Cardoza y Aragón la invita a la casa de una pareja de pintores, los Clausade: «Él fue amigo de Diego cuando vivía en Francia». Abre la puerta un hombre con un delantal puesto sobre el pantalón:
—Tenía ganas de conocerte, me han contado historias divertidas de ti —le dice a Lupe al besarla.
—¿A poco aquí los hombres guisan? —le pregunta a Cardoza en voz baja—. No me imagino a Diego ni a Jorge abriendo la puerta con un mandil.
Con la excusa de que tiene un soufflé en el horno, el anfitrión desaparece. Su esposa, Niní Clausade, es tan alta como Lupe y la comida resulta deliciosa. Lupe nunca ha probado espárragos ni compota de ruibarbo.
A las tres de la mañana Cardoza y Aragón la devuelve a su pensión. Pretende entrar a la habitación; Lupe se defiende y al despedirse el guatemalteco le advierte que la anfitriona es una mujer tan bella como peligrosa.
—¡Cuídate! Los franceses le hacen a todo: hombre, mujer, cabra, pero a sus horas y sin medida.
Al día siguiente Lupe toca a la puerta de la pareja. Envuelta en una bata azul Niní la conduce a su estudio y le explica cómo va a pintarla:
—No voy a colocar rojo en sus labios porque el rouge que usa es muy suave; agregaré más gris al verde de sus ojos; su pelo es negrísimo, con él no tendré problema, el negro me bastará; con puros ocres voy a dar el tono de piel. Perdone, siendo la esposa de Diego Rivera debe conocer el proceso mejor que yo.
A pesar de que Cardoza y Aragón insiste en que el retrato la masculiniza, Lupe se encanta con él y con Niní que la alaba a cada pincelada. «Jamás creí que podría existir una mujer como usted. Su fuerza es tan extraordinaria como su belleza. Usted es un elemento de la naturaleza, puede comparársele al fuego, al sol, al agua, a las tinieblas». No cabe duda, Lupe es una diosa que los mexicanos no han sabido reconocer. En París sí la aprecian porque no son unas bestias peludas como los mexicanos. Ahora cada vez que la siguen en la calle Lupe se detiene unos instantes para que se den un taco de ojo.
—Regardez cette femme extraordinaire!
—Causas la misma sensación que Josephine Baker —le dice, maligno, Cardoza y Aragón.
Enamorada de sí misma, Lupe, cada vez más desenvuelta e intencionada, devuelve las miradas que se posan en su cuerpo, sus ojos, sus piernas. «Es cierto, soy una reina». Recarga su brazo en el de Cardoza y Aragón como si fuera su paje. A la menor provocación, él la besa y la toma de la cintura. Lupe ríe, halagada. «Ahora, tú, ¿qué te pasa?». «Soy tu caballero sirviente, soy tu introductor en Europa, soy tu guía, tu cicerón, tu esclavo, quiero ser tu amante en el espantoso cuarto de la pensión con sus muros cubiertos de girasoles de papel».
—Cálmate, guatemalteco.
Luis no admira a Rivera. Le habla de Cuesta, su amigo y vecino, según él un hombre candoroso. Lupe admite que es ridículo reducir la cultura de México al charro y a la china poblana. Luis le dice: «Me interesan las herejías y tú eres una herejía». A veces hablan de Dostoievski, tema preferido de Lupe, y Luis le dice: «¿Sabes quién es un Dostoievski? José Clemente Orozco», y le explica que es «el mejor de los Tres Grandes».
—Eso sí no te lo acepto.
Lupe enloquece por los atuendos de los maniquíes en los aparadores: «Ese vestido puedo hacérmelo en dos tandas…».
Aunque preferiría llevarla de nuevo al Museo Rodin, Cardoza la acompaña a los grandes almacenes sin perder la paciencia y la observa acariciar las telas. Cardoza tiene un ojo finísimo y Lupe sabe escogerlas, Luis interviene a su favor, halaga, seduce, las vendedoras ríen cuando los ven salir y entrar una y otra vez: «Ya decídete, mujer», implora Cardoza. «No, Luis, tú no sabes, esto es como la cocina, cuestión de paciencia, hay que reflexionar, voy a consultarlo con la almohada. Seguro entre sueños se me aparece el vestido que podría yo hacerme con esa tela, mañana regresamos».
