CAPÍTULO 11

JORGE CUESTA

Aunque a Lupe le resulta atractivo Pablo O’Higgins «porque es un gringo decente y guapo», le irrita su timidez y prefiere la compañía de Novo, ácido y malévolo. Como O’Higgins, el guatemalteco Carlos Mérida es de muy buen ver pero su única conversación es la pintura. Mil veces mejor abrirle la puerta al encanto de Villaurrutia, ese dandi de chaleco mandarino de cuatro bolsas. Máximo Pacheco, Amado de la Cueva, Ramón Alva Guadarrama y Fermín Revueltas beben demasiado y para colmo son fanáticos de la Revolución mexicana.

Lupe entra a un mundo nuevo: el francés de la calle de Mixcalco. Gide maravilla a los Contemporáneos. Desde México quieren embarcarse con Baudelaire, viajar al centro de sí mismos. Mientras tanto, recortan al prójimo y festinan a quienes solo hablan de México y su revolución. Los muralistas giran en torno a la noria de la injusticia social. Jean Charlot —el ayudante francés, guapo, educado por los jesuitas— se indigna de que José Vasconcelos salga de su oficina y baje el ala de su sombrero con tal de no ver a esa masa morena y demandante que grita desde los murales.

En la noche, las niñas Guadalupe y Ruth se recluyen en su habitación y los invitados solo las ven de pasada, aunque una mañana Tina Modotti capta con su Graflex a Pico con su gorrito de olanes como los usan las mazahuas.

Los Contemporáneos se identifican con El hijo pródigo, la valentía de André Gide y hacen suya la consigna «hay que perderse para reencontrarse», como lo confirma Xavier Villaurrutia en su conferencia La poesía de los jóvenes de México en la Biblioteca Cervantes.

Para un escritor desaparecer es fácil porque nadie lee. Al terminar su charla, a la que asisten menos de diez personas, Villaurrutia se presenta con un hombre altísimo que le tiende a Lupe una mano morena tan larga como la suya:

—Su madre es hija de franceses; se apellidan Porte-Petit…

—Parece faquir —observa Lupe—. Es más alto que Diego Rivera.

—Es delgado —explica de nuevo Xavier—, se llama Jorge Cuesta y nació entre palmeras y flamboyanes en Córdoba, Veracruz. Va a entrar al Conservatorio a estudiar violín.

Lupe confronta a Cuesta.

—A usted ya lo medí…

Jorge Cuesta la mira con un solo ojo, el derecho, porque su párpado oculta el izquierdo. «Si no fuera por ese ojo cucho, sería guapo», se dice a sí misma, mientras los labios carnosos de Cuesta se anclan en un beso en su mano derecha y ella intenta no anclar los suyos en su párpado.

Ya sentado al lado de Villaurrutia, Jorge la observa ir de la cocina a la sala e ignora que Lupe le preguntó a Villaurrutia:

—Oye, tú, ¿qué le pasó?

—Cuando era niño, en Córdoba, se le cayó a la nana y se dio un golpe en la esquina de un aguamanil, pero así como lo ves sabe mucho…

—¿De qué, tú?

—De todo, de música, de ciencia y de literatura.

Lupe los escucha preguntarse: «¿Ya leíste Plain-Chant de Cocteau?». «Hay que desmexicanizar a México». A Alfonso Reyes, exiliado en París, los franceses le han contagiado su malicia, por eso se ha vuelto más inteligente. A su lado, ellos son apenas unos sonámbulos, unos náufragos que ni siquiera pueden cantar en las barcas, como el tímido José Gorostiza que escribe: «Y pues nadie me lo pide / ya no tengo corazón. / Quién me compra una naranja / para mi consolación». Alfonso Reyes lo felicita y Gorostiza responde que solo son «unas cuantas líneas sentimentales», pero Villaurrutia alega que a Cocteau le encantarían.

El ingenio de Cuesta, la sagacidad de sus comentarios, deslumbran a Lupe. Es un cuchillo tan filoso como ella.

También Gorostiza admira a Cuesta y Owen insiste en repetir que es el crítico más perfeccionista imaginable. «Conoce toda la literatura francesa, traduce a Paul Éluard, a Mallarmé, incluso a John Donne. Su rigor es admirable. Francisco Monterde piensa publicarle La resurrección de don Francisco en su revista Antena».

A Lupe le halaga que los intelectuales vayan a Mixcalco por ella, no por Diego. Ignora que lo critican; de saberlo los sacaría a escobazos. Cuando le asegura al tímido José Gorostiza que para ella la amistad de Villaurrutia es un regalo del cielo, este sonríe mientras ella le explica: «Si Xavier me invita a dar una vuelta, soy la mujer más feliz de la tierra».

