CAPÍTULO 37

UN AMERICANISTA PINTOR

—Es mi hermano menor, fanático del América; quiere ser futbolista, te lo dejo, vino de Zacatecas a estudiar arquitectura, dile que te pague una renta —Pedro Coronel le encarga a Guillermo Arriaga a un muchachito delgado y de pelo enmarañado.

En la calle de Valerio Trujano 356, en el Centro, el muchachito Rafael Coronel toma posesión de una recámara y solo permite que entre Emiliano, el hijo mayor de Arriaga y de su mujer, Graciela. Mientras se decide por la contaduría o la arquitectura, el zacatecano recorre las calles del Centro y lo sorprende un vendedor de la Lagunilla: «Órale, jefecito, este es un genuino ídolo azteca, por ser usted se lo dejo a diez pesitos». Cuando Rafael comprueba que su ídolo es falso, se enoja.

—¡Qué tarugo eres, tu acento provinciano te delata! Lo bañan en coca cola y lo entierran para que parezca auténtico. En vez de la Lagunilla, mejor vete a Ciudad Universitaria a ver en qué cursos te inscribes —aconseja Guillermo Arriaga.

El gigantón de Pedro Coronel acude en la mañana a la Escuela Nacional de Pintura La Esmeralda.

—¿Y esto da de comer? —pregunta Rafael despectivo.

—¿De qué crees que vivo? ¡No te hagas! Arriaga me contó que dibujas bien y tiras todo a la basura.

—¿Y qué tienen de bueno mis garabatos?

—Per-so-na-li-dad, y en pintura eso es oro molido. Deberías explotarlo.

—¿Vivir de la pintura? ¡Estás loco, hermano!

—A veces tienes suerte y te compran un cuadro, y con eso vives unos meses. Yo así me la llevo. ¿Tú crees que vas a ser jugador estrella del América? Pon los pies en la tierra, hermano. ¿Quieres conocer a un tocayo tuyo que sabe dar consejos de verdadero intelectual?

Rafael Ruiz Harrell lo lleva a la casa de San Ángel de Archibaldo Burns y Lucinda Urrusti, que frecuentan Carlos Fuentes, Octavio Paz y Elena Garro, Jorge López Páez y Dolores Castro, novia de Pedro Coronel. De un día para otro Rafael entra al cenáculo, a la crème de la crème, al Olimpo. «Deberías aprender de tu hermano menor, alerta y calladito», le dice Archie a Pedro, cuyas borracheras hacen juego con su cuerpo de leñador.

Al encontrar a Rafael acostado en su recámara en la casa de Valerio Trujano, Dolores Castro, poeta y novia de Pedro, lo increpa:

—¿Qué haces en la cama a esta hora? Ponte a leer esto —le arroja un libro.

—¿De quién es?

—De Kafka.

—¿Y ese chango qué?

—¿No sabes? Léelo.

Cuando termina La metamorfosis Rafael siente que Kafka le ha quitado una venda de los ojos: «Anda, levántate o te convertirás en una cucaracha». De tantas relecturas desbarata el libro.

En La Esmeralda un cartel anuncia: Concurso de Pintura para Jóvenes. «Voy a entrarle, al cabo no pierdo nada». Como no le alcanza para comprar una tela, compra crayolas y cartón y traza el rostro alunado de una mujer con nariz y ojos desproporcionados: La mujer de Jerez. Elige su tierra, Jerez, Zacatecas, en homenaje a Ramón López Velarde.

El más sorprendido al ganar una beca de trescientos pesos mensuales es él. Encantado con su hermano menor, Pedro se pone otra buena borrachera. Solo le darán la beca a Rafael si ingresa a alguna escuela de arte. «Olvídate del América y de la arquitectura y vete a comprar un par de zapatos».