—¡Ah, no, mañana te voy a llevar al café de la Place Blanche para que te conozcan los surrealistas!
En el sitio más visible de una mesa de ocho, un león de melena hirsuta destaca por encima de los demás. André Breton se levanta a recibirla. Obviamente es el jefe, el de las tempestades, lo confirman sus ademanes terminantes, su impaciencia cuando lo interrumpen, su autoridad que le permite poner a cada quien en su lugar, burlarse o desagraviar. «Responderé en español, pero entiendo francés», advierte Lupe con súbita timidez. «Así que tú eres la mujer de Diego. Te escogió bien», la observa Breton con curiosidad y le dice algo que ella no entiende.
—Desde que vivía con Diego Rivera quise venir a París solo para conocer a los subrealistas…
—¿Oyeron cómo dijo? Subrealistas —sonríe Breton.
«¿Cómo se me fue a escapar esa maldita “b”? ¡Qué bruta soy!».
—¿Vas a ver a Picasso? Creo que Kisling está en París en este momento. Élie Faure se sentiría muy mal si sabe que estás en Francia y no lo buscaste.
En su casa, Élie Faure, sorprendido ante su belleza, la toma en sus brazos y la besa en ambas mejillas. «A la francesa», le explica. Al verla recuerda a Angelina Beloff, dulce y tímida, incapaz de imponerse como ahora Lupe, que revisa el departamento y desdeña su pequeñez, sus sillones gastados y tristes y sus cortinas polvosas. «¡Ah qué los franceses tan cochinos!», piensa pero no lo dice. «¿No querrá usted ver a Picasso?», pregunta Élie Faure con la politesse francesa y Lupe responde que sí, que claro, que ojalá el estudio de Picasso no huela mal como esta habitación. Cardoza ofrece acompañarla. También Alejo Carpentier. Élie Faure pregunta por Diego y sobre todo por Angelina: «¿La ve usted en Mexico City?». Lupe explica que la primera mujer de Diego es una toalla mojada, palabras que Cardoza le traduce a Élie Faure del mejor modo posible.
—Tiene usted que ir a la galería de Leonce Rosenberg para que le enseñe la etapa cubista de Diego.
—Sí, sí. Pienso abrir una galería de arte en México —exclama Lupe.
En la galería Rosenberg Lupe se dispone a disfrutar tela tras tela de un Diego anterior a ella, pero resulta imposible callar a Luis Cardoza y Aragón que le explica cada una de las pinceladas. «¿Te crees crítico de arte o qué? Déjame sola». El poeta detalla la puesta de sol, el vitral de Notre Dame, el platillo que van a degustar, la mejor librería de viejo al borde del Sena, le explica lo que es un flâneur al estilo de Baudelaire, hasta que Lupe se exaspera:
—Oye, ya no hables tanto, no me dejas pensar.
—¡Ah! No sabía que tú pensaras —se ofende Cardoza.
Esa noche Lupe no le permite pasar a su cuarto porque quiere escribirle a Diego que vio por primera vez su obra de juventud. «De veras que eres grande. Te admiro cada día más. ¿Cómo es posible que una mujer como yo haya adquirido tanta ascendencia sobre un hombre que como tú conocía a El Greco, Velázquez, Goya, Murillo, Zurbarán y se codeaba con Picasso y Apollinaire? Recuerdo que alguna vez, cuando te hablé de mi ignorancia, respondiste que no te importaba. Eres muy generoso. Estoy segura de que ahora también me dirías: “No te preocupes, los cuadros que pinté de joven en Europa fueron los más banales que puedan pintarse”». También le asegura estar apenada de no saber francés «para hablar mal de ti, Panzas». En esa misma carta invita a Frida a pasar un mes con ella en París. «Iríamos a ver a Picasso. Es un hombre amable, conmigo tuvo toda clase de atenciones».
