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Puse los ojos por primera vez en Fausto D’Elhuyar, un teniente en la Guardia Real de Toribio Montes, presidente de la Real Audiencia de Quito, en una de las tertulias dominicales en casa de mi padre. Los amigos que tenía José María en el ejército eran asistentes asiduos a las tertulias. Muchas parejas nacían de esas reuniones. Los jóvenes solteros más cotizados de la ciudad y las hijas de las mejores familias se podían conocer allí, mientras sus propios padres ejercían la función de chaperones.

A Clemencia, la mayor de mis dos media hermanas, le interesaba Fausto. ¿Quién podía culparla? Era más hermoso que muchas de las jovencitas que yo conocía. Su cuerpo apuesto y fornido exultaba confianza. Parecía completamente consciente del efecto que tenía en otras personas su cabello rubio y reluciente, su bigote exquisitamente recortado, sus ojos verdes y sus largas pestañas. Todo él parecía proclamar que estaba destinado a una brillante carrera en el ejército español. A juzgar por la diligencia con que mi padre y mi madrasta se portaban con Fausto, era evidente que lo consideraban un buen partido para Clemencia.

Las tertulias terminaban a las siete de la noche, y, antes de marcharse, algunos de los huéspedes se quedaban a rezar el rosario con la familia en la sala. Fue durante el rosario que me di cuenta de que Fausto me miraba a hurtadillas mientras que el resto de los asistentes oraba con los ojos cerrados. No lo animé a que continuara con el coqueteo pero tampoco lo desanimé. Cada vez que nuestros ojos se encontraban, lo miraba inexpresivamente, como si su mirada no significara nada para mí. A pesar de que me halagaba que el hombre más guapo de Quito parecía sentir admiración por mí, lo último que querría hacer era provocar problemas con Clemencia o con Doña Juana, quien a pesar de su superficial hospitalidad, siempre me dejaba entender que yo no estaba al mismo nivel que sus hijas.

 

 

LA SITUACIÓN con Fausto no pasó a más porque me marché a pasar parte de mis vacaciones escolares en Catahuango, donde mi tío se encontraba gravemente enfermo. La atmósfera generalmente sombría de la casa se hacía aún más opresiva por la proximidad de la muerte. La tía Ignacia se portaba como si el tío Domingo ya estuviese muerto y ahora vestía exclusivamente de negro. Prohibió en la casa la risa y las canciones, y prohibió que entraran visitantes. Yo trataba de pasar todas las horas que fuese posible afuera de la casa, y, sin que importara el clima, todos los días me iba a montar a caballo con Jonotás y Natán. Con el fin de empezar a prepararme para el día en que Catahuango me perteneciera, tomé un interés nuevo en las actividades de la hacienda. Visité los corrales en que ordeñaban a las vacas, trasquilaban a las ovejas y cebaban a los cerdos. Acompañada por el capataz, que respondía a todas mis preguntas, aprendí sobre las cosechas que cultivábamos para vender en Quito.

Sin embargo, a pesar de mis días tan ocupados, no dejaba de pensar en Fausto y lo hacía con frecuencia. Yo había crecido en un mundo sin hombres. En Catahuango, aparte de mi enfermizo tío, los únicos varones eran los peones indios y los esclavos africanos; y en el colegio los curas lujuriosos. Fausto fue el primer hombre de mi misma clase que me llamó la atención.

Todo lo que yo sabía del amor lo había aprendido de las deliciosas novelas románticas que Rosita entraba de contrabando en el colegio. Una mañana, me desperté con la piel que pedía a gritos ser acariciada, y la primera imagen que me vino a la mente fue el rostro de Fausto. Sabía por mis lecturas que esto significaba que debía estar enamorada. Decidí guardar para mí el secreto de esos sentimientos. A final de cuentas, no había nada de malo en que pensara en el apuesto teniente. Me ayudaba a entretener el tiempo durante las horas silenciosas que pasaba con mi tía bordando, la única actividad que teníamos en común. La tía Ignacia se propuso enseñarme todo lo que sabía sobre el oficio.

