude hasta que me quitaron las muletas, acabé la rehabilitación y me dijeron que estaba curado de la lesión. Después salí huyendo.
—¿Huyendo?
—Sí. Yo también soy un cobarde —dice—. O lo fui la última vez. Se me metió en la cabeza que tenía que cambiar de instituto y empezar de cero en otro. Por eso me vine aquí.
Ahora Germán mira a Isma de frente. Sus hombros están tensos; su cara, rígida.
—Y aquí estoy. Dispuesto a no formar parte del grupo de los idiotas, descerebrados. Esta vez elegiré mejor mi frente de batalla —añade—. Y puestos a elegir… —vuelve a tocar el hombro de Isma—, te elijo a ti.
19. Regresión
Tras despedirse, Germán se queda mirando a su amigo hasta que le pierde de vista, escaleras arriba. Isma no gira la cabeza como otras veces. No le ofrece un último saludo ni una sonrisa; al contrario, su cuerpo está envarado, su cara aparece consternada. Se mueve como un autómata. Germán lo nota.
Con su confesión, acaba de demostrar que es una persona odiosa, ruin y malvada. Cuando entra en casa, saluda a doña Bernarda y ni siquiera se detiene a cenar. Pretexta tener dolor de barriga.
—Me acostaré —añade—. Y para mañana se me pasará.
Doña Bernarda se apura un poco, se ofrece a avisar al médico, a prepararle una manzanilla. Germán la convence de que no es nada. Aunque mentir le hace sentir mal, no hubiera podido aguantar el tipo durante la cena. Prefiere encerrarse en la habitación a pensar. Por fin ha confesado parte de su pasado a Isma. ¿Ha hecho bien?... No lo sabe. ¿Y si ahora le odia? Germán se muerde los labios. Sabe que, antes de su confesión, gustaba a Isma. Pero ¿qué pensará en adelante? ¿Se quedará sin él, sin Alaitz? ¿Sin amigos?... Sacude la cabeza, pesaroso. Suda, agobiado.
Su oscuro pasado regresa y los recuerdos le aplastan.
20. Correcaminos
–Ahí va ese pringado… —las juergas empiezan así. César, al que apodan Pinocho porque no hace más que soltar mentiras, les ordena que ataquen—. ¡Que el muy capullo sepa lo que es bueno! —chilla—. ¡A por él!
El elegido no tiene escapatoria. Le rodean.
—¡Para que te enteres de que no nos gusta tu careto! —escupe Pinocho. Puestos en círculo, lanzan al pringado de un lado a otro—. Llora, mierdecilla, llora, que nos gusta verte llorar.
El pringado de turno gime. A veces acaba hecho un mar de lágrimas. Ahí termina la cosa: con alguien humillado y Pinocho orgulloso. Un día más ha hecho justicia, librando al mundo de tarados.
César ríe con fuerza. Es un chico de dieciséis años, alto, con el pelo lleno de mechas rubias y mucho acné en la frente. Sus ojos redondos, agrisados, no pierden detalle a la hora de detectar debilidades. Sus manos, con el borde de las uñas siempre negros porque es alérgico al agua y al jabón, chocan con las manos de las del resto del grupo. Tiene un diente torcido y suele chasquear la lengua cuando se enfada. Y se enfada muchas veces, porque si no son los tarados, son los empollones o los demasiado altos o los que parecen asustados. César odia a todos, les pone motes en abundancia porque para él son basura, una mierda. Y todo el que le parece una mierda debe ser humillado.
Nadie le planta cara. Al contrario, cada vez son más los que le temen y se unen a su grupo. Eso le hace creer que es el mejor. Es dios. ¿Por qué no? ¡Todo el mundo le tiene miedo y le da la razón! ¡Hacen lo que ordena! Lo malo es que se le empieza a ir la pinza. Empieza a descontrolarse demasiado y a pasarse, hasta el punto de hacerse peligroso.
—¡Hoy vamos a hacer que alguien muerda el polvo!
Puede tocarle a cualquiera. A un gordo que pasa, a uno demasiado bajo o alguien que lleve brackets. Cuando a Pinocho se le cruza el cable, todo vale. Y hoy le toca a Correcaminos. El día ha amanecido espléndido, soleado. Hace bochorno. El grupo se aprieta bajo la sombra de un árbol intentando refrescarse. Lo único que consiguen es darse calor unos a otros. Sudan a mares. Y el que más suda es Pinocho. O eso cree él.
—¡Joder, colegas! —dice—. ¡Este sol no hay quien lo aguante!
Se seca el sudor de la frente, y cuando uno de la cuadrilla suelta un chiste, no le ve ninguna gracia. De hecho, se cabrea como un mono:
—¡A ver si nos callamos y dejamos de decir estupideces! —suelta.
Se quedan todos en silencio durante un rato, pero al cabo de unos minutos, como Pinocho se aburre, le da por decir que son unos muermos.
—¡Pero qué rollo! —chilla.
En ese momento Correcaminos aparece cojeando, tras doblar una esquina.
—¡Mira quién viene! —grita Pinocho contento por tener una distracción. Alguien que le haga olvidarse del maldito calor—. ¡Correcaminos, el caracol más rápido!
Se lanza sobre él en cuanto lo ve. Lo agarra de la camiseta y le hace caer. Correcaminos tiembla como una hoja. Sin embargo, ese día la fiesta no acaba ahí: Pinocho levanta un pie y le propina una pequeña patada en el trasero. Luego otra más fuerte y otra. Al final, le atiza en la tripa y también en la cabeza. Correcaminos lanza gritos que hacen reír a César.
—¡Oíd cómo cacarea la gallina! —chilla sin dejar de golpear.
Cuando se harta de dar golpes, le pone el zapato sobre la espalda y aprieta hasta que el otro se retuerce de dolor. Para entonces, Germán ya está horrorizado. Aquello no es una broma pesada, es una auténtica paliza. Le entran ganas de echar a correr para perder la escena de vista y olvidarla. Confuso, abre y cierra las manos, sin saber qué hacer. Otro muchacho del grupo le lanza una mirada nerviosa; por lo que se ve, tampoco está de acuerdo con el nuevo juego.
—¡Venga, vamos! —grita, por fin, Pinocho—. ¡Somos gente ocupada y no tenemos tiempo para entretenernos con este tarado!
Germán vacila durante un momento, y cuando ve que Correcaminos se pone penosamente en pie, sigue a los otros. Pero algo en la última mirada que le dirige la víctima le deja tocado. Intenta luchar contra esa sensación. «Lo malo es que a Pinocho le gusta torturar a la gente», se dice. Y lo malo es que él, Germán, no quiere ser torturado. Para ello tener a César, el Pinocho, por amigo es la clave.
«¿A costa de ser cobarde? ¿De ver cosas como estas?», reflexiona, asqueado de sí mismo.
Sí, Germán es cobarde. Tiene miedo. Porque si Correcaminos no es la víctima, lo será otro. Porque siempre habrá un pringado, un cojo, un marica al que amargar la existencia.
«Y yo no quiero ser el pringado. No quiero ser la víctima».
Germán es bisexual, no hace mucho que lo ha descubierto. Ha salido con varias chicas. Con algunas se ha besado y ha estado bien. Le gustó mucho tocar sus pechos redondos y pequeños; o grandes y blandos. Le excitaba. Después conoció a Maurizio. Trabaja en los billares del barrio. Es un italiano de dieciocho años que ha venido de Nápoles a pasar una temporada en España.
—A vivir la aventura antes de empezar a trabajar con mi padre —cuenta a Germán un día en que este sale al callejón trasero a ver si encuentra allí a Pinocho y los demás.
