CAPÍTULO 49

LA ÚNICA

«¿Qué haces aquí?», pregunta Lupe al ver a Antonio Cuesta en la puerta de la casa de Cuernavaca. «Vine a verte, al menos invítame un vaso de agua». «Pareces hippie». Alto y desgarbado, Antonio es ya un cincuentón pero conserva en la mirada el desamparo de su infancia. Antes de abrirle, Lupe le advierte: «Salgo al mercado, te doy diez minutos».

—¿Te acompaño?

—Por nada del mundo.

Sentado en la cocina frente a una taza de café, Antonio desmenuza su fracaso matrimonial, su vida en Tlaxcala y en Sinaloa, su regreso al DF, sus poemas y novelas, pero sobre todo insiste en ponderar las gracias de su hijo Jorge: «¿Y no había otros nombres que le fuiste a poner ese?», recrimina Lupe.

—Mi padre era un gran poeta.

Con el mismo mal humor, Lupe lo escucha impaciente, la mirada fija en la puerta. «Parece la Coatlicue», piensa Antonio.

—Si tienes tanta prisa, puedo venir la semana que entra —sugiere el hijo.

—No hace falta.

«Mejor no hubiera ido», se queja Antonio con Juan Pablo. Desde que se separó de su segunda mujer, Sonia, Antonio aparece pálido a cobrar su cheque quincenal en la Secretaría de la Reforma Agraria, en la calle Porfirio Díaz 19 en el centro de Tlaxcala. «Es mejor pagarle a que venga a trabajar borracho», le dice el secretario a Wilebaldo Herrera, uno de los pocos amigos tlaxcaltecas que lo toleran, escritor como él, el único que lo escucha decir sus poemas y le echa la mano cuando se queda sin un quinto:

—Antonio, deja el alcohol —aconseja Wilebaldo.

—Lo necesito para escribir.

Además de su vecina en Cuernavaca, Lucero Isaac, y la pintora Martha Chapa, Chaneca Maldonado es la favorita: «Oye, loqueta, ¿contigo nunca me he enojado, verdad?». «Porque yo no le entro al pleito», ríe Chaneca.

También se inventa una amiga imaginaria y la llama Beti Botiú. Finge que la conoció en uno de sus viajes a París, donde vive una verdadera Betty Bouthoul: «Te la presentaría, pero solo va a estar de paso en mi casa porque se va a Acapulco», le avisa a Chaneca. Beti Botiú es la mujer más elegante del mundo, Beti Botiú sabe recibir, Beti Botiú fue amante del príncipe de Polignac y del duque de York. Diecisiete trajes Chanel cuelgan en el armario de Beti Botiú, quien da los mejores consejos…

—Me muero por conocer a Beti Botiú —ruega Lourdes Chumacero.

Casada con Fernando Rafful, secretario de Pesca, la publicista Chaneca Maldonado promueve las Pepepez, unas hamburguesas hechas con varios tipos de pescado con alto contenido nutritivo.

La Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) invita a la señora esposa del secretario de Pesca a Roma a hablar de su proyecto como una alternativa para paliar el hambre.

—Yo te acompaño, loqueta, pero con una condición: que pasemos a Zúrich a comprar zapatos Bally, los únicos que toleran mis pies.

—¡Ay, Lupe! Ya estás como María Félix, que declaró que los únicos que compra son Harry Winston. Además, hay zapatos Bally en Roma.

—Pero mi marchanta española está en Zúrich y me atiende como me gusta. Además, necesito unos que combinen con el vestido que estoy haciéndome para el 15 de septiembre porque voy a ir al Grito con Jorge Díaz Serrano, el único hombre que queda en México. Todos se van a dar cuenta de que mis zapatos son del año pasado.

Chaneca modifica su itinerario para darle gusto a Lupe, y de Roma parten a Zúrich. Lupe camina toda la Bahnhofstrasse hasta el hotel Claridge con cinco pares de zapatos colgados del brazo izquierdo y cuatro del brazo derecho. No permite que nadie le ayude. Chaneca la lleva a la Grossmünster, la catedral construida por Carlomagno, y Lupe se arrodilla frente al altar. Chaneca, extrañada, guarda silencio. Luego asisten a un juego de hockey sobre hielo, y a pesar del cansancio Lupe disfruta a esos jóvenes alados que apenas rozan la pista. Algo le falta a este viaje que hace que Lupe no se reconozca tan feliz como en los anteriores. Recuerda al Ulises de Julio Torri en su Circe: «[…] como iba resuelto a perderse, las sirenas no cantaron para él». A ella ya no es necesario amarrarla a mástil alguno.

