FILISTEOS

1

Isidro Padrón Afonso vuelve a leer la entrevista. El titular es una cita escogida para hacer daño: «CANARIAS SE PARECE CADA VEZ MÁS A SICILIA». La entradilla, las cosas como son, proporciona algo de información objetiva: « LOS SINDICATOS DENUNCIAN IRREGULARIDADES EN LA ADJUDICACIÓN DE CONCESIONES». Hasta ahí bien. Eso no le molesta tanto, que denuncien lo que quieran. Lo verdaderamente nocivo es el antetítulo, que menciona a la empresa: «ISLOCASA EN EL PUNTO DE MIRA». El resto del artículo no es más que una entrevista con un representante de un sindicato minoritario, que denuncia lo que él considera «prácticas mafiosas en la adjudicación de subcontratas de servicios por parte de la administración». Se mencionan concursos públicos amañados, concesiones fraccionadas para eludir la obligación de sacarlas a concurso, adjudicaciones a empresas pertenecientes al grupo que no están al corriente en los pagos a la Seguridad Social o defraudan a esta contabilizando el pago de las horas extras como dietas. Firma Juan Miguel Luján. La misma mierda de siempre. La entrevista es larga y nadie la leerá entera. La gente solo retendrá el titular (Canarias se parece a Sicilia) y, sobre todo, el antetítulo, que avisa de que Islocasa anda en el punto de mira.

La han colgado hace media hora, en Canarynews. A Padrón le telefoneó para decírselo Nieves, del departamento de comunicación. Ahora, después de leerla dos veces, se levanta del escritorio sin apagar el ordenador, dando un suspiro de aburrimiento. Se vuelve hacia el amplio ventanal. Desde allí puede contemplar el sinfín de embarcaciones de recreo atracadas en el Muelle Deportivo, cuyos mástiles siempre le recuerdan a La rendición de Breda. Más allá está el puerto, con sus grúas y sus grandes cargueros y plataformas petrolíferas atracados o fondeando sesteantes en las inmediaciones. Esta ciudad que se muere poco a poco necesita a tipos como él, emprendedores que den negocio, no sindicalistas jacobinos muertos de hambre y tribuletes harapientos que se creen paladines de la puta justicia social.

No es la primera vez, y no va a ser la última, que se encuentra con algo así. Canarynews será un periodicucho digital, pero tiene sus lectores y, en cualquier caso, como suele decirle Nieves, lo que está en la red, está en la red. Basta con que algún medio más importante se haga eco para que se arme la escandalera. Y si se arma la escandalera, si la gente comienza a despacharse a gusto en Internet y se sigue hablando del tema y algún redactor lo saca en la tele, faltará un cuarto de hora para que algún fiscal o juez ambicioso comience a meter el dedajo. Y eso puede joderles la contrata que está a punto de convocarse. Ya todo está casi a punto. En un par de semanas, arreglarán con Sánchez Blay y él les dirá qué oferta tienen que hacer en el concurso de adjudicación. Pero si hay ruido en el canal, Sánchez Blay, ya bastante significado, con toda la oposición y la mitad de su propio partido mordiéndole el culo, preferirá hacerse el sueco. Al fin y al cabo, él no los necesita tanto. Siempre habrá alguien dispuesto a hacer ese negocio en lugar de ellos. Garcisán, por ejemplo, cuyo dinero tiene exactamente el mismo color que el suyo.

Así que es mejor cortar de raíz, atajar la cosa mientras sea de este tamaño, no andan los tiempos para boberías. Hace un rápido cálculo mental y decide que tendrá que intentar amarrarlo todo durante la mañana o, como tarde, a mediodía, porque a las cinco habrá visita.

