Apenas se entera de que Diego, llamado por Edsel Ford, está a punto de viajar a Detroit, Lupe toca a la puerta de la Casa Azul:
—No hay nada peor que perder la salud, Panzas, no quiero volver a enfermarme.
—Cuando nos arrejuntamos, Prieta Mula, te prometí un viaje y nunca te lo cumplí. Vete a Europa.
—¿Con qué quieres que vaya? No tengo un quinto.
— Acabo de decirte que yo te…
—¿Y las niñas?
—Tienen a su abuela y también me tienen a mí y a Frida.
—¿Te tienen a ti? ¡No me hagas reír!
—Pues sí me tienen como tú me tienes porque siempre estoy para lo que se te ofrece.
En lo primero que piensa Lupe es en hacer su maleta, pero se lo impide un mensaje de Narciso Bassols, secretario de Educación: «Sra. Guadalupe Marín, por favor preséntese en mi oficina mañana temprano».
—Seguramente me va a ofrecer trabajo —se alegra Lupe.
Recoge su pelo en un chongo apretado y enfundada en su mejor traje se presenta en la Secretaría de Educación.
En su imponente despacho, detrás de su escritorio, Bassols carraspea antes de decir en tono de recriminación:
—Señora Marín, hágame favor de ocuparse de mi persona cuando yo esté presente y no olvide que soy padre de seis hijos… Ahora puede irse.
Lupe se queda sin palabras, imposible comprender el reclamo de Bassols: «Esto no me sucedería si viviera con una celebridad como Diego Rivera». Se hace cruces hasta que reflexiona: «¿Será porque dije que el único caballero en la Secretaría de Educación es Amalia Caballero de Castillo Ledón? ¿Se sentiría aludido, si a él ni siquiera lo nombré?».
También recuerda que Elías Nandino le contó que él y Xavier Villaurrutia habían pasado por Salvador Novo a la Secretaría de Educación para ir a comer pero antes entraron al baño. «En una de las paredes alguien había puesto: “Salvador Novo es joto”. Al leerlo, Novo también hizo su lista: “Narciso Bassols es joto. El tesorero de la SEP es puto. Torres Bodet es marica”. Llenó media pared con los nombres de funcionarios. Cuando Nandino le preguntó: “¿Por qué hiciste eso?”, respondió: “¡Ay, porque así lo borran más pronto!”».
—Escríbele para aclarar el chisme —aconseja Concha Michel—. Algo has de haber dicho, siempre insistes en que joto por aquí y joto por allá…
—¡Ay, pero esa es una plática!
—Lupe, eres muy bocona, dices cualquier cosa sin fijarte a quién. Escríbele a Bassols, no hay de otra.
—¿Él me ofende y yo tengo que escribirle?
«Señor Secretario de Educación —escribe furiosa—:No tengo ningún apoyo moral ni material en la vida, pero creo no necesitarlo. Me extraña que siendo usted tan inteligente como dicen que es no se dé cuenta de los muchos aduladores que tiene a su alrededor. Y perdone la inconsecuencia; tengo una idea fatal de la vida, conozco cientos de hombres con hijos y nunca he podido exclamar de uno de ellos: “¡Qué hombre es!”. Y no porque no los hayan tenido conmigo, porque con dos he tenido hijos, y siempre me sentí más hombre que ellos. Atentamente. Guadalupe Marín».
—Está muy bien la carta, envíala ahora mismo —aprueba Concha.
—¿Tú crees, Concha, que Bassols es tan inteligente como lo pintan?
—Es un educador, sabe economía política y botánica…
—¡Bah! Dos cosas entre mil; lo que pasa es que a ti te dejó con la boca abierta el día que habló del homosexualismo de las plantas pero eso fue pura cachondería.
***
De Veracruz, Lupe viaja a La Habana y de ahí a Nueva York. La reciben en el muelle su hermana Carmen y su cuñado, el cónsul de México, Octavio Barreda, quien además de atender el consulado traduce La tierra baldía de T. S. Eliot.
—Los precios en la Quinta Avenida son estratosféricos y los domingos Wall Street es un cementerio —comenta Carmen.
Frente a los rascacielos, Lupe exclama: «Esta ciudad es para altos como yo». Ver a los niños jugar a cubetazos de agua en la calle la divierte tanto como el Barrio Chino. «Adoro a los chinos, son la primera civilización del mundo».
Tras dos semanas de buena convivencia, Lupe zarpa a París en un barco alemán en el que nadie habla español. Desde la escotilla contempla el mar y ni siquiera se viste. Pide su comida en el camarote. En El Havre toma un tren a París y al bajar en la Gare du Nord entrega la dirección al chofer: «6 Rue du Prince, Boulogne sur Seine».
Pregunta por Madame Rubin y la sirvienta le cierra la puerta en la cara.
Pensó encontrar a una amiga que no veía hacía seis años y de pronto se da cuenta de que ha tocado en el número 9. «¡Qué bruta soy, estoy tan nerviosa que vi el 6 al revés!».
