CAPÍTULO 25

DE REGRESO A MÉXICO

Carmen Marín y Octavio Barreda reciben a Lupe en el muelle: «Diego tiene una exposición en el MOMA». Lupe llama de inmediato y Frida la invita a quedarse con ellos. Ansiosa por llegar a México, Lupe zarpa dos días más tarde en la línea De Grasse a Veracruz y toma el tren a la Ciudad de México. En el andén de la estación de Buenavista aguardan Concha Michel y su hermana menor, Isabel, que lleva de la mano a Pico y a Chapo:

—Creímos que te ibas a quedar más tiempo —le dice Isabel.

—Ya extrañaba México. ¡Les traje unos vestidos fantásticos a las niñas! ¡Y a ti una blusa, y a ti, Concha, otra, a ver si te queda! ¡Ahora sí, mis hijas van a causar sensación como yo la causé en París! ¡Van a ser la envidia de toda su escuela!

Concha mira con severidad el contenido de la maleta y Lupe le pregunta por Cuesta:

—Está hecho un esqueleto.

—¿Y de Antonio qué sabes?

—Lo tienen en Córdoba. La única que sabe algo es Isabel, tus suegros no permiten que tu hijo venga a la capital.

—Aunque no lo quiero, a ratos siento que tengo obligación con él.

—¡Mira cómo es la vida, a ti no te importa tu hijo y Frida llora día y noche cada vez que aborta!

—¡Qué necia! ¿Cómo va a tener hijos si está tullida? A Diego lo que menos le interesa en la vida es tener hijos; ya con las que tuvo conmigo fue suficiente.

—También yo he viajado mucho —presume Concha—, y no nada más para comprar trapos. Estuve en Rusia, conocí a Alejandra Kolontái, a Clara Zetkin, unas luchadoras formidables, unas feministas todavía más importantes que las inglesas… Por ellas escribí el poema: «Dios, nuestra señora». ¿Quieres que te lo diga?

Mujer, Madre del Hombre.

Humillada hasta lo más profundo de tu ser;

para el fraile eras la imagen del pecado;

para el político, instrumento de placer;

para el artista, quizás un tema estético

y para el sabio un «caso» que no ha podido resolver.

Concha es la más leal de las amigas y si de ella dependiera se verían a diario porque se explaya con la camarada Michel y no esconde sus malos humores ni sus decepciones. Concha, en cambio, habla poco de sí misma: la vida privada es privada. Tiene la franqueza de la inteligencia y sus respuestas obedecen al sentido común. De ella misma y de Hernán Laborde no cuenta nada y mucho menos de un hijo que nació enfermo y protege contra viento y marea. De ser posible, ese hijo la ha vuelto más solidaria. Todas las noches Concha toma su guitarra y canta corridos y romanzas y en ellos se le va el sentimiento acumulado durante el día. «Algún día mi hijo me va a acompañar a cantar».

Lo que digo de hoy en día,

lo que digo lo sostengo:

yo no vengo a ver si puedo,

sino porque puedo vengo.

Lupe aplaude su Llorona traída de Tehuantepec:

Cada vez que entra la noche,

ay, Llorona,

me pongo a pensar y digo:

¿de qué me sirve la cama?

ay, Llorona,

si tú no duermes conmigo.

«Lupe, te ves gordísima, tienes que hacer gimnasia», le espeta Concha. Es lo peor que podría decirle. Para Lupe, la gordura es sinónimo de infierno. Allá es donde deberían estar las gordas tatemándose, que las llamas se encargaran de freír todas sus lonjas y hacerlas chicharrón. También le advierte que —después de tanta ausencia— debería ir a la escuela para hablar con los maestros de sus hijas.

En la escuela, el maestro pasa lista en clase, señala a cada niño y cuando le toca su turno, Pico responde: «Guadalupe». «¿Cómo se llama tu papá?». «Diego Rivera». La clase entera levanta la cabeza y Pico no sabe si reír o llorar.

—Mamá, ¿es bueno ser hija de Diego Rivera?

La menor acude confiada al nombre de Ruth. Se preocupa por no enojar a nadie y lleva su ropa al lavadero antes de recibir la orden. A la mayor, las palizas de su madre la han endurecido y se aísla.

«¿Tu mamá te pega?», pregunta Ruth a su compañera de banca. «No. ¿Y a ti?». Cuando Ruth le responde que todos los días, Lupe chica la amonesta: «No lo cuentes. ¿No ves que es una vergüenza? ¿Nos pega mi papá? Nunca, ¿verdad?».

—A él nunca lo vemos.

Si una compañera deja de hablarle, Lupe corta la amistad sin pensarlo dos veces y si vuelve a buscarla la deja con un palmo de narices.

En la escuela «Alberto Correa» en la plaza Miravalle las palizas de Lupe Marín a sus hijas son un secreto a voces.

De su maleta europea Lupe extrajo prendas que aún no se conocían en México, y a pesar de que el primer día las hermanitas Rivera hicieron una entrada sensacional, ahora la mayor se niega a usar la falda y el suéter de París.