Maquinalmente, se alisa la corbata mientras intenta recordar el nombre de la dueña de Canarynews. Luego alza la mano hasta el rostro de afeitado perfecto y se rasca el pómulo bronceado y flácido, observando su propio reflejo en el ventanal. Es el reflejo de un cincuentón de mediana estatura. Nada espectacular: un casquete de cabellos canosos sobre un cráneo redondo algo pequeño para el tamaño del torso ancho, recubierto por la capa adiposa que el sedentarismo y la buena mesa le han proporcionado. Pero ese cincuentón rechoncho lleva un traje de trescientos euros, un reloj de mil doscientos y una alianza de vaya usted a saber cuánto; y ese reloj, ese traje y ese anillo han sido comprados gracias a muchos años de esfuerzo y riesgos, así que no va a dejar que un periodista hijo de una tal por cual venga a intentar joderle le vida.

Vidanes. Eso es: Toñi Vidanes. Así se llama la tía de Canarynews.

Busca su nombre en el móvil y llama a su teléfono personal.

Hombre, Isidro, ¿cómo estás? —dice Toñi Vidanes después de dejarlo sonar unas cuantas veces.

Padrón Afonso procura aparentar normalidad. Esas cosas se hacen mejor de buenas maneras.

—Bien, mi niña, muy bien. ¿Y tú, cómo lo llevas, reina?

Aquí estamos, en la lucha. Con la que está cayendo, seguimos en la brega, que no es poco.

La muy cabrona tiene muy claro el motivo de la llamada, pero no será ella quien saque el tema. Esperará a que lo haga Isidro, así que él decide comenzar echando las nasas.

—¿Estás apurada?

Un poco, la verdad. Supongo que como todo el mundo, pero cada palo aguanta su vela. La mía es que tengo muchos acreedores y pocos pagadores. Aquí, entre nosotros, le debo ya a mi gente dos nóminas.

—¿Y por qué no lo dices, mujer? No sabía que la cosa estaba tan jodida. Mira, yo te llamaba precisamente para comentarte que queríamos montar una campaña con lo de Islatropic. Queremos fomentar el turismo interior, captar clientes nacionales. Y había pensado que el periódico tuyo sería un buen medio para empezar con la campaña. ¿Cómo lo ves?

Hombre, estaría fantástico.

Ahí está. Por un lado, es cierto que la cadena de hoteles que Isidro tiene por todo el Archipiélago está interesada en ese perfil de cliente. Pero, si no hubiera sido por lo de la entrevista, a Isidro jamás se le habría ocurrido contar con un digitalucho como Canarynews para comenzar la campaña.

—Pues perfecto. Dentro de un rato aviso a los de publicidad y marketing para que llamen a tu comercial y lo vayan cerrando. Por supuesto, si necesitas que adelantemos algo, no tienes más que decirme cuánto. Así te das un respirillo, mujer.

No sabes cómo te lo agradezco, Isidro.

—Nada que agradecer, mi niña. Ya sabes cómo va esto: hoy por ti, mañana por mí.

Hay un silencio e Isidro Padrón lo aprovecha para volver a sentarse ante el ordenador y mirar la pantalla que muestra la entrevista de Juan Miguel Luján. Sabe que, al otro lado de la línea, en su oficina, Toñi Vidanes está haciendo exactamente lo mismo. Luego la oye decir:

Pues perfecto. Podríamos vernos para comer y tratar los detalles. Así te veo el hocico, que hace tiempo que no coincidimos.

—Cojonudo —dice Padrón—. ¿Te viene bien en La Marinera, sobre las dos?

A las dos. Muy bien.

—Pues venga. Así me da tiempo de leerme a fondo el Canarynews, que hoy solo he podido echarle un vistazo por encima —añade con una carcajada de complicidad antes de despedirse.

Comprueba que el teléfono ha quedado bien colgado y masculla en voz alta:

—Hija de la gran puta. Me vas a decir a mí de qué color es la cabra, si tengo los pelos de la cabra en la mano...

No ha acabado de decirlo cuando su móvil comienza a vibrar. Es Marcos Perera, su socio.

