Según Novo y Villaurrutia, Lupe se ve mucho menos hermosa de cuando se fue. «A ti el campo te sienta mal», ironiza Agustín Lazo. Concha Michel también se sorprende: «Lupe, ¿qué te pasó que estás tan fregada?». A la Marín se le cae el pelo. Ha subido unos kilos, pero sobre todo Novo desconoce en esa mujer de ceño fruncido a la diosa de Mixcalco.
¡Más de un mes sin noticias de Jorge! Lupe le escribe fuera de sí: «Vente como sea; si tienes que robar, roba, si tienes que matar, mata, pero ven pronto para que pases conmigo tu cumpleaños. No puedo esperar más, estoy completamente desolada. No seas ingrato».
La respuesta proviene de doña Natalia:
«Nuera querida: A tu edad ya deben estar calmados los hervores de la sangre, cálmate y espera con paciencia; mi hijo está ocupado con su padre y no puede irse solo por tu capricho. Se irá cuando se desocupe, debes resignarte. Tu suegra».
Por fin, Jorge regresa a la Ciudad de México al lado de Lupe y a los dos días le escribe a su madre:
13 de abril de 1929
Querida mamá:
Me vine casi de escapada, pues recibí aviso «enérgico» de Lupe, y me encontré con que está con algo de gripa y las dos chicas en cama con viruela loca, lo que no me quería decir para no alarmarme demasiado, pero quería alarmarme lo suficiente para que viniera en cuanto pudiera.
Estoy muy bien, pero con la prisa dejé las inyecciones. Te suplico que me las mandes junto con los calcetines de Chapo y míos, pues no me traje sino los puestos y dejé también las dos canastitas de vainilla.
Néstor te habrá dado mi encargo. Quiero ver si es cola y pega, para dar ocasión a que se acaben los disgustos, más que quedaré con relativa libertad para ayudar a mi papá en lo que pueda, sobre todo ahora que se viene un momento en que faltará el dinero. Por eso te suplico que le hagas luego el encargo «a la tía», diciéndole que te mande avisar el resultado.
Te escribiré luego y te estaré diciendo cómo sigo. Tu hijo que te quiere. Jorge.
La Unión Nacional de Productores de Alcohol y de Azúcar le ofrece trabajo. Mientras se termina el departamento de Tampico 8 que Diego Rivera ha dispuesto para sus hijas, Jorge alquila una casa en el antiguo barrio de Chimalistac, al lado de la ermita de los Carmelitas Descalzos en el Callejón del Huerto, totalmente despoblado.
—Oye, aquí todo queda lejos y no podemos visitar a nadie —se queja Lupe.
—Es temporal, además las calles tienen nombres como Paseo del Río, Secreto, Vizcainoco, Fresno, ¿no te parece poético?
Lupe se alza de hombros, también a las niñas las atemorizan las calles solitarias y nadie les permite acercarse al río a pesar de sus muchos puentes y la escasa profundidad de sus aguas.
Al fin la vida le regala a Jorge un respiro y se mudan a la calle de Tampico 8. Cuesta ahorra dinero para encargarle a un buen ebanista muebles estilo Chippendale; primero un alto librero de caoba que Cuesta transforma en biblioteca y ahí pasa la mitad de la noche frente a un escritorio de persiana que las niñas codician.
—Si lo rompen les voy a dar una paliza. ¡Nada de tocar los libros de Jorge! —regaña Lupe.
—Deja que les pierdan el miedo. Así aprenderán a quererlos —las defiende.
A la entrada de la casa, en una fuente de piedra, Jorge alimenta varios peces de colores que Pico y Chapo disfrutan.
—Estoy escribiendo sobre la poesía de Paul Éluard; tienes que leerlo, Lupe.
Concha Michel visita a su antigua amiga:
—Te ves de la patada.
—Creo que estoy embarazada.
Concha habla poco de sus dos hijos, la maternidad no es lo suyo.
A mediados de 1928 Diego regresó decepcionado de la Unión Soviética. No encontró lo que buscaba, lo acusaron de participar en campañas antisoviéticas porque opinó a favor de Trotski; tampoco vio a su querido Lunacharski, que ya no goza del reconocimiento del Soviet Supremo ni es ya el gran crítico de cultura ni clausura iglesias y monasterios ni sus acciones de hombre de Estado conmocionan a la Comintern. A pesar de todo, consigue sembrar la semilla de la curiosidad en Serguéi Eisenstein para que venga a filmar a México.
El relato del regreso de Diego de la URSS llenó páginas enteras de los diarios. A Jorge Cuesta nadie lo conoce. En cambio, todos quieren saber de Diego. Gracias a él, la celebridad rodea de nuevo a Lupe. ¡Ah, cómo quisiera compartirla! En cambio, Cuesta es un desconocido. Del único que hablan los periódicos es de Chavo, como Lupe llama a Novo.
—Tú te lo buscaste por andar de ofrecido, no tenías ninguna necesidad de ir a pasar vergüenzas a la URSS —le espeta Lupe en cuanto ve a Diego.
—Por lo visto a ti tampoco te fue tan bien.
Diego tiene cuarenta y dos años y sigue siendo una presencia enorme en la vida de México, y no se diga en la de Lupe, quien corre a consultarlo y a recriminarle: «¿Quién es esa changa que acaba de salir de tu casa?». Lo acosa: «Tienes que mantener a tus hijas, desvergonzado, de nuevo se retrasó tu mesada».