Lupe le confiesa a Cardoza que tiene curiosidad de conocer a Marika, la hija de Diego, para ver si de veras se parece tanto a él como cuentan.
—Yo te llevo.
—Aunque Diego dijo que era hija del armisticio, quiero comprobar si es verdad.
En la casa casi vacía la joven Marika, de dieciocho años y mirada triste, saluda con gracia. Es alta, de cabello oscuro y murmura:
—Me dicen que me parezco a mi padre.
—Muy cierto —comprueba Lupe con voz de trueno—. No hay duda, te pareces a Diego más que nadie que haya yo visto jamás.
Al salir de su encuentro con una tímida Marika Rivera Vorobiev, en un departamento pobre y mal amueblado, Lupe llega a la conclusión: «Claro que es hija del sinvergüenza del Panzas, son como dos gotas de agua, esta altota se le parece más que mis hijas y se lo voy a decir».
Al despedirse, Lupe promete hablar con Diego y sobre todo le asegura a Marika que regresará el año entrante. «¿Para qué le dijiste que eran padre e hija? ¿No viste la tristeza en sus ojos?», se irrita Luis. «Se lo dije porque es verdad». «Lupe, qué mala eres, le diste esperanzas. Ahora va a querer ir a México. ¿Le vas a pagar tú el viaje?».
Las compras desbordan la maleta de Lupe. Luis la retiene cuando ella le pide regresar a las Galeries Lafayette:
—Modera tu fiebre adquisitiva. Este no es tu último viaje. Antes de que te vayas, Ilya Ehrenburg pidió conocerte. Tenemos cita con él el jueves en La Coupole.
«Hacía años que esperaba este momento, Diego me habló mucho de usted», Ehrenburg se pone de pie e inclina su cabeza de cabellos sin lavar sobre su mano. «De tantas ganas de verla estaba yo por ir a buscarla al Hotel de Suez en el Boulevard Saint Michel, donde solía hospedarse Diego». Lupe se siente reconocida, apreciada. ¿Así que Diego habló de ella con este greñudo que seguro no toca el agua hace un mes?
Al rato se aburre y bajo la mesa del café patea a Cardoza y Aragón. «Ya vámonos, ya estuvo bueno del ruso».
Al que recibe con gusto es al cubano Alejo Carpentier, a quien le entiende todo a pesar de su «r» francesa y sus mejillas caídas. Más alto que Cardoza y Aragón, a Lupe le gusta caminar del brazo del cubano, que conoce París como su bolsillo y no intenta besarla a cada instante como el guatemalteco.
A medida que pasa el tiempo crece la expectativa entre los artistas por conocer a la femme du Mexicain. La festejan, es un portento. ¡Qué cuerpazo! ¡Qué porte! ¡Qué maravilla de piernas y de manos! ¡Qué personalidad! ¡Cómo camina! ¡Qué sensuales sus labios oscuros!
París es para Lupe un rayo de luz. Los franceses han descubierto que ella es una reina, se lo dicen a cada instante. Los desconocidos se detienen en la rue des SaintsPères para verla, los gendarmes no le quitan los ojos de encima cuando atraviesa la calle. La indiferencia de los mexicanos quedó atrás; no cabe duda, esos pobres huehuenches del otro lado del océano son unos idiotas. «Con razón París es la Ciudad Luz, con razón los franceses encabezan la cultura del mundo. Tienen lo que a México le hace falta».
Mientras Lupe disfruta sus últimos días en París, Diego y Frida llegan a Detroit el 20 de abril de 1932. Edsel Ford, hijo de Henry Ford, ofrece veinte mil dólares por unos murales en el patio interior del Instituto de Arte. A los costados del panel central Rivera pinta dos mujeres gigantescas: una rubia y otra morena que llevan en sus brazos frutas y verduras del mercado de Michigan. En el centro planta un feto dentro del bulbo de una planta, sus raíces alimentadas por la tierra: «Esta es una célula embrionaria que representa la vida y su dependencia de la tierra», explica Diego a Edsel Ford mientras le asegura a Frida que es un homenaje al hijo que acaba de perder.