—¿Cómo estás, querido?

Por aquí me ando —dice Perera, pronunciando la frase muy rápidamente, para enfatizar el calambur—. Oye, te llamo porque me llamó ahora El-que-te-dije. —Así es como se refieren a Sánchez Blay, sobre todo por teléfono—. ¿Viste lo del Canarynews ese de los cojones?

—Sí.

Nos la hizo bonita la Vidanes, coño. Nos salió rana. El-que-te-dije está acojonado y habla de echarse para atrás.

—¿Para atrás? Ni para coger impulso. Tú dile a El-que-te-dije que se esté tranquilo. Yo ya estoy en el tema. De aquí a diez minutos ya no va a haber de qué preocuparse.

—¿Tan fácil? No lo creo yo...

—¿Qué te juegas? ¿Una cena en El Zarcillo?

Venga, se dijo. Te doy diez minutos; no, media hora.

—Vale, pero con diez minutos me sobra: hoy voy a comer con Toñi.

Marcos Perera soltó una carcajada satisfecha.

Coño, Isidro, eres el demonio.

—Bueno, te dejo, que hay faena por delante.

Oye, una cosa —lo retiene Perera—. Esta semana tenemos visita, ¿no?

—Esta tarde. A las cinco. Para tomar las medidas de las cortinas. Me las traerán en el plazo habitual. ¿Te quieres venir?

No, qué carajo, tú sabes que, cuanto más lejos, mejor. Era solo por saber y hacer mis cálculos.

—Quédate tranquilo, que ya te digo yo los números mañana.

Perfecto. Cuídese, cristiano, y vaya por la sombrita.

Padrón deja el teléfono sobre el tapete con una sonrisa. Perera es uno de esos tipos de manual, que han llegado a lo más alto pero continúan llevando en su interior al pequeño niño maúro de pueblo que fueron, ese niño de raspones en las rodillas y cabeza afeitada en eterna lucha contra los piojos. Padrón lo admira: comenzó vigilando coches en solares vacíos y ha sabido hacerse dueño de media región. Sí, para esas cosas hay que tener suerte. Pero sobre todo hay que tener huevos. Y, de eso, Perera anda sobrado.

Vuelve a levantarse. Va hasta el aparador, introduce una cápsula en la cafetera automática y contempla el café, saliendo casi gota a gota. Después de servírselo regresa al escritorio, sopla un par de veces y lo prueba.

Mira por última vez las declaraciones del sindicalista. Luego refresca la página y comprueba, sin sorpresa, que la entrevista ha desaparecido de Canarynews. Para siempre.

2

Una licenciatura. Un máster. Tres idiomas. Alta capacitación en TIC, en Relaciones Internacionales. Becaria en una multinacional. Cuatro años de experiencia administrativa. Todo eso da lo mismo, porque te llamas Diana Padrón Castellano. Sí, esa Diana Padrón Castellano, hija de ese Padrón, Isidro Padrón Afonso, el gran hombre, el tiburón, el Yunque de Tafira, el que se puso las botas con la importación de carne, el que fundó Islocasa y ahora, junto con su amiguito Marcos Perera, el Martillo de Tejeda, mete cuchara en todo lo que huela a negocio, sobre todo a negocio público. Siendo hija de quien eres, quién va a fijarse en tus cualidades, quién tendrá en cuenta tu capacidad laboral, tu tendencia al esfuerzo o el número de horas seguidas que eres capaz de trabajar, si a quien ven no es a una trabajadora, sino a Diana Padrón Castellano, la hija de Isidro Padrón Afonso, la progenie del amo, la vástaga, la heredera. El mismo David, antes de recoger sus bártulos y marcharse, no se privó de decírtelo. «Esfuérzate lo que quieras —te dijo—, haz lo que te dé la gana, ponte a fregar pisos, a limpiar váteres, a cuidar leprosos, si quieres, pero mientras estés en esta isla, no vas a poder ser más que eso, la hija del mandamás; los empresarios te darán trabajo para estar a bien con tu viejo, las tías se te arrimarán para presumir de amiga o para envidiarte y criticarte o ambas cosas. Y los tíos... En fin, los tíos: el tío que se te acerque lo hará para dar un braguetazo o para presumir de haberse follado a la hija del Yunque».

