El 3 de febrero de 1956 nace el segundo hijo de Ruth: Pedro Diego. Su nuevo embarazo la hizo sufrir porque se entera de que Diego tiene cáncer de próstata. Desde la muerte de Frida, Diego vive en la casa-estudio de Altavista con Emma Hurtado, custodiado por los inmensos judas de cartón que le fabrica Carmen Caballero, su judera. Ahora Diego pinta retratos de señoras ricas, esposas de políticos o de empresarios, cuyos automóviles, choferes y guardaespaldas esperan en la calle.
Juan Pablo y Diego Julián acompañan a Lupe Rivera a visitarlo y se sientan junto al equipal de Diego que los ignora porque concentra su atención en la hija de Ruth. «Va a ser tan alta como su madre. La quiero pintar». Del bebé moreno y redondo que Ruth trae en su rebozo comenta: «Está bonito, pero a la que voy a pintar es a la Pipis apenas me sienta mejor».
Ruth no solo acompaña a su padre a todas horas y deja solo a Pedro Alvarado, también abandona a sus hijos. Todos los días anuncia: «Hoy en la noche voy con mi papá a Bellas Artes. Mañana viajo con mi papá a Cholula». Tres años mayor que Pedro Alvarado, Ruth le impone sus decisiones hasta que un día le anuncia sin más: «Me voy a ir a vivir con mi papá».
—¿Y tus hijos y yo?
—Si quieren, vengan conmigo. De todos modos, lo primero es mi papá.
Emma Hurtado no cuenta, solo Ruth. Lo primero que hace Diego al despertar es llamarla: «¿No vienes conmigo al Anahuacalli? Necesito tus consejos».
Pedro Alvarado, a quien Ruth dio clases al terminar la carrera antes que él, se siente desplazado. En la vida de Ruth solo cabe Diego Rivera.
A pesar de que se le van las fuerzas, Diego se entrega al mural del Centro Médico en la avenida Cuauhtémoc. Lo único que le preocupa es terminarlo.
La Asociación de Pintores de la Unión Soviética lo invita a Moscú: «Allá está mi salvación, allá me van a curar. Ningún sistema de salud mejor que el ruso. Allá no hay corrupción, se acaban todos los males. Esa invitación es lo que estaba esperando».
Diego y Emma Hurtado enfrentan las borrascas de nieve, las de la naturaleza y las de sus cuerpos gastados. «¡Este gran país va a curar a Diego!», repite Emma detrás de él.
A su regreso, a los setenta y un años, el maestro declara a la prensa: «Estoy curado». Asegura que los rusos lo salvaron con una bomba de cobalto, aunque en la intimidad reconoce que en la Unión Soviética los médicos de los hospitales cierran el paso a los enfermos terminales. «No tiene caso que ocupe usted una cama, mejor que muera en su casa».
Diego y Emma Hurtado vieron filas interminables de mujeres con una pañoleta en la cabeza esperando en la calle su ración de pan y hasta de vodka. El comunismo y la igualdad de clases siguen siendo una utopía. Así como en 1927 ya Diego había visto a la Unión Soviética con ojos críticos, ahora también consideraba a Stalin el enterrador de la Revolución. Describía su «cabeza de cacahuate rematada por un corte de pelo militar», con una mano en la espalda y otra al frente por debajo de su saco imitando a Napoleón.
—No sé para qué fui —le confía Diego con una mirada triste a Lupe Marín.
Lo primero que hace Diego al regresar de la Unión Soviética es eliminar la frase del Nigromante en su mural del Hotel del Prado: «Dios no existe». En su lugar escribe «Constitución de 1917». Al día siguiente cita a la prensa: «Algo sensacional tendrá lugar en el Hotel del Prado». Elige una hora pico, las seis y media de la tarde, sube a un andamio y descubre el mural oculto bajo una tela. Cuando desciende se adelanta a los sorprendidos reporteros: «Soy católico». Añade que admira, al igual que Zapata, a la Virgen de Guadalupe. Los reporteros lo encuentran viejo y cansado.
Sus hijas se aparecen casi todos los días en la casa-taller de Altavista, los nietos se atraviesan de una casa a la otra por el puente que las comunica: «Se van a caer, sácalos de aquí, me ponen nervioso», le pide Diego a Emma Hurtado.
Lola Olmedo lo invita a Acapulco. Alega que vivir al nivel del mar le hará bien. Allá pinta, en 1954, su último autorretrato: un Diego enflaquecido que sostiene con una mano la paleta y con la otra su corazón, la tristeza dibujada en su rostro desfalleciente. Al regreso se acuesta en la cama de hospital que Emma compró y mandó instalar en el estudio a la vera de los altos judas. Ruth jamás lo ha visto tan deteriorado y le tortura reconocer que se acerca el fin. «Mi padre se va a morir». Lupe chica, que ha hecho su vida lejos de Diego, es más fuerte, pero al igual que su hermana sale de cada visita a la casa de Altavista con un nudo en la garganta.
Lupe Marín pasa por encima de Emma Hurtado y entra como vendaval. Da órdenes a diestra y siniestra, y cuando finalmente se sienta frente a la cama de Diego, lo hace sonreír con sus cuentos y sus chismes. Su ingenio alegra hasta a los judas. Cuando ve que Diego cierra los párpados sobre sus ojos boludos sale del estudio.
