A Lupe le aburre el pintor Xavier Guerrero que muchas veces llega acompañado de Alva de la Canal. Relata, como si tuviera sueño, paso a paso cómo debe prepararse el muro y repite que hay que despojarlo del aplanado anterior para aplicarle dos manos de pintura de asfalto que lo impermeabilicen y rellenar también con lo mismo todas las hendiduras y grietas. Ya seco, es indispensable una segunda mano para que la superficie quede lisa y libre de burbujas de aire.
Lupe ya se hartó de oír hablar de resinas, espátulas, esencia de espliego, textura y consistencia. Y de las luchas del pueblo de México. Xavier Guerrero y Ramón Alva solo saben una tonada: la de la técnica del fresco, el repellado con arena gruesa y cal, el aplanado con arena fina y cal. Repiten que hay que moler los pigmentos con agua, solo con agua, y que el repellado debe hacerse con dos tercios de cemento y uno de cal y nada de arena gruesa. Xavier Guerrero es el de la voz de mando y asegura que en los pueblos el repellado se hace con un tercio de cemento y no dos tercios, porque lo importante es echarle al muro una capa de lechada de cal muy remolida y bien apagada a la que se le mezcla baba de nopal.
—Ah, sí, ¿y cómo se conserva la baba de nopal? —inquiere Lupe—, si yo me la paso quitándosela a mis nopalitos.
—Se maceran las pencas y se machucan hasta que se pudren, fermenten. La baba que sueltan se mezcla con agua y se aplica. El nopal es el mejor aglutinante de colores.
Al empezar su mural Diego traza sus figuras al carbón sobre la superficie del penúltimo aplanado ya seco; lo hace rápidamente, sitúa a sus personajes en un abrir y cerrar de ojos, luego el dibujo toma fuerza y con un color disuelto en agua vuelve a repasar los contornos hasta lograr un conjunto que le guste. Cuando ya está seguro de cómo va a pintar, coloca sobre el muro las calcas. Son hojas numeradas de papel transparente. Para sus colores emplea distintos pigmentos: ocre rojo, rojo de Venecia, almagre, verde viridián, azul cobalto, azul ultramar, tierra sombra y negro de viña, que deja caer en un plato de peltre; una cagarruta de color que irá comiendo su pincel.
Pinceles de todos tamaños aguardan a que los saque de un ancho pocillo para aplicar tierra de Siena natural, tierra de Siena quemada, tierra de Pozzuoli.
Al principio, Lupe le preguntaba cuántos metros cuadrados había pintado pero pronto abandonó su interrogatorio porque Diego llegaba exhausto y farfullaba: «Hoy pinté seis metros» y caía dormido apenas ponía la cabeza en la almohada. Al menos antes, cuando pintaba solo un metro, le ofrecía ir a ver a Carlos y Dalila Mérida o a los gringos Tina y Edward Weston, pero ahora solo quiere dormir.
—¿Y cuándo vamos a hacer el amor?
—Por lo pronto solo le hago el amor al mural.
Si Lupe escucha las palabras enjarre o aplanado, cal o grano de mármol, se tapa los oídos. Hace meses que sabe que la mejor cal es la que tiene el más alto porcentaje de calcio. También sabe que a la cal deben apagarla por lo menos durante dos meses y medio para evitar efectos desastrosos.
Diego le cede en todo a Lupe. Angelina Beloff, la rusa, se inmolaba, dispuesta al sacrificio; Diego, cuchillo en mano, le cortaba un dedo, una oreja; en cambio, Lupe busca lo suyo. No es solo la esposa ni la compañera ni la madre, sino una carne viva y demandante. Su pura subjetividad exige más que la de Angelina y la de la fogosa Marievna Vorobiev Stebelska, rival de Angelina en París, que la de la Rivas Cacho saciada por su público. La noche en blanco de los primeros días se prolonga y Diego se atemoriza ante la exigencia de su mujer. De pronto, al hacer una calca se sorprende pintando a Lupe con un puñal. Lupe lo trastorna y el único trance en el que quiere vivir es en el de su pintura.
Para Lupe, Diego es una revelación cotidiana, la revelación de su país, la del amor, pero también la del esfuerzo. Nadie, nunca, ha trabajado como Diego que no solo pinta, sino convoca, discute, organiza y regresa exhausto a Mixcalco. Jamás vio a su padre entregarse así. Sus amigos se le parecen en todo. Germán y Lola Cueto salen todos los días al alba a convencer a los niños que corren en la calle, a las mujeres que cantan en los lavaderos, a las que se bañan a jicarazos en la azotea para irse a bailar en la noche. «¡Ustedes van a ser felices si leen y escriben!», dicen a cada instante. Descubren que los títeres son los mejores maestros y dan funciones de teatro en las que el jabón y el cepillo de dientes son los personajes. México tiene que ser un país en el que además de conocer el significado de la higiene y de la enseñanza, todos se duerman habiendo comido lo mismo. Ellos, Germán y Lola, les van a mostrar el camino a los habitantes de Mixcalco. Su entrega no tiene límites.