Suelen salir a fumar y se quedan hablando un rato entre partida y partida. Ese día no los ha visto dentro y sale para ver si están de palique en el callejón. Allí ve al italiano. Está cargando barriles vacíos de cerveza. Los apila ordenadamente para que el proveedor se los lleve. Empezar a hablar es lo más natural del mundo. Maurizio es simpático, ya han conversado antes. Es moreno, de ojos verdes y luce siempre una gran sonrisa. A Germán le cae simpático.
—¿Te ayudo?
Maurizio responde que sí, encantado. Apilan barriles durante un rato mientras el italiano habla de Nápoles, de lo diferente que es todo allí. Cuando acaban el trabajo, están sudando. Maurizio se levanta la camiseta para secarse la frente. Germán ve sus abdominales marcados.
—¿Tú no sudas?
Maurizio se baja la camiseta y se queda mirándolo fijamente, esperando una respuesta. Germán se encoge de hombros.
—Un poco.
—¡Sí que sudas! ¡A mares!
Le pasa una mano con naturalidad por la nuca efectivamente mojada. Con la otra le recorre el pecho y lo atrae hacia él. Germán siente su olor picante. Deja que le acaricie y nota, sobresaltado, que siente excitación. Maurizio es muy directo. Le mira a los ojos y, cuando ve que el otro no retrocede, le planta un beso en la boca. Es un beso rápido, apenas un piquito. Luego le pasa la mano por el vientre liso hasta el borde de los vaqueros.
—¡Estás empapado, Germán! —se ríe con esa boca grande que tiene. Es una risa agradable—. Necesitas una ducha.
Germán se estremece al notar esas manos en su piel. Al sentir el aliento de la risa de Maurizio junto a su boca. Pero, antes de que tenga tiempo de hacer o decir nada, el italiano le suelta y se aparta. No parece dar importancia alguna al asunto.
–Vamos, te invito a una Coca-Cola bien fría.
Germán le sigue adentro como hipnotizado. Bebe deprisa el refresco mientras Maurizio habla y habla de Nápoles y de que su padre es camionero. Trabajar con él será un auténtico coñazo, prefiere ser camarero en los billares. Cuando están acabando el vaso, llegan Pinocho y los otros.
–¡Hombre, pero si estás aquí! ¡Estábamos buscándote! —grita Pinocho. Parece enfadado, como de costumbre.
Maurizio suspira al verle. Luego guiña un ojo a Germán como si compartieran un secreto. Se levanta para atender a los recién llegados:
—¿Alguien quiere beber algo? —pregunta—. ¿O solo vais a jugar una partida?
Durante días Germán no se quita a Maurizio de la cabeza. Su olor le persigue, también el recuerdo de sus manos sobre su cuerpo sudado. Cuando piensa en esas cosas, nota que se excita. Tanto como se excitaba con sus antiguas novias. Quizá más. La siguiente vez que habla con Maurizio, quedan para verse lejos del barrio. En esa cita Germán descubre que las chicas le gustan. También los chicos.
Por todo eso sabe que podría convertirse fácilmente en víctima de Pinocho. Y prefiere ser cobarde y seguir en la banda, metiéndose con los que son diferentes: gordos, bajos, demasiado delgados… ¿Se siente repugnante? ¡Sí! Y cobarde. El miedo le puede.
Entonces llega la semana anterior al partido.
Pinocho está de un humor pésimo. Sus padres le han castigado por abollar la moto. De nada sirve jurarles que él se la ha encontrado así, que no la ha abollado por conducir borracho. En casa le huelen el aliento y la consecuencia no se hace esperar: fuera moto. César está que trina mientras cuenta la aventura a sus compinches. Patea las piedras, echa espuma por la boca. Levanta el puño contra el cielo azul, porque sigue haciendo mucho calor. Tanto calor que Pinocho no lo aguanta. Por eso Correcaminos no puede haber elegido peor momento para aparecer. Ha salido tarde de clase y renquea camino de su casa.
—¡A por él! —chilla Pinocho, al verle—. ¡Que sepa lo que es bueno! ¡Vamos a limpiar a ese pringado, asqueroso, que está muy sucio!
Germán ve cómo César se acerca y comienza a zarandear al cojo. Zas. Y los libros que Correcaminos lleva salen volando. Zas, zas, zas. Y la mochila acaba pisoteada. César propina un tremendo empujón a su víctima, que pierde el equilibrio y cae al suelo. Esta vez Pinocho no se conforma con ponerle el zapato encima y darle una paliza. Además, le arrastra hasta un charco y le mete la cara en él. Luego le planta la deportiva sobre la cabeza.
—¡Límpiate la cara, Correcaminos! —chilla—. ¡Que la tienes muy sucia!
Correcaminos se retuerce, ahogándose en el barro. Manotea sin poder librarse de la presa de César. Tose, escupe barro, intentando respirar sin conseguirlo. Germán se queda pálido. Aquello no puede ser. Un par de miembros de la banda parece tan confundido como él. Cruza una mirada con ellos. Y se decide. Deja de pensar en sí mismo, en que tiene que protegerse. Deja de pensar en todo y solo actúa, asqueado por lo que ve. Da un paso adelante y empuja a Pinocho:
—¡A ver si miras qué haces, torpe de mierda! —le grita César, sin entender nada—. ¡O vas a acabar tú bebiéndote el charco!
Germán hace una mueca:
—Déjale en paz, tío —la voz casi se le atasca en la garganta.
Por un instante, César, Pinocho, observa incrédulo a Germán. Acto seguido, la rebelión hace que pierda interés en Correcaminos. Su atención se centra en Germán:
—¿Estás loco, pringado? —le pregunta.
Acaba de convertirlo en su siguiente víctima.
21. A solas, de noche
Tengo la cabeza a punto de estallar. Demasiada información. Mi disco duro está saturado, ya no tiene espacio para almacenar más datos. Eso es lo que pienso una y otra vez.
Cuando llego a casa, Claudia sale corriendo a recibirme. Tiene una sonrisa gozosa en la cara y se ríe como si verme fuera lo mejor que le ha pasado en la vida:
—¡Maelóoon! —chilla.
Se tira sobre mí, y aunque solo tiene once años, como está muy grande, me tambaleo bajo su peso. Luego finjo caerme. Acabamos los dos rodando por el pasillo. Claudia me babea para darme un beso. Sus ojos azul pálido, achinados, me miran fijamente.
—¡Toma, toma! —grita, repentinamente seria.
Trae una hoja donde ha pintado un cuadro. Me lo planta delante de la cara: ahí estamos Alaitz, Germán y yo, figuras hechas con cuatro palotes titubeantes.
—¡Quiero a Maelón! ¡Quiero a Maelón! —repite unas cuantas veces.
La abuela sonríe cuando nos ve tirados en medio del pasillo.
—¡Hijo, qué bien verte tan contento!
Me levanto, ayudo a Claudia a incorporarse y luego doy un gran abrazo a mi abuela.
—Yo siempre estoy contento, yaya —le miento.
Mi abuela menea la cabeza, dudando.
—¿Qué hay de cena? —intento desviar su atención.
Aunque es demasiado lista como para que la engañe, cede. Por una vez, lo deja correr. Suspira.
—Croquetas de bacalao.
En otro momento pegaría gritos de entusiasmo. Solo hay una persona en el mundo que mejore mis croquetas y es mi abuela. Las hace tan ricas que consigue que coma hasta reventar. Hoy, sin embargo, apenas las pruebo. Para disimular mi apatía, intento charlar. Que mi madre haya llamado ayuda; me lo cuenta mi abuela y nos da tema de conversación.
—Dice que luego te manda un whatsapp —explica—. Ha llamado pronto porque tenía buenas noticias. Le han hecho un nuevo contrato de más horas, así que cobrará más. Lo malo es que no podrá venir este fin de semana.
—¡Oh, vaya!
Lo siento mucho. Mi madre y yo nos llevamos bien. Me gusta cuando viene. Nunca presiona para que le cuente nada, pero siempre me hace entender que está ahí, para apoyarme, y que, si tengo un problema, puedo contar con ella.
