Ruth lucha contra la depresión y sus clases en el Poli son un salvavidas. Desde su oficina en Bellas Artes que da al cruce de San Juan de Letrán y avenida Juárez, observa a las hormigas humanas que corren a sus encomiendas y se pregunta para qué.
Sale de su casa cada vez más temprano y regresa lo más tarde posible. «Trabajar es mi terapia», le explica a su hermana mayor, quien entró a psicoanálisis hace trece años a pesar de la oposición de su madre. «¿Para qué?», le dijo Lupe despectiva. «Porque el análisis es una ciencia». «¿Y cuánto te va a cobrar el Freud de la colonia Condesa?». «Yo me merezco un buen psicoanálisis —se enojó Lupe chica—, cualquiera con una madre como tú habría terminado dándose un tiro».
En el estudio de Diego, Rafael pinta rabiosamente y evita a Ruth a toda costa. Cuando sabe que su señora está en la casa se da la media vuelta y regresa a su guarida.
A la niña Ruth María, la Pipis, la conocen en la cuadra porque pasa el día entero en la calle de Flores. Cuando llueve se guarece bajo el portón de los vecinos con tal de no regresar a su casa. Risueña, vuela su pelo negro tras de ella, el sol la ha quemado, es alta y morena, corre muy rápido y ríe nerviosa. Algunos vecinos la invitan: «Ven, pásale. ¿Quieres un vasito de agua de limón?». A otros les sorprende la total orfandad de la nieta de Diego Rivera. Pedro Diego, inseguro y temeroso, es capaz de caminar solo de Altavista hasta la avenida Insurgentes con tal de no ver a su padrastro.
La ausencia de Ruth Rivera y las agresiones de Rafael llegan a los oídos de Lupe Marín, que confronta a su hija: «Ruth, ¿qué te pasa? Estos niños necesitan cuidado».
—¿Quieres que se vayan a vivir contigo, mamá?
Lupe siente predilección por Ruth María. «Es la única mujer, mi nieta».
En la noche, el más pequeño, Juan Coronel, permanece alerta al claxon del coche de Ruth porque toca tres veces y él corre a abrirle con su piyama a rayas. También los mayores aparecen y la abruman con sus reclamos. Ruth calma a los grandes y se sienta en el borde de la cama del pequeño. Le lee libros de cuentos y a veces los dos hojean un tomo de historia del arte. Juan Coronel solo concilia el sueño si tiene un pedacito de manta o un trapito entre su pulgar y su índice; el día que no lo encuentra llora desesperado. Ruth le pregunta por qué adora ese trapo y responde: «Es mi mamá».
Ruth hace honor a su nombre y trabaja con la pasión de su tocaya bíblica. Es incapaz de regañar a sus hijos, pero descubrir que Juan Coronel le ha pintado bigotes a Benito Juárez en su libro escolar la saca de quicio: «¿Cómo es posible que hayas cometido esa barbaridad?». Mudo ante el enojo de su madre, el niño la mira espantado. «Tu abuelo pintó un retrato maravilloso de Juárez, quien fue un hombre esencial para México. Tú debes seguir su ejemplo». Le cuenta que de niño Benito comía quelites y de pastorcito pasó a cuidar un rebaño más grande de puras chivas locas y carneros cabrones llamado México.
Ruth se obsesiona con Rafael Coronel, cada vez más distante. Detrás de los párpados hinchados de su marido que se desvela pintando, Ruth reinventa al hombre que antes la enamoró:
—Me siento mal, Rafael.
—Pues componte…
Viaja a Guadalajara para hacerse un chequeo con el doctor Preciado, su tío. Para las hermanas Rivera, los únicos médicos en su vida son los Preciado y los Marín.
—Tienes un tumor en el seno izquierdo —el resultado la paraliza.
Ruth, de treinta y nueve años, hija de Diego Rivera, con tres hijos pequeños y un futuro en ascenso, siente que todo se le derrumba. El director de Bellas Artes, José Luis Martínez, aconseja:
—Debes ver a otro médico, que te den una segunda opinión. Tómate un descanso.
Rafael es implacable en su desamor.
Ruth se aferra a su rutina: da clases y seminarios que la obligan a correr del Poli a Bellas Artes: «¿Cómo crees que le voy a dejar mi responsabilidad a otro?», alega ante Horacio Flores Sánchez que le aconseja atenderse. Ruth no recurre a su madre y mucho menos a su hermana. ¿Para qué? En abril, el médico Roberto Garza la insta: «Tienes que operarte». «No puedo, me tengo que ir a Japón». A su regreso, un mes más tarde, Horacio Zalce, hermano del pintor Alfredo, coincide con el primer diagnóstico: «En México ya no podemos operar, hay metástasis y está muy avanzada».
