En 1980, a los ochenta y cinco años, Lupe sigue yendo al mercado a pie y regresa con su bolsa pesada de frutas y verduras al Paseo de la Reforma. También se dirige a pie a la casa de amigos en la colonia Juárez. Distanciada de su hija mayor y de su segundo marido, el médico Ignacio Iturbe, solo los ve cuando ellos la buscan, o sea, nunca. A Lupe Rivera su nuevo psicoanalista le aconsejó cortar las amarras con una madre castrante y centrada en sí misma. La relación de Lupe Marín es con sus nietos; de los cinco, quienes más la llaman son Juan Pablo, el mayor, y Juan Coronel, el último.
Si pudiera borrar de la faz de la tierra a su hijo Antonio lo haría, pero se entera de su vida por los comentarios de Juan Pablo, el único que lo aguanta.
Al regresar de Europa Antonio Cuesta militó en la Liga Leninista Espartaco, y al lado del poeta Enrique González Rojo se encargó de expulsar a José Revueltas de ella. Marxista dogmático y maligno, arremete contra cualquiera que enjuicie el estalinismo y considera que derrotar a un luchador consagrado como Revueltas sería un triunfo nada desdeñable.
En plena presidencia de Salvador Allende, Antonio viaja a Chile para vivir el «verdadero socialismo desde adentro». Para su tristeza, llega poco antes del golpe de Estado que lo obliga a huir del país, pero en Santiago conoce a Graciela, una muchacha rebelde y comprometida como él. Se enamoran y Antonio, todopoderoso, regresa con ella a México.
Después de un aborto, el alcoholismo de Antonio termina con el amor entre Graciela y el único hijo de Lupe Marín. Desde que se graduó como ingeniero agrónomo en Chapingo, Antonio lleva una vida de bohemia. Eso sí, ya nunca recurre a su madre sino a su hermana, Lupe Rivera, quien lo saca de varios apuros. Cuando comen juntos se deshace en elogios a la diputada y más tarde a la senadora, pero si se emborracha la ataca: «Eres una burguesa. Eres una pinche priista. Participas en un régimen de mierda».
—Y tú eres un flojo, ponte a trabajar.
Antonio consigue un puesto en la Secretaría de la Reforma Agraria, en Tlaxcala, y se rodea de amigos que lo festejan porque él paga las copas. Su carácter ansioso hace cortocircuito con la tranquilidad de Tlaxcala y pide su traslado a Los Mochis, Sinaloa, cuna de la agricultura mexicana a la par del Bajío. A Antonio le toca certificar que las semillas cumplan con los requisitos de la Secretaría de la Reforma Agraria. Pronto se ve rodeado de terratenientes obsequiosos que cultivan su amistad porque una certificación oficial asegura la venta de la cosecha. El frijol, el arroz, el maíz, el sorgo, la soya son semillas privilegiadas. Cuando Antonio se da cuenta de que las parrandas con los magnates del pueblo lo comprometen, entra en conflicto con su antiguo comunismo: «Estoy enriqueciendo a una bola de desgraciados».
«Me voy a Cuba a hacer la Revolución», le anuncia a su hermana Lupe, pero olvida el viaje porque conoce a la norteña Sonia López, con quien se casa y tiene dos hijos: Jorge Vladimir y Norma Patricia.
Lupe Marín se entera por Juan Pablo de que su único hijo le dio dos nietos en Sinaloa.
—¿Te gustaría conocerlos, Guagua? —pregunta Juan Pablo.
—No.
Por más que trata de mediar entre su abuela y su tío, Juan Pablo fracasa. Escucha sus razones y tolera sus caprichos: «¡Ay, mi abuela!».
Para el resto de los nietos, Lupe Marín es menos fácil de sobrellevar. Las discusiones entre la abuela y Diego Julián, Pedro Diego y Ruth María terminan en pleito. «Pues si no te gusta, lárgate», le grita a cada uno. Juan Coronel sabiamente la ignora. Ríe de sus desplantes como ríe de los de su padre, de los de su tía Lupe Rivera que lo mira de arriba abajo y de cualquiera que se le acerque.
