CAPÍTULO 7

PICO

Según El Universal, el delegado apostólico del Vaticano, monseñor Ernesto Filippi, vino desde Italia a México a colocar la primera piedra de la estatua de Cristo Rey en el Cerro del Cubilete. Aún no hay nada pero los fieles se prosternan frente al enviado de Pío XI. «Ofrezco la indulgencia plenaria a todos los que asistan a este acto sagrado». El presidente Álvaro Obregón se enoja: «Esto es una falta de respeto a nuestra Constitución y al Estado laico», le dice a Aarón Sáenz, y sin más le aplica el artículo 33 que expulsa de México a los extranjeros indeseables.

El Episcopado Mexicano se disculpa ante el Vaticano: «Sírvase presentar al Santísimo Padre nuestra pena e indignación por la arbitraria, injusta y despiadada expulsión del Delegado Apostólico, monseñor Ernesto Filippi. Lamentamos la ofensa inferida implorando perdón».

Lupe aplaude al presidente Obregón: «¡Qué bueno que le enseñemos al mundo cómo somos! Dice Diego que si seguimos al Nigromante habremos avanzado un siglo». «¡Quién sabe cuál vaya a ser la reacción de la Virgen de Guadalupe! —comenta Concha Michel—. En México es ella la que manda».

—Pues manda mal —exclama Diego.

—¿Cuántas veces te he dicho que no te metas con ella? —responde Concha—. Aquí todos somos guadalupanos.

—¡Matan y esquilman al primero que se les atraviesa pero son guadalupanos! —respinga Diego.

—Sí, Panzas, Concha tiene razón. Además, te casaste por la Iglesia.

Por toda respuesta, el pintor besa su mano y Lupe se fastidia: «Te pasas horas mirando mis manos y luego las pintas como si fueran sarmientos».

—Pintar manos es lo más difícil…

—¿Más que una cara? ¿Más que un cuerpo?

Antes de que Diego termine el mural en la Escuela Nacional Preparatoria en San Ildefonso, Lupe se embaraza. «¿Qué va a ser de mí?». Esa vida que crece dentro de ella le estorba, le quita su garbo, la ensancha y la adormece, a veces tropieza al subir la escalera y sus crines negras se caen a puños. «Me voy a quedar calva». Como es alta y delgada, su panza destaca como un globo: «Allá van Lupe y Pico», comentan los amigos.

—Se llamará Diego.

—¿Y si es mujer?

—Será varón, quiero un varón —se enoja Lupe.

Diego ya tuvo un varón.

A Lupe le molesta sentir sueño a todas horas y sobre todo no acompañar a Diego.

Los desnudos de Lupe impresionan a quienes los ven: su cuerpo irradia energía, es un río, una raíz.

La niña Guadalupe Rivera Marín nace el 23 de octubre de 1924. Al igual que sus amigos, el pintor también la llama Pico.

A los pocos días, Pico enferma y Lupe se persuade de que su hija va a morir. La niña, con su gorrito de olanes como el que usan las mazahuas para espantar los malos espíritus, llora día y noche:

—No seas mala madre, mójale un algodón con agua azucarada y pónselo entre los labios —le espeta Concha Michel.

Pico sigue mal.

Diego le cuenta a Alejandro Sux, el escritor argentino de paso por México, que su hija recién nacida no come.

—Mi hija se va a morir, nada detiene su diarrea —explica Lupe.

—Mujer, eso tiene solución.

Alejandro Sux pone a hervir agua con arroz y se la da a Pico en una mamila. La niña bebe hasta quedarse dormida.

Lupe retoma su vida. Además de los pintores, toda una corte se mueve en torno a Diego, quien al fin y al cabo pertenece a la clase dominante, a la raza privilegiada de la que habla Vasconcelos. Muchos mexicanos lo consideran un atlante y lo buscan, entre ellos Stanislav Pestkovski, el embajador de Rusia en México en 1925, quien goza de una enorme popularidad en los círculos políticos.

El embajador invita a Diego a cenar con Maiakovski, recién llegado de Cuba a Veracruz. Para ir a la cena, Lupe se corta un vestido largo de satén negro, una maravilla que la dramatiza, y cuelga de su cuello una cadena de oro. Después del brindis, Luis y Leopoldo Arenal atacan a Diego:

—¡Estás vendido al gobierno burgués! ¡No se puede pertenecer al partido y trabajar para los ricos!

