CAPÍTULO 9

CHAPO

Fermín Revueltas y Siqueiros le reclaman a Diego la destrucción de los murales de Xavier Guerrero en la Secretaría de Educación Pública. También el maltrato a Jean Charlot y a Amado de la Cueva. David Alfaro Siqueiros, cada vez más agresivo, golpea la mesa en la casa de Mixcalco, y Revueltas —menos alto y fuerte— lo imita. Diego recibe la doble embestida sin inmutarse. Desde la cocina, Lupe grita:

—No te dejes chamaquear por esos inútiles, ¿no te da vergüenza?

—Con tu permiso, Diego —Siqueiros se levanta.

Entra a la cocina seguido por Fermín Revueltas y toma a Lupe de los hombros, la empuja hacia la recámara y la encierra con llave. Diego, impávido, no levanta una mano para impedirlo.

—Tú decides cuándo soltar a la fiera —Siqueiros le entrega la llave a Diego y se despiden como si nada hubiera pasado.

Días más tarde, Siqueiros lee en la primera plana de La Prensa que de la ventana de la casa de Diego Rivera en Mixcalco cuelga una manta: «En esta casa no vuelven a poner sus cochinos pies el padrote de Siqueiros y el borracho de Revueltas».

A raíz de su segundo embarazo aumenta la desconfianza de Lupe. «Tú te vas con alguien», encara a Diego. De pie, vestida de negro, aguarda la respuesta. Como Diego, exhausto, cierra los ojos, Lupe le escribe a Tina una carta llamándola puta.

Apenas pone la cabeza en la almohada, Lupe repasa a la italiana en la película de su mente y la mira caminar, comer y dormir. Recompone su historia: al principio congeniaron pero Tina cambió mucho. En su primer viaje a México le pareció elegante, fina, su falda negra bien cortada, sus zapatos de trabita a la moda. «Seguro son zapatos italianos». Reía, se movía bonito, y sobre todo, sus modales eran elegantes y graciosos. Tomaba a Lupe del brazo para felicitarla por su chocolate espumoso y con voz cantante decía: «¡Bravo, bravo!». Pero cuando Weston regresó a California y la dejó atrás en México, se hizo fodonga y Lupe y la camarada Concha constataron el cambio. «Óyeme, ya se dejó ir».

Lupe comenta a Concha: «Mira el daño que hace el comunismo a las mujeres. La gringa esa o la italiana o lo que sea, ya se hizo figurosa, ni se arregla, anda mechuda, todos los días con la misma ropa». «¡Ay sí, y tú tan peinada!», responde Concha. «¡Pues mis cabellos serán rebeldes pero no ando greñuda como la enana comunista! Lo que pasa es que la florearon tanto que se la creyó».

—Te ciegan los celos, tu hermano Federico no sale de casa de Tina. Xavier Guerrero la enamora y el cubano Julio Antonio Mella, que es muy guapo, solo viene a la sede de El Machete para verla.

—¿Y qué hace ella ahí si no sabe hacer nada?

—Toma fotografías y escribe a máquina.

Ajeno a los celos de su Mula Prieta, Diego se entrega a la capilla de Chapingo a la que acude todas las madrugadas. Viaja en tren a Texcoco con dos albañiles, Juan Rojano y Efigenio Téllez. Los pintores Pablo O’Higgins, Ramón Alba Guadarrama, y el más joven, Máximo Pacheco, son sus ayudantes.

En 1923 el gobierno de Obregón trasladó allí la Escuela Nacional de Agricultura, a la antigua hacienda pulquera. Ver por la ventanilla los magueyes que marchan en apretadas filas, los encinos y pirules en posición de firmes, las ondulaciones del maíz y pensar en los colores, en las proporciones, absorbe a Diego, como lo absorbe tratar de adivinar qué pensará Máximo Pacheco, el pastorcito otomí que le sonríe desde su asiento en el vagón.

—¿Qué por acá no se dará el trigo? A mí me gusta más el pan que las tortillas —informa Pacheco.

—Aquí se da el maíz, tú perteneces a la civilización del maíz y Pablo, el güero, a la del trigo.