Al único a quien Lupe le entrega La Diegada es a Juan Coronel. «Mira, he escondido el libro durante toda mi vida en un cajón de la cómoda». Juan lo lee y comenta: «Algún día tendrá que publicarse de nuevo». «¿Cómo que publicarlo de nuevo? ¡Estás loco!». «Es que disfruto tus recuentos del pasado». ¡Qué cabrón el muchachito! Lupe es tan claridosa que por momentos la adora aunque en otros le cuelgue el teléfono. Con la edad se ha vuelto reiterativa e insiste en que Lupe Rivera, su hija, se viste mal. «Mira, tan botijona y se ensarta una falda apretada. ¿Qué no se dará cuenta? Los Pérez Acevedo se comportan como si hubieran bajado del cerro a tamborazos. El dinero no ha civilizado a mexicano alguno, anoche conocí a unos pelados multimillonarios de última hora». Aunque nunca dice una grosería, sonríe al oír el dicho: «Este es el año de Hidalgo, pendejo el que deje algo».
Sus nietos llegan a comer compungidos por el suicidio de uno de sus compañeros. Lupe los escucha en silencio mientras les sirve, y de pronto prorrumpe con voz de sargento:
—Tú, Juan Pablo, me gustas para que te eches un coctelito de somníferos; tú, Diego Julián, para que te ahorques; tú, Juan Coronel, date un balazo y así honrarás tu nombre de corrido; tú, Ruth, córtate las venas, y a ti, Pedro Diego, siempre tan llorón, te conviene tirarte al paso del tren y acabar de una vez por todas…
Pasmados, guardan un silencio sepulcral hasta que Juan Coronel sonríe y los demás se levantan de la mesa atolondrados. El sarcasmo de Lupe es quirúrgico. Ninguno vuelve a mencionar al suicida.
Además de sus nietos, la pintora Martha Chapa busca a Lupe y le ofrece no solo las manzanas de sus telas, sino la gran manzana de la amistad. «Las frutas, teniendo de fondo paisajes vivientes, llenan todo deseo de belleza. Me encanta tener o ver en un cuadro algo que para mí sea completo o placentero», le escribe Lupe para felicitarla aunque no asiste a la exposición, pero a la mañana siguiente se presenta en la galería de Lourdes Chumacero, en la calle de Estocolmo, para ver sus nuevos cuadros.
«Para mí fue una sorpresa maravillosa ver cómo día a día tu pintura se vuelve más placentera y mejoras tu oficio. Ni hablar de cómo se conoce que trabajas con verdadera pasión», le escribe de nuevo a Martha Chapa.
La relación de Lupe con su nieta Ruth tiene tantos altibajos que la juventud y la compañía de Martha Chapa la compensan. Aunque Lupe alega: «Ya no quiero conocer más gente», imponer su voluntad y su buen gusto es todavía una urgencia. «Muero por conocer a doña Lupe Marín», insistió la joven de las mil manzanas y Lourdes Chumacero se la presentó. A la primera cita en el Paseo de la Reforma Martha llegó vestida de blanco.
—Si regresas a mi casa de pantalones y vestida de recamarera o de enfermera, no te recibo. Y si vienes, debes traer algo en las manos —la regañó Lupe.
Desde entonces Martha Chapa la llena de regalos. «Lupe divina, Lupe preciosa, Lupe linda; Lupe, mi amor, Lupe, vente a comer a la casa; Lupe, te invito al cine; Lupe, quiero estrenar un vestido rojo para mi exposición y solo tú puedes hacérmelo. Andrés Henestrosa me hizo el prólogo. Alí Chumacero me adora. José Luis Cuevas me llama a todas horas. El director de orquesta Enrique Bátiz me persigue. Lupe, qué hermosa, qué inteligente eres, Lupe, sin ti México no sería lo que es».
«Nunca más vuelvo a usar pantalones —ni para pintar— porque a Lupe no le gustan», declara a la prensa a la que convoca cada tercer día. En las comidas en casa de Martha, extraordinaria creadora de recetas a base de flores de Jamaica y de flor de calabaza, romero, albahaca y otras hierbas que provienen de la cocina prehispánica, se relamen Andrés Henestrosa, su esposa Alfa y Cibeles, su hija, Guadalupe Amor, José Luis Cuevas, Alí Chumacero y Lourdes, la generosa directora de la galería que expone a Martha Chapa y lanza a todos los nuevos valores.
