CAPÍTULO 21

FALTAS A LA MORAL

Pico y Chapo regresan a Tampico 8 de la mano de su abuela Isabel y Pico llora. «Piquitos, ¿qué tienes?», pregunta Jorge solícito al ver a la niña moquear desconsolada. «No quiero que seas mi papá». Ninguna de las dos pregunta por el recién nacido. La vida recobra su ritmo: Lupe frente a la máquina de coser, Jorge en el trabajo, las niñas en la escuela y Lucio Antonio en Córdoba. Lupe hojea Vogue y L ’Officiel con la misma fruición que antes. «Este traje me sentaría como a una reina», sonríe para sí misma mientras le corta un vestido de noche a Carmen del Pozo que la hará verse más alta. Todo va bien hasta que una mañana Lupe recuerda que tuvo un hijo que debe andar por los catorce meses o más.

—Es muy bonito, muy blanco, se parece a mi hermana Natalia, es muy inteligente y ya corre por toda la casa, está muy fuerte, en nada se parece a ti —informa Cuesta.

—Yo creo que se ha de parecer a mí aunque sea un poquito —protesta Lupe.

Su aparente mansedumbre tranquiliza a Jorge hasta que estalla:

—Quiero que traigas a mi hijo a como dé lugar, no puedo esperar un minuto más.

—¿Qué te pasa, Lupe? No finjas quererlo, hasta ahora no te ha hecho ninguna falta.

—Cuando pienso que tengo un hijo por el que no poseo el sentimiento animal de madre me desespero y por eso mismo quiero verlo, para saber si lo quiero.

—Tú no amas a ese niño —se enoja Jorge.

—No es por amor que quiero verlo, sino porque no se lo tengo.

—Ese niño le pertenece a mi madre que se tomó el trabajo de criarlo, digas lo que digas de ninguna manera es tuyo.

—No sería capaz de tenerlo junto a mí solo por mi placer, pero necesito verlo para estar segura de no quererlo.

Jorge Cuesta no cabe en sí de la indignación. «Eres una alimaña, Lupe, toda tu vida has hecho daño».

Las niñas viven una realidad muy distinta a aquella con su abuela en Guadalajara. Con el pretexto de educarlas, Lupe las hostiga: «Si no barren la escalera, si no trapean, si no hacen el quehacer, no van a la escuela». Para ella, educar es castigar. Golpea a Lupe chica y también se lanza contra Ruth a pesar de que la menor la mira con adoración y a todo le dice: «Sí, mamá».

Un mediodía, al regresar de la escuela, las niñas platican con amigas en la puerta. Después de gritarles dos veces «Métanse», fuera de sí Lupe llama a Isabel Preciado, su madre, ahora en México:

—Quiero que te lleves a estas putas, ya no las aguanto.

—¿Cómo puedes llamar así a tus hijas?

—Sí, dos putitas, eso es lo que son.

Grita por la ventana a la calle: «¡Lárguense, par de putas!».

Aterradas frente a la puerta cerrada, las niñas no se mueven y Lupe las amenaza de nuevo:

—¿Qué no oyeron? ¡Lárguense con su abuela!

Las niñas se refugian en casa de Mercedes Cabrera, a quien Lupe chica llama madrina.

—Puedes quedarte aquí todo lo que quieras, hija.

Ruth, menos rebelde, regresa a casa al anochecer. Nunca levanta la voz. «¿Por qué no dices nada?», le reclama su hermana mayor. «Porque no puedo», responde Ruth.

—Esta niña tiene una depresión —se preocupa Meche Cabrera.

De las dos hermanas Rivera, Lupe es la más fuerte aunque se repita «Soy inferior» porque así se lo oyó decir a su madre. Apenas sonríe se abre su cara de niña y su sonrisa encanta, pero Lupe es impermeable a su seducción. Ruth, demasiado pequeña, sigue a su madre en todo. Mucho más morena que su hermana mayor, abre los ojos atemorizados cada vez que escucha su nombre. Lupe obliga a sus hijas a comer y a dormirse temprano, cuando intentan hablar las calla y no parece darse cuenta de que las hace polvo.