—¿Entonces por qué come tortillas como yo?

—Porque quiere ser mexicano.

—¡Pues qué bárbaro! Toda la vida es mejor el pan.

La exhacienda de Chapingo tiene diez mil hectáreas de un terreno plano y fértil. Antes fue paraíso de los jesuitas y ahora pululan en ella los descreídos.

Cuando Diego regresa exhausto, Lupe arremete:

—¿A poco solo te van a pagar veinte pesos?

—Sí, y de allí voy a darle a los ayudantes.

—¡Veinte pesos! Pero si eso es lo que cobra un pintor de brocha gorda. ¡No puedo creerlo, Panzas! Vas a tener otro hijo.

—Los pintores somos obreros, no burgueses.

—Pero tu familia tiene que comer.

—Sí, Lupe, pero nosotros, los muralistas, trabajamos para el pueblo y estamos lejos del individualismo burgués. ¿Cuánto crees que gana Orozco?

—¡No puedo creer que si pintas los muros de la Secretaría de Educación Pública, los de la capilla de Chapingo y no sé cuántos más, no tengas para el gasto!

En Chapingo, en su Canto a la tierra, Diego exalta la revolución agraria. En el muro frontal de la escalera escribe: «Aquí se enseña a explotar la tierra. No a los hombres». Elige los mitos griegos y además la hoz, el martillo, la estrella roja en manos de obreros y campesinos. Abandona el ocre. Toma el azul y el rojo, el azul del cielo de Chapingo y el rojo de las rosas que se dan en abundancia.

A Emiliano Zapata y a Otilio Montaño los arropa y abona la tierra con sus cuerpos. Son dos entrañables difuntitos envueltos en el sarape rojo de su ideología, su rostro descansado y su bigote que, a pesar de la muerte, crece fuerte y tupido como el maíz. Diego se adelanta al Zapatita humilde del escritor Jesús Sotelo Inclán, quien se crio en tiempos de hambre y fue el primero en reconocer y defender al caudillo en su Raíz y razón de Zapata. Durante la Decena Trágica, la madre de Sotelo Inclán veía a los pobres recoger cáscaras de tuna en la acera y llevárselas a la boca.

Diego le pide a Lupe, entonces embarazada, que pose con su vientre abultado.

—Vas a ser la figura principal del muro detrás del altar. Eres la imagen perfecta de la tierra fecundada. Vas a representar la tierra, el agua, el fuego, el viento, la fuerza de la vida…

—¿En el altar?

—Sí, vas a ser la Madre Tierra. Te voy a coronar con un arcoíris soplado por los cuatro vientos.

—¿Quién más va a posarte? —desconfía Lupe.

—Tú, Graziella Garbalosa, Concha Michel, Luz Martínez…

—¿Y a la italiana dizque fotógrafa la vas a pintar? —lo interrumpe.

Para su despecho, Diego pinta con fervor a la Modotti. Uno de los desnudos más bellos es el suyo: «La tierra dormida», su cabello negro escondiéndole el rostro.

—Te va a nacer un magueyito en la mano para desafiar a la modernidad.

«Germinación» convierte a Tina en un árbol, una raíz, un chopo de agua. Posar con los brazos en alto es muy cansado pero Tina jamás se queja. Tina posaría para Diego en cualquier postura, acuclillada, de bruces, sus miembros estirados hasta el paroxismo. Algunas sesiones han sido lentas y duras pero jamás se ha quejado, ni siquiera la han amedrentado las irrupciones de Lupe:

—A ti no te reclamo —le espeta—, al que le reclamo es a este desgraciado porque voy a tener otro hijo con él y debe mantenernos, yo no puedo trabajar porque la mayor está débil. De este infeliz lo único que me interesa es el dinero que gana.