Así te lo dijo, antes de darte una última oportunidad de irte con él. Pero no lo hiciste. Acaso porque una se acostumbra a todo y más a vivir como una marquesa; acaso porque era tarde para seguirlo hasta el otro lado del mundo cuando ya tres años de convivencia habían arrasado con la pasión; porque enfrentarse a las arenas movedizas allá, tan lejos, en Argentina, junto a alguien que ya no la despierta, intentar resucitar en el culo del mundo algo que ya no puedes ni mantener vivo aquí es como parir un hijo muerto; acaso porque en realidad, pese a que quieres ser Diana, no quieres dejar de ser la hija de Padrón en un mundo donde serlo te facilita tanto la existencia, aunque eso te avergüence y te pases la vida yendo por ahí de sencilla y de progre y de que yo no tengo dinero, el que lo tiene es mi padre, y tantas fachadas y tantas máscaras y ciento y la madre para al fin no ser más que eso: una pobre niña rica que quiere que la traten como a una más, pero que no comenzó precisamente de auxiliar administrativa en esas oficinas donde cuenta con despacho propio; y que no tuvo que hipotecarse hasta las cejas para pagar este ático en El Terrero, en cuya terraza toma un té Darjeeling, contemplando las azoteas de Vegueta, del Gabinete Literario, los campanarios de la catedral de Santa Ana, al inicio de esta tarde luminosa de mediados de julio.

Tanta tranquilidad en la terraza rodeada de maceteros en los que se alternan los helechos, los geranios, las orejas de gato y las buganvillas. Tanta frescura bajo el toldo donde tienes la mesita, donde pasarás el rato hasta la caída del sol leyendo esa novela de Murakami que tienes a medias. Tanta belleza llenándote los ojos más allá del murete y nadie con quien compartirla. Porque sí, anoche mismo estuviste de cena con las Tres Gracias (Espe, Judith, Magaly) y, en la madrugada, hubo un flirteo con un tipo cuyo número está grabado en tu móvil bajo un nombre que ahora mismo no recuerdas y al que nunca llamarás, y ni falta que hace, porque nunca faltarán amigas con las que salir o tipos con los que meter, si así lo quieres, pero desde que David se fue estás sola, como puede que lo estuvieras incluso antes, cuando estabas con él, cuando él estaba contigo, cuando parecían estar juntos aunque siempre hubiese ahí una pátina de frialdad, un dejo de aislamiento que lo erosionaba todo hasta crear un abismo de silencio, insalvable siempre, salvo en la cama, donde podían ser cada uno quien realmente era. Sí, pero, al final, ¿quién eras tú? ¿Quién has sido?, ¿quién eres?

Si fueras ahora adentro, si te quitaras el pijama y te miraras al espejo, verías a alguien de ojos azules y cabello castaño, la figura menuda y atlética de un cuerpo de veintisiete años disciplinado y nervioso, con pechos niños de pezones perfectos y una piel suave sin sombra de estrías que otras más jóvenes querrían tener. Una boca que ha besado a muchos hombres, de los cuales solo uno dejó en ella el espectro eterno de un beso, una boca en la que se pudren los besos que ya no le darás.