Después de cenar y fregar los platos, me escurro hacia mi habitación.
—Tengo que estudiar —aseguro.
Es una disculpa. Estoy deseando quedarme a solas, cerrar la puerta y pensar en lo que Germán me ha contado. Estoy alucinando. Todavía no puedo creer que formara parte de una banda de matones.
—¡No es posible!
Una vez a solas en mi cuarto, un agobio tremendo me invade, ahogándome, y casi no puedo respirar. Tengo unas ganas terribles de llorar. Niego con la cabeza, soy incapaz de imaginarlo:
—¡No me lo puedo creer!
Tomo aire y trato de tranquilizarme para que los latidos de mi corazón se frenen. Intento pensar en otra cosa, hacer algo para no volverme loco de remate. Busco una revista de cocina y repaso las recetas. Salgo al balcón y contemplo la calle. Vuelvo a entrar y me paro a examinar las fotos que cuelgan del marco del espejo: mi madre, Claudia y yo en el pueblo. Me quedo mirando la foto, y aquel verano vuelve de golpe.
Ángel. Lo recuerdo tal y como lo he recordado cuando venía con Germán hacia casa, antes de que él me contara esas cosas horribles sobre su pasado.
Ángel. Lo conocí hace dos veranos, cuando fuimos al pueblo de la abuela. Tenía tres años más que yo, y sus diecisiete años me parecían el colmo de la madurez inalcanzable. Me enamoré. Durante todo el verano viví como en un sueño. Caminaba flotando en una nube, mientras procuraba presentir su presencia en las calles del pueblo. «Ahora doblaré la esquina y aparecerá montado en su Vespa», me decía. Me aprendí de memoria el ruido que hacía su moto. Era un sonido especial, diferente al de las demás motocicletas del pueblo.
Muchas tardes, a la hora de la siesta, mientras mi madre, Claudia y la abuela dormían en sus camas con la única preocupación de olvidarse del calor y las moscas, yo me sentaba en una silla, en el salón, y atisbaba la calle, tras las cortinas de la ventana. En cuanto oía el ruido de la Vespa, pegaba la cara para espiar por los agujeros de la persiana echada. Allí estaba.
Probablemente Ángel no sabía que yo existía. «¿Ismael?», diría si le preguntaran. «¿Quién es ese?». Yo era de los pequeños; y, además, torpe, feo, delgaducho y sin ninguna gracia. Invisible. Era totalmente invisible para él.
«Como ahora. Invisible. Eso es lo que soy», reflexiono en la oscuridad de mi habitación. Luego sigo el hilo de mis pensamientos. Porque, un día, ocurrió algo que hizo cambiar todo el verano.
Era primera hora de la tarde. Ni siquiera recuerdo bien qué hacía yo en la calle. Igual había ido a llevar un recado de mi abuela a una de sus amigas. O igual es que mi madre me había enviado a casa de la lechera para advertirle que nos sirviera dos litros de leche, en vez de solo uno. El pueblo de mi abuela es así: todavía venden leche recién ordeñada y la dejan en el portal de casa, dentro de botellas que hay que lavar bien y devolver al día siguiente.
—Tú eres Isma —me dijo el chico con el que me crucé junto al cementerio.
Era Urtzi, el nieto de una conocida de mi abuela. Vivían en la ciudad y estaban veraneando en el pueblo, como nosotros.
Respondí que sí y nos pusimos a charlar. Urtzi tenía dos años más que yo. Era moreno, grandote. Le había visto otras veces. Mi abuela decía que tenía aspecto de delincuente. Pero aquella tarde estuvo de lo más tranquilo. Me preguntó por el curso que estudiaba. Confesó que él estaba repitiendo.
—En casa no están nada contentos —se encogió de hombros y soltó una risita forzada.
Nos quedamos hablando durante un buen rato, de todo y de nada. Al día siguiente hui de casa a la hora de la siesta, escurriéndome por la puerta sin que ni mi madre ni mi abuela se dieran cuenta. Llegué al cementerio todo lo deprisa que pude. Al cabo de cinco minutos apareció Urtzi otra vez. Ese día también nos quedamos hablando un buen rato. Lo mismo hicimos al día siguiente, y al otro, y al otro.
—Espera, que tienes un mosquito en el pelo.
Y así fue como ocurrió. Acercó su mano a mi cabeza para apartar el bicho y después de hacerlo, la dejó allí. Me acarició la coronilla y luego deslizó los dedos por la sien hasta llegar a mi mejilla. Se me cortó la respiración. Juro que Urtzi no me atraía. Cada vez que me acercaba al cementerio iba con el alma en un puño, esperando, deseando, pero temiendo encontrarme con Ángel en su moto. Como era él quien me gustaba, sentía que, de algún modo, le traicionaba. Aun así, Urtzi me fascinaba de una manera confusa, rara, que me impulsaba a acudir cada tarde al cementerio. Así que, cuando me besó, casi, casi me lo esperaba. Y fue la cosa más suave del mundo. Juntó sus labios con los míos. Los de Urtzi, húmedos, expectantes y calientes, se posaron en los míos, secos y fríos. Al principio me quedé en blanco. Sus dedos se deslizaron por mi nuca, buscando mi espalda. Sentí su aliento junto a mi oreja y experimenté un cosquilleo. Luego su boca insistió sobre la mía, hasta que nuestras lenguas se juntaron. La de Urtzi sabía a chicle de menta. La saboreé excitado, interesado. Concentrado también en sus manos que acariciaban mi torso. «Si fuera Ángel», me dije. Pero no lo era y me entró la angustia. «¿Y si alguien nos ve?». Eso era lo que temía, que alguien nos viera, que me acusaran, se burlaran de mí.
La escena no duró más que un instante. Aun así, fueron unos segundos que lo cambiaron todo. Me aparté de golpe, en cuanto caí en la cuenta de lo que estaba haciendo: «traicionar a Ángel», pensé primero, tontamente. Además, empecé a sufrir pensando en que sí, que seguro que alguien nos había visto. Me quedé mirando a Urtzi, fijamente. Me devolvió la mirada. «¿Qué es lo que está mal?», parecía preguntar. Pero yo solo pude negar con la cabeza. Entonces Urtzi se llevó la mano a la boca, en un gesto de sobresalto, como si acabara de caer en la cuenta de que todo había sido un tremendo error. Salió corriendo, huyendo como alma que lleva el diablo.
«Dile que no se vaya», ordenó una voz, en mi interior.
Pero no fui lo suficientemente rápido. Para cuando pude hablar, no quedaba rastro de él. Su silueta veloz había desaparecido camino adelante, en la primera curva, tras la que se ocultaban las casas de la entrada al pueblo.
Regresé una y otra vez al cementerio. Cada tarde, a primera hora, me ponía en la puerta. Deseaba explicar a Urtzi que el error había sido mío, no suyo. Quería decirle que me gustaba otro. No mencionaría nombres, no haría falta. Sin embargo, quería pedirle que no se sintiera mal, quería rogarle que no contara nada de aquellos besos. Por el bien de los dos.
Esperaba mucho rato cada tarde; apenas protegido por la sombra del muro del cementerio, achicharrándome bajo el sol de agosto. Si pasaba alguien disimulaba, mirando hacia el fondo del camino como si estuviera esperando a un amigo. La gente saludaba, examinándome con curiosidad. ¿Qué hacía allí parado, en la verja del camposanto, aquel chico de ciudad, forastero en el pueblo?... Yo desviaba la mirada, queriendo ocultarme de todos; aunque por supuesto no lo conseguía. Tenía que conformarme con apretarme aún más contra el muro. Esperando. Siempre esperando a Urtzi.
Pero no regresó. Nunca volví a verle.
