A Pico y a Chapo nadie les hace caso; la tremenda noticia inunda la Casa Azul y Frida no sale de su recámara ni pregunta por ellas. El 21 de agosto de 1940 el atentado contra León Trotski trastorna la vida en México. «Es mejor que las niñas vayan con Lupe —previene Diego—, porque va a venir la policía».
«¿Qué pasó?», pregunta Ruth a su hermana mayor. «Quisieron asesinar al viejito y está grave». «¿Cuál viejito?». «El de los conejos». Las dos visitaron a Natalia Sedova y a Trotski en la calle de Viena y él las condujo a las jaulas de madera y alambre que abría todas las mañanas para alimentar a sus conejos. Ver a uno blanco y rosa devorar la alfalfa y comentar «¡Qué rápido come!», hizo que Ruth mirara a un Trotski sonriente. «Es que el conejo se parece a mí», Trotski le señaló su piochita y le cerró un ojo.
Hoy Trotski ya no abre jaula alguna. Más de trescientas mil personas acuden al funeral en una ciudad de cuatro millones de habitantes. La muerte de Trotski es una infamia. Diego acompaña a Natalia Sedova, empequeñecida por el dolor, y a su nieto Esteban Volkov. Frida no asiste al entierro; Lupe Marín menos.
Pico entra a la preparatoria y de inmediato participa en el Consejo Universitario; se inscribe en una planilla que la inicia en la política estudiantil. Habla en público con facilidad, todos festejan su palabra. Un séquito de muchachos la espera a la salida. Después de las elecciones, Diego le pregunta: «¿Qué pasó?». «Nos ganó el conejo Luis Farías».
—A mi hermana no la intimidan las multitudes —informa Ruth orgullosa.
—Eso me lo heredó a mí —se felicita Diego.
Cuando Ruth cursa el primer año de preparatoria su hermana mayor, Lupe, a punto de terminar, informa a su padre que piensa inscribirse en la Escuela Bancaria y Comercial del Paseo de la Reforma tal y como decidió Lupe Marín, «porque una amiga le contó que las “secres” ganan mucho dinero». «¿Mis hijas secretarias? Está loca, mis hijas van a ser universitarias», se indigna Diego.
Lupe se inscribe en la Escuela de Jurisprudencia en la calle de Justo Sierra.
—¡Todos los abogados son unos bandidos! ¿Qué no hay otras carreras? —estalla Diego.
Al ver el rostro de su hija cambia de tono: «Bueno, si vas a ser abogada, voy a llevarte a conocer a mi primo, Manuel Macías, que tiene un buen despacho».
Manuel Macías invita a su joven sobrina a presenciar un desalojo: «Aquí vas a aprender con la práctica». Lupe guarda un silencio apenado ante la pobreza de la vecindad, los vidrios rotos de las ventanas, los huacales que sirven de guardarropa. Para sorpresa del abogado, saca de su monedero treinta pesos y se los tiende a la desahuciada.
—Licenciado, yo en su despacho no me quedo.
—¿Te crees la defensora de los jodidos? Esta es la realidad, hijita, vas a tener que acostumbrarte…
«Hiciste bien», la felicita Diego.
Lupe Marín es escéptica: «¿Y con treinta pesos crees que solucionaste su problema? ¿Quién le dará la renta del mes que entra?».
«Mi madre es una mujer primitiva, como la definen sus amigos», concluye Lupe chica. «Tu mamá es visceral», le explica Concha Michel.
Ruth evita cualquier enfrentamiento con Lupe Marín pero los choques entre Lupe chica y su madre son cada vez más violentos. Del hermano pequeño, Lucio Antonio, nadie se acuerda.
Al terminar su clase de Derecho Romano en Justo Sierra, Lupe Rivera pasa a Palacio Nacional a ver pintar a su padre. Diego la invita a comer a Las Delicias, en el Centro: «No hay nada más exquisito que la comida de tu madre, pero ni modo, aquí la sopa de médula es insuperable». Antonio Carrillo Flores, director de Crédito en la Secretaría de Hacienda, acostumbra saludar a Diego en Palacio Nacional:
—¿Qué hace aquí tu niña, Diego?