—Quiero vestirme como las demás.

—¡No seas tonta! Con ese traje te distingues, eres mejor, eres única, como yo.

—No quiero ser única como tú.

—Mamá, no nos vistas con lo que trajiste de París, todos se nos quedan viendo —secunda Ruth a su hermana.

Lupe insiste en vestir a sus hijas con los blazers parisinos, los jumpers, los calcetines rojos hasta la rodilla, las faldas escocesas. «Ay, mamá, yo no me quiero poner eso», alega Lupe chica con lágrimas en los ojos. En la escuela, Lupe y Ruth se saben rechazadas. «¡Qué payasas! ¡Qué visionudas!». «Serán modas de París pero no las vamos a seguir», dice la directora. «Así de retrasados mentales son los pobres mexicanitos», se enoja Lupe.

Las niñas terminan la primaria al lado de las hijas de Vicente Lombardo Toledano, las del secretario de Hacienda, Eduardo Suárez, las del ideólogo de la educación laica, Manlio Fabio Altamirano, asesinado en el Café Tacuba.

Desde las páginas de El Universal, Jorge Cuesta ataca la educación socialista:

Lo que tiene que reconocerse es, precisamente, que el desprestigio de la enseñanza se debe a que ha salido de la esfera de la responsabilidad de los maestros. Pero procede, en efecto, con una gran imprudencia quien deposita su confianza en una enseñanza que ya no descansa sobre ninguna conciencia y responsabilidad profesional.

Mientras Lupe cose, corta, hilvana y remacha botones, les exige a sus hijas que se ocupen de la casa. A pesar de su corta edad las niñas cumplen con el quehacer como buenas criadas. Si una lava los trastes, la otra los seca; si Ruth trapea el piso de mosaicos, Lupe, a quien le atrae la cocina, anuncia: «Voy a hacer un arroz como el de mi abuelita Isabel».

Para Lupe chica, el mejor tiempo de su niñez fue el que vivió con Isabel Preciado, su abuela materna.

En la «Alberto Correa» los alumnos cultivan su pequeña parcela; Lupe es la responsable de los jitomates y Ruth de las zanahorias y su chisguete de plumas verdes, el cilantro y el perejil. Un maestro enseña carpintería y otro a hacer conexiones eléctricas. Pico busca figuras en las vetas de la madera y disfruta su olor. «No seas floja, pásame ese clavo». Sorprende a Ruth al armar un marco para «colgar un dibujo de mi papá».

—Ustedes no son inferiores a los hombres y pueden hacer lo mismo que ellos —repite Diego Rivera.

A pesar de que la escuela es socialista los niños hacen la primera comunión sin que un solo padre de familia —por más socialista que sea— proteste. Las hijas de Bassols, las de Lombardo Toledano, las de Diego Rivera se hincan ante el altar y sacan la lengua color de rosa para recibir la hostia. Ese mismo día, las niñas Rivera Marín anuncian en la mesa del comedor:

—Hicimos la primera comunión.

—¡Ah, qué muchachas tan idiotas! —comenta Diego.

Diego ya no llama Pico a su hija mayor, a quien se le antoja pintar y le presta pinceles, óleos y colores: «Le das todos los gustos», reclama Frida, empeñada en tener un hijo a pesar de que el ginecólogo José de Jesús Marín, hermano de Lupe, dice que es peligroso. Diego observa a su hija esforzarse frente a la tela pero pronto la desanima: «Eres como tu mamá, tienes tanta vocación para la pintura como yo para el ballet, mira, te voy a retratar a ti». Hace un boceto y Ruth exige el suyo: «¿Y yo?». Más tarde Diego habrá de retratar a sus hijas con frecuencia, las cubrirá de colores y Ruth, la preferida, se convertirá en su mejor modelo.

Los primeros días de Lupe al regresar a México transcurren en la añoranza del viaje a Francia, pero a medida que pasan los días su ánimo decae.

No hace nada por comprender a sus hijas. Ruth, su incondicional, la deja fría. Si ve a Lupe chica llorar, la regaña: «No llores, las lágrimas son para los ociosos». La niña tiene grandes facilidades para las matemáticas y se ocupa de la economía doméstica de Tampico: «Podemos comprar una escoba nueva porque esta semana ahorramos en los huevos». «Ah, qué muchachita tan ocurrente, a lo mejor va a ser economista», condesciende Lupe Marín.

El tedio vuelve a recuperar terreno, ni siquiera se le antoja cortar las sedas traídas de París. «¿Fue París mi realidad? No, mi realidad es México, mi realidad son mis fracasos matrimoniales, mi enfermedad y mi soledad. ¡Qué payos son los mexicanos, qué incultos, con razón estamos tan mal!».

«Gorda. Estoy gorda». Todas las mañanas camina a zancadas en la Calzada de los Poetas en Chapultepec, obsesionada porque Novo y Torri también comentan que subió de peso en París.