Diego guarda silencio, pero Lupe pide la palabra y de pie frente a los comensales lo defiende.

La miran sorprendidos, ¿cómo es posible que una mujer se atreva a meterse en una discusión de hombres? Fascinado, Maiakovski observa a Lupe arremeter roja de furia:

—Miren, señores, yo creo que el arte es autónomo y no tiene nada que ver con la política. Diego puede pintar como quiera y donde quiera, incluso en el culo de Stalin, si se le da la gana.

El embajador Pestkovski mira azorado a esa belleza alta que brilla como un carbón encendido y ahora lo interpela: «El gran país, la Rusia que todos admiramos, no puede ser tan limitado como para censurar a sus creadores, ¿verdad, embajador?».

Diego, con la boca abierta, descubre en Lupe a una mujer insospechada. Antes de salir tras ella alcanza a reclamar: «Ni siquiera los representantes de la burguesía francesa me han faltado al respeto como ustedes». Maiakovski sale también pisándoles los talones. Los ojos de Lupe a punto de llorar de rabia son un imán azul y verde. Maiakovski le besa la mano, palmea a Diego, fascinado por esa pareja extraordinaria. En la puerta, Diego detiene al poeta ruso: «Nosotros nos vamos pero tú tienes que quedarte, la cena es en tu honor. Mañana te busco».

Del brazo de Lupe camina en silencio y cuando han recorrido dos cuadras la abraza:

—Te agradezco lo que hiciste.

Maiakovski es uno de los muchos extranjeros que arriban a México atraídos por su leyenda. Diego fue por él a la estación de Buenavista y el ruso le pidió ir a los toros, pero una vez adentro le resultó intolerable la «alegría malvada» del público y salió enfermo, tapándose los oídos para no escuchar los ole de la multitud. Diego le explica que la Revolución aún no termina, que México sigue armado y está llamado a desbancar a su poderoso vecino. Cuando Estados Unidos, que Maiakovski llama América, apenas balbuceaba, en 1539 México ya contaba con la primera imprenta del continente. «Nosotros somos los civilizados, ellos los bárbaros». México le dio al mundo el chocolate, la vainilla, el jitomate. «Ya, ya, ya, Diego, ya lo sé». Finalmente, Diego remite al poeta a Xavier Guerrero porque a él lo espera el andamio frente a su mural, pero Xavier es un hombre bueno y paciente. «Llévalo a El Machete, que conozca a Rafael Carrillo y al viejo Laborde, a los camaradas, que le cante Concha Michel».

De Estados Unidos se expatria la escritora Katherine Anne Porter y durante diez años, entre 1920 y 1930, regresa a nuestro país porque «vivir en México es superior a vivir en América». Los mexicanos no son ciudadanos de segunda, tampoco son unos resentidos frente a Estados Unidos, al contrario, tienen un proyecto de nación pluricultural. Anita Brenner, cuyos padres fueron dueños de una hacienda en Aguascalientes, también escoge México porque le fascinan su cultura, el pasado arqueológico y las artesanías. Frances Toor, una gringa formidable, conmueve a Diego por su total devoción a las artesanías y a las costumbres, y Diego la llama Paca o Pancha. Ya en diciembre de 1921 Robo, el poeta Roubaix de l ’Abrie Richey, invitado a México por Ricardo Gómez Robelo, había escrito una carta de doce páginas a Tina y a Weston.

Hay más poesía y más belleza en la figura solitaria, envuelta en un sarape y recostada a la hora del crepúsculo en la puerta de una pulquería, o en una joven azteca de color bronce que amamanta a su hijo en una iglesia, de las que se podrá encontrar jamás en Los Ángeles en los próximos diez años. ¿Puedes imaginarte una escuela de arte como la de Ramos Martínez donde todo es gratuito para todos (mexicanos o extranjeros): clases, comida, alojamiento, colores, lienzos, modelos, todo gratuito? Ningún examen de admisión. La única condición es que uno quiera aprender.

En Taxco, William Spratling convence a Wenceslao Herrera, el mejor platero del estado de Guerrero, de abandonar la filigrana y crear sus propios diseños. «Los artesanos mexicanos son un verdadero lujo, van a causar sensación en Nueva York y en París». A Diego Rivera le ofrecen «unos idolitos» que compra a precios irrisorios. Cantinflas responde a quien lo invita a pasar un fin de semana en Taxco: «No, porque no sé hablar inglés».