Al cabo de varios días, mi abuela mencionó, de pasada, que su familia había regresado a la ciudad; las vacaciones se les habían terminado. «A nosotros todavía nos quedan unos cuantos días», añadió satisfecha, porque a mi abuela, aparte de jugar a la brisca y beber una tacita de café, después de la comida, lo que más le gusta en el mundo es estar en su pueblo.
Por desgracia yo no sentía lo mismo. Estaba deseando marcharme lejos de allí, esfumarme, volver a la ciudad. Empecé a vivir temblando, temiendo, esperando que el hacha del verdugo cayera sobre mi cuello, para cortarlo, en cualquier momento. Estaba convencido de que Urtzi había contado a los cuatro vientos lo de nuestros besos. Seguro que a esas horas todo el mundo lo sabía. Ángel, también.
Comencé a comportarme como un asesino a punto de ser atrapado: vigilaba hasta las sombras. Cualquier ruido desacostumbrado me hacía sobresaltarme, cualquier risa, cualquier voz un poco más alta o cualquiera que pronunciara mi nombre, llamándome. Dejé de comer porque no me entraba. La comida se me quedaba pegada al fondo de la garganta. Estaba hecho polvo de miedo, vergüenza y culpa. Lo que habíamos hecho Urtzi y yo estaba mal, mal, mal… Tenía por fuerza que ser malo, ya que Urtzi había huido y no había vuelto a verle.
Aquel verano en el que descubrí que me gustaba un chico se transformó en una pesadilla. Tampoco volví a ver a Ángel. Encerrado en casa, perdí el bronceado que había adquirido junto al camposanto. Mi cara palideció y me quedé delgado hasta el punto que mi madre y mi abuela se preocuparon.
Ahora también se preocupan los días que tengo movida en el instituto. Aunque no les diga nada, ellas lo sospechan. Quizá intuyen que el Rapado y su banda me hacen la vida imposible. Los miedos que me traje del pueblo se han juntado con los que me provocan mis acosadores.
«Ingredientes para transformarme en un conejo cobarde, alguien que prefiere ser invisible», pienso.
Doy media vuelta en la cama. Me quedo boca arriba y a solas, en la oscuridad, reflexiono en lo que ha sido mi vida hasta ahora. En hace dos veranos: los besos, las caricias, el miedo, la culpa. En la actualidad: el acoso, el enamoramiento de Germán, las conversaciones con él, la sorpresa y la desilusión de saber que también él lleva dentro un Rapado.
Eso duele.
22. Escayola
Por mucho que se esfuerce no consigue recordar bien el accidente del partido. Sabe que César está cerca cuando ocurre, y que él y otro del grupo le hacen un placaje. Acaba en la enfermería, con el tobillo roto.
—¡Uy, qué pena, otro cojo, pringado! —comenta irónico Pinocho cuando Germán reaparece al cabo de unos días, con la escayola y las muletas.
Le rodean enseguida, le empujan. César se le aproxima. Un puñetazo en la cara. Pum. Germán cae al suelo. Una patada y las muletas salen despedidas. Luego recibe golpes en la cara, en el vientre. Cuando se pone boca abajo para protegerse, los golpes llueven en la espalda y la cabeza. Acaba con un ojo hinchado, un montón de morados. Nadie le defiende. No quieren convertirse en víctima, tienen miedo.
—¡Mira, ahí está ese cojo, otra vez! —chilla Pinocho cada vez que Germán aparece en el instituto.
Le esperan a la entrada, también a la salida. Cada día lo mismo. Chistes a su costa, empujones; y, luego, una paliza.
—¡Dadle más fuerte! —se desgañita Pinocho—. ¡Más!
Durante varias semanas hacen a Germán la vida imposible. ¿Por qué aguanta sin quejarse?... Porque, en el fondo, cree que se lo merece. Solo está recibiendo un poco de la medicina que han recibido las demás víctimas. Además, está aprendiendo muchas cosas. Con cada golpe, cada insulto y cada humillación está sintiendo menos miedo y más rabia. Está descubriendo que odia las etiquetas, esas que te amargan la existencia y hacen que te marginen y martiricen: «el cojo», «el pringado», «el gay»…
Etiquetas. Ni para él ni para los demás. Nunca más.
No le gustan.
Lo que sí empieza a gustarle es realizar cosas que le hagan sentir bien consigo mismo. Estar a gusto en su propia piel. Se da cuenta de que en la banda de Pinocho había perdido algo importante: la dignidad. El miedo hacía que se plegara, que participara en movidas que, en realidad, le asqueaban. Ahora también siente miedo a veces, sobre todo cuando los ve aparecer, al doblar cojeando una esquina. Los ve echársele encima como una manada de lobos. Entonces siente que la piel se le eriza anticipando el dolor de las burlas, de los topetazos, del desprecio. Pero en medio de la trifulca, de los gritos, también siente que su dignidad permanece intacta.
Aunque los golpes le duelen, en cierto modo siente que la falta de dignidad que antes sufría le dolía aún más.
23. El mundo de Alaitz
Un kilómetro, dos… Sudo frente a la ventana abierta. Tres, cuatro… He rescatado una bici elíptica del gimnasio que tienen mi padre y mi madrastra en este mismo piso y ahora hago una hora de ejercicio cada tarde. Además, algunas mañanas, Isma, Germán y yo quedamos y corremos (o algo así) un rato, antes de ir al instituto. Yo más bien me dedico a hacer «algo así», lo mismo que Isma. El que más corre es Germán, que también es el que menos lo necesita.
—Seis, siete…
He bajado algo de peso estos últimos días. Todavía no me entra la falda negra, pero estoy más cerca. Me siento bastante orgullosa. Además, el ambiente en casa ha mejorado. Aunque todavía no he pedido disculpas a mi madrastra por el desastre de sus blusas, estoy pensando muy seriamente en hacerlo.
—¡Hola, Alaitz!
Casi me caigo de la elíptica cuando veo a Luisa en la puerta de mi habitación. No entra, se queda en el umbral, pero parece decidida a hablar conmigo.
—¿Qué pasa? —pregunto, secamente.
Bueno, tampoco es que yo la invite a entrar, precisamente. A pesar de que, de momento, he depuesto las armas y ya no soy tan borde a la hora de la cena, no quiero que piense que todo el monte es orégano.
Luisa se apoya en la puerta. De repente, noto enfado en su cara.
—Tengo dos cosas que decirte —empieza—. Una buena y otra mala.
Intento fingir indiferencia, pero me he quedado rígida. Tengo la sospecha de cuál es la cosa mala: me vienen a la cabeza los objetos que «tomé prestados» de su tocador. No obstante, me hago la desentendida.
—¡Ah!, ¿sí?
Luisa pone cara de pocos amigos.
—No te pases, Alaitz. Mi paciencia tiene un límite —replica—. Así que voy a empezar por hablar de la cosa buena —hace una pausa—. Tengo que felicitarte porque últimamente te estás esforzando mucho. Haces ejercicio y estás comiendo mejor. Eso nos gusta a tu padre y a mí. Vemos que vas por buen camino.
Aprieto los mandos de la elíptica hasta que las manos se me ponen blancas de rabia. «A tu padre y a mí», dice. ¡Pues vaya!... Ahora resulta que esto va de equipos. Yo, frente a ellos.
—No interpretes mal las cosas… —continúa, sin darme tregua—. No es que hablemos de ti a tus espaldas, es que estamos preocupados.
Suelto un resoplido de incredulidad, pero ella no añade más. Parece asumir que no esté de acuerdo con ciertas cosas. «Y hace bien», pienso. «Porque no lo estoy».
—Luego está eso otro que quería comentarte…
Menciona los fulares, el cinturón, los guantes de encaje. Y ahí aflojo las manos y me quedo pálida. Touché. Me ha pillado. Luisa parece muy enfadada. En ese instante me arrepiento de no haber reaccionado mejor a su «buena noticia», porque si hubiera reaccionado mejor, igual la habría amansado un poco. «Y es que está enfadada de verdad», observo. «Furiosísima».
