—Trabajó para él hasta hace poquito, ¿no? —indagó Benavides.
—Según me comentó Isidro, lo dejó tirado de un día para otro.
—¿Sabes cuándo?
—A mí me lo habrá comentado hace diez o quince días. Pero vete tú a saber cuándo le hizo la faena... A lo mejor a finales de julio. Y no te creas, que el tipo se largó sin cobrar ni lo que le debía. De repente, se hizo humo. Pero, claro, con ese expediente, todo se explica, ¿no?
—No entiendo —dijo Serrano.
—Hombre, la gente así anda siempre metida en líos. Habrá hecho alguna trastada y se habrá mandado a mudar. —Benavides y Serrano asintieron, comprendiendo. Perera aprovechó para comentar—: Hay que ver, Rubén, la gente que mete uno a veces en casa sin darse cuenta...
—Y tú que lo digas, Marcos. ¿Te acuerdas de Abdul?
—¿El que te arreglaba el jardín?
—Ese. Pues el otro día tuve yo una tremenda con él.
—¿Y eso?
—Pues que el muy ladino se las dará mucho de musulmán, pero ahí, más allá, lo pillé metiéndose en la mochila una botella de Protos.
—No jodas —dijo Perera—. Ya hay que ser cutre para intentar robarle a un comisario.
—En casa de herrero... Ya ves: me puse a hacer inventario, y resultó que el Abdul me había hecho un destrozo en los crianzas... Vamos, que parecía que había pasado por allí un regimiento de lansquenetes... Eso sí, el tío era listo: los más caros ni los tocaba. Nada de Vega Sicilia. Iba a por el Mondalón, el Protos, el Yllera... Un tío listo.
—Y, claro, lo tuviste que despedir.
—¿Y que se quedara sin pagarlos? Ni de coña. Ahí lo tengo: currando y descontándole de la paga lo que se bebió.
El inspector jefe no compartió las risotadas del comisario y el empresario. Se dedicó a revisar sus notas, preparando la siguiente pregunta e intentando recordar cuándo había comprado por última vez una botella de Mondalón.