Las clases en La Esmeralda transcurren al lado del caballete de su compañero Francisco Corzas, quien lo alienta: «Ahorita no sabes mucho pero tienes lo que hace falta, irás aprendiendo». Le invita unos tragos. A partir de ese momento, además de beber los jóvenes persiguen a Siqueiros y a Orozco. «De veras que son los Tres Grandes. También el Dr. Atl es bueno aunque sea fascista». Su maestro, Carlos Orozco Romero, no pierde de vista a Coronel y le dice a Corzas que deje la cantina y la guitarra: como tiene buena voz le invitan una copa por cada canción y termina al amanecer, la cara dentro del aserrín del piso. Orozco Romero sorprende al joven Coronel al afirmar: «A ver cómo le hace usted, porque es hermano de un gran pintor».

—¿Me lo dice para que desista?

Una mujer pequeña posa desnuda en medio del salón, Julia López, modelo de Diego Rivera. Rafael se pasma y le tiembla la mano, imposible quitarle los ojos de encima, imposible trazar una línea.

—¿Qué le pasa? ¿Nunca ha visto a una mujer desnuda? —pregunta Orozco Romero.

—No… bueno, sí… pero no así.

—¿Así cómo?

—Delante de todos.

—Pues váyase acostumbrando.

El candor de Rafael atrae a los demás. La mujer de Jerez se expone en Bellas Artes; varias muchachas lo abrazan y el joven brinca como si hubiera anotado un gol con el América.

—Que me perdone mi padre pero voy a ser el pintor más solicitado de México —le grita a Corzas.

—¿Más que Diego Rivera? Todos quieren acabar con él de tanto que lo envidian.

—Diego Rivera era un gigantote, a su lado soy un liliputense.

Cada vez que Rafael se refiere a Diego Rivera, recién fallecido, lo llama el gigante, el colosal, el más grande. Corzas y él pasan horas frente a La creación en el Anfiteatro de la Preparatoria. Hacen lo mismo en Palacio Nacional con La historia de México. A pesar de su devoción por Diego, Rafael pinta figuras alargadas y desoladas que nada tienen que ver con él ni con su país ni con lo que pinta su hermano Pedro. Corzas ya avanzó por el mismo camino y sueña con viajar a Italia.

—Si no vamos a Europa pintaremos puras mamarrachadas.

***

Ruth Rivera busca a Guillermo Arriaga en la casa de Valerio Trujano, encuentra tirado en el césped a un muchacho despeinado y le pregunta: «¿Qué haces?». «Contemplo una nube, mira, es un mago con un sombrero de cucurucho. ¿Lo ves?».

—¿Quién eres tú?

—Soy Rafael Coronel. ¿Y tú?

Desde el suelo la ve tan alta como el Empire State Building.

—Yo soy Ruth y ya me voy porque al que vine a ver es a Guillermo.

Rafael ve alejarse la silueta de una mujer delgada, alta y bien formada dentro de un traje también cortado a la perfección. «Para vestir así de afrancesada debe de ser una catrina», deduce.

—Ah, era Ruth, la hija de Diego Rivera —le explica Guillermo Arriaga a su regreso y Rafael añade: «Aunque no lo creas, yo conocí a Diego Rivera antes de su muerte y le di la mano, era un hombre afable, bondadoso. Emma Hurtado expuso en su galería el retrato de Silvia Pinal, la estrella de las películas de Luis Buñuel. Francisco Corzas, Mario Orozco Rivera y yo nos arrinconamos cuando Diego Rivera, enorme, hizo su entrada del brazo de Silvia Pinal. “Esa señora de pelo anaranjado es Emma Hurtado, dueña de esta mugre galería”, me señaló Corzas. De pronto, Diego volvió los ojos hacia nuestro rincón: “Ustedes son estudiantes de pintura, ¿verdad? Vénganse pacá, muchachos”, y nos invitó al segundo piso de la galería con Marte R. Gómez, Pascual Gutiérrez Roldán y otros magnates de Petróleos Mexicanos, Alvar Carrillo Gil y coleccionistas de la talla de Inés Amor. ¿Ves cómo sí lo conocí?».

Celestino Gorostiza, director de Bellas Artes, contrata a Ruth para dirigir el recién fundado Departamento de Arquitectura de Bellas Artes. «¡Ay, Celestino, es un honor pero es mucho trabajo!». Permanece en su oficina hasta altas horas de la noche. A sus hijos, Ruth María de seis años y Pedro Diego de cuatro, los atiende una cuidadora en la casa-estudio de San Ángel. Su padre, Pedro Alvarado, tampoco les hace caso.