—¿Sabes lo que me dijo tu padre? Que le daba horror la Garrapiñita y que si no estuviera enfermo se divorciaría de ella —le confía a Ruth.
Lupe Marín lo anima, es una ráfaga de vida; cuenta que el diputado mengano es capaz de darse un balazo con tal de conservar su curul; que no puede imaginarse el sombrero tan horroroso que llevaba la esposa del presidente, haz de cuenta dos huevos estrellados, como lo consignó Luis Spota; que al gobernador zutano le descubrieron casa chica. Diego disfruta a su Prieta Mula. Hace años lo sacó de quicio pero lo entretuvo siempre. Oírla hablar lo regresa al pasado. Lupe pondera a las dos hijas en común. Su hija mayor «tiene un carácter de la patada» pero se mantiene activa. Alaba a Ruth, mucho más dócil: «La buscan sus alumnos de la Escuela de Arquitectura. Sus compañeros la quieren. Pedro Ramírez Vázquez le encarga planos y construcciones. ¿Qué te parece? Hoy las mujeres ya no atienden a su hombre, ¿te acuerdas, Panzas, de cómo te cuidaba yo a ti?».
—Vaya que si me acuerdo, Prieta Mula.
—¿Adivina a quién me encontré en el mercado de San Juan? A Vasconcelos, y me dijo que te aliviaras pronto.
—Lo que debería hacer es venir a verme en vez de mandar recados pendejos. Chicho Bassols me advirtió que solo tengo ocho mil pesos en el banco…
—Y yo que te iba a pedir —sonríe Lupe.
—Acércate, Lupe, ¿sabes quiénes son las únicas mujeres que he amado en mi vida? Mis hijas, y las hice contigo.
Diego le dicta su testamento a Chicho Bassols, su abogado y amigo: la Casa Azul y todo lo que hay en ella se abrirá como museo al pueblo de México. El Anahuacalli, que empezó a construir en 1942, albergará sus miles de piezas precortesianas y también será para el pueblo. Los terrenos en torno al Anahuacalli, donde tenía pensado construir la Ciudad de las Artes, formarán parte de un fideicomiso administrado por el Banco de México. Finalmente nombra un comité ejecutivo: Narciso Bassols, director; Carlos Pellicer, director museográfico, y Eulalia Guzmán, directora historiográfica.
El Anahuacalli en San Pablo Tepetlapa —diseño del propio Rivera que tanto deseaba inaugurar— queda a cargo de Ruth y de Juan O’Gorman. Reciben al estadounidense Frank Lloyd Wright, a quien le impresiona más la cantidad de piezas arqueológicas que albergará el museo que el pesado proyecto arquitectónico.
Guadalupe Amor, con quien Lupe solía encontrarse en el Ciro’s, la invita a su casa de la calle de Duero a escuchar a la Peque Josefina Vicens leer los primeros capítulos de su novela El libro vacío. «Pita, sabes muy bien que yo me acuesto a más tardar a las ocho de la noche, no voy a ir».
El domingo 28 de julio de 1957, a las dos y media de la mañana, Josefina Vicens aún no termina de leer el cuarto capítulo y Pita aplaude: «Es maravilloso, continúa, continúa», cuando de pronto un ladrido de perros llena la calle y el edificio de departamentos se sacude. «Tiembla, tiembla», grita Tita Casasús. Archibaldo Burns detiene a Elena Garro, que abre el balcón y pretende tirarse a la calle. Pita conserva una calma impresionante. Minutos después, unos desvelados pasan gritando: «¡Se cayó el Ángel, se cayó el Ángel!». Todos salen de su casa; una mujer se arrodilla en la esquina de Duero y Lerma. Las estridentes alarmas de ambulancias y bomberos suenan como locas a lo largo del Paseo de la Reforma.
Tita Casasús, bañada en lágrimas, pregunta: «¿Cómo estará Lupe Marín, que acaba de mudarse a Paseo de la Reforma 137, muy cerca de la glorieta de Cuauhtémoc? ¿En qué piso vive? Su departamento debe haberse resentido una barbaridad». Alarma a Antonio Peláez y a Roberto Garza: «Vamos a llamarla». Cuando por fin logran comunicarse, Lupe explica de mala gana: «Estoy bien, mi edificio no se cuarteó».
La Torre Latinoamericana, de ciento ochenta y dos metros de altura y grandes ventanales al vacío, inaugurada un año antes por el presidente Ruiz Cortines, permanece intacta; en cambio, el edificio más alto de la ciudad, el Corcuera, se viene abajo. A la mañana siguiente Lupe, la cinéfila, lamenta que los cines Colonial, Ópera, Gloria, Goya, Titán, Majestic, Capitolio, Cineac, Roble Insurgentes, Encanto y Cervantes hayan quedado hechos escombros.
Para ese inmenso bloque que es Diego Rivera, el peor terremoto es su salud. Cada vez más débil, se propone pintar el retrato de su nieta Ruth María Alvarado: «Tráeme a la Pipis, está muy bonita», pero lo inicia y en la primera sesión desiste. «Es muy quietecita, se parece a ti de respetuosa pero no tengo fuerzas y no sé si voy a poder terminarlo», le explica a Ruth. Tampoco continúa los murales del Centro Médico y los del Castillo de Chapultepec porque una embolia le paraliza el brazo derecho.
—El pincel ya no me obedece.