A Lupe Marín le horroriza el fin de Jorge Cuesta, qué bueno que se alejó del monstruo, qué bien hizo al acusarlo en La Única, qué acierto el suyo al mantenerse en comunicación constante con el doctor Lafora; lo previó todo y huyó a tiempo.
Lupe no le dedica ni un pensamiento a su hijo Antonio, la prueba viviente de que alguna vez estuvo loqueta por Cuesta, enamoradísima, como repitió a diestra y siniestra. Ninguna compasión por ese hombre tan lúcido como desesperado con quien descubrió la lectura y al que no le guarda el menor agradecimiento:
—Me quitaría el sombrero ante un hombre como Jorge si no hubiera conocido antes a Diego, pero no le perdono su locura final —confiesa a Concha Michel.
—Si antes no podías ni oír hablar de él, ¿cómo es eso de que te quitarías el sombrero?
—Eso era antes, ahora he recapacitado y lo comprendo; debe haber sufrido muchísimo.
—Dile eso a Ruth.
Lupe prefiere luchar sola contra sus fantasmas. Reconocer sus flaquezas sería admitir que se equivocó y que su novela —una inmensa calumnia— solo destruyó a Jorge Cuesta.
—¿No te da vergüenza, mamá? —le preguntó alguna vez Ruth.
—No te preocupes, nadie la leyó.
Visita al doctor Lafora. «Es un hombre inteligentísimo, aprendo mucho», pero Lafora evita el tema de Jorge a tal grado que Lupe desiste. «Quizá sea mejor así. Hay que darle vuelta a la hoja». En la noche, sin embargo, Lupe regresa a Jorge, gira en círculos, su vida con Jorge, Jorge y su muerte.
Los sábados y domingos Pico y Chapo salen con sus amigos o van a la Casa Azul, aunque cada vez menos. «No quiero sentarme al lado de la cama de Frida», dice Lupe chica.
En Tampico 8 Lupe invita a Concha Michel con frecuencia porque festeja sus guisos: «Es un manjar». Cuando se queda sola, Lupe toma una taza de avena o una fruta. Bebe muy poca agua. A veces, Concha la invita a alguna fonda y Lupe elige una mesa estratégica para ver a quienes entran: «Mira nomás, a ese diputado lo conozco, pero su acompañante no es su mujer. ¿Ya te fijaste qué gorda está la esposa del rector?».
Las palizas desaparecen pero sigue gritándoles a sus hijas, aunque sus amigas la admiren: «¡Qué elegante es tu mamá! ¡Qué rico guisa tu mamá! ¡Qué personalidad la de tu mamá! ¡Adoro a tu mamá!».
Lupe Marín sabe seducir.
Entre los compañeros de Lupe en la facultad, un muchacho destaca por su gentileza, Juan Manuel Gómez Morín. Lupe chica, atenta a sus intervenciones en clase, lo escucha con admiración. Es obstinado y casi siempre gana las discusiones. «Otra vez Juan Manuel, me rindo», dice el profesor de Derecho Constitucional al verlo levantar la mano. Las muchachas lo siguen por guapo y formal pero él solo ve a Lupe Rivera:
—¿Qué vas a hacer? Le echaste el ojo nada menos que a la hija de Diego Rivera —lo previene su amigo tapatío Efraín, hijo de González Luna.
Tampoco Juan Manuel escapa al peso del apellido, ser hijo de Manuel Gómez Morín, rector de la UNAM en 1933, fundador del Banco de México y del Partido Acción Nacional (PAN), es un reto. El PAN se opone con todo derecho al oportunismo del PRI, culpable de los males de México que se multiplican con los años.
Muy pronto, Lupe decide que el joven Gómez Morín es el hombre de su vida, y cuando se lo dice a Diego Rivera el muralista deja caer paleta y pincel para levantar las manos al cielo:
—¿Y habiendo tantos muchachos, de ese te fuiste a enamorar?
—Cuando lo conozcas, papá…
—Lupe, ¿sabes siquiera quién es su padre?
—Si no me voy a casar con su padre.
—¿Casar? Estás loca, olvídate de él. Su padre es el hombre más reaccionario de México.
A Lupita le cuesta hablar con su madre, es más fácil ir corriendo con Diego porque a todo dice que sí, pero en esa ocasión recurre a la que ella considera la máxima autoridad.
A Lupe Marín le sorprende encontrar a su hija en casa a las cinco de la tarde:
—¿Y ahora qué? ¿Estás enferma?
—Nada, estuve con mi papá, está imposible, deberías hablar con él.
—¿De qué, tú?
—Dile que Juan Manuel es cumplido y estudioso… Y que lo amo.
—¿Para qué diablos te fuiste a enamorar de ese individuo? Aunque reconozco que se viste bien…
El entusiasmo de Lupe chica le recuerda su pasión por Diego: «Ah, qué idiotas somos las mujeres».
—Mira, tu padre es capaz de cualquier cosa por su maldito comunismo y si te dijo que ese individuo es enemigo del pueblo, oye, tú, pues nadie ni nada le va a quitar esa idea.