Sin embargo, la pregunta sigue siendo la misma: ¿quién eres?, ¿qué eres? ¿Eres esa boca, esa cintura adolescente, esos ojos y ese pelo? ¿Eres una licenciatura, un máster, tres idiomas, una vida laboral? ¿Eres la hija de Padrón? ¿Eres la ex de David? ¿La mujer joven que toma té en la terraza de su ático? ¿La privilegiada que conduce un coche modesto y viste con toda la sencillez posible, intentando fingir que es una más en una ciudad donde todos los privilegiados intentan fingir que son uno más? Quizá no eres ninguna de esas cosas, salvo Diana, la que toma té y se pregunta qué hora será ahora en Argentina y se responde que muy temprano, que David, que siempre se levanta tarde, estará allá, lejos, al otro lado del mar, durmiendo, seguramente acompañado. Ha tenido un año entero para buscarse a alguien con quien dormir y, conociéndolo, es seguro que no habrá tardado tanto.

3

Isidro Padrón da un beso en la mejilla a Toñi Vidanes, diciéndole que se cuide mucho, y sube en el asiento posterior del Audi. Deja a la rubia teñida allí, en pie, en la esquina con la calle Luján Pérez, observando cómo el cochazo se aleja hasta perderse entre el tráfico. Si tuviera rabo, pensó Padrón, lo estaría meneando como una loca. Lógico: después de esa reunión, se ha asegurado la supervivencia de su periodicucho durante dos o tres meses más.

—¿A la oficina, don Isidro? —pregunta Eusebio.

—No. Lléveme a casa, Eusebio. Hay visita.

El chófer asiente. Entiende perfectamente lo que Padrón quiere decir. Hace para sí mismo una rápida mueca en la que contrae los labios y regaña los ojos y, luego, se concentra en dirigirse a la salida a la autopista.

A Padrón le gusta conducir su propio auto, un BMW Z4 Roadster, de color burdeos. Lo ha comprado hace poco y le gusta pasearse con él con la capota plegada en esos días de verano. Pero cuando te reúnes con gente como Toñi Vidanes, no hay que escatimar en gastos, no hay que ahorrarse esfuerzo alguno en demostrar que tienes más pasta que nadie, que ellos no son más que gusanos comparados contigo, porque a veces los gusanos sienten la tentación de convertirse en mariposas y entonces hay que aplastarlos. Por eso siempre es mejor dejarles claro que ellos jamás pasarán de capullos. Así que ha preferido llamar a Eusebio para que lo lleve y vuelva luego a recogerlo tras el almuerzo. Además, esa tarde hay visita, esto es, toca que llegue un correo del Ruso y esa es otra de las ocasiones en que le gusta que Eusebio esté presente. En la entrada a la finca hay siempre un segurita de Keys, pero toda precaución es poca. La gente que le manda el Ruso suele ser respetuosa y correcta, pero nunca se sabe cuándo decidirán trabajar por su cuenta e intentar dar un palo. En realidad, no le gusta nada hacer negocios con el Ruso. Sin embargo, Perera tiene razón: es pasta calentita que entra sin esfuerzo alguno y encima se llevan una comisión. El dinero suele dar para ingresar nóminas y otros gastos corrientes, y él y Perera, a lo largo de varios meses, hacen pequeñas transferencias al Ruso por el importe total menos el quince por ciento. El trato es justo: ellos disponen de metálico y el Ruso lava ese dinero que sabe Dios de dónde viene. Todos ganan.

Fue Perera quien le presentó al Ruso, quien propuso el acuerdo, quien acabó de idear los detalles. Cualquier otro hubiera encargado a un contable de confianza la recepción del dinero y todo el asunto de las transferencias a aquella lista de nombres y empresas que figuraba anotada en una libreta que había en su caja fuerte. Pero ni él ni Perera son gente que delegue en subordinados asuntos que involucran sumas como esas. Ambos comenzaron desde abajo y saben que ese tipo de detalles no hay que dejarlos nunca en manos de terceros. Un tercero es siempre alguien susceptible de codicia, de hacer confidencias a amigos o a amantes, de intentar librarse de una causa judicial contando lo que sabe sobre sus jefes. Por eso, cuantos menos estén en ese secreto, mejor.