Como si tuviera poco trabajo, Ruth se responsabiliza del proyecto del Anahuacalli, en Coyoacán, y los sábados y domingos trabaja frente al restirador al lado de Juan O’Gorman. Algunas tardes aparece Pedro Ramírez Vázquez, que construye el nuevo Museo Nacional de Antropología con un equipo al que quisiera integrar a su querida Ruth aunque ya no tenga un minuto libre.

A una comida en casa de los Arriaga Ruth llega sin su marido: «Nos estamos divorciando», dice en voz muy alta. Rafael la atrae por su sonrisa maliciosa y sus modales de chamaco malcriado. «Vino a México porque quería ser futbolista pero es un genio, ganó el primer premio en el concurso para jóvenes de La Esmeralda», le explica Arriaga. El pequeño Coronel sonríe cada vez que su hermano, el gran Coronel, copa en mano anuncia con acento zacatecano: «Este cabrón salió mejor pintor que yo».

—Préstame dinero porque invité a Ruth al cine —le pide Rafael a Guillermo Arriaga.

¡Uta madre! Ruth lo sabe todo de pintura no solo en América Latina, sino en Nueva York, Los Ángeles, París. Le cuenta de Jackson Pollock, fanático seguidor de Siqueiros, del sitio que ocupa México en el mercado mundial del arte, de la época maravillosa que vive América Latina, olvídate de París, de las galerías y los corredores de arte, de Alma Reed, Frances Payne, Inés Amor. «Por México van a pasar todos los que triunfen». Le explica que es fácil abrirse paso, que él va a llegar muy lejos.

A Ruth no solo la buscan, los coleccionistas la respetan, la quieren. El retrato que Diego hizo de ella sosteniendo un espejo ovalado se expone ahora mismo en Nueva York y las revistas de arte lo reproducen continuamente. Reiteran en la cara de Lupe, su hermana, que la menor es la hija favorita, la que entró al Partido Comunista a diferencia de ella, la priista. Ruth es la que aparece de pie a su lado en los periódicos y los noticieros porque sí se la jugó al lado de su padre.

Money makes the world go round. ¿No lo sabes, Rafael?

A los tres meses de repetir cada vez que van al cine o al restaurante: «No te preocupes, yo pago», Ruth todavía invita a Rafael a vivir a su casa.

—¿Y dónde voy a pintar?

—En el estudio de mi papá.

—Te van a matar los dieguistas.

—¡Que me maten!

Los mejores colores europeos —miles de tubos a medio usar y miles sin abrir— que fueron de Diego están allí, esperándolo. Para que no vayan a verlo desde la avenida Altavista, Rafael se esconde en un rinconcito lejos del ventanal y pinta sobre su propio caballete. La figura de Diego Rivera no le pesa, a él ni siquiera lo amenazan los altos judas de cartón recargados en los muros. Tampoco lo intimida comer con Lázaro Cárdenas, a quien solo conocía por los libros de historia.

—¿Y usted cuándo llegó, muchachito? —le pregunta el expresidente de México entre un bocado y otro.

Rafael deduce que el general lo hace menos. Seguro piensa: «¡Pobre Ruth, lo que se fue a buscar!».

—Rafaelito, te voy a presentar a mi madre.

Lupe Marín, altísima y sofisticada, enfundada en un traje sastre semejante al de Ruth, examina a Rafael de arriba abajo y lo deja con la mano extendida:

—¿De este tipo tan mal vestido te fuiste a enamorar?

Para compensarlo, Ruth le ofrece a su amante un viaje a Europa. Descuelga un cuadro de Diego Rivera, se lo vende a Alberto Misrachi y le da mil dólares.

Ándile, váyase a Europa a ver pintura como lo hizo mi papá.

Francisco Corzas ya se había ido a Italia. Al despedirse, Rafael lo miró preocupado: «Allá nos vemos, pero deja el trago, Pancho…».

37