¡La locura! El muralista permanece en su andamio hasta dieciocho horas. Diego es quien más trabaja y cubre los muros de los edificios públicos. Desde su andamio se ha propuesto salvar a México a pinceladas y ofrecérselo al mundo. Su empresa es titánica a pesar de que muchos funcionarios, incluido Vasconcelos, llamen a los frescos «monotes».
Desde la Conquista México reparte los colores del sol. A los conquistadores los deslumbró el rojo, el azul, el ocre. Guanajuato, la tierra de Diego, es ocre y oro. Las fachadas de la capital gritan su alegría; el azul añil levanta los ánimos, el rosa escandaloso invita al baile, el amarillo da confianza, el azul se «cae de morado», como pide el poeta Carlos Pellicer; los pintores de brocha gorda son muy solicitados y al mismito pulque lo curan con fresas «para que agarre color», rosa el de fresa, verde el de apio. ¡Cuánta energía en los muros de la patria! What a feast, Mexico! El fotógrafo gringo Edward Weston recorre las calles con los ojos fijos en el nombre de las pulquerías y los apunta en su libreta. Imposible encontrar nada semejante en Los Ángeles; allá todo es plano, no hay Plaza Mayor ni pirámides de naranjas ni pencas de plátano colgando del techo ni mercados de flores donde las gladiolas se abren a los ojos de los compradores ni multitudes cubiertas por sombreros de palma. Este país es un regalo del cielo, aquí lo inesperado acecha a la vuelta de la esquina.
Charros y No Fifís, Mi Oficina, Hombres Sabios sin Estudio, El Gallo de Oro, Los Recuerdos del Porvenir, el fotógrafo Edward Weston apunta los nombres de las pulquerías así como disfruta de las macetas de geranios en las ventanas que dan a la calle. «Voy a dormir en un petate», le anuncia a Tina Modotti.
—¿No vienes a dormir, Panzas?
En lo único que piensa Diego es en su mural, y afiebrado, duerme, cuando mucho, cuatro horas.
—Hoy regresaré muy noche porque no puedo correr el riesgo de que ya no agarre el color.
A las cuatro de la mañana, Diego cae de bulto en su cama.
—Si sigues así, Panzón, te vas a morir.
Diego tampoco le da importancia a lo que come.
De pronto, de la nada, zumba una bofetada.
Diego no puede creerlo, su mujer le ha pegado, lo está golpeando. Un manazo vuela hacia su cabeza y otro le da en pleno pecho. La furia tiene buen tino. Cuando Diego le toma el brazo, Lupe todavía alcanza a golpearlo, el puñetazo cae sobre sus labios que sangran. El pintor tarda en salir de su sorpresa cuando otra cachetada, esa con la mano izquierda, le da en la mandíbula. «¿Qué te pasa, mujer, te has vuelto loca?». La súbita furia de Lupe lo desconcierta. «Te voy a sacar los ojos», amenaza con sus ojos de fiera. A mediodía en el andamio, Xavier Guerrero le pregunta a Diego por un moretón en el cuello.
—Me quiso ahorcar.
Basta que una muchacha se acerque al muralista para que Lupe lo golpee: «¡Tú le diste entrada! ¿Qué busca esa changa esquelética?».
Sus gritos atraviesan lienzos a medio pintar y cuadernos de apuntes. «¿Jamás vas a hacer otra cosa que pintar, pintar, pintar, gordo rabo verde?». No solo los gritos rompen el silencio, Lupe también rompe los platos, las telas, los bocetos para el próximo mural. «Mira, mira lo que hago con tus garabatos».
Diego admira la fiereza de sus cóleras. Sus escenas de celos lo halagan. Iluso, se convence: «Pobrecita, nadie me ha querido tanto». Dispuesto a todo con tal de que su mujer siga siendo el espléndido espectáculo que lo estimula, la apacigua:
—Hagas lo que hagas, yo te quiero.
También Lupe ama a su gigantón. No solo lo ama, lo admira. «Yo estaba enamorada de él. No discutía su físico; toda su manera de ser, su espíritu, lo que él pintaba, todo me gustaba».
A cambio de que su hembra lo deje pintar, Diego le llena la casa de fruteros y después de cada pleito le compra un sombrero floreado. La Prieta Mula se atraganta de ciruelas y piñas y ahora sí recoge las cáscaras que antes tiraba en el piso. Descubre los colores, el grosor de las pinceladas y se apasiona por la obra de ese hombre que la escogió entre todas las mujeres.
—¿Crees que podrías llevarme la comida al andamio, Prieta Mula?