Rafael Coronel, alarmado, abandona sus pinceles y ofrece acompañarla al MD Anderson Cancer Center, en Houston. Los niños resienten los preparativos para el viaje.
«Seguro no es nada». Lupe Marín se hace fuerte, aunque a solas, y por primera vez en su vida después de la muerte de Diego, conoce la angustia. Además, tiene en qué entretenerse: Rafael, su yerno, le regaló un terreno en Cuernavaca. Construir una casa en la Ciudad de la Eterna Primavera opaca los malos augurios y Lupe vigila el encalado, el ancho de las ventanas, las tejas para el techo, todo lo que Ruth escogió para ella. Sin embargo, una tarde en que la visita, Lupe Rivera ve que su madre se deja caer en un sillón y, encorvada, se pone a llorar. Las lágrimas salen de sus ojos como dos llaves de agua. Caen sin parar. Sin decir una sola palabra, Lupe chica mira un espectáculo imposible de imaginar. «¿Mi madre llora?», se pregunta incrédula.
Ruth y Rafael viajan de nuevo a Houston. En el MD Anderson, después de una agotadora serie de análisis, el médico en jefe concluye que la única opción es la quimioterapia.
En cuanto el gerente del hotel Hilton se entera de que hospeda a la hija de Diego Rivera, manda colgar una bandera de México en el balcón de la habitación 219. También el capitán de meseros y el barman, que son mexicanos que atravesaron a nado el río Bravo, comentan: «¡Qué gran honor contar en Houston con la hija del maestro!».
Solo cruzar la calle para ir a las quimioterapias deja a Ruth exhausta: «¿Cómo vamos a pagar este hotel?», se angustia. «No te apures». Rafael llama a Inés Amor para ver si vendió un cuadro. Inés envía dinero cada ocho días pero si no vende lo adelanta. «Ya se venderá, este Coronel es una mina de oro».
El tratamiento es una tortura. A las sesiones de quimioterapia les siguen vómitos y un agotamiento que tira a Ruth en la cama durante días. Rafael se reprocha haber desatendido tanto a esa mujer en cuyo rostro no se dibuja jamás una sola expresión de rechazo.
—¿Sabes, Rafael? Yo solo quise tener marido e hijos, una vida normal.
—Pero resultaste la hija de Diego Rivera y ahora la mujer de un pintor.
Las dos Lupes, madre e hija, abandonan a Ruth. En el MD Anderson Ruth se apoya en Olga Tamayo, quien lleva a una sobrina de la mano.
—La traje porque está bizca. Aquí le van a alinear los ojos para que apunten y disparen —explica.
Olga los hace sonreír con sus teorías sobre el estrabismo y la calvicie. Además, les asegura que la vida sigue y que mañana será otro día. «Vámonos a Galveston, a la playa».
—Yo invito —se anima Rafael.
Con el dinero de la venta de sus cuadros y el sueldo de Ruth que Bellas Artes envía cada quincena, pagan el hospital. Para su buena suerte, Inés Amor proclama genio a Rafael Coronel y cada vez que él llama a la Galería de Arte Mexicano le da una buena noticia: «Tienes suerte, un coleccionista se llevó tres de tus cuadros». Ese día, Rafael renta un Mustang e invita a Ruth, a Olga Tamayo y a su sobrina a Galveston «para que les dé el aire de mar». Piden langosta y una botella de champaña. Ruth, débil pero feliz, bebe media copa. El pelo se le ha caído y su delgadez hace que resalten sus ojos negros, pero Olga explica que no hay nada mejor que andar pelona, y sin más le pregunta a Rafael:
—¿Tú por qué pintas esos horribles monos flacos con cucuruchos en la cabeza?
—Pues ni sé, así se me ocurren…
Ruth nunca pronuncia los nombres de sus hijos. Solo enumera los oficios que tiene que firmar, las reuniones a las que no asistió, la inmensa tarea acumulada durante su ausencia. «En México voy a ir de inmediato a Bellas Artes. Me esperan expedientes, planes de trabajo en el Anahuacalli».
El tratamiento dura más de dos años. Rafael va y viene y en uno de sus viajes a Houston lo acompañan Pedro Diego y Juan Coronel. Ruth no, «porque no puedo con esa niña». Pedro Diego de trece años y Juan de ocho duermen en la habitación 208 del Hilton junto a Rafael. Antes de que vean a su madre, para el gran horror del más pequeño lo primero que hace Rafael es raparlos. Juan Coronel se mete debajo de la cama:
—Me veo horrible, no voy a salir del hotel.
—Tu hermano está igual y no dice nada.
Al ver a su madre sin cabello se tranquiliza. «¿A ti también te llevaron a la peluquería?».
A pesar de la negativa de los médicos, Ruth regresa a su oficina en Bellas Artes.
Heredera de la mitad de los bienes de Diego Rivera (la otra mitad es de su hermana Lupe), Ruth nombra a Rafael Coronel único heredero y lo declara albacea. Su testigo es Inés Amor.