Cuando bordaba flores y frutas y aves, hacía de cuenta que dibujaba el rostro de Fausto. Cuando miraba por la ventana, el color de las montañas, las hojas en los árboles, los matices en el pecho de los colibríes, me recordaban a sus ojos de verde esmeralda. Al atardecer, cuando paseaba fuera de casa, la luz que recubría las montañas me recordaba a su cabello dorado. Ansiaba escuchar su voz, su risa. Completamente nuevos para mí eran los sueños despierta en los que sus manos me tocaban. Yo había tocado su mano, un par de veces al saludarlo. Ahora, cuando pensaba en él, tomaba mi mano derecha, la acunaba en la izquierda y besaba mi palma tiernamente, e imaginaba que besaba la calidez que él había dejado en mi piel.

Una tarde mientras caminábamos por el campo, Jonotás dijo: “Hay algo que te inquieta, Manuela. Todo el tiempo estás distraída. ¿Qué ocultas?”

“Nada.”

“¿Entonces por qué te sonrojas? A mí no puedes ocultarme nada, Manuela. Pero entenderé si no quieres decírmelo.” Parecía ofendida.

Yo nunca había tenido secretos para con Jonotás.

Empecé a caminar más rápido, para dejarla atrás. Pero ella dijo: “Yo sé de qué se trata. A mí no me engañas. Se trata de cierto joven.”

Ignoré sus palabras y eché a caminar aún más rápido.

“Se trata de cierto teniente, ¿no es así?”

¿Cómo podía saber Jonotás lo de Fausto D’Elhuyar? Yo misma no me había enterado de mis sentimientos por él hasta que llegué a Catahuango. Tal vez mis parientes tenían razón: Jonotás era una bruja con poderes sobrenaturales, capaz de leer la mente de las personas. Di media vuelta y vi que corría hacia mí.

“Se trata de aquel atractivo teniente D’Elhuyar,” dijo Jonotás, mientras trataba de recuperar el aliento.

Me ruboricé. “¿Estás loca, Jonotás? Él es el prometido de Clemencia.”

“El teniente estaba interesado en la señorita Clemencia. Pero no tengas ninguna duda; ahora está interesado en ti.”

“¿Por qué dices esas tonterías?”

“Pues bien, tal vez las digo porque me paró en el mercado cuando yo hacía mandados y me hizo preguntas sobre ti.”

¿Podía ser verdad esto? “¿Sobre mí? ¿Por qué? Yo no le he dado ninguna razón para que piense que estoy interesada en él.”

“Manuela, cuando dos personas se gustan, lo saben. Hasta me pidió que te trajera una carta. Pero me negué.”

“¿Te negaste? ¿Por qué? Yo no te dije que hicieras tal cosa.”

“Porque Doña Juana quiere a Fausto como marido para Clemencia, Manuela. Si se llega a enterar que tú y Fausto se gustan, te encierra en un convento y arroja las llaves de la puerta por la boca del Cotopaxi,” dijo, y gesticuló en dirección del volcán. “Y mis dientes se habrán desangrado antes de que vuelvas a salir a la luz del día. En cuanto a lo que me haría a mí si se da cuenta que estoy de mensajera entre los dos, lo que va a sangrar no serán sólo los dientes.”

“Es muy guapo,” dije, soñadoramente.

“De eso no hay duda,” coincidió Jonotás. “Pero además de verse bien en uniforme, ¿tiene cerebro?”

Nos echamos a reír al tiempo. Deslicé mi brazo entre el de Jonotás, y entre risas bajamos a brincos por el sendero.

