Los recién casados se instalan en la calle de Flora, cerca de la de Frontera, en la colonia Roma, porque ahí viven Julieta y Jorge Juan Crespo de la Serna, amigos de Diego.
—¿Hasta qué hora vas a pintar, panzón? ¿Hasta que se vaya el sol?
—No. Cuando se va el sol me alumbro con un farol, mira, hasta me sale en verso porque también soy poeta.
Encantado consigo mismo, Diego, en mangas de camisa, chocarrero, se seca las lágrimas con un paliacate de tanto reír con las ocurrencias de Lupe. Imposible no quererlo, las horas pasan sin que nadie busque irse. Fabulador, seduce. «Nunca estamos solos», se queja Lupe. «Es que yo les hago falta a todos. ¿No te enorgullece eso?». «Pues sí, pero ¿por qué viene tanto Concha Michel?».
—Porque esa camarada es muy leal. Concha canta corridos que ha recogido en fiestas de pueblos perdidos, lanza denuestos y dice cosas muy ocurrentes contra la Iglesia. Es la Revolución andando.
A las dos semanas, Lupe se da cuenta de que la vida junto a Diego está lejos de ser el paraíso esperado. Solo tienen una cama, una hornilla, tres sartenes, cuatro cucharas y guardan su ropa en huacales. Diego la deja sola, y cada vez que tocan a la puerta un camarada pide «una ayuda, no tenemos para la lona del mitin». «¡Pinches zánganos, muertos de hambre!». «Lupe, no te enojes, es para la causa», explica Diego.
A la que sí recibe con gusto es a Concha Michel, que a los catorce años cantó en el Museo de Arte Moderno de Estados Unidos en el cumpleaños de Rockefeller, y ahora es la compañera del comunista Hernán Laborde.
—Oye, tú, ¿por qué tu marido siempre trae sombrero negro? —le pregunta a Concha.
—Para que no se le escapen las ideas.
Aunque Concha es mandadera del Partido Comunista —Diego Rivera no la llama Concha sino camarada— y aparece con frecuencia para pedir ayuda, Lupe nunca desconfía de ella, al contrario, despierta su curiosidad. La escucha con atención. Más bien pequeña, su cabeza coronada de trenzas, se para frente a Lupe y esta la desafía:
—Tú y yo no nos parecemos nada pero me caes bien —dice Lupe.
—También tú a mí, por eso te invito a una reunión del partido.
—¡Ah, no!, eso sí que no, no aguanto a esos idiotas.
Lupe se equivoca al decir que no se parecen porque una es alta y la otra chaparra, una delgada como un junco y la otra redonda. Las une su origen tapatío. Nacida en Villa de Purificación, a Concha la expulsaron del convento de San Ignacio por encabezar una fuga de novicias y una quema de santos, pero ahí mismo le enseñaron a tocar la guitarra y a cantar y ahora atrae a todos con su voz, con sus trenzas tejidas de colores y la guitarra que siempre la acompaña. Lupe nació en Zapotlán el Grande el 16 de octubre de 1895, y su hermana mayor, Justina, le enseñó a coser. Concha le lleva cuatro años y al verla piensa: «¡Mil veces mejor Lupe que la cuzca de la Rivas Cacho!».
«Tengo una amiga». La amistad de Concha cobija a Lupe. «Tengo una amiga», se repite en voz baja. Desconoce lo que significa la práctica cotidiana de la amistad, la emoción, su calor suavecito. Jamás fue amiga de sus hermanas. Justina, la que le enseñó a coser, de tan mayor habría podido ser su madre; las demás la rechazaban, la hostigaban sin tregua: flaca, garrocha, negra, patona, chirotera; por ellas habría salido volando por la ventana. La cercanía con Concha la retiene en la tierra, la obliga a pensarse. «Eso se lo voy a decir a Concha, eso no». Imposible contarle todo lo que piensa porque Concha es parte de una comunidad, ella no. Concha tiene una causa; Lupe ya logró la suya: casarse con el hombre más importante de México. Concha cree en el bien común y Lupe no quiere dar nada. Concha usa enaguas floridas y huipiles que evidencian sus brazos regordetes, y para Lupe el placer perfecto sería figurar en L ’Officiel. Sin embargo, Concha es su amiga y quererla la hace quererse más a sí misma.
***
Cuando los comunistas gorrones se pierden de vista, la vida de Lupe es fácil y hasta ríe. En el momento en que Diego y ella salen a la calle, le enorgullece tomar el brazo de ese hombre descomunal que saluda a los que caminan en la acera: «Buenas tardes, buenas las tenga usted», y tiene el don de extasiarse ante el tejido del petate enrollado contra el muro y el sabor del mole de olla. Para él todo es descubrimiento: la calle está empedrada de talento, en el mercado danzan los rábanos gigantes como si fueran las raíces de la luna; Diego saca lápiz y papel, retrata al niño y lo acuna como una madre a su hijo. ¡Qué fuerte es el abrazo de Diego! «Se ve que te gustan los niños —le dice Lupe—. A mí me recontrachocan».
«Vámonos a dar la vuelta, Prieta Mula». A veces ruge como león, a veces maúlla. Se cubre la boca con un paliacate, se encasqueta un sombrero, y pistola en mano camina a grandes pasos a media acera logrando que todos se atemoricen. «Es una broma, no les va a hacer nada», previene Lupe a los caminantes.
A Diego le gusta traer dos pistolones al cincho. En la Ciudad de México todo el que puede carga pistola «pa defenderse». Muchos campesinos conservan enrollada en un petate su escopeta matahuilotas, la de la Revolución.
Bajo las flores desmesuradas cosidas a un sombrero de paja, Lupe se ve cada día más feliz.