Cada tres meses, Padrón recibe visita, y eso quiere decir que se presenta allí la gente del Ruso, nunca más de cuatro, jamás menos de dos; la mayoría de los rostros cambia, Padrón casi no es capaz de distinguirlos: siempre facciones severas, como cortadas a cuchillo, cabezas casi rasuradas, camisas de seda lavada o algodón que no logran ocultar del todo los tatuajes que asoman por una manga o un cuello. La cara invariable, la que se repite siempre, es la del hombre de confianza del Ruso, un cuarentón que dice llamarse Iván, viste algo mejor que los otros y habla un castellano aprendido en la Costa del Sol o vaya usted a saber si en el propio Campo de Gibraltar.

Ese es quien lo acompaña al despacho y hace con él las cuentas. Los demás esperan fuera, en el patio, alrededor del coche, junto a Eusebio, que seguramente hace argollas simulando lavar el Audi o, al menos, sacudiéndole las alfombrillas, cualquier cosa que le evite compartir el incómodo silencio que los rapados imponen siempre. Luego, exactamente dos semanas más tarde, la visita vuelve a repetirse, pero esta vez Iván trae una bolsa de deportes en cuyo interior está el dinero objeto de todas esas transacciones acordadas quince días antes. Dinero en billetes arrugados que manos subalternas han intentado estirar; dinero manchado por se ignora qué sustancias; dinero usado para comprar drogas, sexo, armas o cualquier otra inmundicia y que ahora servirá para pagar algunas nóminas o disponer de metálico para cualquier otro menester, como la mordida que va a llevarse en breve El-que-te-dije; dinero que, además, produce dinero, porque Perera y él no renuncian jamás a su porcentaje.

Pensar en los enviados del Ruso le humedece de sudor la frente y el rostro. Eusebio, retrovisor mediante, se da cuenta antes que él.

—¿Quiere que ponga el aire acondicionado, don Isidro?

Casi no espera respuesta antes de conectarlo. En un minuto, el aire del interior del auto se semicongela.

—¿Me necesitará toda la tarde hoy?

—No. ¿Por qué? ¿Tienes algo que hacer?

—No, nada especial. Quería ir a ver a unos amigos, que acaban de tener un chiquillo. Pero puedo ir cualquier otro día.

—Solo necesito que te esperes a que termine la visita, para que me bajes luego a la oficina. Yo creo que a eso de las cinco o las seis ya puedes retirarte.

—Ah, perfecto. Entonces me dará tiempo. Muchas gracias, don Isidro.

—De nada, hombre. Total, tampoco tienes por qué hacer más horas sin necesidad.

Isidro Padrón se recuesta en el asiento y mira a través del cristal ahumado de la ventanilla con una sonrisita de fruición. Le gusta repartir esas pequeñas dádivas: regalar unas horas o un día libre a alguno de los empleados más cercanos, tratarlos con campechana cordialidad, regalarles algún bolígrafo, mechero o cualquier otro producto de merchandising publicitario de los muchos que le obsequian. Todos esos pequeños gestos que no pierde oportunidad de tener le hacen sentirse a gusto consigo mismo y, además, le proporcionan buena imagen. Gran Canaria es la isla del chisme y el culichicheo. Él es conocido, principalmente, por estar bien situado. Y si hay algo que no se perdona en un lugar como ese es el éxito. No hay bar en la ciudad donde no lo pongan cada día a parir, por un motivo u otro. Sabe que si alguien habla mal de él, si alguien pretende criticarlo por esto o por lo otro delante de alguno de esos empleados con quienes ha sido amable, este saldrá en su defensa, diciendo que es una persona cercana. Campechana. Sencilla.

En cambio, en el asiento del conductor, Eusebio hace cálculos e imagina que podrá estar en casa del Marqués antes de las siete de la tarde y que, con aquello que lleva en el bolsillo, podrá comenzar a joderle bien la vida al cerdo que lleva en el asiento de atrás.