Además de asombrarse por la desigualdad social y extasiarse ante esa joya tirada en medio de los llanos de Puebla que es la iglesia de Santa María Tonantzintla, con su cúpula barroca cubierta de angelitos golosos y sus muros de oro henchidos de sandías, naranjas y uvas moradas, los visitantes descubren que el poder del clero es ilimitado. Dueños de tierras y haciendas hasta en la lejana y blanca Mérida, el clero manda en el país. El cura no solo es dueño de su parroquia, hereda la fortuna de todas las beatas, viudas y Caballeros de Colón a quienes les dio la absolución en el confesonario. De pronto surge otro México insospechado para los viajeros. Además del país que hace gala de su fe en las trescientas sesenta y cinco iglesias de Cholula, en el estado de Puebla, el pensamiento político de México resulta tan volcánico y contradictorio como el Popo y el Izta, listos para hacer erupción si se multiplican los pecadores. Descubrir a Ignacio Ramírez, que se llama a sí mismo el Nigromante, es adentrarse en otro México del que nada sospechan ni Estados Unidos ni Europa. Es un México temible. De conocerlo, Maximiliano y Carlota jamás se habrían aventurado a cruzar el Atlántico.

Ignacio Ramírez se puso así, Nigromante —el mago que le abre los ojos al Quijote— porque él quiere abrírselos a los mexicanos: «No hay Dios, los seres de la naturaleza se sostienen por sí mismos». Se indigna porque el sistema educativo de México es el último del mundo entero; dentro de la incipiente industria no hay laboratorios científicos ni expertos en agricultura y los casi doce mil kilómetros de costa se desaprovechan. Para Ignacio Ramírez, nada de «Padre, Hijo y Espíritu Santo», solo la ciencia puede mejorar la vida del hombre, como lo demuestra «la triple divinidad que vaga por el mundo y se llama electricidad, vapor, imprenta». La prédica de la Iglesia católica aniquila la natural rebeldía del ser humano con la promesa de una vida mejor en el cielo: «Hay que vivir el presente, disfrutar el aquí y ahora». Ramírez se gana el odio de eclesiásticos y curas de parroquia, pero Diego Rivera lo admira tanto que planea añadir a uno de sus murales su «Dios no existe» en la primera oportunidad.

«Estamos en el siglo de las desilusiones y las ciencias nos apremian a declararnos emancipados de toda religión o credo. ¿Cómo podemos creer en algo sobrenatural cuando se nos mueren más de diez millones de connacionales de hambre, rodeados de miseria y de enfermedad?», se pregunta el Nigromante a los diecinueve años en la Academia de San Juan de Letrán.

Diego Rivera aboga por el Nigromante en sus conferencias, y si pinta a los indígenas en cada pincelada es porque ha comprobado a lo largo de sus murales que México es el mismo del siglo XIX. Ahora, en 1924, los indios siguen siendo el grupo más marginado de México y las mujeres las más olvidadas. «Esa es una ignominia, y los culpables son los curas que se han apoderado de todo». Al redactar la Ley de Educación para el Estado de México, Ignacio Ramírez dispuso que «cada municipio enviase al Instituto Literario a un joven pobre, inteligente y de preferencia indígena, para realizar sus estudios superiores».

Lupe, a quien el nombre no le dice nada, pregunta a la hora de cenar: «¿Por qué hablas tanto de ese individuo, tú?».

—Porque fue la mente más lúcida que ha dado México.

—¿Solo porque no creía en Dios?

—No solo por eso, es el autor de las leyes fundamentales de los pueblos; por él, se repartirían todas las haciendas cuyos propietarios disfrutan sin trabajar; por él, los jornaleros no serían esclavos del capital; por él, todos los niños irían a la escuela y terminaría la ignorancia de los olvidados; por él, cada campesino disfrutaría del producto de su trabajo; por él, todas las mujeres serían bravas como tú, Prieta Mula; por él, no habría explotados y los más pequeños tendrían derecho a quejarse.

—¿Y qué sacan con quejarse si de todas maneras nadie les hace caso? —replica Lupe.

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