—En cambio a mí no me interesa nada de lo que a ti te interesa, Lupe. Rivera es un artista al que admiro y posar para él es un privilegio. El dinero de sus cuadros y dibujos no corre ningún peligro conmigo…

—Pues a ver si el Panzas, con su caracolito, puede con tu desenfrenado apetito, putaaaaa…

Lupe es incapaz de sospechar que Tina y Diego hablan durante horas de Uccello, Giotto y Piero della Francesca. Diego constata que la Kodak está a punto de desbancar a la pintura. «Hay que temerle a la fotografía». En cambio, Lupe solo discurre acerca de la carestía de las tortillas y de lo putas que son las extranjeras. Jamás podría imaginar que Diego ha encontrado en Tina una interlocutora a su altura. El modernismo, las técnicas que amenazan con desbancar a la pintura, son temas que preocupan a ambos. El Estadio Nacional en construcción albergará a sesenta mil espectadores, el arte está volviéndose monumental. ¿Cómo mirar el mundo a partir del avance de las máquinas? Tina toma fotos del nuevo edificio que construye el arquitecto Carlos Obregón Santacilia, camina bajo el enjambre de cables de luz y de teléfono y los retrata con su pesada Graflex.

Para Lupe, que Diego Rivera, casado con ella, observe día tras día otro cuerpo desnudo es una inmensa ofensa. Claro, antes, en el Anfiteatro Bolívar, Diego pintó a varias encueradas, pero ella aún no aparecía en su vida. Solo ella —la legítima— puede desvestirse ante él. ¡Desgraciado! La devoran los celos y examina con tristeza su cuerpo. «¿Me estaré poniendo fea?». Con sus ojos —lluvia de azufre— podría ametrallar a la Monotti y a cualquiera de las putas que rodean a Diego porque él es su marido ante Dios. Solo ella, doña Lupe Marín, es la señora de Rivera.

Cuando Carleton Beals y Edward Weston viajan a Chapingo, consignan en sus diarios su emoción ante los murales. Dos tremendos desnudos dominan el espacio: a la derecha Tina Modotti, a la izquierda Lupe Marín, ambas provocadoras y monumentales. Para Weston, que Diego haya escogido a Tina para pintarla es un honor inmerecido; gracias a Diego Rivera Tina es parte de la historia del arte universal. Tina también agradece que el mayor pintor del continente americano la haya señalado entre todas las mujeres.

Contribuir a la gloria del muralismo mexicano, que tanto ella como Weston conocen a fondo porque lo han retratado, es un privilegio. Si la salvaje mujer de Diego no lo entiende, allá ella. Resistir sus denuestos es defender el arte.

Asomada al balcón de la calle de Mixcalco, Lupe ve a Tina venir del brazo de Diego. Los dos ríen. Convertida en basilisco, grita desde lo alto:

—¿Qué haces con esa puta, desvergonzado? ¡Tú y ella parecen enamorados!

Tina, que venía a posar, se da la media vuelta.

«Si vuelves a ver a esta tal por cual, la próxima vez que invites a tus amigotes del Partido Comunista me encuero —lo amenaza—. Voy a sentarme en tu equipal para que me conozcan tal y como me pintaste y vean que estoy mejor que esa tipeja. Ni siquiera llevas la cuenta de los cuernos que tienes porque esa italiana es de todos, empezando por el chaparro Xavier Guerrero y otros más que yo me sé».

El 18 de junio de 1927 nace Ruth, prieta como su madre y con los ojos saltones de su padre.

—Esta niña está más negra que el chapopote —exclama Diego y la llama Chapo.

Lupe cuida a Pico y a Chapo. Diego no las ve ni los domingos. Regresa a su casa a las dos o tres de la mañana y se deja caer como Tláloc sobre la tierra. Solo convive con su mujer e hijas en las fiestas y posadas en la casa de Mixcalco.

Los celos de Lupe —con Chapo recién nacida en brazos— hacen que Diego se aleje cada día más de la casa de Mixcalco.

Tina, la militante, se la vive en redacción de El Machete en la calle de Uruguay, frente a una máquina de escribir y toma fotografías que se publican en primera plana. Si Weston huyó de ella a California —según Lupe—, Tina, en México, sigue siendo la mujer que todos codician.

«Weston no se la llevó por cuzca», insiste Lupe.

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