Insiste frente a Jorge: «Escríbele a tu madre y a tu hermana que traigan a mi hijo. Quiero probar hasta qué grado es verdad el fenómeno que la naturaleza me presenta: tengo un hijo y no siento nada por él. Es probable que al verlo sienta que sí es mi hijo».

—Nadie te lo va a traer —se enfurece Jorge.

Sin decir agua va, Lupe toma el tren para Córdoba.

Lo primero que ve en casa de sus suegros es a una sirvienta con un niño amarillo en el regazo.

—No conforme con habernos robado a nuestro hijo y ser la causa de que haya perdido su porvenir, ahora vienes a matarnos a mi esposa y a mí al llevarte a ese niño que no estaría vivo de no ser por nosotros —se sulfura don Néstor.

En brazos de Lupe el niño da de alaridos pero ella echa a correr y sube al auto de alquiler que espera en la calle: «A la estación, lo más rápido que pueda». Todavía alcanza a oír a don Néstor: «¡Canalla, perdida, sinvergüenza!». En el vagón, el niño berrea y se ve aún más amarillo.

Cuando Cuesta la ve subir la escalera de la casa con su hijo, su única reacción es tomar su sombrero y dirigirse a la puerta: «Ahora mismo voy a presentar la demanda de divorcio, pero antes vamos a registrarlo porque han pasado dos años y por tu culpa este niño no existe legalmente».

Lupe y Jorge Cuesta, los ojos estriados de venas rojas, presentan a Villaurrutia de testigo para el registro de su hijo. «Es pura formalidad, como ser testigo de una boda, no tienes que pensar mal de mí, yo nunca declararía en tu contra», explica Xavier incómodo. Carlos Pellicer insiste en que el niño está demasiado cubierto.

Lupe y Jorge acuden al Registro Civil de Coyoacán:

En la Ciudad de México, a las 16 (dieciséis) horas 30 (treinta) minutos del día 20 (veinte) de septiembre de 1932 (mil novecientos treinta y dos). Ante mí, José Aguilar, Juez 4° (cuarto) del Registro Civil, comparecieron Jorge Cuesta y Guadalupe Marín, casados, de 29 (veintinueve) y 35 (treinta y cinco) años de edad, respectivamente. Viven en Tampico 8, él de Córdoba, Veracruz, empleado, ella de Guadalajara, Jalisco, y presentaron al niño Lucio Antonio Cuesta Marín, que nació en dicha casa a las 23 (veintitrés) horas del día 13 de marzo del presente año, hijo legítimo de ambos. El niño presentado es nieto por línea paterna de Néstor Cuesta y Natalia Porte-Petit, casados, de 56 (cincuenta y seis) y 54 (cincuenta y cuatro) años de edad, respectivamente, residen en Córdoba, Veracruz, él de Tlalixcoyan, Veracruz, agricultor, ella del puerto de Veracruz. Y por la materna, del finado Francisco Marín y de su viuda Isabel Preciado, de Zapotitlán, Jalisco, de 66 (sesenta y seis) años, reside en Guadalajara. Fueron testigos de este acto Carlos Pellicer Cámara, de Villahermosa, Tabasco, soltero, de 33 (treinta y tres) años, empleado, vive en Sierra Nevada 724 (setecientos veinticuatro) y Xavier Villaurrutia y González, de esta ciudad, soltero, de 28 (veintiocho) años, empleado, vive en Sinaloa 72 (setenta y dos). Leída esta acta, la ratificaron y firmaron. Doy fe. José Aguilar.

Cuesta manda por su ropa, sus libros y se muda a un departamento en la calle de Ponciano Arriaga 5, frente al Frontón México. Al año se cambia a la esquina de Álvaro Obregón y Morelia, en la colonia Roma, en el mismo edificio en el que vive su amigo, el poeta y crítico de arte Luis Cardoza y Aragón.

—Ahora sí el Alquimista evaporó a la arpía —sonríe Cardoza y Aragón.

