CAPÍTULO 39

LA GUAGUA

Lupe Marín es un sol y a su alrededor giran sus cuatro nietos, a veces como satélites fuera de órbita, sobre todo Ruth María, Pipis, y Pedro Diego, los más pequeños y abandonados porque su madre pasa el día entero en Bellas Artes o en el Politécnico. «¡Qué lata de niños!», dice Lupe al abrirles la puerta de Paseo de la Reforma. Rafael Coronel pinta como un desaforado «porque hay que aprovechar la buena racha» y se encierra en el estudio de Diego. Rechaza a los hijos de Ruth. «Nunca tendré hijos», sentencia corajudo.

Los niños Ruth María y Pedro Diego viven en la calle de Flores, que hace esquina con la avenida Altavista. Solo visitan a su abuela una vez a la semana y los paraliza al preguntarles: «¿Quién los vistió?». La llaman Guagua, como Juan Pablo. Los martes comen en su casa y si quieren se quedan a dormir: «Pero solo dos, los cuatro juntos no». Antes de que cierren los ojos, la abuela abre la puerta y se acerca a la cama de Pedro Diego: «A ver, las manos fuera de la sábana».

—Me da frío, Guagua.

—No importa, saca las manos.

Inés Amor, directora de la Galería de Arte Mexicano, primero en Abraham González 66, el sótano de la casa de los Amor, y luego en la calle de Milán, se convierte en promotora de Rafael Coronel así como lo es de Rufino Tamayo y Juan O’Gorman. Desde su primera muestra individual, el 1 de julio de 1956, Inés se dio cuenta del talento de los dos Coroneles.

El embarazo de Ruth enoja a Rafael. «Te lo advertí. No quiero hijos». La futura madre trabaja hasta dos horas antes del parto de Juan Rafael Coronel Rivera. Nace el 25 de mayo de 1961 y es un bebé enorme.

A los quince días Ruth enferma de tifoidea. Rafael, furioso, tiene que lidiar con los dos niños Alvarado y el recién nacido. Fuera de sí, larga a los mayores a la calle: «¡Sáquense de aquí, son un estorbo!». Su trato con Lupe Marín es casi inexistente como también con Lupe Rivera, que lo rechaza porque usa el caballete, los colores y el estudio de su padre.

—¿Y el niño? —pregunta Lupe Marín—. ¿Quién lo cuida?

—Yo, ¿quién más? —responde Rafael enojado.

—No, hombre, yo me lo llevo hasta que Ruth mejore. Ahora importa que ella se componga.

Lupe Marín contrata una nodriza y reparte su tiempo entre el recién nacido y su costura. Muchas clientas la buscan en la tarde y acuden a su prueba que es una lenta ceremonia.

—Este niño tiene los testículos muy grandes —informa a Rafael.

—Todos los niños tienen así sus bolitas —responde el yerno.

Juntos escogen una cuna y una bañera en El Palacio de Hierro. «Aquella», señala Lupe.

—No, deje esa mugre, traigo lana para comprar una buena.

—¿Estás seguro? —lo mira desconfiada.

—No se preocupe, Inés Amor me dio dinero.

A Lupe le encanta el nombre de su nieto: Juan Coronel. «Es nombre de corrido», pero a solas lo llama Juanito. Es el último de sus nietos. Los otros saben que expresar sus celos es lo peor que pueden hacer. Juan Pablo, el mayor, es ya un adolescente y habla con su Guagua de novias y de marcas de zapatos.

Al recuperarse de la tifoidea, Ruth regresa corriendo a su trabajo; el bebé Juan Coronel vuelve al estudio de Altavista en los brazos de una nana, Librada Olvera, Lili, una tarahumara morena, bajita, carirredonda y amorosa. Rafael no sale del estudio de Diego y hasta duerme en él. Nadie puede entrar; ya una vez los niños le echaron a perder un cuadro. «Lo que importa es la raya final, el momento del genio». Los niños gritan y la inspiración se va al caño.