El nombre de José Vasconcelos salta a la plática a cada momento desde que regresó de su largo exilio en Estados Unidos. Para él, enseñar a leer a los campesinos es una misión como la de los franciscanos que pinta Orozco. Hay que ir a los pueblos, los indígenas son el gran secreto de México, son los patarrajadas a pesar de Benito Juárez. Vasconcelos alega que no podrán pertenecer nunca al México moderno si desconocen la castilla. La educación es la gran esperanza de México, la única salvación de cualquier país. El joven economista Daniel Cosío Villegas asegura: «Aquí se respira un ambiente evangélico…». Según Vasconcelos, en México está naciendo una raza superior a todas, la de bronce. «Estamos forjando un país único», repite. En su viaje a Chile en 1921, convenció a la maestra Gabriela Mistral de venir a México para asesorarlo y escribir sus Lecturas para mujeres. Palma Guillén, la primera universitaria mexicana, se convierte en su secretaria y lo acompaña a visitar escuelas a lo largo y ancho de la República. Funda con la maestra una escuela para mujeres en la calle de Sadi Carnot. En las misiones culturales Luis Quintanilla, el grabador Leopoldo Méndez y el autor de El café de nadie, Arqueles Vela, Manuel Maples Arce, Germán List Arzubide y Fermín Revueltas se convierten en educadores y ordenan la vida de los demás antes que la suya. Primero son los niños sin escuela y luego los campesinos de calzón de manta los que observan al bellísimo Leopoldo trazar las letras del alfabeto sobre un pizarrón o sobre la arena de la playa o sobre un muro en la calle o sobre un grano de arroz. Para complacerlos, Méndez dibuja a cada uno de sus espectadores y arranca las hojas de su cuaderno: «Toma, toma, toma tú, toma, ándale» y les regala el único retrato que tendrán en la vida. Al despedirse insiste en repetir: «Ustedes son la semilla de nuestro continente».
José Vasconcelos convence al presidente Álvaro Obregón —de prodigiosa memoria— de que su misión es civilizadora. Si el pueblo sigue marginado no habrá salvación. México es para todos. Si los indios no salen de su atraso, como pide Domingo Faustino Sarmiento en la pampa argentina, América Latina desaparecerá del mapa.
—¿Tú sabes lo que es el universo?
No, Lupe no sabe más que de Diego y se da cuenta de que tampoco sabe de él, ni de política ni del indio ni de maldita la cosa. Cuando una tarde Vasconcelos habla de la raza cósmica y la señala a ella, se queda en Babia porque se pregunta qué le espera y qué diablos es eso del destino. Jamás ha leído a Homero, a Virgilio, a Platón, a Tolstói o a Shakespeare, ni sabe qué significa la palabra mestizaje ni cuál puede ser el futuro del México fabuloso que levantan entre todos. Vasconcelos habla de Zeus que se metió con Alcmena, la mujer que hizo durar la noche veinticuatro horas y concibió a un hijo tan fuerte como su afán amoroso: Hércules. ¿Cómo serán los hijos de Lupe y Diego? «¿Y ahora qué hago?», se pregunta Lupe. Escucha palabras: laicidad, revolución, filosofía, historia, desasimiento, y se avergüenza porque no sabe qué hacer con ellas.
La voz de Lupe es fuerte y pareja y no cabe en ella una sola duda; a ratos podría parecer monocorde, interrumpida solo por sus «Oye, tú». Se califica a sí misma de loqueta. Todo lo de la cocina le sale fácil y lo hace en un santiamén. Con una sola mano avienta los cubiertos sobre la mesa y caen en el eje del mundo, en el lugar exacto, y a la hora de la comida los platos desaparecen y reaparecen porque ella jamás se sienta sino cuando ya ha servido a todos.
—Vamos a El Buen Retiro, ando cansado, quiero ver qué fotos ha hecho el gringo.
—Dirás que quieres ver a la italiana.
Tina Modotti, la italiana, atrae las miradas. Totalmente distinta a Lupe, es una mujer pequeña que se mueve con gracia. Más desenvuelta que Lupe, no grita para imponerse. Las dos parejas, Tina y Weston, Lupe y Diego, suben a la azotea y el modo de subir la escalera de Tina hace que los perros ladren.