—Cuesta está desaparecido, nadie lo ha visto —le avisa Torri—. Solo sabemos que está vivo por los artículos que publica en El Universal.

—Salvador, dile que necesito hablar con él, se trata de su hijo —insiste Lupe, quien permanece frente al espejo y repite: «Me veo fea y gorda».

Cuando Cuesta acude, Lupe se adelanta:

—Ya sé, me vas a decir que estoy gorda.

—No me hubiera dado cuenta si no lo mencionas.

Para Lupe, engordar es peor que un crimen. Jorge sí está delgado y habla con gusto del nuevo laboratorio y su «Procedimiento para la producción sintética de sustancias químicas enzimáticas». Si Lupe trata el tema de Antonio, Jorge se endurece: «Lo mejor para él es quedarse con mi madre». Lupe reclama: «Yo soy la madre», pero lo hace con tan poca convicción que Jorge le informa que él sí ha visitado a Lupe y a Ruth y que las invitó al cine. Al ponerse de pie para salir, Lupe Marín lo retiene: «Quédate a dormir». A las tres de la mañana el amante se escurre fuera de la cama y sale a la calle sin hacer ruido.

Un gran vacío atenaza a Lupe: «Cuatro años de vida matrimonial con Diego y otros cuatro con Jorge, ¿fueron felices?».

A lo largo de su caminata matutina se desespera: «Han pasado cinco días y Jorge ni llama ni vuelve». Para su gusto lo encuentra en el Bosque de Chapultepec. Es evidente que la espera.

—Me prometí no volver a verte, Lupe.

—¿Y por qué rompiste tu promesa?

—Porque no aguanté. Si me dices que sí hoy mismo busco una casa para los dos. ¡No sé cómo te dejé ir, qué bruto fui!

Con razón Lupe chica afirmará más tarde: «Jorge se enamoró perdidamente de mi mamá, perdidamente».

Calculadora, a Lupe la halaga que Jorge quiera regresar con ella pero responde mañosa: «Voy a pensarlo, luego te llamo. Lo que dices seguro le interesaría a un psiquiatra». «La que se cree psicoanalista eres tú», se enfurece Jorge.

—¿Y por qué no vuelves con él? ¿No era lo que buscabas? —aconseja Concha.

—Lo que yo quería era otra noche de placer… Además, las mujeres tenemos que hacernos del rogar.

—¿Quién lo dice?

Jorge deja de comunicarse. Lupe se demora en Chapultepec. «Va a aparecer». Espera en vano, camina entre los sabinos, da vueltas y más vueltas que la ardilla de la fábula y regresa a su casa a pasar las horas del día asomada a la ventana a ver si viene su amante.

—Concha, creo que estoy a punto de perder la razón.

—¿Cuál?, si nunca la has tenido.

En el bosque camina con el pensamiento fijo en Cuesta. A veces corre. Lo busca: «Jorge, vuelve, no te puedes ir». El deseo de él le impide abandonar el paseo. Lo siente dentro de su cuerpo, lo quiere encima de su vientre ahora mismo. Camina de prisa. «Si me canso, dejaré de desearlo pero lo necesito como nunca antes. Que lo parta un rayo. No, a la que está partiendo un rayo es a mí. Deliro por Jorge, es un imán. Quiero sus manos encima de mí. ¡Cuánto lo espero! Seguro viene esta noche». Lupe busca los muslos de Jorge, la forma en que la levantaba encima de él tomada de la cintura. «Jorge, me arrodillo ante ti, como tú lo hacías ante mí, estírate cuan largo eres junto a mi cuerpo, hasta que tu rostro de párpados cerrados quede encima del mío, tus labios encima de los míos y yo a punto del grito. Jorge, somos uno solo, una sola».

Solo y ajeno a todo lo que provoca, Cuesta se apasiona por Mae West quizá porque su desmesura se asemeja a la de Lupe. Su desparpajo le recuerda al de la mexicana. Su fuerza también. Jorge festeja su ingenio y repite lo que llama sus hallazgos: «Cuando soy buena, soy buena, cuando soy mala, soy mucho mejor». ¡Qué mujer inteligente! «Entre dos males, siempre escojo el que nunca he probado». Acude al estreno de No soy ningún ángel en el Palacio Chino y muchos hombres solos calientan las butacas. Antes aplaudió Noche tras noche y se lanza a escribir un artículo en el que la llama «mujer excepcional». Mae West declara que no son sus amantes quienes han dejado huella en su vida, sino ella en las suyas. Aunque Jorge detesta la vulgaridad le encanta que la rubia pregunte: «¿Traes una pistola en tu pantalón o solo estás contento de verme?».

¿Quién llegará a la presidencia después de Abelardo Rodríguez? A Cuesta le interesan más los rumores de guerra en Europa que el revuelo en torno al sucesor presidencial mexicano. Lázaro Cárdenas «es el candidato más firme», le informa Villaurrutia. «Para mí el nacionalismo lleva al fanatismo, y de ahí al fascismo solo hay un paso», responde Cuesta.

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