Lupe Marín trata a su hija como si no estuviera enferma, pero cada vez que constata su deterioro se va para abajo. En cambio su hermana, Lupe Rivera, jamás aparece en la casa de Altavista porque no perdona al advenedizo de Coronel. «Entre menos los vea, mejor para mí, dice mi psicoanalista».
El 17 de diciembre de 1969 Ruth muere en el Instituto de Cancerología de la Ciudad de México. Esa misma tarde, Coronel la lleva a velar al Anahuacalli. ¿Y los niños? Los padres de Rafael Coronel y su hermana Esperanza se presentan de negro en el estudio de Altavista e invitan al nieto: «Vamos a comprar el arbolito de Navidad». Al regreso, Juan sorprende llorando a Pedro Diego, su hermano. En la recámara, Ruth María sienta a Juan en la cama:
—Mi mamá se murió hoy. Ya no la vas a ver nunca.
A Juan Coronel nadie le explicó que uno se puede morir, mucho menos qué significa morirse. ¿Adónde irá el cuerpo de su mamá? ¿Adónde la voz que le leía cuentos? ¿Adónde los brazos que lo levantaban en alto? Brinca toda la tarde en la cama hasta caer rendido.
Los niños de San Ángel maúllan en la calle: «En nooombre del cieeeelo, os pido posaaaada». Ruth María, Pedro Diego y Juan pretenden salir pero Rafael les jala las orejas. «¿Qué les pasa? Son unas bestias». En el Panteón Jardín, al momento de bajar el ataúd, les pide que dejen en su interior un recuerdo, lo que más les guste. Ruth tira una peineta negra, Pedro Diego un collar prehispánico y Juan deja caer un sapito de cerámica de la isla de Jaina. Los sepultureros preguntan antes de cerrar el ataúd: «¿Alguien la quiere ver por última vez?». «¡Yo!», grita Juan Coronel, pero su padre dice que no, que ya todo se acabó.
¿Por qué hay tanta gente? ¿Por qué tantos reporteros empuñan sus cámaras sobre el féretro y les disparan a ellos? Muchos compañeros de Ruth la acompañan. «Se vino todo el Poli», comentan desolados los del Sindicato de Bellas Artes. Todos querían a Ruth. Pedro Ramírez Vázquez no levanta los ojos. Horacio Flores Sánchez repite cuánto la va a extrañar. Lupe Rivera se apoya en el brazo de Juan Pablo y los flashes de los fotógrafos la enceguecen a pesar de sus anteojos negros. Imposible olvidar que se le echaron encima en Bellas Artes cuando prohibió que cubrieran el féretro de su padre con la bandera rojinegra. Varios periodistas la interrogan. «No sé nada, pregúntenle a Rafael».«¿No puede decirnos algo de su única hermana?». Las imprudencias la irritan. Un despechado comentarista de televisión exclama: «Ustedes los Rivera son figuras públicas, siempre están en el candelero, tienen la obligación de informar». Colarse entre las innumerables coronas de flores y los sepultureros para saludar a la familia resulta difícil, pero los periodistas se atreven a todo. Abundan los alcatraces y el olor de los nardos marea a Pedro Diego. La Pipis rechaza los abrazos y Juan Coronel, azorado, se aferra a Lili, la nana.
—¿No va a haber misa? ¿Cuándo empiezan los rosarios?
Para Lupe Marín la muerte de Ruth es un golpe del que nunca se recuperará, y al día siguiente abandona la ciudad. En su casa de Cuernavaca solo recibe a su vecina Lucero Isaac, la mujer de un director de cine. Cada nieto aparece por su cuenta; Juan Pablo es el más frecuente. Pipis llega sin avisar.
—No tengo a qué ir a la Ciudad de México —explica Lupe.
Un año más tarde, el 11 de mayo de 1970, Julio Torri, el amigo que le presentó a Diego Rivera, muere de una bronconeumonía, casi ciego y sordo, y Lupe se niega a ir al funeral: «No puedo, no quiero, me quedo con su imagen de duende sobre ruedas», le dice al hermano de Torri cuando le avisa por teléfono.
Rafael se aísla en su estudio y rechaza a los dos hijos de Pedro Alvarado. Ruth, de quince, le tiene miedo; Pedro, de trece, hace todo con tal de no encontrarse con él porque lo ha golpeado mucho. Su propio hijo, Juan Coronel, de apenas ocho años, deambula por la casa con la esperanza de que todo sea mentira y que, cuando oscurezca, suene el claxon tres veces.