—Anda de holgazana.
—¡Ah, no! Ahorita mismo me la llevo a mi oficina.
A los diecisiete años, la niña, a quien le gusta tanto la política como la economía, entra a trabajar a Nacional Financiera.
—¿Vas a ser comunista como tu padre, muchachita?
—Eso nunca.
Lupe Marín le heredó a su hija mayor el mismo horror al comunismo mexicano: zánganos, vividores, muertos de hambre, mendigos. «Cada vez que tocaban esos individuos a la puerta de la casa de Mixcalco era para sacarle algo a tu papá».
En 1941, mientras Lupe Rivera se concentra en la Escuela de Jurisprudencia y Ruth cursa el tercer año de preparatoria, Lupe Marín se empeña en pergeñar una segunda novela, Un día patrio, que Agustín Loera y Chávez promete publicar en la Ciudad de México. Julio Torri, amigo de Loera y Chávez, la alienta: «Vas a ver que esta sí se vende». En su segundo libro arremete contra intelectuales y periodistas críticos de La Única, a quienes trata de gatos. «Lo esencial es dorar la píldora, hasta los gatos saben esto. ¿Qué usted nunca jugó de pequeño con tierra? ¿No vio qué discreta e inteligentemente cubren los gatos… lo que desean cubrir?».
En Un día patrio ataca a Novo y el editor Loera y Chávez le aconseja eliminar varios párrafos.
—Ya deja eso, no ves que haces el ridículo —comenta Rivera.
La recepción de Un día patrio es nula y los dos o tres lectores que se ocupan del libro lo descalifican.
—Tienes que convencerte de que no eres escritora; tu oficio es la costura, allí sí destacas, dedícate a él y a tus hijas —comenta Juan Soriano.
También el pintor español Antonio Peláez, hermano del poeta Francisco Tario, insiste en que se ponga a coser.
La Marín regresa a su Singer. En la cena, Ruth la encara:
—¿No sabes nada de Jorge? Me dijeron que estaba enfermo.
—No sé ni me interesa saber nada de ese individuo.
Lupe evade incluso a su hijo Antonio. «Lo odio», le confía a Concha Michel. «¿Cómo vas a odiar a tu propio hijo?». «Lo odio porque es hijo de Jorge».
Cada mañana, antes de salir, la Marín advierte a sus dos hijas: «Si no dejan la casa impecable no salen con sus noviecitos». Aunque ya son universitarias, una en el primer semestre y otra en la preparatoria, no vacila en pegarles. En las tardes, al regresar de la «Sor Juana Inés de la Cruz» inspecciona la casa con lupa:
—¿Ya lavaron la escalera?
—Sí, Ruth la lavó.
Se inclina sobre los peldaños.
—¡Mentirosa! ¡Está sucia!
Toma la escoba y golpea a Lupe chica, a quien le grita: «Hasta aquí llegaste».
Harta de las palizas de su madre, Lupe se muda a la Casa Azul. Extrovertida, no tiene empacho en decir lo que piensa; sus compañeras de primer año de Derecho la envidian, los muchachos la enamoran aunque se previenen: «No te metas con la Rivera, su padre anda armado».
A Lupe le llama la atención un joven, el mejor vestido y más gallardo de la escuela. Sumamente formal, Luis Echeverría Álvarez admira a Diego Rivera. ¡Jamás imaginó que tuviera una hija bonita, risueña, inteligente y querendona! A diferencia de otros, le cuenta de sus lecturas: salta de Dostoievski a Romain Rolland y de Juan Cristóbal a Madame Bovary porque Flaubert lo emociona aunque no tanto como Rojo y negro de Stendhal. Pronto se le declara y Lupe se fascina con él. ¡Cuánta seguridad le da que los vean de la mano en la universidad!
