El 24 de diciembre de 1924 Julio Jiménez Rueda —crítico y académico de la lengua— sentencia en El Universal: «Hasta el tipo de hombre que piensa ha degenerado. Ya no somos gallardos, altivos, toscos […]. Es que ahora suele encontrarse el éxito, más que en los puntos de la pluma, en las complicadas artes del tocador». Para Jiménez Rueda, escritores afeminados como Novo y Villaurrutia no tienen ningún compromiso con la realidad mexicana, solo piensan en París.
Dos meses más tarde, el 19 de febrero de 1925, Novo responde también en El Universal: «Lo que necesitamos ustedes y nosotros son lectores, pero nosotros los tenemos y ustedes no, por obvias razones».
La cultura es propiedad de caudillos como Vasconcelos y artistas como Diego Rivera. ¿Cómo es posible que ese piquito de jotos malcriados liderados por Novo pretendan hacerle creer al pueblo que lo mejor está en Francia?
«¡Abrámonos al mundo!», repite Villaurrutia.
Torres Bodet publica su libro Contemporáneos: notas de crítica para fijar los propósitos del grupo.
«¡Pandilla de vendepatrias! ¡Bola de creídos!», reacciona Germán List Arzubide.
En el primer número, el pintor Gabriel García Maroto critica a Diego Rivera. En respuesta, Diego arremete contra los Contemporáneos y los llama «maricas».
En Argentina la revista Sur y en Nicaragua los seguidores de Rubén Darío alaban a los Contemporáneos, por eso Ermilo Abreu Gómez insiste en acusarlos de extranjerizantes. Antes colaboró en Contemporáneos con más de veinticinco artículos sobre Sigüenza y Góngora y Sor Juana Inés de la Cruz, pero ahora critica a la revista «más atenta a Francia que a los problemas del país» y la acusa de «refinada» y «fuera de la realidad. Es lo más alejado del pueblo de México».
—El propio Abreu Gómez aplaudió a Gutiérrez Nájera y a Rubén Darío, cuya meca es París —se enoja Novo, quien le asesta uno de sus satíricos sonetos que nada tienen que ver con los «simpáticos bordados rococó» de los que acusan a los afeminados:
Acueste, sorjuanete, grafococo,
desmedrado calvillo, yucateco,
cuyo padrote, eyaculado en seco
le diera el semiser en semimoco.
Considera a este «Ermilillo» un huevo de pájaro sin yema, así como juzga que la Suave Patria que todos alaban es una flatulencia de López Velarde.
—El nacionalismo es la peor trampa porque nos empequeñece —protesta Cuesta, quien llama miopes a los nacionalistas y a la cultura local, la de la jícara y el metate, un empequeñecimiento indigno, «una forma de egoísmo».
Coinciden el filósofo Samuel Ramos y su gran amigo José Gorostiza, aunque son menos radicales y a diferencia de él creen en la tradición que irrita a Cuesta y lo hace decir: «¿Cuándo se oyó a un Shakespeare, a un Stendhal, a un Baudelaire, a un Dostoievski, a un Conrad, pedir que la tradición le fuera cuidada y lamentarse por la despreocupación de los hombres que no acuden angustiosamente a preservarla? La tradición no preserva sino vive. Ellos fueron los más despreocupados, los más herejes, los más ajenos a esa servidumbre de fanáticos […]. La tradición es tradición porque no muere, porque vive sin que la conserve nadie».
Salvador Novo se pitorrea de la «conciencia de raza». Odia los petates, los huaraches, las escopetas y la Revolución mexicana, tan viril y sombreruda, le parece demagogia pura.
Los Contemporáneos se abren a la España del 27, a Enrique Díez-Canedo, a Manolo Altolaguirre y a León Felipe sin sospechar que años más tarde se refugiarán en México. Desde Argentina, Jorge Luis Borges; desde Guatemala, Luis Cardoza y Aragón; la uruguaya Juana de Ibarbourou; los cubanos Jorge Mañach y Juan Marinello, y el extraordinario chileno Pablo Neruda festejan a Contemporáneos. En México, Cuesta colecciona con fervor números de Sur.
—En el próximo número tendremos un poema de García Lorca —anuncia Bernardo Ortiz de Montellano, corrector y distribuidor de la revista. Enloquece por el Primero sueño de Sor Juana y escribe su Segundo sueño; después se entusiasma por el Romancero gitano de García Lorca.
—¿Sor Juana? —le pregunta insidioso Novo.
—¡Claro, Sor Juana es un milagro!
A la mañana siguiente recibe en su oficina un mensaje de Novo:
Otro dato importante de la vida
de esa monja que estudias con empeño
es que tenía su entrada y su salida.
Y que a fin de engendrar Primero sueño
a falta de una verga a su medida
entre las piernas deslizose un leño.
Lupe almacena con más o menos exactitud lo que escucha y Cuesta repite que el Rivera más auténtico es el cubista que ella no conoce. La Revolución mexicana lo irrita hasta encolerizarlo: «Los movimientos revolucionarios tienen, entre otros, el efecto de que ocupen los puestos públicos personas sin experiencia política y, muy a menudo, sin ninguna capacidad intelectual. Pero es irracional señalar en esto una imperfección o un vicio del movimiento. Pues toda revolución es naturalmente catastrófica para los valores establecidos y favorable para la vulgaridad; esa es su naturaleza y su virtud». Rechaza la política de los muralistas por panfletaria y de los tres prefiere a Orozco pero eso no se lo dice a Lupe. «El fresco La trinchera es un ejemplo fiel de la grandeza y la novedad de su pintura. Nunca antes hubo en México un arte con tanta dignidad», escribirá en El Universal en 1935.
