La relación de Lupe con el menor de sus nietos es distinta a la que tiene con los demás. Juan Coronel la trata como igual así como a su padre, a quien nunca le dice papá sino Rafael. A él, Lupe lo llama «Juan Coronel».
A las cinco de la mañana la abuela se levanta, prepara un café muy negro, lo toma con dos cuernitos «como los franceses», y prende la radio para escuchar La tremenda corte con el cómico cubano Tres Patines. Juan, que acostumbra levantarse tarde, se adapta al ritmo de la abuela. Despertarse con el olor del café y el sonido de la radio es una novedad agradable.
—Guagua, ¿por qué te gustan tanto los cuernitos?
—Me recuerdan a los croissants a los que me acostumbré en París.
Sentarse a la mesa a tomar café casi a oscuras con su abuela es algo nunca visto. Aborrece que Lupe lo obligue a hacer su cama y a ayudarle a barrer y a lavar trastes, pero cuando le ordena: «Ponte a trapear», obedece, levanta la jerga y la exprime.
A su madre no se le habría ocurrido jamás ordenarle que trapeara la cocina o el baño; desde niño tuvo nana, chofer y una mucama a su servicio. En cambio, Lupe Marín barre, limpia, sacude, hace camas, lava la ropa, va al mercado y guisa como los ángeles.
Desde la muerte de Ruth, Juan Coronel se hizo a la soledad, pero también buscó y encontró sus compensaciones lejos de los Rivera porque su tía Lupe no quiere verlo ni en pintura. Ruth María se convierte en el escándalo de la familia no solo los martes, día en que los cinco comen con la abuela, sino durante toda la semana.
Juan Coronel entra a la casa de su abuela y se encuentra con dos cómodas de cedro cubiertas de fotos familiares. Cada nieto se encarga de actualizarlas en su marco de la platería Tane y a Juan le llama la atención una de Antonio Cuesta: «¿Y ese quién es?». «No te importa», esquiva Lupe la pregunta.
El cartero toca a la puerta y en cuanto Lupe voltea el sobre y lee el remitente, hace pedazos la carta:
—¿Quién es, Guagua?
—No seas metiche.
Lupe va a la cocina y Juan Coronel recoge el sobre y en un fragmento de papel aéreo lee: «Lucio Antonio Cuesta». Le pregunta a Diego Julián: «Ah, ese es el hijo de mi abuela con Jorge Cuesta».
¿A poco su abuela se casó con otro además de Diego Rivera? ¿Quién es ese Cuesta? ¿Por qué nadie lo menciona jamás? Vuelve sobre el tema con Diego Julián, el primo con el que mejor se lleva: «No sé mucho, la abuela se casó con el padre de Antonio, luego se separaron y él se suicidó». Pregunta a su hermana Ruth: «¿Sabes algo de Jorge Cuesta?». «No se lo vayas a nombrar a la Guagua porque te corre». ¿Por qué tanto misterio? En la preparatoria, su maestro es aún más parco: «Es un poeta maldito, dedícate a otro».
Juan Coronel se obsesiona y busca poesía de Cuesta. Por fin descubre un librito delgado aún sin abrir. «Jorge Cuesta nació el 22 de septiembre de 1903 en Córdoba, estado de Veracruz. Murió en la Ciudad de México el 13 de agosto de 1942. Estudió Ciencias Químicas. Perteneció al grupo literario Contemporáneos y en 1928 publicó Antología de la poesía mexicana moderna y el plan Contra Calles (crítica sobre el Artículo 3° Constitucional). Colaboró en El Universal, en la revista Examen y en muchos periódicos de la capital». Con el primer cuchillo que se encuentra abre el libro y lo cautiva la introducción de Elías Nandino: «Jorge Cuesta era completamente ajeno a su cuerpo […]. En él se adivinaba la encarnación de algún trágico personaje de Dostoievski. No era criatura humana ni inhumana; más bien un rencor pensante que pisoteaba a sabiendas la vida».
El primer poema le parece una fórmula química incomprensible. Años más tarde, en la Facultad de Filosofía y Letras, su maestro Salvador Elizondo lo introduce al Canto a un dios mineral y le cuenta la muerte de Cuesta con un sinfín de detalles morbosos. Entonces comprende el silencio de Lupe Marín y concluye como Salvador: «Era el mejor de los Contemporáneos».
Si llega a media mañana a visitar a su abuela la encuentra sentada junto a la radio, ávida de noticias.
—Guagua, déjame regalarte una tele…
— Ni quiero ni me hace falta.
Juan Coronel olvida la televisión y es ella quien se la pide.
—¿Y eso?
—Van a transmitir el juego de beisbol y quiero verlo.
A Juan le fascina escucharla. A pesar de que sus tíos Coronel son sastres como lo fue Pedro Coronel, siente que su abuela lo introduce al mundo de la elegancia.
—Guagua, ¿tu estilo es Christian Dior?
—¿Todavía no te das cuenta de que mi estilo es Lupe Marín? —se irrita.
—¿Por qué usas esos moñotes en el cuello de tus blusas?
—Porque al fijarse en el moño la gente olvida mi joroba.
Por su altura, las hermanas Marín tienden a encorvarse y a quien más se le nota es a la bellísima Isabel: «Mi tía casi toca el suelo con la cabeza», informa Juan, y Lupe cambia de conversación. «La odio». Peleada a muerte con sus hermanas, Lupe no le dirige la palabra ni a Carmen ni a María, mujer de Carlos Orozco Romero. Para Juan Coronel resulta incomprensible que Lupe y sus hermanas dejen de hablarse de un día para otro: «Así son las Marín», concluye.