—No consigo entender cómo has podido hacerlo —dice, con voz fría y controlada, a pesar de que se la ve que está que trina—. ¿Te parecería bien que yo entrara en tu habitación y me llevara tus cosas sin permiso?
—No —respondo, con un hilo de voz.
Por una vez en la vida, tengo que reconocer que me he pasado. Muchos pueblos.
—Metí la pata —admito—. No volveré a quitarte nada.
Tengo que tragar bilis para conseguir murmurar esas palabras. Durante un instante, se queda desconcertada. Igual esperaba gritos y una escena de negación de sus acusaciones.
—Bueno, ejem… —carraspea, desarmada—. Pues eso. No quiero que se repita.
—Hecho —le aseguro.
No añado palabra y sigo dándole a la elíptica. Estoy poniéndome más roja que una amapola y no es por el esfuerzo. Es por el sofocón de haber sido descubierta y tener que pedir disculpas. C’est la vie.
—Entonces, ¿puedo considerar que el asunto está zanjado? —pregunta.
—¡Que sí! —esta vez, la impaciencia se refleja en mi voz.
Veo que Luisa se pone rígida y se apresta a contraatacar. Pero entonces, no sé bien por qué, parece pensárselo:
—Mira, no voy a enfadarme por muchas ganas que tenga —dice. Hace un esfuerzo por conservar la calma—. Es más, voy a intentar ayudarte.
Eso sí que me deja atónita. Ella continúa:
—Ha llegado un e-mail del instituto. Nos informa del mercadillo de la semana que viene y dice que formas equipo con tus amigos, Isma y Germán. Esos chicos me caen bien.
—¡Ah!
Eso es verdad, tengo que reconocerlo. Siempre los ha tratado de maravilla. Cuando vienen, procura que tengamos una buena merienda y el verano pasado nos dejó la piscina a Isma y a mí, sin ningún tipo de problema.
—Como supongo que las cosas que me has quitado piensas usarlas para venderlas en el mercadillo, he decidido colaborar y no organizar un lío. Quédate con ellas y voy a donarte unas cuantas más.
Sale al pasillo, la veo inclinarse junto a la puerta y regresa trayendo una caja que rebosa prendas y bisutería.
—Es ropa que hace tiempo que no me pongo —explica—. Llévala al mercadillo. Es para ti.
Me quedo de piedra.
—Yo-yo… —empiezo.
Dejo de pedalear. De repente, me siento como una auténtica ladrona, despreciable, por haberle quitado las cosas sin permiso. Resulta que, por una vez, es generosa conmigo y mis proyectos. Estoy muy sorprendida y, para qué voy a negarlo, bastante abochornada por mi comportamiento.
—No debí llevarme esas cosas sin consultarte —le aseguro hablando de un tirón para no tartamudear—. Lo siento.
Mi madrastra asiente, sin decir palabra. Luego hace un gesto con la mano, el mismo que se hace para limpiar una pizarra.
—Esto es una oferta de paz —dice—. ¿Hacemos borrón y cuenta nueva?
Solo puedo asentir con la cabeza, avergonzada. Ella da media vuelta, dejando la caja frente a mí.
—También siento lo de tus blusas nuevas… Jamás volveré a teñirte nada.
Lo murmuro en voz baja, pero tiene el oído muy fino. Se vuelve en el último momento. Sonríe con un poco de amargura.
—Borrón y cuenta nueva —repite—. Solo pido eso.
Cierra la puerta a sus espaldas.
¡Guauuuu! En cuanto se va, me bajo de la elíptica y corro hacia el móvil. Escribo un whatsapp a Isma y a Germán: Luisa acba de regalrnos n mntón de csas para l mercdill!!!! c c c… c c c…
La respuesta de mis amigos llega al segundo siguiente:
Q Luisa?????, pregunta Isma, sin dar crédito a lo que ha leído.
T mdrastr?????, pregunta Germán más incrédulo todavía.
S, s, s, síiiiii c c c… c c c… c c c…, respondo yo.
24. Hablar para no ser cómplice
El regreso de Antonio, el Rapado, a clase es de todo menos normal. Aparece el lunes de la semana siguiente aparentando indiferencia, como si nada de lo ocurrido tuviera la menor importancia. Aunque el Jefe de Estudios que llega tras él parece tener claro que el Rapado no se libra de esta con facilidad.
—Bueno, bueno… —dice en cuanto todos los alumnos se sientan.
Isma está al fondo de la clase, junto a Alaitz. Observa un tanto encogido el devenir de los acontecimientos. No las tiene todas consigo…
—Ya sabéis que Antonio ha permanecido expulsado durante dos semanas —anuncia el Jefe de Estudios—. Bueno, pues ahora viene la segunda parte.
De repente el Rapado parece haberse tragado una botella de vinagre. Mira amargado hacia delante, negándose a darse por enterado. Pero el Jefe de Estudios no cede:
—La expulsión ha sido un escarmiento para él, pero no acaba aquí. Le hemos explicado claramente qué hizo mal y también que no admitiremos bajo ningún concepto que se meta con otros alumnos, los insulte o humille —continúa—. Ahora os pedimos vuestra colaboración.
Los alumnos observan con sorpresa al Jefe de Estudios. No entienden adónde quiere llegar.
—Pues está muy claro —explica él—. Os pedimos que vigiléis, ni más ni menos.
Vigilar. Repite la palabra varias veces. Vigilar: se trata de que todos se unan para convertir al acosador en acosado.
—Tal vez acosado no sea la palabra más afortunada del mundo para explicar lo que queremos que hagáis… —añade—. Pero, en realidad, es muy sencillo: vais a observarlos a él y a sus amigos —recorre la clase con la vista—. Y vais a denunciar de inmediato cualquier comportamiento inadecuado…
No parece estar gastando una broma. Habla muy en serio. Isma siente que se relaja y una sonrisa se extiende por su cara cuando cae en la cuenta de lo que significan esas palabras. Alaitz suelta una risita gozosa. Isma va más lejos. Está a punto de dar saltos de alegría en la silla. Ahora se siente amparado por el grupo. La gente a su alrededor asiente. La mayoría parece contenta y aliviada de una carga. Se ve que algunos estaban ya hartos del Rapado y van a aprovechar las nuevas circunstancias.
—Muy bien… —acaba el Jefe de Estudios—, pues el que vea algo me lo dice directamente, o lo cuenta a los demás, o a alguno de los otros profesores. Para eso valemos igual todos. No os cortéis, al contrario. Porque el que se calle cargará con las consecuencias. No vamos a consentir que nadie permanezca mudo ante ciertos comportamientos inaceptables. El que calla es cómplice.
La situación es evidente para todos. Se trata de denunciar, de no hacerse el ciego ni el sordo. Se trata de no consentir ningún abuso. Se puede decir más alto, pero no más claro.
Alaitz empieza a aplaudir. Isma la sigue entusiasmado y, en tres segundos, prácticamente toda la clase los imita. Aplauden a rabiar. Solo permanecen quietos Antonio y algunos de sus secuaces más feroces. Pero tienen la cabeza agachada, miran al suelo.
Y eso es bueno. A Isma le encanta.
25. Sin etiquetas
Aguanta hasta que la rehabilitación concluye. Después vuelve a casa y tira las muletas. También habla con sus padres, porque el curso está acabando.
—Me gustaría cambiar de centro para el año que viene.
Al principio no entienden nada. Bueno, el padre no entiende nada. La madre no parece tan sorprendida. Sospechaba, al ver que a veces llegaba con un ojo morado («Un tropezón tonto contra una puerta abierta», explicaba Germán), con la ropa manchada, rota, cuando le empujaban y caía («Un resbalón en la calle, es que hoy ha llovido», decía). Pero la madre no se lo tragaba: adivinaba que su hijo lo estaba pasando mal.