 

 

EL CONFIARLE EL SECRETO a Jonotás desató el nudo de mi obsesión. Decidí que por más halagada que me sintiera por el interés de Fausto en mí, no iba a arriesgar que me repudiara la familia. Su indignación podría hacer la vida mucho más difícil para mí. Decidí que el mundo estaba lleno de Faustos D’Elhuyar. Todo lo que tenía que hacer era esperar hasta que fuera una mujer independiente, y entonces tendría a mi disposición cantidades de tenientes bien parecidos entre los cuales elegir.

Al final de las vacaciones, volví con las monjas. Jonotás venía a mi celda cada mañana, después de que habíamos asistido a misa y desayunado, y se marchaba al final de la tarde. No volvimos a mencionar a Fausto. Cuando pensaba en él, de inmediato sacudía la cabeza para apartar su imagen de mi mente. Fausto dejó de venir a las tertulias dominicales. Yo estaba perpleja por su ausencia, pero no tenía a nadie a quién preguntarle.

Una mañana, Jonotás vino a traerme mi ropa recién lavada y los dulces que Natán había preparado especialmente para mí. Sacó un sobre que traía oculto entre su turbante y me lo entregó. Escruté la letra; no era la de mi padre, ni la de mi madrastra. Jonotás me dio la espalda y empezó a tender mi cama.

Saqué de mi escritorio un abrecartas de oro que me había regalado mi padre cuando cumplí los dieciséis años y rasgué el sobre.

Querida Manuela:

Quizás habrás reparado en que desde que volviste de tus vacaciones no he asistido al hogar de tus padres los domingos. De manera deliberada me he privado del enorme placer de verte porque he llegado a comprender que es a ti y no a Clemencia a quien amo, a ti, Manuela, a quien quiero por esposa.

Cuando nuestros ojos se encontraron en la casa de tu padre, me pareció detectar cierta calidez hacia mí. ¿Podría ser posible que lo que sientes por mí es lo mismo que yo siento por ti? Si este fuera el caso, yo sería el hombre más feliz de la tierra.

Manuela, te escribo porque el tiempo apremia. En sesenta días seré trasladado a Guayaquil, donde deberé quedarme al menos durante un año. Ese traslado es un paso importante hacia mi ascenso como capitán de la Guardia Real. A riesgo de causar el enojo de tu padre, ¿te vendrías conmigo a Guayaquil, donde podríamos casarnos y donde podríamos vivir como marido y mujer?

Tuyo,

Fausto

Le pasé la carta a Jonotás y la leyó con avidez.

“Le hace falta un tornillo,” dijo. “Te traje la carta porque me prometió que si lo hacía, dejaría de importunarme. Todos los días desde que volvimos de Catahuango me espera para pedirme que te entregue una carta.”

La carta me emocionó y me asustó al mismo tiempo. “La próxima vez que lo veas, Jonotás, dile que me entregaste la carta y que no tienes una respuesta para él.”

“¿Qué debo hacer si me entrega otra carta?”

Pensé un momento: aceptar sus cartas sería un acuerdo tácito de que correspondía a sus sentimientos. Y no obstante, la idea de recibir cartas de amor era demasiado romántica para abandonarla tan súbitamente. “Recíbela,” le dije. “Si te pregunta si leo o no sus cartas, contéstale que no lo sabes.”

“Si tú lo dices, Manuela,” respondió Jonotás, en un tono que sugería que nada bueno podría resultar de aquello.

 

 

JONOTÁS EMPEZÓ a traerme cartas de Fausto todos los días. Yo no le contestaba; quería poner a prueba su constancia. Mi silencio parecía no ser lo suficientemente disuasivo. Al contrario, parecía persuadirlo aún más a obtener una respuesta de mi parte. “Tan solo una señal tuya,” escribió una vez. “Apiádate de mi sufrimiento.” No era un gran escritor, eso era obvio. Los sentimientos que expresaba parecían de lo más ordinarios. Yo quería que sus cartas me causaran estremecimientos y hasta desvanecimientos. Lejos de ello, eran repetitivas. No obstante, aunque su poder de elocuencia no era mucho, sí que parecía sincero y, por lo visto, había caído ciegamente enamorado de mí. Este aspecto romántico de su naturaleza me atraía: era como uno de esos arriesgados héroes masculinos en mis novelas favoritas, y el hecho es que no podía dejar de pensar en él.