Lupe se esmera; primero, el mantelito bordado y almidonado en una canasta. «Te hice un simple caldito de pollo», y Diego se da cuenta de que nunca ha probado nada semejante. Ahora sí Lupe bendice a Isabel Preciado por ser tan buena cocinera. Cuida de que sus tortillas hechas a mano lleguen bien calientes. Hasta un taco enrollado por sus manos sabe distinto.
Los muros de la casa de Mixcalco en la Merced se cubren de Lupes dormidas, Lupes con la boca abierta, Lupes bañándose, Lupes gritando, Lupes con los brazos en alto, Lupes despeinadas, Lupes con sus pechitos totalmente inexistentes al lado de las dos peras de la bañista del istmo de Tehuantepec.
—Lupe se pone medias dentro de su brasier —la acusa Diego ante Weston y Tina, poseedora de dos maravillas.
¿Cómo se repondrá Lupe de la traición?
—Esta es la mejor casa que he tenido —le dice Lupe a Diego al entrar a la de Mixcalco, encalada, blanca, intensa como ella misma.
Hay algo popular en esa mujer que conoce las especias como nadie y les pone adivinanzas a sus amigos mientras hierve el agua para el té de toronjil:
Yo soy un pobre negrito,
no tengo brazos ni pies,
navego por mar y tierra
y al mismo Dios sujeté.
Mientras todos conjeturan, Lupe exclama triunfante:
—¡El clavo, babosos!
«Panzón, le voy a poner dos parches a tu overol y te voy a hacer tus calzones». Se los empieza de manta como en la canción y los remacha en máquina de coser. También corta sus camisas y las cose a mano. «¡Son muchos metros! Tienes que enflacar». «¿No te gustaría que te cortara una buena chamarra de lana? No quiero que te vaya a dar frío».
A las dos de la tarde, sin un minuto de retraso, se presenta con su itacate: «Gordito, ya llegó tu comida». Mientras él prueba un guacamole insuperable y se hace un taco con el guiso del día, ella examina el mural y a Diego le emocionan sus comentarios: «Aquí se te fue la mano con el rojo». «Ese rostro no tiene expresión». «Ponle un poco más de amarillo a esos elotes». «Oye, Panzas, ¿por qué no usas el achiote? Pinta mucho».
Diego la escucha casi con reverencia.
—Diego, si sigues descuidándote te vas a morir.
Diego la oye como quien oye llover.
—Si no pintara preferiría morirme.
—¿Qué te pasa?
—Extraño el olor del espliego.
—Yo lo que extraño es mi gasto.
Diego le da clases de dibujo para que Lupe pueda enseñar en una escuela, «La Corregidora», en la Merced, que también ofrece clases de corte y confección y otros talleres de manualidades. Por más que se esfuerza, Lupe dibuja mal.
—Prieta Mula, estás negada.
Para lo que sí tiene talento, y eso desde niña, es para coser. En Guadalajara se aficionó a Vogue y a L ’Officiel, ¡qué revistas tan costosas!, y con la única ayuda de su hermana Justina aprendió a cortar con mano firme.
—Estoy segura de que podría enseñar corte y eso sí me gustaría —le dice a Diego.
Diego acumula metros de pintura. Las horas de mayor tensión son las primeras porque las calcas tienen que aplicarse con la mayor pericia.
Atrás quedó la lucha armada aunque todos sigan armados y disparar sea un apremio, una exudación. Construir el país a punta de balazos ya no es indispensable, pero tener el dedo sobre el gatillo es ya una costumbre. Los muralistas lo hacen desde la consigna de David Alfaro Siqueiros: «No hay más ruta que la nuestra». En su pintura, los más pobres, los don nadie, los ninguneados, los sin tierra, son los héroes. Si Porfirio Díaz festejó los cien años de la Independencia con vinos franceses y un banquete en el que se sirvió coq au vin, ahora los gallos son otros, el presidente Obregón ordena que corra el tequila, se maten guajolotes, se reparta chicharrón crujiente. Si antes se leía a los afrancesados Ignacio Manuel Altamirano y Manuel Payno, ahora los entendidos buscan los fascículos semanales de Los de abajo que Mariano Azuela publicó en el diario El Paso del Norte.
El México que pinta Diego es el de sus vendedoras de alcatraces, el de sus marchantas enrebozadas, el de sus niños callejeros, el de la piel morena y los pies descalzos, el de los 2 250 metros de altitud sobre el nivel del mar, el de la transparencia del aire, el de los volcanes, el de su propia naturaleza porque en su corazón, en sus vísceras y en sus ojos hierven los indios. A su lado, Lupe es apenas una prodigiosa partícula que se hace presente a gritos y golpes, aunque si él decidiera borrarla desaparecería de un plumazo.