Al salir comenta: «Muero por un chabacano». «Extrañas la fruta de México», constata Chaneca, y en el hotel ordena subir a la habitación un frutero «con muchos chabacanos». A la mañana siguiente la encuentra en la cama con unas ojeras espantosas:

—¿Qué tienes, Lupe?

—No dormí, tengo diarrea, ha de ser por los chabacanos.

—¿Te empacaste todo el frutero?

—No, oye, estoy preocupadísima porque es diarrea negra.

Sus ojos verdes pierden fuerza, mira con desconfianza todo lo que le sirven, solo ordena pechuga de pollo hervida y verduras, se altera al pensar que pasará mala noche: «Todos me dicen que tengo que tomar agua pero yo nunca tomo».

Chaneca le aconseja regresar a México y buscar un médico pero Lupe insiste en ir a Roma para ver a dos amigas. Cuando llegan al aeropuerto internacional Leonardo da Vinci se despide y deja a Chaneca con un palmo de narices. Dos señoras elegantes y eufóricas festejan a la mexicana alta que las abraza sin entusiasmo y advierte:

—Estoy muy débil, me siento mal.

Ya en México, pone en venta su casa de Cuernavaca y no vuelve a salir del departamento de Paseo de la Reforma. Mucho más delgada, las ojeras contrastan con la palidez de su rostro y muestran un cansancio desconocido. Los nietos se preocupan y Lupe los tranquiliza: «Mañana mismo voy con un médico». A quien recurre es al Sabio Mendoza y regresa con una gran bolsa de té de boldo para añadir a su dieta de pollo y verduras al vapor.

—Guagua, tú me cuidaste cuando era niño, ahora yo te voy a cuidar a ti y vas a ver que pronto sales de esta, pero tienes que comer —Juan Pablo la visita todos los días.

—No tengo hambre.

Cada vez que Juan Pablo pregunta: «¿Ya comiste?», Lupe responde: «Es que todo me cae mal». «¿Cómo sabes que te cae mal?», pregunta el nieto mayor. «Es que todo lo arrojo», lo mira desesperada.

Una tarde llama a Juan Coronel: «¿Puedes venir? Me siento muy mal».

—¿Qué pasa, Guagua? —toca a la puerta con su primo, Diego Julián.

—Necesito ponerme una lavativa, hace ocho días que no voy al baño.

Los jóvenes se miran apenados. «Ha de estar desesperada para llegar a esto», piensa Diego Julián. Lupe se acuesta de lado y se introduce la cánula del enema. Azorados, los dos nietos sostienen en lo alto la bolsa con agua. Los tres aguardan. Los nietos recuerdan su cuerpo fuerte y elástico y verlo ahora frágil y debilitado los avergüenza.

Cuando Lupe sale del baño, sus ojos son de angustia:

—No sirvió, no salió nada, pura agua.

—Guagua, tienes que llamar al médico —insiste Juan Coronel.

A su regreso de Roma, Chaneca Maldonado la encuentra empequeñecida dentro de su bata inglesa de corte masculino:

—Jamás te vayas a comprar una bata de mujer con olanes, son horrorosas, debemos traer siempre batas de seda. Hay que quemar todas las fibras artificiales, loqueta. ¿Tus calzones son de algodón? Solo usa algodón, seda y lino, todo lo demás es horroroso y además daña la piel.

—Lupe, yo nunca he usado bata.

—¿Y qué usas?

—Unos maos hawaianos que sirven también de camisón.

—¡Ay, no, no, no, loqueta, qué horror!

En la cocina, Chaneca busca algo de cenar y no encuentra nada: «Lupe, ¿y la muchacha?». «Ay, no, fíjate que era insoportable y la corrí. Tampoco como pollo porque el único pollo que se puede comer en México es el de don Bulmaro y ya no he ido a Cuernavaca».

—No te apures, yo te presto a Pedro, el chofer de Pesca, para que te lleve un día a la semana a buscar tu pollo.

—Loqueta, eso estaría muy bien, ¿pero no estás abusando del poder?

—En todo caso, es el único abuso que he cometido.

Regresa de Cuernavaca con puras pechugas y le advierte a Chaneca: «Lo único que se debe comer del pollo es la pechuga sin piel».

Al ver que Lupe desmejora, Chaneca se angustia: «Ese Sabio Mendoza te está matando». Le ofrece su casa y la atención de un buen médico.

Para su sorpresa, Lupe accede a irse a vivir con ella a la avenida Juárez y le prepara un cuarto muy acogedor. Martha Chapa, alarmada, la visita con frecuencia, y Lupe las sorprende al informarles:

—¿Saben cuál es mi mayor satisfacción? Haber sido la única en la vida de Diego Rivera.

—¿La única? Con la bola de viejas que tenía —ironiza Martha Chapa.

—Sí, pero yo fui la única que se casó con él por la Iglesia.