—¡Ay, mamá, no seas ridícula! ¿Cómo va a ser enemigo del pueblo?
—Si lo amas no le hagas caso a nadie —interrumpe Ruth.
Lupe chica sigue el consejo de su hermana y se enamora de Juan Manuel como la Julieta del Romeo de Shakespeare.
A Ruth le fascina el teatro, incluso Salvador Novo le ofrece pequeños papeles y aplaude cuando sale al escenario. Diego propone darle una carta para el director italiano Vittorio De Sica y Ruth no cabe en sí de la emoción: «Me encantaría trabajar con él, papá». Viaja a Italia y en cuanto le entrega la carta, De Sica la incorpora a su elenco. También sube al escenario una mexicana morena y de pelo negro, Columba Domínguez, actriz principal de la película L ’edera. Apenas ve entrar a la nueva, los celos la atosigan. «Creo que lo mío es la historia del arte», desiste Ruth, quien decide viajar a Egipto.
Imposible visitar el Museo Egipcio de El Cairo en un solo día. «Mi papá es un faraón», concluye después de ver a Tutankamón, y sobre todo luego de que Yusef, el director, la invita a comer al enterarse de que es la hija de Diego Rivera. «¡Cuántas puertas me abre mi papá!». Ante ella se inclina la Esfinge de Hetepheres y las momias salen de sus sarcófagos. Ruth observa hasta la última moneda y los papiros aunque los jeroglíficos le resulten incomprensibles. «Tenemos lo mismo en México —informa a Yusef—, los códices cuentan nuestro pasado y nuestras vasijas funerarias son superiores a las suyas». El director sonríe ante su entusiasmo. «Si quiere que comamos mañana la invito de nuevo, quiero que pruebe los mejores dátiles de Egipto». A mediodía, después de comer el kushari mediterráneo y a punto de convertirse en Nefertiti, la joven Ruth hace suyos a Keops, Kefrén y Neferirkara y se enamora de ese joven bronceado de enormes ojos negros al que confunde con Ramsés I.
Yusef es como el Nilo, lento y sinuoso, corre desde Babilonia y Macedonia hasta su mesa y la seduce. Ruth le escribe a Diego Rivera que va a casarse en El Cairo. Recuerda que Diego se entusiasmó cuando leyó que un militar musulmán, el general Nasser, quiso derrocar al rey Faruk, impuesto por los ingleses.
Lupe Marín arremete contra Diego: «La culpa es tuya por dejarla hacer lo que se le da la gana». Diego escribe a su hija: «Óyeme, Nefertiti, es muy pronto, regresa a México, tú y tu Ramsés tienen que conocerse mejor; espera, si de veras te quiere vendrá por ti en una alfombra voladora», pero a Ruth nada la detiene.
Al mes descubre que el más macho de los mexicanos es menos celoso que su Yusef. Él la llama Azeneth, le prohíbe asomarse a la calle y pintarse los ojos. El sabio que le enseñó el antiguo Egipto resulta ser un maestro prepotente que la espía y la encierra con llave. El colmo sucede cuando Yusef trae un fontanero para arreglar el lavabo y Ruth, de tan aburrida, se entretiene viendo cómo trabaja. Su marido arma un escándalo. Harta, Ruth escapa por la ventana y corre a pedir asilo a la embajada mexicana. «Soy la hija de Diego Rivera, llévenme al aeropuerto para regresar a México».
Una vez en Coyoacán le jura a Diego no volver a equivocarse. Lupe solo le pregunta:
—Oye, y tu árabe, ¿se enroscaba un trapo en la cabeza?
Ruth —ya desegipciada— decide ser arquitecta y para complacer a su padre escoge el proletario Politécnico. Es la primera mujer en pisar la Escuela de Ingeniería.
Tres años más tarde, el general Nasser asume la presidencia y nacionaliza el canal de Suez para gran satisfacción del muralista y de sus hijas.
Diego no cabe en sí del orgullo. Que Lupe, la mayor de sus hijas, gane su propio dinero cuando otras mujeres de su edad solo esperan casarse, y que Ruth, la preferida, sea la primera y única mujer en la Escuela de Ingeniería es para él motivo de la mayor satisfacción.
Entre chupada y chupada de un cigarro de marihuana, Frida aplaude las decisiones de las hijas de Diego aunque no comparte sus gustos. Critica a Lupe chica y a sus amigos, a quienes llama «los rotos de Nacional Financiera» porque se reúnen en el Sanborns de Madero 4, la Casa de los Azulejos. «Van puros gringos cara de bolillo». La Kahlo prefiere L ’Escargot, el Manolo o la carne asada del Tampico. También habla del complejo de Edipo de Ruth y se atreve a sugerirle: «¿Por qué no haces tu vida lejos de tu padre? Así como tú, yo adoré al mío y lo acompañaba a tomar sus fotografías y le metía un pañuelo en la boca a la hora de sus teleles, pero tú, de a tiro te pasas».