Aunque Luis la acompaña todos los domingos a comer a la Casa Azul, Diego no lo recibe con gusto. En cambio, Lupe Marín lo festeja a grandes voces: «Es guapo, se sabe vestir».
Diego y Frida ofrecen una fiesta en la Casa Azul e invitan a José Guadalupe Zuno con su hija María Esther.
—¡Te voy a presentar a mi novio, ya verás qué simpático, llevamos seis meses juntos! —le confía Lupe a María Esther. Después de media hora de conversación, Luis Echeverría no le quita los ojos de encima a María Esther Zuno:
—¿Cuánto tiempo permanecerán usted y su padre en el DF? —Ofrece enseñarle la ciudad.
En menos de lo que canta un gallo, Luis Echeverría oficializa su noviazgo con María Esther Zuno, con quien se casa un año más tarde.
Lupe chica se desmoraliza. Además del novio perdido, la parálisis de Frida se traga toda la Casa Azul. «Mi madre me da de palos y aquí, en esta casa sórdida, me cuesta un chingo vivir».
La casa huele a petate de tanta marihuana que fuma Frida con sus invitados, a los diez meses Lupe chica regresa a la calle de Tampico.
—¿No que te iba a ir muy bien con Frida? —se pitorrea Lupe Marín.
Lupe no conoce los remordimientos y tampoco se da cuenta del alcance de sus palabras. Su vida entera gira en torno a sus impulsos, que, curiosamente, con los años se apegan al qué dirán y a las convenciones. También al dinero. Si le abrieran los ojos ahora, en vez del asombroso verde sulfato de cobre verían el verde del dólar que gira en torno a la pintura de Diego.
Su celebridad (de la que ahora es muy consciente) le viene de su matrimonio con Diego, del que el mismo Jorge se ha beneficiado. Así se lo dice a gritos. Sin Lupe, él no sería nada. Solo ha adquirido cierta fama por ella, Lupe Marín, mujer de Diego. En México nadie lee, los escritores son unos ilusos, ¿quién los conoce? La notoriedad de Jorge radica en haberle quitado la vieja a Diego Rivera. Antes de ella los dichosos Contemporáneos eran maricones, fracasados, literatos de revistitas sin importancia, y que en el mejor de los casos sirven para encender el bóiler. La sociedad los desprecia, ni francés saben, son de Chalchicomula, no sirven, se la pasan en mariconadas en el café, los muy tarugos. Lupe ahora grita a voz en cuello: «¡Si te diste a medio conocer fue gracias a mí y a Diego! Sin mí seguirías siendo el mismo tlacuache de agua sucia, muy trajeado, eso sí. No sé cómo cambié a un hombrón por un tlacuache».
A diferencia de Frida, que pondera la ternura de Diego por los más pobres, a Lupe la llena de rabia que le tomen el pelo. Si en el espíritu de Diego anida la ternura, en el de Lupe bulle la rabia. Diego vive sin lujos, sus overoles rotos están cubiertos de pintura; a mediodía come tortillas, arroz y frijoles cuando no hace su dieta de fresas que lo debilita. Desprendido, regala con facilidad apuntes y hasta cuadros. Se ha vuelto un imán y a cada paso lo rodea un enjambre de solicitantes. «Deme, deme, deme». Su fama crece como bola de nieve y los dealers y los millonarios vienen de Estados Unidos a ver qué compran. Lupe también quiere que le den: «Soy la primera, la única». Apenas sabe que algún magnate ha llegado a México, se precipita a la Casa Azul para ser parte de la comitiva. Mientras que los de la vieja guardia, los aristócratas, hacen comentarios despectivos porque consideran que ni Diego ni Frida son «gente decente», los dos crecen en altura y en peso hasta convertirse en el Popocatépetl y la Iztaccíhuatl como escribe Cardoza y Aragón al proclamarlos el paisaje de México.