Por fin don Néstor Cuesta y su esposa Natalia se dignan visitarlos en Potrero, los dos altísimos y muy bien parecidos; él severo y prepotente, de traje oscuro, y ella de falda negra hasta el tobillo y velo en la cara «contra los mosquitos».
—Los mosquitos hemos de ser mis hijas y yo —le comenta Lupe a Jorge.
Lupe y su suegra se encontraron en la capital una vez porque Jorge insistió en que se conocieran. Hoy domingo, doña Natalia apenas si mira a las niñas y don Néstor solo se dirige a Jorge. Ante el rechazo, Lupe guarda un silencio rencoroso:
—¿Pensaste en lo que te dije de aprovechar la remolacha? —pregunta don Néstor.
—Sí, pero no sé si sea una buena inversión, necesitamos terreno para cultivarla, ahora todo está ocupado por la caña…
—Medítalo, haz cuentas y luego hablamos con más calma. Vinieron a verme Carlos y Ricardo Capistrán y están muy agradecidos con tu fórmula. Los mangos de Manila llegaron intactos a Noruega.
Hasta entonces el mango, la más perecedera de las frutas, se pudría en el trayecto a Europa, pero la fórmula de Cuesta retrasó su maduración. El Alquimista hizo un primer experimento con una manzana, después con un mango Manila al que inyectó y guardó durante semanas en una caja. Al abrirla lo encontró intacto.
Carlos y Ricardo Capistrán envían de Veracruz a Noruega más de cien cajas de mango Manila. Por cable, los importadores los felicitan:
«Los mangos llegaron en perfecto estado. Requerimos otra dotación».
Cuesta utiliza la misma fórmula para conservar los mariscos y gana fama de mago. En Córdoba, en Fortín, en Huatusco lo llaman el Químico, así como en la Ciudad de México los Contemporáneos lo bautizaron como el Alquimista.
Los cordobeses consideran que el hijo mayor de los Cuesta es un genio y tienen tanto que agradecerle a él como al Tratado de Córdoba que dio la independencia a los mexicanos en 1821.
En el mercado, las marchantas llaman a Lupe la mujer del químico y la sabiduría con la que sus largas manos toman romanitas y coliflores, chiles y calabazas, las halaga. «Esa marchanta sí sabe comprar, será capitalina pero sabe escoger».
Las empresas que se dedican a la refrigeración de alimentos se enteran de la proeza de Cuesta, lo amenazan porque no tiene ni patente ni permiso de laboratorio alguno para promover su invento, ¿cuál es la fórmula? Conseguir los permisos requiere dinero: «Nosotros te prestamos», lo alienta Ricardo Capistrán.
—Para poder entrar a uno de los grandes laboratorios necesito más de los mil pesos que me das por cada envío de fruta —responde Cuesta.
Aunque Lupe repite que está enamorada como una loqueta y como nunca antes, los aportes de su amante a la agricultura la desplazan. Las conversaciones nunca giran en torno a ella sino a la china y la forma más segura de protegerla. Jorge jamás recuerda la Ciudad de México ni levanta los ojos hacia Lupe, cuando en la capital solo vivía para ella. Al no reconocerla, la humilla. Una noche, un ventarrón abre la ventana y Jorge la cierra, el aguacero lo empapa, Lupe le ofrece: «Ven, te voy a secar», pero él solo busca una toalla y Lupe protesta: «Otro día muerto, desde hoy en la mañana presentí que este sería otro día muerto. A mí nada me ha salido bien, hasta he pensado en irme sin decirte nada, largarme así nomás». Y como Jorge guarda silencio, se enoja y las facciones de su rostro se afean: «Jorge, tú eres una caja de hielo, congelas el pescado, la fruta y tu pito».
Este nuevo Jorge no solo la decepciona, la aburre. Extraña la vida de la ciudad y a su querido Villaurrutia. Los chismes y los sarcasmos de Novo también le hacen falta.
Contagiado por los árboles, Jorge guarda silencio. A veces lo rompe para explicarle a Ruth que la flor más bella de Córdoba es la gardenia.
—Se parece a los vestidos que mi mamá se ponía en la casa de Mixcalco —comenta Pico, para quien todo es nostalgia. El tren pasa con frecuencia y su ulular hace que pregunte dónde andará su papá.
Jorge pasa el día entero en su laboratorio, y en la noche el ruido más pequeño lo hace saltar como resorte fuera de la cama y gritar: «El tlacuache va a comerse a las gallinas».
—No salgas, para eso tienes velador —alega Lupe.
