CAPÍTULO 2

LA PRIETA MULA

Diego se cuida de interrumpir a Lupe, le fascina observar esa boca casi siempre abierta y escuchar su respiración ruidosa. Cuando deja de hablar, mantiene los labios entreabiertos esperando la respuesta. El enojo la hermosea, y como en ella es frecuente Diego no la pierde de vista. Todo en Lupe es instinto. Diego ha conocido mujeres desenvueltas, pero ninguna como esta, intuición pura.

¡Qué bueno caminar del brazo de un hombrón que todos voltean a ver!

¿Por qué le contaba a él toda su vida? ¿Sería por la bondad en sus ojos saltones? ¿O sería porque ya se había enamorado? Todas sus fuerzas vitales se concentraban en Diego, sería su salvador.

—¡Qué infancia tan jodida la tuya, Lupe! Vamos a la Merced a llenar la olla.

La miel de las frutas suple el desamor de la infancia.

—Oye, gordito, ¿eres el pintor más grande de México o del mundo?

—Del mundo, Lupe, del mundo.

—¿Hasta de Chinajapón?

—Hasta de China y de Japón.

—¿Chinajapón no es un solo país?

—No.

—¿Entonces por qué cantan eso de «chino, chino, japonés, come caca y no me des»?

—¿Es eso lo que sabes de geografía, Lupe?

—¿Y eres rico? —cambia la conversación.

—No.

—¡Ay, qué horror, yo odio la pobreza! Desde niña me impidió tener zapatos, nunca pude invitar a nadie a la casa. Tampoco nadie nos invitaba porque a la gente pobre nadie la quiere. Lo que me consolaba era que en el mercado Corona las marchantas me regalaran un puñado de tamarindo con sal. Cuando supe que mi hermana María se había casado en la capital, decidí buscarte y ganarle. Ella se pescó al pintor Carlos Orozco Romero. Tú eres mejor, ¿verdad?

Diego escucha con la avidez de los curiosos, el brazo de Lupe apoyado en el suyo. Para Lupe, lo más sorprendente es que esta montaña alta y gruesa a su lado termine en unas manos diminutas. Diego sostiene entre ellas una libreta de apuntes y dibuja al mecapalero, a la vendedora de alcatraces, su niño dormido en la espalda como un alcatracito a punto de abrirse. Lupe se une al coro admirativo que observa a Diego. Dibuja el puesto de rábanos, el de los jitomates. No hay la menor malevolencia en sus ojos boludos. «Es un gordo bueno, jamás me va a hacer daño», le confía Lupe a la vendedora de calabacitas. El gordo también la dibuja a ella: Lupe, de frente y de perfil, sus orejas expuestas, sus palabras que estiran o aflojan sus labios olmecas y sus manos, sobre todo sus manos que la hacen única. Esa mujer es una yegua, no, más bien una mula por prieta, por el brillo de sus ancas, su piel que no se arruga en los codos, sus rodillas lisas, pulidas como dos huesos de aguacate, sus cabellos de chapopote caliente, el verde azul inclasificable de sus ojos. Lupe lo mira a él como un ave de presa, siempre al acecho. Y sin más, él la conmina: «Prieta Mula, pero muy chuza», y ella dobla la cerviz y acepta.

Cuando Lupe conoce a Diego piensa que a su lado bastaría estirar la mano.

El pintor la acompaña a casa de sus primas las Preciado, muy cerca de la plaza Garibaldi. Antes, todos se fijaban en sus ojos verdes y grises dentro de un círculo negro, ojos de gato, ojos de agua, ojos de traición, ojos pagados de sí mismos; Diego, en cambio, se detiene en sus manos. «Quiero pintarte en el Anfiteatro Bolívar, Prieta Mula. ¿Cuándo me vas a posar?».