Una vez que les cuenta todo, no ponen demasiados impedimentos.
—Igual te sienta bien alejarte de esto una temporada —consienten.
Y por eso Germán está aquí. Porque no le gustan las etiquetas: El cojo. Correcaminos. El pringado. El gay.
Quiere empezar a sentirse bien consigo mismo.
26. Lucha
Estar a dieta es un asco y una de las peores cosas que me ha tocado hacer en mi vida. Casi, casi es como si me hubieran amputado una parte del cuerpo: un dedo de una mano, un trozo de oreja. Así me siento cuando echo de menos las comidas que antes tomaba. A las que ahora no puedo ni acercarme.
Dulce y salado. No hago más que recordar el sabor de los donuts, que se deshacen en la boca, los granos de azúcar contra la lengua. El cras-cras de las patatas fritas de bolsa explotando en mi boca. El consuelo que me daba un bocadillo de chorizo bien untado con mantequilla. Y no. Resulta que ahora no puedo comer nada de eso.
—¡A ver cuándo inventan el chocolate que no engorde! —protesto—. ¡O los bocatas que adelgacen!
Es una lucha constante.
—Prefiero mil veces hacer una hora de elíptica que dejar de comer —me digo, casi con lágrimas en los ojos.
Y es que he descubierto que cuando se trata de no hacer, es mucho peor que, cuando se trata de sí hacer.
—¿Por qué me cuesta tanto no comer, eh?... Si en teoría solo consiste en mantener la boca cerrada.
Pues me cuesta. Muchísimo. Tanto que a veces no puedo aguantar más y me doy un paseo por la cocina, busco una cucharilla de café, la chupo y luego la meto dentro del azucarero. Lamo el azúcar adherido. Gloria bendita. Aunque luego me siento superculpable… Porque sé que al día siguiente, cuando me suba a la báscula, esta reflejará sin piedad todo lo comido a escondidas.
¿Cómo es posible que cien gramos de bombones te engorden un kilo? ¿Alguien puede explicarlo?
El médico no se ríe cuando me subo a la báscula y ve que la cosa no progresa como él esperaba. Cuando le dije que quería bajar peso, me puso una dieta especial y optó por controlarme:
—¡Ay, Alaitz, Alaitz! —protesta—. Solo has perdido cuatrocientos gramos y deberías haber perdido alrededor de un kilo.
Me pongo roja, resoplo:
—Es la máquina —le digo, señalando la báscula—. ¡Ese trasto me tiene manía!
Pero mi chiste no le hace gracia.
—A ver si esta semana te lo tomas más en serio: el ejercicio es importantísimo. Pero lo que comes, también.
¿Que si estoy adelgazando? Sí…, pero muy poco a poco. ¡Demasiado poco a poco!
27. Mercadillo vintage
Lo más de lo más. En eso Alaitz tiene razón, y sus whatsapps nos lo han ido anunciando durante toda la mañana. El primero nos pone bastante nerviosos y hace que empecemos a temer problemas:
Llgo tard!!!! Perdn!!!!! ccc
Nuestros temores se disipan en cuanto añade que viene cargada hasta los topes porque algunos amigos de Luisa se han sumado a nuestra iniciativa en el último momento, y quieren proporcionarnos más material.
Sn supr GUAYS!!!
Con esta frase inicia el segundo mensaje (un mensaje larguíiiiisimoooo), que explica que esos amigos son la bomba: pq hn traid d todo!! Y todo prcioso.
Germán se carcajea al leerlo.
—A ver si resulta que Alaitz se vuelve forofa de Luisa y sus conocidos —suelta, retorciéndose de risa.
Otra vez nos hemos acercado. Ya no hay mal rollo entre nosotros. Eso que no fue fácil. Después de escuchar su confesión sobre cómo era en el instituto, tuve muchas dudas. ¿Y si un día se volvía tan cruel e irracional como el Rapado? Cuando este volvió a clase tras su expulsión, y el Jefe de Estudios nos ordenó vigilarle, dudé sobre si contárselo a Germán o no. ¿Lo entendería? ¿Entendería la estrategia de los profesores para controlar al acosador? ¿Hacerle acoso, vigilándole?
—¡Me parece una idea fenomenal! —gritó, lleno de entusiasmo cuando, tras pensarlo mucho, se lo dije—. ¡Ojalá se me hubiera ocurrido proponerlo en mi antiguo instituto!
Parecía sinceramente entusiasmado y suspiré aliviado. Me observó con suspicacia:
—¿Creías que no iba a gustarme la idea?
Me encogí de hombros. No quería discutir. Me conformaba con sentir alivio y comprobar que Germán no había cambiado. Entonces se acercó hasta poner su frente contra la mía, tocándonos. Aquello sí que hizo que se me licuara el estómago. En mi vida habíamos estado tan cerca. Notaba su aliento. Sentir su piel cálida junto a la mía me hizo temblar. Exhalé despacio, suspirando.
—¿Creías que todos estos días había estado haciendo comedia y, en el fondo, soy igualito al Rapado?
—Bueno, yo…
No me dejó terminar la frase.
—Isma, soy yo. Germán, el de siempre.
Eso ocurrió hace cuatro días. Cuatro días que he pasado en una nube. ¿Que si he soñado con Germán y su piel?... ¡Sí! He soñado con susurrarle al oído que me gusta. Ese es mi sueño. Y cuando me siento optimista, me digo: ¿por qué no? A veces la vida da sorpresas agradables. Y yo espero una de esas sorpresas... Que mi sueño se convierta en realidad.
Todo esto siento mientras Alaitz no cesa de enviar mensajes diciendo que viene con mucha más ropa. «Bueno, por lo menos material no va a faltarnos», nos decimos después. Así que empezamos a montar el puesto, primero en plan pequeño, y al rato, visto que Alaitz manda un nuevo whatsapp, y después otro, anunciando que le están llegando más cosas, decidimos que hay que juntar varias mesas.
El siguiente mensaje, sin embargo, me deja blanco del susto.
Rpado va camno dl instituto, dice. Lo recibimos cuando Germán y yo tenemos ya casi montado todo el chiringuito.
—¡Oh, no, por favor, no! —exclamo.
Al principio Germán no entiende nada porque el puesto es largo (al final hemos tenido que juntar cuatro mesas) y él está en un extremo y yo, en otro.
—¿Qué pasa?
—Es Alaitz otra vez. Ahora dice que Antonio viene para acá —frunzo el ceño, preocupado. Noto el conocido peso del miedo sobre el pecho, impidiéndome respirar—. ¡Qué poco ha durado la tranquilidad! —murmuro, tembloroso—. Seguro que eso solo significa problemas.
A partir de ahí, la mañana se complica. Alaitz tarda muchísimo en llegar. Cuando por fin aparece, vemos que tenemos tantas cosas, que no caben.
—¡No importa, traeré dos mesas más! —dice Germán.
Me pide que le acompañe y entramos en el edificio a buscarlas. Estoy en tensión por si el Rapado se presenta. Camino un tanto encogido, mirando a todos lados, como un ladrón que no desea que le atrapen. O como si el Rapado pudiera aparecer, de repente, para insultarme y pegarme.
—¿Tienes miedo? —me pregunta Germán.
¿Es verde la hierba? ¿Blancas, las nubes? ¿Azul, el mar?
¡Claro que tengo miedo!
—No —respondo.
Me mira con preocupación, porque estoy sudando y me muerdo los labios, nervioso. Sé que presento una imagen patética e intento controlarme. Me seco el sudor, enderezándome, y echo los hombros hacia atrás. Esta vez no permitiré que Antonio se meta conmigo. No lo permitiré.
Recogemos las mesas y las sacamos. Echo un rápido vistazo al patio. Del Rapado, de momento, no hay ni rastro.
