—Ya lo dijimos antes, Marcos: uno nunca sabe a quién está metiendo en casa.
Perera asintió.
—A propósito —atacó nuevamente Serrano—, no solo se había denunciado la desaparición de Silva. También buscábamos a Jiménez Santana. La denuncia la interpuso su madre el sábado, día 3. Según la mujer, el hijo trabajaba con Silva. Aunque no sabe mucho más.
—¿Y?
—Sin embargo —dijo Serrano, como si no hubiera oído a Perera—, en los registros de la Seguridad Social no consta que Silva tuviera empleados. Y eso es muy raro, porque ¿para qué quiere tres coches un tipo que trabaja solo?
Perera se encogió de hombros.
—Y eso no es lo más raro. Lo más raro es que usted dice no conocer a Aday Jiménez Santana.
—¿Por qué es raro eso?
—Porque Aday Jiménez Santana trabajaba para usted.
—¿Para mí?
—Sí. Estaba contratado como vigilante jurado en Seguridad Keys. Desde hacía cuatro años.
Perera enarcó las cejas un momento. Luego dijo:
—Inspector: tengo, en la actualidad, 5.324 empleados en total. De estos, 697 son vigilantes jurados. ¿Los tengo que conocer a todos? Piénselo: 697.
—Ahora son 696.
Se hizo un silencio. Serrano se le había encarado y Perera ya no se preocupó de disimular el cabreo.
—No entiendo a qué viene que me cuente todo esto. —Se volvió hacia el comisario Benavides—. Rubén, ¿qué coño pasa aquí?
—No te ofusques, Marcos. Es solo que esto está muy complicado y no sabemos a quién preguntar.
—Vale, pues pregunten algo. Desde hace un rato, lo único que están haciendo es contarme cosas poco a poco, como si esto fuera una jodida novela de suspense. Date cuenta, Rubén: hace dos días encontraron muerto a Silva, que era un buen amigo, y ayer mismo...
—Lo sé, Marcos, lo sé. Precisamente por eso...
—¿Qué quieres decir, Rubén? ¿Tú crees que esto puede tener relación?
—Tú me dirás. Teníamos seis fallecidos por muerte violenta durante el primer fin de semana de agosto. Aparecidos en diferentes lugares pero todos, seguramente, relacionados entre sí. Yo puedo aceptar que Silva y Aday mataran al matrimonio este de Telde y luego se mataran entre ellos. Hasta puedo aceptar que antes acabaran con Sarmiento, que apareció en el fondo del barranco de Moya. Pero a Eusebio Betancor del Pino, el chófer, lo mataron en la noche del 2 al 3 de agosto, cuando se supone, siempre según los forenses, que ya Silva y Jiménez Santana llevaban horas muertos. Piénsalo, Marcos: el chófer de Isidro estaba relacionado con Alejandro Déniz Pacheco, el chatarrero. No solo porque trabajaran juntos antes, sino porque la Nissan Trade en la que lo encontraron, aunque tenía placas falsas, era propiedad de Déniz. Lo supimos por los números del bastidor. Déniz, a su vez, estaba vinculado con Sarmiento. Y Silva y Jiménez Santana pueden estar relacionados con la muerte de todos ellos. Menos con la de Betancor. A él lo mató otra persona. U otras personas.
Serrano no decía nada. Se limitaba a mirar alternativamente a su superior y al empresario, observando atentamente las reacciones de este ante las palabras de aquel.
—Y, cuando todavía estábamos intentando comprender todo este sindiós, anoche mismo, mira qué desgracia...