—Desvergonzada —piensa Lupe.
Tina festeja las ocurrencias de Lupe, la sigue con admiración. ¡Qué rostro tan imponente el de la mexicana, qué manotas, qué crines de caballo!
—El domingo que entra, si quieren, podemos ir a Xochimilco —ofrece Diego.
—¡Panzas! ¿No que tenías mucho trabajo?
El domingo, en ausencia de Diego, que no pudo acompañarlos, bogan con Roberto Montenegro y Carlos y Dalila Mérida por los canales de la Venecia de América y Lupe deja caer sus manos dentro del agua. Ver las lechugas y las acelgas, los alhelíes rosas, azules y morados, la pone de buen humor. Además, Weston escogió una trajinera encopetada con el nombre de Lupita. Desde el gran canal es posible contemplar los dos volcanes, sobre todo la Iztaccíhuatl blanca y espléndida, y Lupe contenta recita: «Agua, pero no de río; diente, pero no de gente. ¿Qué es?». Y nadie sabe que es el aguardiente. Tampoco saben beber el pulque que ofrece un campesino que los sigue en una delgada canoa. Lupe canta «La borrachita» y pregunta: «¿Te la sabes, Tina?». Sí, Tina se la sabe porque también a ella se la enseñó Concha Michel.
—Definitivamente Lupe es una mujer de pueblo —dice Ricardo Gómez Robelo a Adolfo Best Maugard.
Lupe es amiga de Gómez Robelo, que muere por Tina, de Adolfo Best Maugard y de Roberto Montenegro, que no saben ni dónde poner sus largas piernas en la trajinera. Los dos pintores rinden pleitesía a su belleza y se entusiasman también con Tina Modotti, aunque Best Maugard prefiere a la mexicana: «Lupe, eres la imagen misma de nuestra cultura» y le tiende un alcatraz cortado al borde del agua. Lupe se encela de Tina a pesar de que la italiana le brinda una enorme sonrisa. De pronto, cuando Tina alaba sus ojos «únicos en el mundo, ojos que nunca había visto antes y nunca volveré a ver», ya no le parece tanta competencia. «Puedo con ella y con otras diez».
Las marquesinas con sus nombres de flores clavadas feminizan los canales de Xochimilco. Cuemanco ya no es un delgado río de agua sino un flujo de puras corolas de flores. «La azucena representa la pureza y la rosa roja la pasión. La orquídea es la seducción y el girasol la falsa riqueza porque se seca al día siguiente», explica, orgullosa, la señora de Rivera.
—Tomaré un pulque curado de apio —aventura Weston.
Cualquier plato sencillo le parece extravagante y le pide a Lupe:
—¿Por qué no nos haces el favor a Tina y a mí de llevarnos al mercado de San Juan?
—¿No prefieren el de la Viga, que es más grande? —se entusiasma Lupe.
—¿Cómo les doy los chapulines? ¿Fritos, tostados o cocidos? ¿Solitos o con sal y limón? ¿Los quieren enchilados? —pregunta la vendedora que desde su canoa levanta sus ollitas de barro.
Los extranjeros aprenden que los chinicuiles se crían en el maguey y que nada es más delicioso que una tortilla con guacamole. Se enseñan a comer mixiote con sabor a tierra y chicatanas rojas, «hormigas que se muelen con sal y chile de árbol después de cortarles la cabeza y las patas porque esas amargan».
Los camarones son diminutos, nada que ver con los mediterráneos, pero resultan jugosos. Tina prueba el pato envuelto en lodo y xoconostles, pero como sabe a barro lo prefiere en pipián. Weston se enorgullece de que su paladar aguante el chile de árbol que temen hasta los yucatecos.
Weston compra sus cigarros en El Buen Tono, en la calle de Pugibet. Los dos, Tina y Weston, fuman como chimeneas. Cuando Lupe tose al prender su primer cigarro, que sostiene entre el índice y el pulgar, la italiana ríe y Lupe se lo devuelve. «Es que yo no fumo», explica.
No cabe duda, México es mágico, sus raíces, cortezas, granos, plantas, semillas y flores alivian el mal de ojo e inspiran buenos sentimientos, calman los nervios y nulifican las malas intenciones y las envidias. Weston y Tina Modotti recurren a las hierbas medicinales, se hacen limpias con pirul, ruda y limón contra la maldad, temen a los malos espíritus y consultan a hueseros, chupadores y yerberos. Su afición los acerca a Lupe y a su molinillo para batir el chocolate, sus ollas y cazos de cobre, sus cucharas de madera, su metate en el que muele maíz, sus guajes de todo tipo y la maravillosa olla de barro con agujeros que ella llama pichincha.