***
En septiembre de 1927 un telegrama estremece la casa de Mixcalco 12. Lunacharski, comisario de Cultura de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y amigo de Maiakovski, invita al maestro Rivera a Moscú para que asista al décimo aniversario del triunfo de la Revolución de Octubre.
—No vas —se enfurece Lupe.
—Sí voy. Lunacharski ha logrado alfabetizar a toda Rusia. Además, le hizo un juicio a Dios.
—Al que voy a hacerle un juicio es a ti, idiota.
Lupe se le echa encima y Diego no alcanza a esquivar las patadas y los golpes a puño cerrado que se apagan en su vientre. En un momento dado tropieza con una silla y cae al suelo con toda su inmensa humanidad, y Lupe lo ayuda a levantarse solo para seguir golpeándolo. El ambiente es insoportable. Pico, de tres años, suplica: «No, no, no, mamá». Chapo, de apenas tres meses, se le une desde la cuna con su llanto. A Pico los jalones, golpes, cachetadas, puñetazos y patadas entre Diego y Lupe la marcarán toda su vida.
Ambas criaturas solo cuentan con su nana Jacoba.
—Salgo a la Unión Soviética —confirma Diego a Pablo O’Higgins y Máximo Pacheco.
—Lárgate con tus chichonas. Cuando regreses no me vas a encontrar —grita Lupe desde el segundo piso de Mixcalco ante los ojos espantados de Lola y Germán Cueto.
Pico, desprotegida, se parapeta tras el barandal de hierro:
—Papá, ¿todo se muere?
—Sí, Piquitos, todo se muere.
—¿También el fierro?
—Sí, también el fierro muere…
La relación entre los barrotes oxidados y la partida del padre marcan a la niña, que durante meses evita acercarse al barandal.
En Mixcalco, alguna mañana Pico tomó pincel y colores y embarró la tela que su padre dejó pendiente en el caballete. «¡Pico, mira nada más qué hiciste!», se enojó Diego, y la niña respondió: «Papá pinta, mamá pinta y Pico pinta». Ahora cree, atemorizada, que a lo mejor Diego se fue por su culpa.
Toda su vida conservará la futura doctora Lupe Rivera Marín una obsesión por su padre. Aferrarse a él es una tabla de salvación, el antídoto contra el maltrato de su madre, si él la ama no puede pasarle nada. ¡Pero se va y sin él no tiene sino recuerdos que la humillan!
En el momento mismo en que Lupe, casada con Diego, descubrió el Monte de Piedad en el Zócalo, lo incorporó a su camino.
—Oye, gordito, fíjate que vi una cosa en el Monte de Piedad…
—¿Qué viste, Marín?
—Una cosita así de nada, un anillo…
—¿Cuánto baila?
—Casi nada…
No había terminado de hablar cuando ya Diego había puesto el dinero en sus manos.
Es tanto su afán por poseer collares, aretes y anillos que lleva a su hija de la mano, y como la niña no le permite escoger con tranquilidad la amarra a la reja de Catedral y le dice al policía: «Ahí le dejo a esta niña». Sin esperar respuesta, atraviesa la calle y entra al Monte de Piedad a la sección más iluminada, la de las sortijas empeñadas. Tiene predilección por las esmeraldas colombianas y varias la esperan en el aparador pero el precio es altísimo. «A ver, enséñeme estas medallas de la Virgen de Guadalupe, no, no, esa no, aquella, la más gruesa, la que está engarzada de diamantes».
Afuera, el policía le pregunta a la niña que llora: «¿Dónde se fue tan a la carrera tu mamá?» y Pico señala la puerta del edificio del Monte de Piedad.
Cuando por fin sale, Lupe encuentra a su hija orinada y llorosa: «¡Muchachita idiota! Mira nada más cómo te pusiste, así de apestosa tengo que llevarte a la casa». El policía la observa y dice en voz alta: «Algunas mujeres no deberían ser madres». Lupe finge no oír, jalonea a Pico y la empuja hacia el escalón del tranvía a punto de arrancar. «Vete allá atrás», sienta a su hija lo más lejos posible.
Al atardecer, algunos de los Contemporáneos la visitan y ante ellos Lupe maldice a Diego, «ese canalla, sinvergüenza… Apenas puedo ofrecerles un café porque ese desgraciado se largó sin dejarme un quinto».
Villaurrutia, Lazo, Novo, Owen, se arrebatan la palabra. A Lupe le parece guapo Bernardo Ortiz de Montellano, quien solo abre la boca cuando todos se han ido para recitarle a Amado Nervo: «El día que me quieras tendrá más luz que junio / la noche que me quieras será de plenilunio». «Estoy preparando la biografía de Nervo. Además quiero escribir sobre López Velarde». Jorge Cuesta, también uno de los últimos en despedirse, alega que Nervo es un personaje aborrecible pero de mente seductora y opina que López Velarde, el zacatecano, es «apenas un paisajista».
Villaurrutia, el más entendido en política, anuncia que el 13 de noviembre de 1927 tres fanáticos católicos, entre ellos el jesuita Agustín Pro, intentaron arrojar dinamita al automóvil de Obregón. El general, ileso, siguió su camino a la plaza de toros. Una semana después mandó fusilar sin juicio a los tres en una comisaría de la colonia Tabacalera.
—Los fanáticos van a terminar matando a Obregón —sentencia Novo.
—¿Tú qué opinas, Lupe? —interroga Villaurrutia.
—Que los curas y las monjas deberían rostizarse en el infierno.