—Aunque sea un gato, tengo que ver qué sucede.
Que un tlacuache se coma una gallina lo pone en un estado de nervios inexplicable. ¿Estará loco?
La verdad es que Lupe, la mujer que tanto lo apasionó, ahora lo harta. En su conversación de todos los días ya no encuentra la desenvoltura ni la gracia que los Contemporáneos festejaban y su inesperada docilidad de compañera lo decepciona, aunque de vez en cuando ella regresa a sus ataques de furia.
—Nunca antes me había dado cuenta de que te sientes un genio incomprendido, pero ahora que te conozco te lo digo muy claro, por más que te desveles jamás serás un Dostoievski…
Lupe perfecciona sus reproches a medida que pasan los días. Repasa mentalmente su discurso con distintas entonaciones:
«Estoy desilusionadísima de ti, antes me parecías genial. ¿Recuerdas que te dije un día que desde adolescente, por contraposición al medio en que me había criado, deseaba tener una pasión desenfrenada? Estaba dispuesta a tenerla por ti y tú has pisoteado lo que desinteresada y noblemente te ofrecí». Cuando se lo espeta, Jorge se lleva las manos a los oídos: «Lupe, ¿qué pasquines has estado leyendo últimamente?».
Así como el nacionalismo, Jorge aborrece el sentimentalismo.
Lupe recupera su furia: «Eres un desvergonzado, un pobre diablo. Tú lo que querías era vivir conmigo una vida puramente animal como si a mí eso pudiera satisfacerme. He venido a descubrir aquí que eres un tenedor de cuentas, un gañán sietemesino».
Si Jorge hace un movimiento, Lupe lo desafía:
—Ándale, pégame, pégame, solo te falta pegarme, no comprendo cómo pude abrazar a un individuo tan abyecto y cruel. Nunca imaginé hasta qué punto podías humillarme.
La humillación es real. Lupe es menos fuerte de lo que aparenta. Cualquier pretexto es bueno para insistir en frases que parece haber oído en la radio. «No me contestas porque nada debe exigírsele a una histérica, a una loca, ¿verdad? ¿O a una enferma, a una imbécil? He tolerado que me avergüences hasta lo increíble, si pudieras hasta me escupirías en la cara».
La verdad es que a Lupe Potrero la mata de tedio y como no es maternal y ocuparse de sus hijas le parecería falso, jamás se fija en lo que dicen, nunca retiene sus deseos u ocurrencias, las preguntas infantiles se quedan sin respuesta; inaccesible, solo se empeña en que estén limpias. Solo da órdenes: «Ruth, que no te dé el sol, de por sí ya eres negra». «Lupe, hazle caso a Jorge cuando te habla», y vuelve al único tema que le interesa: Lupe Marín Preciado, la hija de Francisco Marín y de Isabel Preciado. Según ella, en Potrero vive en contra de sí misma. «Jorge, de ninguna manera me convence el matrimonio».
Jorge solo se alza de hombros.
El único que los visita es Gabriel, el hijo del dueño del ingenio, Erich Koenig. Alto y apuesto, cumple con el primer requisito del código moral de Lupe: vestir bien. Recién llegado de Nueva York, opina de libros y de pintura y la hace reír. En las tardes de lluvia, que son frecuentes, alaba sus «ojazos verdes», le cuenta de Lord and Taylor y Saks en la Quinta Avenida, y le aconseja hacer gimnasia como las gringas para no atrofiar su cuerpo ni su cerebro. «Eres glamurosa». «¿Qué es eso?». «¿No sabes lo que es el glamour? Además tienes chic. Entre las calles de los rascacielos, el Empire State Building y el Waldorf Astoria, causarías sensación».
Le explica que a él no le importan las divorciadas, a diferencia de los provincianos. Para él, Lupe es una mujer de mundo, con un enorme chic natural. Usa la palabra chic en cada una de sus frases. «Cualquier cosa que te pongas te queda fenomenal por alta y delgada. Podrías ser modelo, las grandes capitales del mundo te contratarían de inmediato», insiste.
«¿Cuáles son las grandes capitales del mundo?», pregunta Lupe. «París, Roma, Londres, Berlín, Nueva York… Los americanos modernos y vanguardistas sabrían valorarte, pero aquí en este rancho solo yo te comprendo». Por primera vez Lupe cae en la cuenta de lo que significa ser divorciada. A lo mejor por eso nadie los visita. «Aquí, a las niñas y a mí nos van a salir hongos». Gabriel festeja cada una de sus puntadas y le rinde pleitesía. Si las niñas interrumpen su diálogo, Lupe les ordena: «Váyanse a fondear gatos por la cola».