Ya posaron para él la pequeña Palma Guillén (elegida por doña María del Pilar Barrientos, madre de Diego, para casarse con él); Lupe Rivas Cacho, la actriz que Diego enamora; Julieta, la esposa del crítico Jorge Juan Crespo de la Serna; Carmen Mondragón, Carmencita; María Asúnsolo, la prima hermana de Dolores del Río; Graziella Garbalosa, venida de Cuba «ebria de tropical erotismo», y finalmente dos camaradas del Partido Comunista: Luz González, quien sería secretaria de Inés Amor en la Galería de Arte Mexicano, y Concha Michel, la cantante viajera.

Roberto Montenegro, convocado por José Vasconcelos, es el primero en pintar en San Pedro y San Pablo. A él lo enloquecen Gabriela Mistral y Berta Singerman y habrá de pintarlas más tarde en la gran oficina de Vasconcelos, secretario de Educación. Este le asigna a Rivera un corredor y una sala para novecientas personas, con un órgano empotrado en el muro central. En ese espacio se dan conciertos y recitales poéticos de la argentina Berta Singerman venida de Buenos Aires.

«Podrías pintar La Creación», aconseja Roberto Montenegro, y Diego se decide por la encáustica, que se mezcla con cera de abeja y resina y es difícil de aplicar.

—¿Cómo le vas a hacer con el órgano? —pregunta de nuevo Montenegro.

El órgano interrumpe la superficie; imposible quitarlo. «Voy a callarlo con mujeres», responde Diego, y a cada una de sus modelos le hace una aureola de mosaicos bizantinos de Ravena. Convierte los tubos del órgano en el tronco del árbol de la vida. Los símbolos cristianos, la Música, la Fortaleza, la Caridad, la Canción, la Danza, la Justicia, la Templanza, cada una vestida con una túnica, la cabeza cubierta por una aureola dorada. Carmen Mondragón, Carmencita, a quien el Dr. Atl, Gerardo Murillo, más tarde bautizaría como Nahui Ollin, representa la Poesía con el inmenso impacto de sus ojos desquiciados. A Lupe, criolla de Jalisco, la sitúa detrás de una mujer desnuda con un rostro faunesco. La cubre con un rebozo rojo.

En el mismo San Pedro y San Pablo, subido en el andamio de otro muro, José Clemente Orozco declara que el mural de Diego es malo, «una miseria». «¿Qué relación tiene este mural con México? Ninguna».

Diego pide a Lupe que lo acompañe a casa de Carlos Braniff en el Paseo de la Reforma. A Lupe no la intimidan el jardín versallesco, el piso de mármol, la parvada de meseros de filipina blanca que giran con sus charolas en torno a los invitados. A Braniff le divierten las historias truculentas de Diego y hasta aplaude su pistola. A Lupe, lo único que le importa ahora es confrontar a la Rivas Cacho, a la que Diego aplaude en el Lírico y besa en su camerino. «Pero si es una cucaracha, no me llega ni a la cintura», piensa Lupe, roja de celos.

Lupe Rivas Cacho tiene un público adorador al que llama «mis pelados». Diego acude noche tras noche al Lírico a verla moverse al ritmo de «¡Vacilón, qué rico vacilón!».

«Dale, dale, dale, no pierdas el tino, porque si lo pierdes, pierdes el camino», corean Braniff y sus invitados a la hora de la piñata, porque a los adultos les gusta jugar a ser niños. Lupe acecha a uno de los meseros y sin más le pide: «¿No me presta tantito un cuchillo?», y aunque lo sorprende, el muchacho se lo trae de inmediato. Lupe busca con la mirada la cuerda que detiene la piñata y en el momento en que la Rivas Cacho queda exactamente debajo de la olla, corta la cuerda y cae sobre la cabeza de la actriz. Estupefactos, los anfitriones ven cómo Lupe se avienta por encima de Diego con el palo de la piñata.

—Mira lo que le hago a tu consentida. Voy a rematarla, a ver si ahora sigues visitando a esa cucaracha.