Diego le entrega ciento cincuenta pesos al mes: «No me alcanza, Panzas». A veces Lupe es dulce, otras una furia, entonces lo llama idiota y Diego no se inmuta.
—Ven a ver lo que pinté, Prieta Mula.
Curiosamente, a Diego sigue fascinándole la opinión de su exmujer.
Aunque lo critica, Lupe se mantiene al tanto de todo lo que hace gracias a Concha Michel, extraordinaria informante. En cambio, Jorge la irrita por incomprensible, por los juicios que emite, por discurrir acerca del grupo sin grupo y su pasión por la inteligencia. ¡Qué aburrición! No entiende a qué se dedica ni en qué se le van largas horas tristes y malhumoradas; tampoco lee su poesía, ni Dios lo mande.
En cambio, de Diego lo quiere todo. Según la camarada Concha, el pintor pasa sus domingos en Coyoacán con la familia del fotógrafo alemán Guillermo Kahlo. «Su hijita Frida le da mucho jalón a tu Panzas».
Lupe recuerda entonces a la muchachita fea y gritona que acudía a la Secretaría de Educación a verlo pintar.
—Les dicen el Elefante y la Paloma —bromea Concha.
—No es ninguna paloma —protesta Lupe indignada—, es un alacrán. Y tiene bigote.
—A mi papá le encanta quedarse con los Kahlo en Coyoacán —confirma Lupe chica.
Lupe se pitorrea de la costumbre de Frida y de algunas juchitecas —entre ellas Alfa Henestrosa— de usar faldas largas, rebozos y huipiles: «¡Qué ridículo vestirse de huehuenche con una jícara en la cabeza! ¿Trenzas yo? A Frida sus adornos le quedan como a Cristo un par de cananas». «Bien que actuaste como soldadera cuando corrías detrás del camarada Diego», ironiza la Michel. «Nunca me puse enaguas», se enoja Lupe, adicta a los patrones de París, a los cuellos chinos y a las sedas italianas.
—Pues yo te aconsejo que visites a Frida. Aurora Reyes y yo la vemos con frecuencia y la pasamos a todo mecate fuma y fuma, tequilea y tequilea.
La rabia que siente Lupe por el enamoramiento de Diego no tiene límite. Sin más preámbulos, le escribe a Frida para recordarle la existencia de sus hijas y la de Marievna Vorobieva en Francia:
Me disgusta tomar la pluma para escribirte pero quiero que sepas que ni tú ni tu padre ni tu madre tienen derecho a nada de Diego. Solo sus hijas son las únicas a quienes tiene obligación de mantener (¡y con ellas a Marika, a quien nunca le ha mandado un centavo!).
El 21 de agosto de 1929 Diego se casa con Frida en el Registro Civil de Coyoacán. Más tarde, en la fiesta, Lupe —fuera de sí— se acerca a Frida, levanta su enagua floreada y grita para que todos la oigan: «Miren, miren, miren por qué par de piernas me cambió Diego Rivera». Estupefactos, los invitados la califican de arpía y Jorge Cuesta la saca como un domador a una fiera ponzoñosa.
Las niñas Rivera Marín apenas tienen cinco y dos años.
A la semana de la boda, Diego acepta dos grandes proyectos: un mural en la Secretaría de Salubridad en la calle de Lieja 7, en la colonia Juárez, y otro en el Palacio de Cortés, en Cuernavaca. El embajador de Estados Unidos, Dwight W. Morrow, quiere hacerle un buen presente a México y escogió darle un mural.
En el despacho del ministro, en la Secretaría de Salubridad, Diego pinta enormes desnudos femeninos totalmente desproporcionados para el poco espacio. Doris Weber Uger, amiga de la infancia de Frida, posa para él.
—¿Por qué pintó usted esas horripilantes gigantonas que empequeñecen el salón? —se indigna el arquitecto Carlos Obregón Santacilia, autor del edificio.
Diego y Frida se instalan en Cuernavaca cerca del Palacio de Cortés.
Dwight W. Morrow se compromete a pagarle al muralista doce mil dólares y los comunistas lo llaman «traidor vendido al capitalismo».
—Pueden vivir en mi casa —insiste Dwight W. Morrow.
—Te van a atacar más aún —se adelanta Frida.
—Si ya me expulsaron del partido, no pueden hacerme nada nuevo.
El Palacio de Cortés data de 1526 y le encanta a Alfonso Reyes. Desde su galería en el segundo piso de ocho arcos alcanza a verse el gran valle hasta Tepoztlán.
Ramón Alva Guadarrama, su ayudante, disfruta del buen clima y de las bugambilias. El embajador Morrow se atreve a sugerir que Diego debería darle una mejor imagen a los frailes que retrata como avaros y horribles sinvergüenzas. Ya unos empresarios españoles se quejaron con él: «Nos pinta como bandoleros, ladrones, libertinos, sifilíticos y hambrientos…».
—También va a pintar frailes buenos como Motolinía y De las Casas —lo defiende Alva Guadarrama.
En su mural, Diego saca a la luz toda la codicia de Hernán Cortés. A los lados del arco central entroniza a Zapata y a José María Morelos.
—Señor Rivera —dice Dwight W. Morrow la noche de la inauguración, en 1930—, espero que usted comprenda que no puedo estar de acuerdo con las ideas expresadas en sus frescos; pero eso no importa porque estoy de acuerdo con ellas desde el punto de vista del arte. Quería yo dejarle un recuerdo mío a Cuernavaca y usted ha cumplido pintando una obra de arte.