Cada vez que la ve salir de su casa, Gabriel le ofrece su brazo y le canturrea al oído «Tea for Two».
—Es un imbécil —constata Jorge.
—A mí me parece un cosmopolita y me hace más gracia que tú.
La niña Lupe pesca una tifoidea. Natalia, la madre de Jorge, pontifica: «Eso se cura con un té de cucarachas».
—Que tu mamá no toque a Pico —se enfurece Lupe.
En el ingenio, los únicos amigos de Pico y Chapo son los hijos de los trabajadores. Lupe olvida sobre la mesa una moneda de plata de veinte centavos y Pico la aprovecha para comprar dulces y compartirlos con sus amigos, el del trapiche, el de la lavandería, la niña de la remolacha,el mandaderito, la hija del mecánico, que es muy graciosa. Cuando Lupe Marín la descubre, la agarra a cachetadas delante de los demás niños.
—¿Desde cuándo les pegas a tus hijas? —pregunta Jorge escandalizado.
—Desde siempre.
—Es una salvajada.
—La madre soy yo, la que educa soy yo. A mí así me enderezaron.
Aunque Jorge las defiende, Pico, la mayor, lo detesta y le ordena a Chapo: «Cuidado y lo quieras. Por culpa de ese hombre no tenemos papá, ese tuerto no es nada nuestro».
Ajeno al odio que provoca, Jorge le enseña a Pico a amar los libros. Leen en voz alta Rosas de la infancia de María Enriqueta. Cuando la niña entra a la escuela, su lectura es tan fluida que deja boquiabierta a su maestra. «Vivimos en el ingenio de Potrero», explica la niña. «Con razón, Cuesta, el Alquimista, debe haberle comunicado su adicción a las letras a esta criaturita», concluye la seño Esther.
Jorge mira a Pico con aprensión; a pesar de todos sus esfuerzos la niña lo rechaza: «Tú no eres mi papá».
—¿Y qué quieres que yo haga? —alega Lupe—. También Ruth está enojada contigo pero no dice nada porque es chiquita y collona.
En la noche, los trabajadores se reúnen en torno a una fogata; Lauro, el mayor, le dice a su vecino:
—La mujer del químico es igual a la mulata de Córdoba. ¿Viste sus labios gruesos y sus pelos chinos de negra?
Según él, la mulata de Córdoba, una bruja que iba a ser quemada en leña verde hace cientos de años, ahora camina sobre las largas piernas de Lupe dentro del ingenio de Potrero y acostumbra sentarse a la sombra de un plátano cerca del gallinero a observarlo con malos ojos. «¿Qué no han visto lo oscuro de su piel, lo inquieto de su mirada y el veneno en sus palabras? A la mulata la encarcelaron, pero ahora esa prieta tiene embrujado al ingeniero Cuesta. La sacó del fondo del infierno y la encierra en Potrero junto a las dos mocosas que ni suyas son».
Cuenta la leyenda que un carcelero descubrió sobre un muro del calabozo un dibujo al carbón de un barco bellísimo y le preguntó a la mulata:
—¿Tú lo hiciste?
—Yo misma. ¿Qué le falta a este barco?
—Le faltan las velas.
La mulata las dibujó.
—¿Y qué más le falta, carcelero?
—Le falta el mástil.
Lo agregó también, para asombro del vigilante.
—¿Y qué otra cosa?
—Mujer ingrata, no veo qué puede faltarle a ese barco.
—Solo le falta navegar —lo desafió la mulata—, y te aseguro que navegará muy lejos.
—¿Cómo?
La mulata saltó entonces dentro del barco, que zarpó y desapareció al abrirse el muro de su celda.
—Oye —le pregunta Lupe a Jorge—, ¿por qué hay tantos negros?
Jorge no se detiene en su propia negritud y le cuenta que muchos de ellos llegaron a Veracruz. Hasta en la familia Cuesta hay una mulata: Cornelia, madre de don Néstor, a quien Jorge ama más que a nadie, incluso más que a Natalia, su hermana.
A finales del siglo XVI los esclavos negros llegaron de África a Veracruz. Eran más numerosos que los indios y mucho más que los españoles, pero al casarse con veracruzanas se diluyeron.
—¡Ay Dios, tú! ¿No serás de los diluidos? —se burla Lupe de Jorge, sus dientes a punto del mordisco.
***
En 1948 Xavier Villaurrutia y Agustín Lazo habrán de estrenar la ópera La mulata de Córdoba en el Palacio de Bellas Artes.