Su amiga en el 6 la recibe con frialdad: «Los amigos mexicanos están alarmados por tu llegada. Rechazan tus costumbres modernas; una mujer que se divorcia dos veces crea problemas…».
—No te apures, no seré problema ni para ti ni para tus amigos mexicanos.
Sin saber cómo, toma su maleta y le ruega al chofer que le recomiende dónde dormir. El taxista se detiene frente a una pensión para estudiantes. «Ici c’est pour les étrangers». La habitación da a la calle y su tapiz de girasoles la rechaza así como el cubrecama de un gastado terciopelo verde.
En su agenda, Lupe apuntó el teléfono del encantador Luis Cardoza y Aragón, poeta y amigo guatemalteco de Cuesta que ahora vive en París.
—Este cuarto es horrible —le dice Cardoza y Aragón en cuanto entra y le explica—: Siempre que llega un mexicano va a parar a una pensión para estudiantes.
Gracias a las postales, Lupe reconoce la Ópera, el Arco del Triunfo, el Trocadero, el Sena, la Torre Eiffel, el bosque de Boulogne. Luis la lleva del brazo y los paseantes vuelven la cabeza para mirarla. Lo mismo sucede en el Museo de l ’Orangerie y en el Rodin. Lupe, que conoció a Cardoza en México, tímido y callado al lado de Cuesta, descubre en él a un enamorado y un guía insuperable que la hace reír con su ingenio: «Vamos a robarnos unas cerezas». Mientras ella distrae a la vendedora, Luis se echa un puñado a la bolsa: «El hurto las hace más sabrosas. Todo lo prohibido es más sabroso». Las comen en una banca al borde del Sena. Cardoza y Aragón le hace la corte y Lupe descubre que es un hombre sensible y muy atractivo. «¡Pero qué inteligente eres!», exclama Lupe encantada. Menciona a Marc Chadourne, empeñado en escribir un libro llamado Anáhuac, o el indio sin plumas, lo sabe todo de Rimbaud, Verlaine y Valéry. La lleva al Louvre y extiende los brazos ante la Victoria alada de Samotracia para decir la frase que más tarde se volverá célebre: «La crítica de arte es la Venus de Milo llevando en sus manos la cabeza de la Victoria de Samotracia». «¡No cabe duda, tú vas a pasar a la historia!», constata Lupe, quien se detiene ante Rubens: «Estoy segura de que muchos mexicanos les morderían las nalgas a estas gordas». Invita a su enamorado: «Vamos al Dôme, a La Rotonde, para recordar a Diego». «Lupe, no me alcanza». «Yo traigo dinero, te convido». Lupe no cabe dentro de sí de la felicidad. «¡Virgen de Zapopan, qué elegantes son los franceses! Ellos sí que saben vivir».
En el Boulevard Saint Michel, en Montparnasse, en Les Deux Magots, tomado del brazo de Lupe, Luis la presume como su trofeo personal. ¡Que todos crean que es suya! Hombres y mujeres vuelven la cabeza para mirarla y Cardoza aprieta el brazo para que no quepa la menor duda: «Esta es mía». Encantado, le asesta sus teorías sobre la índole femenina, en la que —según él— es experto.
—Hay que entender la psicología de las mexicanas; tú, por ejemplo, eres de las menos mexicanizadas, sin embargo, no has podido liberarte. Mira, tanto a la mexicana como a la guatemalteca les gusta sentirse víctimas. Ustedes se quejan del machismo pero son las que educan a sus hijos. Recuerda nomás a tu suegra, Natalia…
—No todas somos así, mírame a mí, mandé todo a volar.
—De ti mejor no hablemos, eres única; te voy a presentar a mis amigos para que te descubran.
De vez en cuando, Luis la consulta.
—Vamos a ver si te gusta este verso: «Los veleros se han atado pañuelos blancos al cuello».
—Sí, es gracioso.
—Yo lo escribí —sonríe como niño.
Lupe jamás se cansa, quiere conocer hasta los túneles en los que se escondía el fantasma de la Ópera. «Oye, tú, llévame al Altar Mayor de Notre Dame para ver cómo se suicidó la Rivas Mercado». «¡Ay, no seas paya! ¿Conoces a Chagall? ¿Conoces a Matisse? ¿Conoces a Marc Chadourne?», pregunta Cardoza y Aragón, que le cuenta que Baudelaire amó a una negra y que la pasión entre Paul Verlaine y Arthur Rimbaud fue primero un escándalo y luego una tragedia, hasta que aburre a Lupe: «¡Ya cállate, tú me pareces el más ebrio de todos los barcos!». Cardoza insiste:
«Me duele el aire... Me oprimen tus manos absolutas, rojas de besos y relámpagos, de nubes y escorpiones».
Cardoza y Aragón se empeña en atenazarla y recitarle su poesía y la de Rimbaud mientras caminan por la calle. Intenta besarla y Lupe lo rechaza:
—No te hagas la remilgosa, si Cuesta es más feo que un renacuajo.