Ante el asombro de los Braniff, las vedettes y los cómicos del Teatro Lírico y demás invitados, Diego saca a Lupe de la fiesta, pero en vez de reprenderla le conmueve su osadía. Nadie como ella. Esta fiera le ha dado la más alta prueba de amor.

«De veras me quiere. ¿Con qué cortaría la cuerda? ¿Traería navaja esta bárbara?».

Al día siguiente le propone viajar a Juchitán. «Tengo que ir al sureste, a Tehuantepec, ¿me acompañas? Vasconcelos, el secretario de Educación, considera indispensable que conozca México a fondo. Cree que no sé de sus indios ni de sus costumbres aunque ya le demostré lo contrario, pero como él es el que paga quiero hacer apuntes para un árbol de la vida…

—¿Oaxaca es el árbol de la vida?

A Lupe le encantan las enaguas floreadas de las tehuanas que barren la tierra suelta, su cabello trenzado con cintas de colores, sus huipiles de terciopelo o de satén bordados de flores y pájaros, sus monedas de oro convertidas en medallas y collares, sus largos aretes de filigrana, sus dientes también de oro: «Mira, Panzón, traen encima toda su herencia, solo les faltó colgarse el tejolote del molcajete». El clima cálido y lleno de murmullos la intoxica y por eso reacciona despacio cuando doña Laila, quien nunca abandona su hamaca, se pone de pie frente a ella:

—Oye, Prieta Mula, las muchachas quieren comprarte al Puerco Pelado.

—¿A quién?

—A tu marido. ¿Cuánto quieres por él?

—Ni es mi marido ni lo vendo.

—Además de oro, las muchachas están dispuestas a darte una vaca y dos marranos.

—¿Qué?

—Si te parece poco yo puedo regalarte un pedazo de tierra y pagarle a los hombres que tú escojas para que te la trabajen.

En la noche Lupe, con los puños cerrados, golpea a Diego. «Es tu culpa; tú les diste entrada a esas muchachas, por eso se atrevieron, hasta me llamaron Prieta Mula como tú lo haces. A ti te dicen el Puerco Pelado».

Lupe resplandece cuando se enoja y a Diego lo recorren sensaciones jamás experimentadas. En sus ojos de pantera se agrandan dos cuchillos de obsidiana dispuestos a destazarlo. Todo en ella se precipita; su risa es un escándalo. Es Xochiquetzal pero también es Chicomecóatl. La dulce Angelina Beloff desaparece frente a esta serpiente de plumaje esmeralda. Tehuantepec, su agua, la carnosidad de sus hojas verdes, la mano morena que toma la jícara para verter el agua, el brazo, las peras que son pechos, el cabello mojado, le abren la puerta a lo que de ahora en adelante será su pintura. ¡Ahora sí, Diego ya sabe qué pintar! La bañista es lo suyo, la bañista que es todas las mujeres de Oaxaca, la bañista que es Lupe y duerme a su lado. En el río, las tehuanas son cántaros de barro, su sensualidad se impregna en la yema de los dedos y pinta con el deseo de Lupe, el cuerpo de Lupe, los ojos de Lupe. Repasa a pinceladas sus muslos y se detiene en su cuerpo, más hermoso aún que el de las juchitecas que lo acechan. Cuando Lupe le jura: «Te amo con todas mis fuerzas», le responde que también él la ama, que Lupe es su nueva piel, y es verdad que ella lo ha vuelto de adentro para afuera.

Por eso, en el momento en que Lupe le comunica: «Mi papá pregunta qué ando haciendo en México, seguro me acusaron las primas envidiosas. ¡Qué desgraciadas! Tengo que regresar a Guadalajara», Diego se siente desolado, sobre todo porque ahora la Rivas Cacho no le dirige la palabra.

Imposible vivir sin esta mujer, imposible vivir sin este país.

02