Un domingo después de la misa de mediodía, cuando salía de la catedral con mi familia, alcancé a atisbar a Fausto. Solo y de pie junto a la fuente de la Plaza Mayor, se veía espléndido en su uniforme. Esa tarde esperé con anticipación febril para ver si asistía a la tertulia. No vino. Era una actitud decente de su parte no darle alas a Clemencia. La próxima vez que Fausto apareciera por casa de mi padre, tendría que dejar en claro que estaba allí no para ver a Clemencia, sino para verme a mí.

Aquella noche, de vuelta al convento, la imagen de la apuesta figura de Fausto en la plaza me mantuvo ardorosamente despierta. Por fin, me quedé dormida, pero cuando desperté la mañana siguiente, descubrí que seguía pensando en él… y seguí pensando en él cuando pretendía estar rezando, cuando estaba en clase, cuando me fui a la cama esa noche. Tenía visiones de las manos de Fausto acariciándome los senos, los dos tendidos en los brazos del otro por horas, besándonos, susurrándonos palabras apasionadas.

Empecé a soñar con ser su esposa, esto es, claro, si sus intenciones de casarse conmigo eran serias. Y sin embargo me contenía para no responder a sus cartas. Sabía que una vez que tomara ese paso, el amorío inocente dejaría de ser tan solo un juego de flirteo. Seguía asombrándome de que las cartas diarias de Fausto no añadieran nada nuevo a mi comprensión de su carácter. La monotonía de sus declaraciones de amor me desalentaba, pero—y me dolía tener que reconocerlo—su constancia debilitaba mis defensas.

 

 

Y A NO PODÍA mantener el secreto por más tiempo en presencia de Rosita. En mi dormitorio tarde una noche, mientras compartíamos la cama, leí en voz alta la carta de Fausto de aquel día. “¿Debo empezar a contestarle, Rosita? ¿Tú qué piensas?”

“Todavía no,” dijo Rosita. “Si realmente te ama, antes tiene que sufrir por ti. Así son las cosas en el amor. Después, cuando te haya ganado, te va a apreciar todavía más.”

Habíamos perdido todo interés en el drama nocturno del convento—para entretenernos teníamos mi propio drama. Nos quedábamos despiertas hasta tarde, hasta mucho después de la medianoche, para leer las cartas de Fausto y hablar del amor. Creíamos entonces que el principal propósito en la vida era encontrar el amor verdadero.

“No creo que mi padre consienta en que Fausto me haga la corte,” dije. “Eso le rompería el corazón a Clemencia. Mi madrasta está resuelta a casarla antes de que se quede solterona. No puedo permitir que mi padre se indisponga conmigo de tal manera. Necesito de su buena voluntad. De otro modo, terminaré en un convento igual a este.”

“Manuela, por lo que me dices, me parece que no tienes otra opción que fugarte con él. Sería tan romántico escaparse con un gallardo teniente.” Rosita soltó un suspiro.

No dije nada. Pensaba en cómo el error de mi madre había arruinado su vida y había causado tanta infelicidad. Pero, ¿y si Fausto era el gran amor de mi vida y lo dejaba pasar de largo? Podría ser que no se presentara una segunda oportunidad. ¿Y si rechazaba el amor y me convertía en una solterona marchita y amargada como la tía Ignacia?

“Yo siempre había pensado que podría tomar control de Catahuango y luego vivir mi vida de la manera que yo eligiera, Rosita. Pero mi padre me ha informado que no podré reclamar la herencia que legítimamente me corresponde hasta que muera mi tía. De eso pueden pasar décadas.” Mi rabia empezaba a crecer. “El mayor de mis temores es que mi padre me case con un hombre a quien no pueda ni amar, ni respetar. O que me lleve a España a vivir con su familia. A menudo, habla de regresar a España para vivir los últimos años de su vida. Preferiría morir antes que vivir en aquel país, rodeada por el enemigo.”