Ruth María y Pedro Diego le temen a ese greñudo que los mira con odio: «Nos pega y nos encierra en el baño cuando tú no estás», informan. «Son unos exagerados», responde Ruth. Que Rafael los corra o los deje sin comer es para Pedro Diego y Ruth María una tortura cuyo recuerdo conservarán toda su vida.

Cuando Juan cumple año y medio, Ruth viaja cuatro meses a Italia al Consejo Internacional de Monumentos y Sitios (ICOMOS), responsable de la conservación del Patrimonio Cultural de la Humanidad. Rafael, acostumbrado a la ausencia de su mujer, se entrega a su pintura, y los mayores, Pedro Diego y Ruth María, dependen de una muchacha que les sirve de comer y los saca a la calle. Al niño Juan, Lili lo atiende como a un rey.

Todos los nietos de Diego y Lupe estudian en el Colegio Alemán. «Ahí sí que enseñan disciplina», aprueba Lupe. Su nieto mayor es ejemplar. El segundo, Diego Julián, el único que rehúsa llamarla Guagua, se niega a hablar alemán: «No soy tu perico, abuela». En vez de camisa usa camiseta y parece no conocer el peine. ¡Cuánto rechazo en ese nieto rebelde! «Ese muchacho es una mula», le dice Lupe Marín a sus hijas, «y ustedes pésimas educadoras».

Si el cheque de la escuela «Sor Juana Inés de la Cruz» se retrasa, Lupe corre a la Secretaría de Educación:

—El señor secretario no puede atenderla.

—Dígale a ese joto que salga o empiezo a gritar.

A Torres Bodet no le queda otra que calmar a la fiera: «Ha de haber sido un malentendido, ahora mismo te dan tu cheque».

Lupe compra frutas y verduras de primera calidad, se cuida de comer carne roja y sabe escoger pollo y pescado frescos. Las telas para coser vestidos y blusas las adquiere en París o en Roma, pero si no viaja toma un taxi a la calle de Venustiano Carranza o a Las Cruces y los libaneses, que saben de buena calidad, la atienden con gusto porque regatear con ella es un lujo. Lupe nunca entra a una librería porque relee a los mismos autores: Dostoievski, Tolstói, Pushkin, Balzac y Shakespeare. Tampoco va a conferencias o a recitales desde que escuchó años atrás a Berta Singerman, que le pareció el colmo de la cursilería. Cuando le preguntan por Martín Luis Guzmán o Mariano Azuela se enfurece: «Yo no leo nada de la pinche revuelta de muertos de hambre que ustedes llaman Revolución mexicana».

Cada 12 de diciembre, día de su santo, tira la casa por la ventana. Invita a sus hijas, a sus cinco nietos, a Rafael Coronel, a Juan Soriano, a Judith van Beuren, a Lola Álvarez Bravo, a Chaneca Maldonado, quien ahora dirige la gran agencia publicitaria Stanton y cobra un sueldo fabuloso porque contrata a Gabriel García Márquez, al joven Fernando del Paso, a Álvaro Mutis, a la China Mendoza, a Eugenia, la hija de Alfonso Caso, como publicistas.

Ese día Lupe abre la puerta de Paseo de la Reforma con una enorme sonrisa: «Hasta parece amable», comenta Rafael Coronel.

Juan Soriano aprovecha su buen humor. «Ven a mi estudio en Melchor Ocampo, quiero hacerte unos retratos». «Ya posé para ti, no des lata». En 1945 Soriano la pintó con el pelo recogido y destacó las manos de dedos larguísimos de una Lupe que se recarga sobre su codo derecho, pero ahora Soriano, en pleno trance, la pinta con pinceladas rabiosas como nunca antes; las manos de la segunda Lupe ya no son hermosas sino líneas rectas que perforan la tela, el rostro es un cubo, los ojos dos túneles, las orejas lilas y moradas salen como audífonos o cuernos que escapan de una cabeza de robot, la nariz es una oquedad cuando no una línea bárbara capaz de hendir la tela; Lupe de perfil es una extraterrestre sanguinaria, los colores son tan vivos que hacen pensar en una ceremonia sagrada; Lupe con las manos extendidas emerge de una crisálida monstruosa en que se mezclan el azul, el rojo y el verde. En otro cuadro de grandes proporciones Juan asaetea a su modelo, sus huesos delgadísimos se convierten en flechas que la clavan a la cruz. De cuando en cuando, extasiado, murmura: «Eres una maravilla, no te muevas». A veces le grita: «Eres una yegua. Eres mil mujeres. Eres un jeroglífico. Te adoro, te odio».