—¿Sabes algo de Jorge? He venido tres veces y no lo encuentro —toca una muchacha a la puerta de Cardoza.

—No lo he visto, pero ¿quieres pasar?

«Tú y yo podemos intercambiar amiguitas», ofrece. «Dudo que tengas una», responde Jorge.

Cardoza y Aragón insiste en ir a merendar a la casa de Agustín Lazo. Entran por el patio al departamento de Sadi Carnot, cerca de Puente de Alvarado: «¡Lo buscan, niño Agustinito!», grita la portera. Lazo se asoma enfundado en una bata azul marino: «Pasen, muchachos».

Cuando no cenan con Lazo y Villaurrutia lo hacen en La Flor de México, en la esquina de Bolívar y Venustiano Carranza. A veces se les une José Gorostiza. Para Cuesta, Carlos Chávez, director del Conservatorio y la Sinfónica, es «un oportunista, un doctrinario, un dictador, su música es verdaderamente detestable. Es mucho mejor Ernest Ansermet…».

—Para mí el bueno es Silvestre Revueltas —asienta Pepe Gorostiza.

Torres Bodet decide invitarlo a celebrar el fin de año con sus amigos Bernardo Ortiz de Montellano, Enrique González Rojo y Villaurrutia. En su casa de las Lomas, él y Josefina, su mujer, tienen un perrito que persigue a Cuesta a ladridos. Ortiz de Montellano le pregunta a Jorge si todos los perros lo detestan: «No —contesta—, el de Jaime no me detesta; lo que ocurre es que me ha visto ya el resplandor que ustedes no han descubierto». Aunque los Contemporáneos celebran su respuesta, años más tarde, a la muerte de Jorge, Torres Bodet se preguntará si la alusión a ese resplandor no sería el anuncio «en persona de inteligencia tan luminosa, de un lamentable desequilibrio».

***

A solas con su hijo, Lupe no tiene idea de cómo tratarlo. Cuando llora se impacienta, pero cuando ve que Antonio toca su pene se indigna: «¿Cómo es posible? ¡Qué degenerado! Lo enviciaron esas brujas perversas en Córdoba, si no, ¿cómo explicar lo que estoy viendo?».

Llama a Concha Michel:

—Ven a verlo, se masturba como loco. Fíjate en su mirada, ¿no te parece diabólica?

—Sí, es una mirada vidriosa que da miedo.

—Estoy segura de que Natalia y la tarada de su hija le enseñaron esas mañas.

—No exageres, Lupe, algunas madres lo hacen para relajar a sus bebés. Es un masaje.

—Qué masaje ni qué nada, ahorita mismo le quito ese vicio horroroso.

Le amarra las manos para dormir y durante el día le pregunta sin que venga al caso y sin que él pueda entenderla: «A ver, ¿dónde tienes las manos?». Lo atemoriza: «Quita las manos de ahí, vicioso». Pierde el control y lo golpea. Sus cachetadas dejan huella. «Me la van a pagar esas pervertidoras». Maldice a su suegra, a su cuñada y sobre todo a ese hijo depravado.

Cada vez que su madre se acerca a él, Antonio llora: «Ya no lo soporto. Tampoco sus hermanas lo quieren».

—Devuélveselo a tu suegra —aconseja Concha Michel.

—¿Y si la vieja le enseñó este vicio para vengarse de mí?

Antonio llora durante el viaje de regreso. De nuevo en Córdoba, frente a la casa de los Cuesta, Lupe toca a la puerta, su hijo en brazos. «No vaya a apagar el motor, espéreme aquí», le ordena al conductor del taxi. Apenas ve a su abuela, Antonio se prende de su cuello.

—Señora, este individuo casi ha perdido la mala costumbre que usted y su hija le inculcaron. Aquí se lo entrego, pero le advierto que si vuelvo a verlo con ese hábito me las voy a arreglar con ustedes.

—Una hiena tiene más instinto maternal que tú —grita doña Natalia.