—Esto hace un total de seis mesas —dice Alaitz.
—¡Estupendo! —Germán las junta todas—. Sugiero que Isma se encargue de las dos que están en medio. Tú y yo nos pondremos en los extremos, cada uno a cargo de otro par de ellas.
A mí me toca frente a los dibujos que han hecho Claudia y sus compañeros. Los han enmarcado con cartón y ponen una nota de color al lado de mis galletas, tartas y pasteles. Los hice anoche con ayuda de Germán, que es un pinche estupendo. A Alaitz le toca la parte de la derecha; y, aunque no tiene las cosas más atractivas, asiente sin discutir. Eso me hace sospechar: están protegiéndome una vez más. Se me hace un nudo en la garganta. Tengo los mejores amigos del mundo.
Durante la primera media hora no ocurre nada destacable. Algunos clientes se acercan, examinan nuestras cosas y hacemos las primeras ventas. Vendo varios pasteles y también se llevan un par de pantalones y una chaqueta.
Luego todo se precipita.
—Ahí está… —murmura Alaitz, acercándose a mi lado.
Efectivamente, Antonio, el Rapado, está atravesando la verja del instituto. Llega con su andar característico, un tanto bamboleante. Camina con las manos en los bolsillos, mientras gira la cabeza a un lado y otro. Se está dejando crecer el pelo. Me doy cuenta ahora, cuando lo veo a lo lejos. «Es curioso», pienso. «Lo tengo todo el día, cerca de mí, en clase, y ni siquiera me había dado cuenta». Debe de ser porque me sigue asustando tanto, que ni lo miro. El caso es que sí. Desde detrás del puesto que ocupo, desde detrás de las dos mesas que se supone que he de controlar, observo que el Rapado tiene ya una considerable mata de pelo.
—Parece un mochuelo —murmuro.
—¿Cómo dices? —pregunta Germán, desde mi izquierda.
Sin darme cuenta, he hablado en voz alta.
—Digo que el Rapado está dejándose el pelo largo y que, ahora mismo, me recuerda a un pájaro.
—¿Al Pájaro Loco? —pregunta Alaitz, sin sonreír.
—¿A un buitre? —se interesa Germán, intentando hablar en tono de broma.
—No, a un mochuelo.
Antonio, ajeno a nuestra conversación, recorre los puestos poco a poco: a veces, toma alguna cosa de las mesas y la mira despacio antes de volver a dejarla. Actúa con naturalidad, pero observo que hay quien no le quita ojo. Un profesor se le acerca:
—¡Hola, Antonio! —saluda—. ¿Piensas comprar algo?
Antonio sonríe con cara de inocente.
—¡Quién sabe! —responde—. Primero tengo que verlo todo…
El profesor asiente, y lo deja marchar sin hacer más comentarios. Aunque al principio me ha parecido que venía solo, ahora observo con preocupación que no. Varios amigos están con él. No han entrado todos a la vez, pero de algún modo han conseguido juntarse, bien porque lo estaban esperando aquí dentro, o bien porque lo seguían de cerca.
—Venga, tío, pasa de todo —intenta animarme Germán—. No le hagas ni caso.
—Vale —respondo.
Me concentro en atender a la gente que se para ante mí. Les hablo como si tal cosa, como si el Rapado no estuviera a cincuenta metros, merodeando como un gánster en busca de venganza.
—¿Qué lleva la tarta de zanahoria? —pregunta una señora. Se para y observa los dulces que he preparado.
—Zanahoria, glaseado, coco… —enumero, sin pensarlo dos veces.
—Ponme una porción —pide.
—Y a mí otra de esa —exclama una chica que llega tras ella—. Es de chocolate, ¿verdad?
Explico que sí. Es de chocolate negro y mandarina.
—¡Pues tiene una pinta estupenda! —comenta un profesor que también está escuchando.
Pronto tengo tanta gente pidiéndome galletas, pasteles y porciones de tarta, que hasta me olvido del Rapado.
—¡Oye, abusón! —me gruñe Alaitz—. ¡Estás vendiendo mucho más que yo!
Me echo a reír. En este momento no me acuerdo de los empujones, de los insultos, de nada. Solo disfruto viendo a un montón de gente comiendo lo que yo he cocinado. Ellos también lo están disfrutando. Mastican, asienten con la cabeza, y siguen comiendo a dos carrillos.
Lo estoy pasando bomba.
—Mi felicidad sería total si el Rapado se esfumara en el aire —digo cuando hago una pausa.
El flujo de gente ante nuestro puesto ha disminuido durante unos segundos y puedo permitirme echar un vistazo a mi alrededor. Al principio no distingo a Antonio entre la multitud y, por un instante, me hago la ilusión de que se ha marchado. Pero no. Enseguida lo veo. Examina un montón de libros en un puesto que está a cuatro o cinco del nuestro.
—¡Como si a ese troglodita le importara la lectura! —alucina Alaitz al seguir mi mirada y localizar al Rapado.
—¿Sabe leer? —bromea Germán.
Sonrío sin demasiadas ganas, celebrando sus chistes.
—Lo dudo —respondo—. Está demasiado ocupado acosando a la gente.
Alaitz me guiña un ojo:
—No le dejes estropearnos la fiesta, Isma —susurra—. ¡Yo, desde luego, no pienso ponérselo fácil!
Así que se planta en jarras y empieza a vocear:
—¡Tengo la ropa más vintage del mundo! —grita, para animar a la gente a comprar.
El mercadillo está a rebosar. Los puestos ofrecen todo lo que se pueda imaginar: ropa, libros, manualidades, pinturas y hasta muebles. Alguien está vendiendo viejos CD y ha puesto la música a tope. El barullo es enorme: están todos los alumnos y algunos profesores. También se han animado a venir muchos padres y madres. Pero, sobre todo, han venido chicos y chicas, a montones. Parece mentira cuántos hay.
—Lo más de lo más —repite Alaitz, a voz en cuello—. ¡Acercaos y comprad!
—¡Qué de gente! —examino las cosas que tenemos a la venta, aunque sin perder de vista al Rapado, que se acerca con su andar chulesco. Finge que no nos mira, pero creo que, en realidad, no nos quita ojo.
—Olvídate de él —insiste Alaitz—. Que tenemos mucho que vender.
Me apresuro a ofrecer a un par de chicas la ropa de Alaitz, toda esa tan grande que, según ella, no volverá a necesitar. Las chicas la examinan y después empiezan a mirar los objetos de Luisa y sus amigos: un montón de prendas, algunas exquisitas. Luego me toca atender otra vez la venta de los dulces que preparamos ayer Germán y yo. No he contado a Alaitz ni a nadie su historia. Que la cuente él si quiere. Pero después de la conversación que tuvimos, soy más feliz de lo que nadie pueda creer. Mucho más. Ahora tengo esperanza, una cierta esperanza acerca de los sentimientos de Germán hacia mí. Igual son imaginaciones mías. Da igual, tengo derecho a saborearlas. Por eso me fastidia tanto que aparezca el Rapado, pretendiendo resquebrajar esta felicidad en la que vivo. ¡Por favor! ¿Es que no puede dejarme en paz? Todas estas emociones me recorren mientras Antonio se va acercando a nuestro puesto. Primero, miedo; después, exasperación; y ahora, enfado. «A ver, ¿por qué tengo que soportar esto, eh? ¿Por qué no puedo ser tan feliz como los demás?», me digo.
El Rapado no parece tener prisa. Para delante de cada puesto. Observo con satisfacción que muchos pasan de él. Fingen que no lo tienen delante; y, si pregunta algún precio, le responden con sequedad.
—La serpiente se acerca —murmuro a mis amigos.
—¡Pasa de él, Isma, por favor! —repite Alaitz.
—Eso —añade Germán—. No le hagas ni caso.