Juan ve a Lupe transformar su cólera en belleza, sus arrebatos lo conducen a un mundo del que ya no puede salir. «Lupe, haces visible lo invisible». La violencia de su estallido lírico lo vacía; Juan, agotado, la quiere toda para sí. En medio de su alegría desesperada, Lupe es la respuesta a todas las preguntas. Parte ave y parte quimera, Lupe es de bronce y es de arena, es una gárgola y es una sirena. «Lupe, ven mañana, Lupe, no me dejes, Lupe, eres la única mujer veraz, Lupe, quiero ser tú».

Carlos García Ponce, el coleccionista, hermano de Fernando, el pintor, y de Juan, el escritor, se entusiasma; Elena Portocarrero y Andrés Blaisten se asombran; el esfuerzo de Juan Soriano es de superhombre: «He encontrado mi camino». No duerme, no come, ya no bebe, casi no respira, le tiemblan las manos, le tiemblan los ojos.

Por fin, Lupe pregunta si Juan va a dejarle ver lo que pinta y cuando tiene frente a sus ojos la serie completa se enoja: «¿Así me ves? Ya no voy a posar para ti. Tus retratos me dan terror. ¿Por qué me agredes? ¿Por qué me conviertes en un esqueleto? ¿Soy la muerte para ti?». Juan se defiende: «Tú, Lupe, le tienes pánico a la muerte, por eso rechazas mis retratos». Lupe revira: «Eres mi verdugo, yo tu víctima». Juan le habla de la metamorfosis, le explica cómo la ve, cuántas oscuridades malditas se esconden en el cuerpo humano; que él, como pintor, tiene que bajar al infierno y salir de nuevo a la superficie para sacarlas a la vista. Octavio Paz sigue el proceso con más pasión de la que ha demostrado jamás por la obra de Soriano. «¿Cómo vas? Después de tu Apolo y las musas lo que ahora haces me fascina. En tus retratos hay más crueldad pero también más ternura, tus pinceladas son las de un poeta». Soriano asegura que Lupe es su diosa, ella insiste en que él la ha manchado para siempre. Según Paz y sus elogios, la Lupe de Soriano es Tonantzin en sus múltiples reencarnaciones. Lupe se indigna. «Para mí, lo que has pintado es un enorme disgusto. Ya no voy a poder separarme de mi muerte». «Tienes toda la razón, Lupe, porque cada vez que entras a una habitación, además de aterrorizarme siento que me entregas a la muerte», responde Soriano.

Aunque para Soriano la Marín es un manantial inesperado y nadie compra los cuadros, la exposición es un triunfo de público y de crítica. Juan Soriano nunca ha caminado tan en el filo de la navaja. «Yo soy este que ahora pinta, soy el verdadero Soriano, el que se reveló a sí mismo, soy el bárbaro que por fin se acepta». Lupe insiste: «Tras martirizarme me pintaste como muerta». «Sí, porque tú has regresado del infierno».

Que Soriano cause más escándalo que Diego Rivera es un gusto para Octavio Paz. Frente a sus Lupes malditas y tenebrosas nadie parece recordar el retrato que Diego Rivera pintó en 1938. Los espectadores llaman a Lupe Medusa, Diosa, Bruja, Arpía, Reina de la Noche. Repiten que es fálica. Juan amanece con Lupe en la punta del último de sus cabellos. «En estos retratos resumí todos los retratos pintados a lo largo de mi vida, así como todos los que pinté en mi periodo de mayor libertad cuando vivía en Roma». A Lupe cada una de las telas la regresa a Jorge Cuesta. «¿Me estará culpando de algo este joto canijo, ahora defensor de Jorge Cuesta?».