Lupe y sus hijas descienden del tren a las cuatro de la mañana. La ansiedad de ver a Jorge se transforma en furia cuando se da cuenta de que nadie la espera.
Con Chapo en brazos y Pico aferrada a su falda, camina a tientas: «No te sueltes», ordena a la hija mayor.
Por fin distingue a un guardagujas con una linterna:
—¿Por dónde llego a Potrero? —grita.
—Caminando.
—¿No hay transporte?
—A esta hora no, está aquí a cincuenta metros.
Uno de los guardias le indica la barda del ingenio, tan alta y larga que parece contener a un pueblo.
Toca varias veces antes de que Jorge, envuelto en su bata, salga a abrirle:
—¡Qué pena! ¡De tanto leer me quedé dormido! Pasa, pasa…
—¿Qué pena? ¿No tienes otra cosa que decir, idiota? —se enfurece Lupe.
—Yo te esperaba desde ayer, estaba atento al reloj, me ganó el sueño…
¡Qué mal comienzo!
Sobre la mesa desordenada, Lupe ve un cenicero repleto de colillas, una cajetilla vacía, un diccionario, Los monederos falsos de André Gide y El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde.
Jorge levanta a Chapo: «¿Tienes hambre? ¿Quieres un vaso de leche?». A la niña se le iluminan los ojos.
En cambio, a Lupe el encuentro con Jorge la ensombrece. La casa es diminuta y las habitaciones huelen a cigarro, Jorge apenas la mira, la única contenta es Chapo-Ruth, de año y medio, que tiende sus brazos al hombre que parece no caber en ninguna parte.
En los días que siguen, Lupe se encierra porque el aire le trae aromas que le disgustan y no entiende qué es lo que pasa en la hacienda. La pequeñez de la casa la ofende. Jorge se aparece a mediodía y en la noche solo tiene ojos para la hija menor de Diego Rivera.
Al paso del tiempo, Lupe adquiere la certeza de que su amante ha cambiado: «El hombre ejerce su derecho cuando la mujer depende de él. A mí, Jorge ya me tiene a la mano y por eso no me atiende», escribe en una hoja de papel.
No hay cama matrimonial, solo cuatro camas estrechas.
—Parece casa de obreros en California —comenta Lupe.
—¿Y cómo conoces las casas de los obreros de California?
—Por las postales que tenía Diego.
Además de los galerones del ingenio, en el jardín abundan los plátanos que sirven de sombra al atardecer. Allí sí, Lupe respira el aire que sabe a vainilla y las niñas corren encantadas por el calor que las envuelve. La naturaleza les contagia su exuberancia, qué pródiga es la vegetación, qué noble. Lupe escucha el silbato de un tren y le pregunta a Jorge por él: «Es el Huatusquito, un tren de vía angosta que va de Córdoba a Coscomatepec. Un día voy a llevarlas a dar la vuelta». El olor a café también es embriagante.
—Mañana te muestro las calderas en las que destilamos el alcohol —sonríe Jorge.
A las niñas las deslumbran los flamboyanes. «Aquí los árboles dan flores», se extasía Pico. Es cierto, los guayacanes estallan de amarillos y rosas.
—¿No quieres recoger huevos frescos? —pregunta Jorge a Pico.
«Las gallinas son erráticas —comenta Lupe—. Todo el día picotean el suelo como idiotas y seguro que aquí, con tanto sol, no encuentran ni gusanos».
Jorge lleva a su mujer del brazo a conocer el horno de carbón para extraer el azúcar de la caña.
—Después recogemos la caña trizada en esta tina, luego pasa a la destiladora donde se agrega la medida de alcohol etílico y…
—¿Y ese polvo horroroso en el aire?
—Es de la caña, te acostumbrarás, al principio también a mí me chocaba. Mira, ¿ves aquella mesa llena de botellas y probetas? Es mi laboratorio.
Jorge es una aparición alta y distinguida bajo el techo de la destiladora; los trabajadores lo saludan con respeto. Reconocen su autoridad y Lupe se enorgullece al pensar que ese hombre ante quien se inclinan la escogió a ella.
A un lado de la destiladora se alinean el gallinero y la carbonera. En son de broma, Jorge le aconseja a Chapo que no vaya a meterse en ella, no la vayan a confundir.
Lupe Marín recoge los huevos hasta que Pico aprende y trae a la cocina una canasta demasiado pesada para ella. Mientras la niña limpia los frijoles a la sombra de un plátano, su madre piensa que su nueva vida es totalmente distinta a lo que esperaba.
—¡Qué larguísimos tus dedos, mamá, qué ágiles! —la admira Pico.
—Ya no les voy a decir ni Pico ni Chapo, ya están grandecitas. Las voy a llamar por su nombre.
En el jardín, Ruth evita pisar a las hormigas. Tampoco teme a los insectos. Sonríe a todas horas y cuando ve a Jorge corre hacia él. Su hermana, en cambio, insiste: «Me quema el sol, me duele la panza, huele feo, vámonos de aquí, quiero regresar a México, me choca Potrero, quiero a mi papá».
Por más intentos que hace Jorge por acercarse a la niña, ella lo rechaza. Nunca le pasa por la cabeza que Jorge pueda tener un interés real por ella. «Es más lista que Ruth y va a llegar más lejos», le dice a Lupe, pero la niña sigue mirándolo como a un enemigo.