—Muchos de los que te visitan, Lupe, no estiman a Diego —informa Salvador Novo.

—Oye, tú, cizañoso, pues a mí no me lo dicen porque los mato.

Gorostiza deja de ir pero Novo, Owen y Villaurrutia nunca la abandonan. Comentan su inteligencia, la finura de sus rasgos, su cuello de cisne, sus manos. ¡Qué distinguida! A pesar de que Villaurrutia le llega al hombro, cuando él la invita Lupe no se separa de su lado.

Jorge Cuesta le parece cada vez más agradable. «A lo mejor estoy vendiéndole mi alma al diablo», le dice él. Lupe, que acaba de leer La guerra y la paz, alega que Dostoievski es superior a Tolstói porque «se saca todo de las entrañas. También Pushkin me vuelve loqueta, lástima que murió tan joven; ¡lo que podría haber dado! ¡Ay, pero Dostoievski!».

—¿Qué leíste de Dostoievski?

Los hermanos Karamázov.

—¿Y qué más?

—Solo ese, ¿por qué?

—¿No conoces Crimen y castigo? Mañana mismo te lo traigo.

Fascinado por esa fuerza de la naturaleza descubierta en la calle de Mixcalco, Cuesta aparece con frecuencia. Muy pronto, entre los dos se tensa el cable del deseo.

Ella liga a los Karamázov a la canción de los dos arbolitos que parecen gemelos escuchada en la radio.

—En el fondo ese Raskólnikov es un soberbio, ¿no crees que lo demuestra en el Mercado del Heno? —alega Lupe.

—Era un hombre angustiado, él mismo se acorralaba.

—¿Y por eso mata ancianas a hachazos?

—Es más complejo que eso, Lupe…

—Ya lo sé, todo lo que escribe Dostoievski es «más complejo».

Lupe atraviesa de un salto la habitación, sus pensamientos parecen recorrer su cuerpo, iluminan su pelaje. Brilla negra frente a los ojos de Jorge, cruza la pierna derecha sobre la izquierda, yergue su magnífica cabeza, qué fuerza en sus dientes, qué notable la forma en que lo mira, a veces implorante, otras como una fiera. Sus largos brazos, terminados por manos prodigiosas listas para el abrazo o el puñetazo. Para Jorge, cada una de las palabras de Lupe es un llamado.

—Oye, tú, Jorge, ¿el pensamiento es una experiencia sensual? —pregunta Lupe.

Cuesta se echa para atrás y le cuenta que los Contemporáneos preparan la primera antología de poesía mexicana moderna, y que entre todos escriben fichas bibliográficas y críticas.

—¿Un crítico es uno que orienta a los demás? —pregunta Lupe.

Lupe esconde en el cajón de su ropa interior las cartas que Jorge le envía y no le cuenta ni a Xavier Villaurrutia el impacto que sus declaraciones ejercen sobre ella. «Creo que estoy a punto de caer en el abismo». Sus labios oscuros tienen de por sí algo herido, como si Diego la hubiera maltratado; entre los gajos del labio superior hay profundas hendiduras listas para abrirse. A escondidas lee la carta que Jorge inserta entre las páginas de Crimen y castigo:

Lupe […] Te he hablado a pesar de que al hablarte miro que te hiero, pero ya te digo que yo me hiero más hondamente, que yo sufro más horriblemente y que el mayor mal que me ha hecho la vida y que «todavía puede hacerme» es que «tenga que» hacerte daño «fatalmente», sin que nada en mí pueda evitarlo, a pesar de que todo en mí llora de verlo y se enloquece de sentirlo. Pero lo más fuerte en mí es quererte, «quererte toda» con una fiebre que me hace sentir cómo mi vida se consume en ella, cómo se da a consumirse, en la alegría que recoge de entregarse. […] Nada de tu vida puedes negarme si te quiero, Lupe. […]. Jorge.

Lupe le da vuelta a las hojas, y como si la atraparan en un acto vergonzoso mira hacia la puerta: «El Panzas siempre llega tarde». Piensa que este Jorge escribe enredoso, pero así son ellos, los intelectuales, les urge destacar, pero ¿cómo? En cambio, todo mundo sabe quién es Diego. Lo que sí, después de oírlos, es que Lupe irrita a Rivera al explicarle que los revolucionarios son unos sinvergüenzas, una bola de comevacas a quienes siguen puras viejas putas, pulqueras y pulguientas. ¿Qué cosa buena le han hecho a México, a ver, cuál?

—Yo, Panzas, nunca me pondría uno de esos suéteres de Chiconcuac.

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