«Lupe, tú eres la reina». Martha Chapa sabe recibir y muchas tardes abandona su estudio para acompañar a Lupe al cine. Si por Lupe fuera irían a diario porque el cine Roble, a media cuadra de su casa, se construyó solo para ella. «Oye, tú, esa pantalla gigantesca te permite verlo todo». Si Martha tiene otro compromiso, Lupe deja de llamarla durante una semana.
—Tú te tomaste la peligrosa atribución de despreciarme —es su respuesta cuando Martha pregunta el porqué.
Ruth, su nieta, es menos complaciente: alega, se defiende, y si la discusión es agria desaparece durante semanas. Los primos hermanos no saben si intervenir. «Pipis, tus amigos no me gustan, son muy vulgares». «Son mis amigos». «A mí me parecen unos cafres». Entre la nieta y la abuela puede pasar cualquier cosa: «Esas amistades te van a llevar por mal camino», se enoja Lupe. «Es mi vida», responde la única, ahora sí, ella, la nieta de Diego Rivera.
Ruth María abandona La Noria y a Lola Olmedo porque Rosa Luz Alegría le ofrece un puesto en la Secretaría de Turismo, y su abuela respira aliviada. El trabajo es la mejor terapia y Ruth, por fin, se siente reconocida. Feliz de la vida, le lleva proyectos de turismo a la primera mujer en llegar a una secretaría de Estado. Universitaria, Rosa Luz es guapa, inteligente, atractiva y aunque Ruth es más alta, más ágil, más alegre, verlas caminar juntas por los pasillos de la secretaría es un espectáculo formidable.
—Mira, Guagua, traigo un programa para proteger a las ballenas y a las tortugas. También vamos a promover el uso de la energía solar. Rosa Luz es una central de energía.
—Dicen que está allí por ser amante de López Portillo...
—Guagua, no difundas chismes, eso dicen de todas las mujeres que triunfan.
A Lupe le caen en el hígado algunas medidas de la nueva secretaria de Turismo, como la de las mujeres policías de sombrerito y saquito que hablan inglés con acento de azafata, pasean por la Zona Rosa y se llaman Unidad de Protección y Asistencia al Turista (UPAT). En cambio, Ruth adora a Rosa Luz Alegría, a quien se refiere como la doctora. Así como Lola Olmedo la deslumbró, ahora es Rosa Luz quien tiene la última palabra.
—Ruth, ¿por qué hueles a petate quemado?
—Guagua, no exageres, a veces me fumo un churrito, todos lo hacen.
—¿Lo hace tu adorada Rosa Luz?
—Eso sí que no lo sé.
Cuando su abuela llama López Porpillo al presidente y se refiere a su fama de don Juan, Ruth lo defiende.
—Guagua, no vayas a decir esas cosas en la tele porque me corren.
De un día para otro Ruth María se convierte en agente, y aunque el cuerpo de asistencia al turista solo depende de Rosa Luz Alegría, la funcionaria decide comunicárselo a Arturo Durazo, el Negro, jefe de la policía capitalina, que responde untuoso: «Es un honor tener a la única nieta del maestro Rivera entre nosotros».
Ruth da la noticia y su hermano Pedro Diego y sus primos Juan Pablo y Diego Julián se miran atemorizados. «¿Tú sabes lo que es ese mundo? ¡Van a matarte, hermana!», se indigna Pedro Diego Alvarado. «No lo hagas —insiste Juan Pablo—, eso no es para ti». Juan Coronel se limita a un lacónico: «Si eso es lo que quieres…».
«Prefiero no verla», dice Lupe Rivera, quien se mantiene lo más lejos posible de esa sobrina —cubeta sin fondo— a quien ya le regaló vestidos.
—Pero ¿qué diablos vas a hacer en ese nido de ratas con ese horrible negro? —se enfurece Lupe Marín.