Entonces el Rapado se detiene ante mi puesto. Viene con otros dos, menos de los que esperaba, por fortuna. Está claro que ha perdido a muchos adeptos, ya que solo le acompañan esos dos secuaces. Caminan unos pasos detrás de él y ni siquiera se muestran demasiado seguros de sí mismos. Eso no arredra a Antonio, que se mete conmigo en cuanto me tiene a tiro:
—¡Hola, Ismaela! —dice en voz baja, para que los profesores no le oigan—. ¿Qué cuentas?
Sus amigos sonríen, inseguros. Uno de ellos se ha adelantado y, como no sabe qué hacer, se pone a examinar la tarta de zanahoria y glaseado de queso, esa que ha tenido tanto éxito. Agarro la tarta y lo aparto de un manotazo:
—Cuento que acabo de ver un capullo piando en mi dirección —respondo al Rapado, sin pensármelo dos veces.
—¿Cómo dices? —Antonio abre los ojos como platos. Creo que está tan sorprendido, que le he anulado la capacidad de reacción. Seguro que no se esperaba una respuesta así por mi parte—. ¿Cómo dices, marica de mierda? —repite con inquina.
Se pone rojo por la ira y echa las manos hacia adelante, con intención de agarrarme de la camiseta y propinarme un golpe. Es ahí cuando estalla el infierno porque no aguanto un segundo más.
Le estampo la tarta en medio de la cara.
28. Matar al diablo
Para hacer un buen glaseado de mantequilla, azúcar y queso, solo hay que batir estos ingredientes hasta que adquieran una consistencia cremosa. Eso es lo que hice yo anoche. Por eso, en menos de cinco segundos el Rapado está chorreando el dichoso glaseado. También le cuelgan trozos de zanahoria rallada por todo el cuerpo.
—¡Toma! —le grito tras estamparle la tarta en la cara—. ¡Y a ver si me dejas en paz de una vez!
Se ha quedado sin habla, y sus secuaces también. Lo bueno es que un montón de gente se acerca y me pregunta si estoy bien. Y eso es fenomenal. Sentirse protegido, quiero decir. Porque lo normal habría sido que todo el mundo se hubiera escandalizado. Lo normal sería que a estas horas me llevaran esposado al despacho del director. Y por una vez, no.
Estoy encantado.
—¡Muy bien hecho! —me susurra Germán. Está a mi lado y tiene una sonrisa de oreja a oreja que no trata de disimular.
A todo esto el Rapado resurge entre el glaseado con un conato de rebelión. Agarra una de las prendas regalo de Luisa y la usa para limpiarse la cara.
—¡Serás idiota! —le chilla Alaitz—. ¡Estas cosas me las ha regalado mi madrastra! ¡Ni se te ocurra tocarlas hasta que no te hayas quitado todo ese pringue!
Le atiza un empujón que casi lo envía por los aires. Alaitz ha adelgazado un poco estas últimas dos semanas, pero todavía tiene una envergadura considerable. Digamos que Antonio no es enemigo para ella.
La gente que se ha acercado empieza a reaccionar ante la escena. Algunos señalan a Antonio con enfado, pero en general lo que está provocando son risas:
—¡Ja, ja, ja! ¡Se lo tiene bien merecido!
—¡Vaya pinta, chaval, mejor ve a casa a lavarte!
Enseguida se da cuenta de que es objeto de chanza. Le basta con oír algunos de los comentarios para ponerse como la grana. Decide dar media vuelta y esfumarse con el rabo entre las piernas. Está tan avergonzado que ni siquiera se le ocurre dedicarme una última amenaza como es su costumbre. Tengo la impresión de que esta vez voy a perderle de vista durante una larga temporada.
No hay peor cosa para un matón que saber que ha hecho el ridículo y el público le abuchea.
29. Puerta de salida
Estamos los tres en casa de Alaitz: Germán se ha sentado a la mesa de la cocina, yo estoy a su lado y
Alaitz está junto a doña Luci, que nos sirve refrescos y una enorme bandeja de bocadillos. Llevan mayonesa, jamón, tomate y algunas cosas más que estoy intentando averiguar mientras como uno disfrutándolo enormemente.
—¡Qué ricos están, doña Luci! —digo a la cocinera.
Para nuestra sorpresa, Alaitz se acerca con una fuente llena de lechuga, tomate, pechuga de pollo y trozos de manzana.
—¡En fin! —suspira mirando con resignación los bocadillos—. El médico me ha puesto una dieta y tengo que cuidarme.
—Pues esa ensalada tiene una pinta estupenda —le digo pinchando un trozo de lechuga—. ¡Huuum, riquísima!
—¡Eh! —me dice, apartando la fuente—. ¡Ni se te ocurra comerte mi merienda!
Estallamos todos en carcajadas, doña Luci también. La cocinera ríe tanto que empiezan a rodarle lágrimas por las mejillas. Sale corriendo en busca de un pañuelo de papel, lo que hace que todavía riamos más.
Comemos durante un rato, mientras charlamos por los codos: el mercadillo, el Rapado, los beneficios que hemos obtenido y la parte que entregaremos al colegio de Claudia.
—Les va a venir de cine —digo—. Y lo que me toque después del reparto, también me vendrá bien a mí…
Alaitz se muestra de acuerdo. Luego, como haciéndose la despistada, me quita el bocadillo de la mano y le pega un mordisco. La mayonesa le chorrea por la barbilla.
—¡Ah, esto es el cielo! —dice con la boca llena.
Acto seguido, mira con resignación su ensalada y empieza a comerla, con cara de circunstancias.
—Te cuesta mucho hacer la dieta, ¿verdad? —pregunto estúpidamente, porque está claro que sí.
—Pues tú, ánimo —le dice Germán—. Porque cada vez se te ve mejor y se te nota un montón el esfuerzo que estás haciendo.
—¡Cierto! ¡Merece la pena! —trato de animarla.
Ella suspira y sigue comiendo la ensalada:
—¡Eso espero, porque esto es muyyy difícil!
Estamos en esas, hablando de todo lo sucedido, de las emociones del día y de la dieta de Alaitz, cuando entra Luisa:
—Bueno… —dice, con cierta timidez—, me alegra mucho ver que estáis disfrutando.
Le aseguramos que sí, que todo está estupendo.
—¿Y qué tal han ido las ventas en el mercadillo?
La pobre me da cierta pena, porque se la ve bastante incómoda, parada en el umbral de la puerta y casi sin atreverse a entrar. Entonces Alaitz hace algo que me parece fenomenal, pero que si me cuentan hace solo una semana, no me lo creo: señala una silla a su lado y la invita a sentarse.
—¿Por qué no tomas un refresco con nosotros? –pregunta.
La cara de Luisa se ilumina como si hubiera visto un amanecer, sin nubes.
—¿Yo?... ¡Por supuesto!
No tarda en sentarse a la mesa, se sirve un vaso de zumo de naranja y mira la ensalada de Alaitz.
—¿Me das un poco? —le pregunta—. Resulta que yo también tengo que cuidarme —añade—. ¡Dice el médico que tengo el colesterol por las nubes!
Y no sé por qué, pero eso hace que estallemos otra vez en carcajadas. Es que nos partimos.
«Es como un sueño», pienso. Germán, sentado a mi lado, ha posado una mano sobre mi pierna. Quizá lo ha hecho en un gesto de descuido, pero ahí está, tocándome otra vez. Me siento vivo, bien, como hacía mucho tiempo que no me sentía. En ese momento me doy cuenta de algo: es terrible, pero también fácil. El Rapado no va a cambiar. Si alguien cambia, tendré que ser yo. ¿Lo conseguiré? Al menos voy a intentarlo con todas mis fuerzas, decido. Me enfrentaré a él.
Por eso creo que no volverá a molestarme. No porque él no quiera, sino porque yo no le dejaré.
Porque esto es ser real. Es ser visible. ¡Y me encanta!