Jorge pasa todo el día en la destiladora y al ponerse el sol los cuatro cenan en familia. Lupe acuesta a las niñas y aguarda sentada en la cama a Jorge, quien permanece horas frente a la mesa, la cabeza entre las manos. Solo el llanto de Ruth lo saca de su lectura, entonces la toma en brazos y la arrulla hasta volverla a dormir:
—¿Y ahora a ti qué te pasa? —se enoja Lupe—. ¿A mí quién me va a dormir?
—Esta niña está muy flaca, Lupe, le voy a dar un tónico para que suba de peso.
—Déjala, si no es vaca para que la pongas a engordar.
El cambio al que la obliga su nueva vida en Potrero desconcierta a Lupe. «Nunca imaginé que viviría así». No tiene con quién comunicarse. La caña de azúcar, el café, el tabaco, la naranja a la que llaman china son sus rivales. Ninguna Concha Michel en el horizonte. Las largas charlas con Villaurrutia y Novo quedan relegadas tras un paisaje que devora ideas y sentimientos.
Enamorada como está, pretende convencerse de que Jorge y Potrero son lo mejor para ella, pero Cuesta la ve como un mueble estorboso dentro de la pequeñez de la casa. Después de la merienda en la que Lupe se esmera, se encierra en su lectura. Lupe da vueltas entre las sábanas hasta que a las tres de la mañana lo llama: «Quiero regresar a México», y Jorge la mira entonces como si fuera una Citrus hystrix, una especie de toronja de raíces ácidas y superficiales.
Para Lupe, un mercado es lo más cercano a la felicidad y su abundancia de frutas y verduras la reconcilia con la vida. Los jitomates cubiertos de gotas de agua, los chiles que brillan, las berenjenas moradas se le vienen encima y escuchar la palabra marchantita es un bálsamo. «Una probadita, ándile. Pásele, güerita, le doy su pilón». Mujeres de frente ancha le tienden naranjas partidas a la mitad, guisos de chile y de pepita, aguas de flores y de semillas. Le enumeran los frutos de la región, el chile tabasqueño y el comapeño y los tepejilotes y los chayotes que aquí son los más dulces del mundo, tanto como la calabaza de Castilla. Le ofrecen las vainas de jinicuiles. Es verdad que el aguacate es grande y sabe a pura mantequilla, y el zapote negro machacado haría un dulce insuperable.
—Con naranja, marchanta, hágalo con naranja.
Es el único momento en que olvida el polvo de la destiladora al que le atribuye su constante estornudo. «Si va a Córdoba no vaya a dejar de comprar el pan que venden en el mercado Revolución», aconseja su marchanta.
Sus verdaderos amigos son los vendedores que la miran ofreciéndole la vida de sus legumbres.
Aunque el mercado la remite a Diego, se niega a extrañarlo, tanto coraje le tiene. «¿Con qué garra andará ese gordo?». En cambio, su hija mayor insiste: «Mamá, quiero ver a mi papá; mamá, ¿qué hace mi papá sin ti? Mamá, extraño a mi papá; mamá, vámonos a México a buscar a mi papá».
Los domingos Jorge las lleva al rancho de Tepatlaxco en lo alto de la montaña, rodeado de barrancas. Extiende los brazos al cielo y les dice que han llegado a la cima, que son tan altas como la bóveda celeste.
«Tóquenla, tienen el mundo a sus pies. Ustedes reinan sobre los abismos y los colores porque allá se extiende el rosa, más allá el amarillo, aquella mancha detrás del monte es una lluvia de oro, en la negrura de la barranca posiblemente hallen una gruta en la que vive un tigre diminuto. Ustedes pueden domesticar el abismo si se lo proponen».
Quién sabe si la fertilidad del paisaje impresione a las niñas, pero desde luego a Lupe Marín le fascina el olor de las gardenias. Escucha a Jorge explicar que miles de ellas amanecen todos los días en Fortín. «Miren, Chapo y Pico, cualquier semillita que trae el viento florece y se convierte en un flamboyán».
La riqueza de la vegetación y la de los ranchos visitados hace que Lupe Marín imagine que a lo mejor Jorge será rico un día, cuando mueran el horroroso don Néstor y las dos horrorosas Natalias.
—Podemos ir a Atoyac a comer langostinos pero es una excursión de un día… Te va a gustar la barranca de Metlac, es un paseo que deja pasmados a todos…
—¿No nos picarán los moscos? —pregunta Lupe, que protesta cuando Jorge sentencia: «Córdoba está entre lo mejor del estado más bello del país, el de Veracruz».
—Cómo va a ser bello si es una región tan malsana… Será bella su vegetación, pero en la plaza doña Fidela me hizo una lista de los estragos que causan las fiebres perniciosas, el paludismo…
Jorge le cuenta que su padre siembra tabaco bajo los plátanos porque la anchura de las hojas protege las matas y también mejoran el sabor de la semilla de café. «La semilla viene de Abisinia». También le repite que él introdujo en Córdoba la naranja de ombligo, pequeña, dulce y atrofiada con una verruguita que parece ombligo saltado. «¿Sabes?, la mejor tierra es la de la selva veracruzana», anuncia orgulloso.
Le oculta que acostumbra inyectarse sustancias de su propia invención que lo transportan al paraíso. Si Lupe quisiera compartirlas se las ofrecería, pero la Marín no bebe ni el vino de mesa con el que Jorge acompaña su comida.