¡Qué gran espectáculo!
La ciudad de casas de tezontle rojo es entrañable; Diego y Lupe la recorren con facilidad, con razón extasió a Bernal Díaz del Castillo. Los volcanes no solo se ven desde las azoteas sino desde la acera misma. «Buenos días, Izta, buenos días, Popo», los saluda Diego. México huele a pan. Con sus grandes canastas en la cabeza, montados en su bicicleta, los panaderos lo reparten y no se les cae ni una telera ni una concha ni una oreja ni una flauta. Las mujeres jamás se quejan ante su metate y muelen de rodillas hasta que la masa queda lista para palmearla y volverla una tortilla redonda. Quince millones de mexicanos van a la Villa cada 12 de diciembre a cubrir a la Morenita de nardos y alcatraces, tamales, tostadas de pata y garnachas, y a pedirle que la Electropura siga repartiendo botellones de agua para sus aguas de jamaica, limón y tamarindo y que siempre haya leche. Y maíz. Y frijoles, y, y, y…
Diego es un hombre público. Nadie le hace sombra; en cambio, Orozco se aísla y cultiva sus rencores; Diego es amable, Diego es noticia, los periodistas lo acechan y lo aplauden. Lupe jamás ha estado en el candelero pero ahora brilla con una luz refleja. Ya no le parece tan horroroso que le pregunten con mucho respeto si sabe a qué horas va a venir Diego. Eso de ser el centro de atenciones gracias a la celebridad de su marido empieza a gustarle y se queda callada para no desmerecer nunca. A Diego le fascinan los elogios, le alienta figurar en los periódicos. Y Lupe también hojea El Universal preguntándose «a ver si salí».
Lupe ya no abre la puerta con cara de pocos amigos. «Pasen, pásenle por favor», les dice a dos «extranjeros», uno francés, Jean Charlot, otro gringo, Paul O’Higgins, quienes buscan al maestro.
—¿Cuál maestro, tú?
—Oí hablar de él en Estados Unidos.
—¿Y desde allá vienen? —se asombra Lupe.
Lupe nunca ha conocido a un gringo, menos a un francés; al único extranjero que trató es a Valle-Inclán, el viejito español barbudo. Años más tarde reconocerá: «Yo no estaba preparada pero todo ese revuelo en torno a Diego comenzó a gustarme».
—Charlot es francés, llegó a México hace dos años —le explica Diego.
Cenan en la fonda Los Monotes de José Luis Orozco, hermano de José Clemente Orozco. Sobre las paredes Orozco pintó para su hermano escenas jocosas, caricaturas del mundo de la farándula, mujeres con los senos al aire y hombres con brazos en lo alto terminados en rifles y pistolas.
Los hacendados que perdieron sus tierras lamentan que Diego Rivera —al igual que otro malnacido que responde al nombre de José Clemente Orozco— los caricaturice en sus murales. Ni Cortés ni los virreyes eran sifilíticos y ahí están los franciscanos para desmentir la crueldad en contra de los indios. Curiosamente, David Alfaro Siqueiros es menos denostado porque su padre se encargó de la contabilidad de hacendados y, por lo tanto, trató a «la gente decente». Además, se cuenta que en una cantina sostuvo que el día que se le haga una estatua a Cortés, «nos habremos civilizado».
En cambio, los visitantes extranjeros veneran a Diego y lo buscan antes que a cualquier otro mexicano. «Maestro». Contemplan sus trazos y colores y consideran un privilegio verlo pintar en su andamio.
Animados por un senador que anda armado como Diego, Manuel Hernández Galván, Diego y Lupe pasean los domingos en San Ángel, en Churubusco, en los dínamos de Tlalpan. Hacen excursiones a las pirámides de Teotihuacán, llevan su picnic hasta Tepotzotlán y admiran su fantástico altar de puro oro, y si Diego no puede asistir porque tiene que pintar «antes de que se le seque el aplanado», Lupe se presenta sola en las fiestas de disfraces de Edward Weston y Tina Modotti, en El Buen Retiro, vestida de niña, con tobilleras, falda tableada, blusa de cuello redondo y unas trencitas escolares rematadas por moños color de rosa. Tiene razón en vestirse de colegiala porque según Dalila y Carlos Mérida, se porta como niña malcriada y anima las fiestas con su vozarrón y sus respuestas de cohete atronador. Weston no la pierde de vista. «¡Qué magnífica cabeza! ¡Qué porte! ¡Qué manos extraordinarias!, quiero que pose para mí». Dalila —muy hermosa— y Carlos Mérida, recién llegados de Guatemala, también animan la fiesta.
—Pues yo los invito a merendar, voy a hacerles el mejor chocolate de México —se lanza Lupe.
Weston lleva sus fotografías a la casa de Mixcalco 12. En la planta baja viven Lola Cueto, que teje tapices, pinta y esculpe además de crear unas marionetas que a todos seducen, y su esposo Germán, escultor. Weston sube con su portafolio bajo el brazo, lo abre ante Diego y el pintor se aísla con él y Tina Modotti y repasa las fotos lentamente. Se detiene ante la de Tina desnuda. «Tu mujer es un portento, una obra de arte, provoca no solo admiración sino deseo». Weston medio entiende español pero la fogosidad en las palabras del pintor y la lentitud con la que examina cada imagen lo halaga. Tina traduce. A Weston nunca en Estados Unidos lo han elogiado con esa inteligencia. También Tina se emociona y mira a Diego agradecida, y a la hora de la merienda Lupe sonríe de buen humor. Es cierto, su chocolate en jarritos de barro es una delicia y Tina pide otro y le explica a Weston que el chocolate es afrodisiaco.