Nada ni nadie convence a Ruth, quien cree que un uniforme cambiará su destino y le dará confianza en sí misma y en los demás.
—Guagua, no todo es corrupción, yo sí voy a ayudar a México.
Lupe recibe los martes a sus nietos a la una en punto. Juan Pablo y Juan Coronel, los asiduos, no tienen día porque aparecen a cualquier hora. Juan Pablo es quien toca a la puerta con mayor frecuencia y Lupe le sonríe porque verlo a él es su mayor felicidad. Llegar tarde a comer con la Guagua es una ofensa. Ese martes, la única que falta es Ruth María: «¿Qué le habrá pasado a esa loqueta?», se preocupa la abuela.
Cuando deja de asomarse por la ventana que da al Paseo de la Reforma, cree que escucha pasos en la escalera y va de nuevo a la ventana. De pronto, el Paseo de la Reforma se llena de motociclistas y de patrullas que rodean el edificio. Lupe mira a Diego Julián y le espeta: «¿Qué hiciste? ¡Ya ves, vienen por ti y esa gentuza se presenta en mi casa, es el colmo!». Un segundo más tarde Ruth entra triunfante uniformada de policía y le ordena a dos guaruras que la esperen afuera: «Guagua, ya tengo un trabajo sólido, todos los que están allá abajo son mis compañeros».
—¿Te has vuelto loca? ¿De qué estás hablando?
—Es la UPAT, Guagua, la UPAT, y yo soy la jefa de la unidad, todos los que ves en la calle están a mis órdenes, dirijo a toda la Unidad Policial de Ayuda al Turista.
—¡O eres demasiado inocente o eres muy tonta para darte cuenta de en qué te metiste!
—Guagua, tengo hambre, ¿no nos vas a dar de comer? —sonríe Ruth sin conciencia del revuelo que causa.
Pedro Diego, Juan Pablo y Diego Julián se sientan. Lupe va de la cocina a la mesa y trae los platos ya servidos con el rostro descompuesto. «Siéntate, ya nos has retrasado demasiado», le ordena a su nieta. Ruth lo hace como autómata. «¿Estará drogada?», se pregunta Diego Julián, el de los hongos alucinógenos.
Desde el Paseo de la Reforma suben los cláxones de los automóviles ya que la presencia de la policía ha causado un embotellamiento.
—Ya váyanse —ordena Lupe, que súbitamente se encorva como si le hubieran caído cien años encima.
Una tarde, después de comer, Lupe ofrece acompañar a Juan Pablo. «Me hará bien dar unos pasos en el Paseo de la Reforma. No me sentó la comida». Al observar cómo camina, Juan Pablo la percibe muy frágil:
—Guagua, ¿por qué no ves a un médico?
—Porque son unos matasanos, yo tengo a el Sabio Mendoza.
Una de sus marchantas en el mercado Juárez le aconsejó ver al chamán llamado el Sabio Mendoza, quien atiende a una multitud ferviente cerca del Politécnico, en el norte de la ciudad. «Ese chamán ha salvado la vida a varias personas con una dieta». Verlo es su secreto, a nadie se lo comenta hasta que Chaneca Maldonado insiste en llevarla con el gastroenterólogo Luis Landa Verdugo:
—Ya tengo mi doctor y mi tratamiento —se defiende frente a él.
Chaneca es tan convincente que Lupe le cuenta que el Sabio Mendoza le diagnosticó un problema en el páncreas y le ordenó ingerir pechugas de pollo y alcachofas para limpiar su sistema digestivo. «Lo mío es una purificación».
—¿Pero de dónde sacaste a ese Mendoza?
—No entiendo por qué me haces esa pregunta, es un sabio, un investigador.
Lupe sigue sus indicaciones a pie juntillas. La dieta de pollo hervido la hace perder peso pero insiste en que se siente mejor. Invita a sus nietos y les cocina tacos dorados, mole, enchiladas, pero no prueba bocado; su disciplina es inquebrantable.
—¿Ni siquiera un taco puedes comer? —se preocupa Juan Pablo.
Lupe, inmutable, deshoja su alcachofa hasta arrancarle el corazón.