A raíz de la muerte de Ruth, Rafael Coronel le pide a su abogado, César Sepúlveda —una eminencia—, que cite en su despacho a Lupe Marín, a su cuñada, Lupe Rivera, y a los hijos mayores de Ruth para leerles el testamento. Cuando Lupe Rivera escucha que Coronel es el heredero universal de los bienes de Ruth, la embarga un ataque de cólera incontrolable:
—Eres un sátrapa, un asaltante. Esto no se queda así.
A partir de ese momento Lupe Rivera inicia una guerra abierta contra el sinvergüenza. También Lupe Marín critica al viudo abusivo en el diario Novedades y no lo baja de vividor.
Sin Ruth, la casa de San Ángel se convierte en una embarcación que hace agua. A los dos años, Pedro Diego Alvarado escoge irse con su padre, aunque se ha casado de nuevo. Ruth María busca a su tía Lupe Rivera y le pide posada. «¿Puedo vivir contigo?». Lupe consulta a sus hijos, Juan Pablo y Diego Julián:
—No, mamá, dile que lo sientes mucho pero no. Ruth es muy loca.
Ruth María, de diecisiete años, acostumbra mandarse sola y sale todas las noches. Cada vez que el teléfono suena es para ella. Regresa en la madrugada y duerme hasta las cuatro de la tarde. Se levanta cruda, se mete a bañar y cuando se le cae la toalla o la bata solo se cubre si un extraño toca a la puerta. Minifaldas, jeans rotos, camisetas escotadas, aretes largos de cuentas y plumas, paliacates que cubren su brasier, colas de caballo, mechas pintadas, son su ajuar diurno y nocturno. «¿No soy igualita a Tongolele?», presume un mechón blanco, luego escoge uno morado. Se tatúa una pipa en el antebrazo derecho: «Es la pipa de la paz», explica a Pedro Diego, su hermano, y a su padre: «¡Qué aguados! ¿No hay tequila en esta casa?».
A Ruth la enloquece el rocanrol, y Los Beatles, Los Rolling Stones y Janis Joplin son sus dioses. A Juan Coronel, su hermanito, lo inicia en las rolas y en las tocadas. Es fanática de Hip 70, una tiendita en la avenida Insurgentes que ofrece pósters de Bob Marley, discos, incienso, cuentas de colores, chaquira, canutillo y sobre todo pipas de opio, marihuana y un polvito que reparten en las fiestas que te pone feliz. En Hip 70 la luz es negra y los carteles fluorescentes cautivan a Juan Coronel, a quien también le fascina cómo se viste su hermana, que parece modelo y usa chaquetas de retazos y minis irresistibles. Su abuela le enseña a coser, y sola Ruth se corta chamarras de mezclilla con bordados de chaquira, tipo huichol, dibuja hongos y hojas de marihuana en sus camisetas. Su primer novio es un hippie que vive de hacer cinturones de cuero; Ruth le ayuda con enorme pericia y juntos los venden en la Ciudadela.
Lupe Marín la invita a compartir su departamento en Paseo de la Reforma pero antes de un mes comprueba que Ruth María nada tiene que ver con su hija Ruth: «Tu madre nunca me levantó la voz y aquí se hace lo que yo digo». Al primer regaño, Ruth sentencia: «Me voy a vivir con Lola Olmedo, ella sí es buena gente».
A los diez años Juan Coronel es un niño solitario encerrado en el Colegio Alemán. Juega solo con los ídolos prehispánicos de Diego que Rafael conserva en huacales en el estudio. Durante horas, el niño toma notas en un cuaderno que no enseña a nadie: «¿Qué haces ahí? Ve con los vecinos a jugar futbol», aconseja Librada, que ve los ídolos con desprecio. «Están feos», le dice a Juan. Librada escucha boleros en la radio y el niño se aficiona a ellos a tal grado que, ya mayor, escuchará como terapia «Aquellos ojos verdes» y «Toda una vida» porque, al igual que Librada, esas canciones le dan la certeza de que el amor existe y de que hay que besarse como si fuera la última vez.
Juan adora a su padre y justifica su desapego: «Mi papá es un pintor y los pintores solo se ocupan de su pintura». Una tarde, entre los huacales, a Rafael lo golpea la soledad de su hijo:
—Mira, Juan, no es que yo no te quiera ni sea cercano, es que a mí mis papás nunca me abrazaron y yo no sé hacer esas cosas.
Juan repasa los catálogos que veía con Ruth mientras su padre se dedica a una mujer pequeña y delicada, modelo en la Academia de San Carlos: Julia López. Desde que Rafael la vio en La Esmeralda recién llegado de Zacatecas y se quedó mudo ante su desnudez, Julia, con su pelo ensortijado y sus grandes ojos negros, se le quedó grabada.
La familia Rivera, enfurecida, le aplica la ley del hielo. Solo Lupe Marín llama a Juan Coronel:
—Oye, quiero hablar contigo muy seriamente.
—¿De qué, Guagua?
—¿Te das cuenta de que está viviendo una negra en tu casa?