Lupe Marín vende a sus amigas las joyas que elige en el Monte de Piedad. Invita a Juan Coronel para que escoja su primer anillo de oro. Al nieto le hace gracia que su abuela se preocupe tanto por vestir bien o por la marca de su reloj: «Un Rolex te da categoría». A pesar de insistir en que es una bruta, a lo largo de los años Lupe se ha convertido en una mujer de mundo. Intuye en qué momento ofrecer un cuadro de Diego, un boceto de Frida, otro del Dr. Atl o de Pablo O’Higgins que Diego le regaló a lo largo de los años. Bellas Artes adquirió en doscientos cincuenta mil pesos el gran retrato de Diego en el que aparece con las manos cruzadas sobre sus rodillas y con ese dinero construyó su casa en Cuernavaca.
—Juan Coronel, ¿tú crees que algún día alguien escriba mi biografía?
—¿Me lo preguntas por tu colección de Plumas y pinceles célebres?
Gran lector desde niño, Juan Coronel le pide a Lupe biografías de pintores. Abuela y nieto conversan acerca de Diego, de Van Gogh, de Gauguin y los prerrafaelitas. «Voy a ser historiador, Guagua».
A Juan Coronel le toca un viaje a París con su abuela, como a Juan Pablo y a Pedro Diego.
Lupe se detiene frente a las prostitutas de la rue Pigalle, va de una a otra y las aconseja en su mal francés:
—No te maquilles tanto, ese color en los párpados te envejece.
—A ti no te queda bien el rouge.
Gracias a Chaneca Maldonado el Canal 13 de televisión la invita al programa A media tarde que presenta a mujeres triunfadoras. La aparición de Lupe es tan espectacular que la televisora decide contratarla. Las televidentes se reconocen en ella y el programa pasa de quince a cuarenta minutos. Como si estuviera en la sala de su casa, Lupe habla de Diego, de sus lecturas, de sus películas favoritas, de la moda parisina, de cómo amueblar una casa, de lo mal que se viste la diputada mengana, de lo tontísima que es la escritora zutana. A veces regala recetas de cocina, nada la detiene cuando vapulea a tal o cual delegado. ¡Qué notable adquisición la de este genio sin igual! El programa alcanza un rating inesperado; es cálido, ocurrente, distinto, cercano a todos. Se parece a Lupe.
Juan Coronel la acompaña al estudio; Lupe aconseja a los técnicos, a las peinadoras, a las maquillistas, al primero que se le ponga enfrente: «Tienen que ir a comprar el pollo a Cuernavaca con don Bulmaro, es el mejor de México». Lo divulga en su programa. Don Bulmaro, el pollero, se hace famoso. Muchos televidentes destinan un día a la semana para ir a su pollería morelense y le cuentan que «los recomendó doña Lupe».
El reconocimiento del público la equipara a Diego; igual que el maestro, va a tener a México a sus pies. Ahora la detienen en la calle y, cada día más popular, Lupe centra su semana en el día de la tele. «Usted es mejor en persona que como sale en la TV».
Si llueve, camina bajo el agua con impermeable y paraguas para alcanzar el camión en la calle de Londres, bajarse en el mercado de San Ángel y esperar ahí la combi de los empleados del Canal 13 que los conduce al lejano Ajusco. Si se retrasa, le halaga el «Espérese, allí viene Lupe Marín» de los camarógrafos al conductor. Agradece que los compañeros le tiendan la mano para subir a la combi.
Lupe se levanta más temprano que de costumbre para conseguir pescado fresco y verdura recién cosechada que prepara a la plancha, sin una gota de aceite. Si ve que Juan Coronel aumenta de peso, lo regaña. «Está bien que seas alto, pero no por eso vas a dejarte enfodongar». Cuando murió Ruth, el nieto comía por desesperación. Cada vez que la abraza lo huele: «Sudas mucho, es por lo que comes».
Un mediodía, Juan olvida su cita y Lupe lo llama por teléfono:
—¿Juan Coronel?
—Sí, Guagua…
—Eres un perro.
Juan Coronel la reconoce por su tono de voz: cuando habla bajito, a manera de confesión, es amor; si el tono adquiere un acento castizo, ¡cuidado! Nadie le inspira más confianza que su abuela. Con ella sabe dónde está parado y le confiesa:
—Oye, Guagua, fíjate que no me gustan las mujeres.
Deja de respirar y cierra los ojos, seguro de que en ese mismo instante va a hacer erupción el Popocatépetl.
Lupe lo pasma con su respuesta: «Te voy a presentar un amigo».
—No te preocupes, no pasa nada —lo abraza.
—No sé si lo dices en buena onda o porque quieres vengarte de mi papá.
El martes siguiente Juan encuentra sentado a la mesa de Lupe a un francés, recién llegado de París, nueve años mayor que él, erudito e inteligente: Olivier Debroise. «Te presento a un gran crítico de arte», dice Lupe con un guiño. «Debroise prepara un libro sobre tu abuelo y lo que pintó en Francia: Diego de Montparnasse».
Cuando Juan le informa a su padre que es homosexual, Rafael finge indiferencia. Si sus primos antes lo rechazaban por quedarse con la herencia, ahora lo condenan. Ruth María es la única que lo trata como si nada. Lupe Marín, desafiante, invita un día a todos a comer, incluso a su hija Lupe, y al levantarse de la mesa aparece con dos camisas de cambaya, una morada, otra rosa:
—Juan Coronel, mira lo que te hice. ¿Adónde sales en la noche?
—A un bar gay donde tocan grupos de rock.
Lupe decide acompañarlo a El Nueve en la calle de Londres, en plena Zona Rosa. Al principio observa con curiosidad, pero a los quince minutos se tapa los oídos: «Sácame de aquí. Con este griterío voy a quedarme sorda».