Sin más, Lupe regresa a la estación.

Cuesta se preocupa más por la revista Examen que por su hijo, a quien sigue llamando Tito. Sabe que en Córdoba su madre lo trata a cuerpo de rey. Tampoco parece afectarle el divorcio. Lejos de Lupe recupera su buen ánimo.

En la redacción de la revista participan Villaurrutia, Novo, José Gorostiza, Samuel Ramos, Julio Torri, Luis Cardoza y Aragón y Rubén Salazar Mallén, cuyo texto Cuesta decide publicar en el primer número. Es un adelanto grosero de su novela Cariátide, sin más valor que el de suscitar el escándalo. Salazar Mallén es un personaje singular que presume sus conquistas, vocifera secretos de alcoba y corre el riesgo de que lo consideren un charlatán porque su cuerpo distorsionado no ofrece una sola garantía. También las groserías le distorsionan el rostro. En las reuniones de café lo temen porque estalla como olla a presión. Según Salvador Novo, podría ser el gran crítico literario de México si se dejara llevar por sus neuronas más que por sus hormonas. Algunos lo llaman la Suástica porque es un seguidor del nazismo.

Los escándalos culturales revientan con menor fuerza que los políticos, la comunidad mexicana es antiintelectual y nadie lee un libro salvo los Contemporáneos y uno que otro yucateco. Los escritores mexicanos no existen. «Yo leo en francés», informan las hijas de buena familia.

Un lector anónimo desata el escándalo de Examen. El exceso de malas palabras de Salazar Mallén ofende a la moral y a las buenas costumbres. El diario Excélsior inicia una campaña en contra de los Contemporáneos. Cuesta no le da importancia hasta que lo llaman a comparecer en el mismo juzgado que tramitó su divorcio:

«Faltas a la moral. Indecencia. Machismo. Pornografía». Los enemigos llaman a Cuesta el Vizconde de Mirachueco, a Salazar Mallén Quasimodo y a Salvador Novo Nalgador Sobo.

Cuesta asiste a todas las audiencias y se defiende solo:

Antes que Examen, otras revistas literarias, como México Moderno, Contemporáneos y Barandal [la última dirigida por Rafael López Malo, hijo del poeta Rafael López] publicaron trabajos en que el autor recurría a palabras o giros «inconvenientes». ¿Quién no recuerda también los manifiestos estridentistas, verdaderos periódicos murales que Maples Arce mandaba fijar en las esquinas? Por otra parte, tampoco es Salazar Mallén el primer escritor conocido que reproduce abiertamente esa clase de palabras. Ahí están Julio Torri, el propio Maples Arce, Renato Leduc y aun Ermilo Abreu Gómez […]. Por debajo de Examen, en pleno corazón de la ciudad, circula profusamente la más asquerosa pornografía. Niños de doce años, provincianos ingenuos y capitalinos maliciosos se recrean a sus anchas con dibujos y chascarrillos donde se exhibe la más descarnada perversión sexual. Estos pasquines se los ofrecen a usted en bolerías y peluquerías y se los meten por las narices los papeleros, aun en presencia de las señoras, cada vez que se detiene el tren o el camión. ¿Por qué nunca los ha perseguido la justicia? ¿Tan solo porque no ha habido quien los denuncie?

La revista alcanza a publicar tres números.

«Soy como un árbol en pleno otoño», escribe Jorge sin su más ansiado proyecto, sin su hijo y sin Lupe.

Extraña a las niñas y decide ir por ellas para llevarlas al cine. Ruth lo abraza, Lupe chica, en cambio, se niega a acompañarlos. La niña habrá de resumir más tarde: «Casada con Jorge Cuesta, mi mamá se dedicó a sus amigos intelectuales y no nos hizo el menor caso. Luego se encerró a escribir su libro revanchista y tampoco nos hizo caso. Y al final se entregó al bridge y a la canasta; total, nunca nos hizo caso. Jorge ya no vivía con nosotros, quería sacarnos a la calle pero seguí odiándolo porque por él perdimos a mi papá».