Rosita me apretó la mano. “Manuela, existe un gran inconveniente con Fausto,” dijo con inflexión comprensiva, pues no quería afectarme aún más.

“¿Lo dices porque es un soldado en el Ejército del Rey?”

“Sí, políticamente es un enemigo.”

“He pensado en ello, Rosita. Y si verdaderamente me ama, va a cambiar por mí. Quizás algún día ambos entremos en batalla juntos, para luchar contra los españoles. Después de todo, él es un criollo como nosotras.”

“Quizás después de que te cases con Fausto, él puede ayudarte a reclamar Catahuango a pesar de las objeciones de tu tía. Y luego puedes enviarla al exilio… a la selva de las Amazonas.”

Solté una carcajada. “Las Amazonas están demasiado cerca. Veamos, Patagonia… o todavía mejor, la Tierra del Fuego… ¡es allí donde debería estar!”

“O Mongolia. ¿Y qué te parece… Siberia?” dijo Rosita con una sonrisa sofocada. Nos echamos a reír, meciéndonos de un lado a otro de la cama, mientras recitábamos los nombres de lugares lejanos y exóticos. Cuando se nos acabaron los nombres, seguí acostada boca arriba, con los ojos fijos en el cielorraso.

“¿Qué te pasa?” preguntó Rosita. “¿Por qué te pones tan seria de repente?”

“Yo nunca en la vida he besado a un hombre, Rosita,” le confesé. “¿Qué voy a hacer cuando él trate de besarme?”

“Lo principal es que tienes que dejar que te bese. Mientras tanto, es necesario que practiques. Se va a sentir terriblemente defraudado si no sabes besar. Déjame que te enseñe cómo se hace.” Rosita se acercó un poco más debajo de las mantas, pasó su brazo por mis hombros y colocó sus labios abiertos contra los míos.

 

 

ROSITA TENÍA RAZÓN. No había otra opción que fugarme con él. Mi padre jamás consentiría que me casara con Fausto. Llegué a la conclusión de que no podía implicar a nadie más en mis planes. Jonotás, por obvias razones; Rosita porque sería expulsada del colegio y enviada de vuelta a su familia en ignominia. Concluí también que sería tan difícil fugarme de la escuela como fugarme de una prisión. De modo que tendría que hacerlo desde la casa de mi padre, un lunes al amanecer antes de que fuera la hora de regresar a Santa Catalina.

Me senté a redactar mi primera carta para Fausto.

Mi querido Fausto:

Tu constancia a lo largo de estos meses ha sido prueba suficiente para mí de la naturaleza pura de tu amor. Como sé muy bien que mi padre se opondría a nuestra boda, la única opción que tenemos es fugarnos y después casarnos. Si estás de acuerdo con lo que digo, encuéntrame el próximo lunes a las cuatro de la mañana en la esquina de la Calle de las Aguas y la Carrera Montarraz.

Tuya,

Manuela

Le entregué el sobre con la carta a Jonotás, asegurándome de que no sospechara de mis intenciones. Me dedicó una mirada perpleja en el momento de asir el grueso sobre. “Él ha insistido una y otra vez en que quiere un recuerdo mío,” le mentí. “Así que le envío un pañuelo perfumado. Tal vez ahora me deje en paz.”

Jonotás frunció el ceño mientras acomodaba el sobre entre su turbante.

 

 

LO MÁS DIFÍCIL del plan de fuga era no revelar nada a mis amigas más queridas. Pero una vez que Jonotás se llevó la carta, ya no había vuelta atrás. Yo tenía que confiar en que las intenciones de Fausto eran honorables. Me preocupaba que nunca hubiéramos tenido una conversación. Pero en las novelas que yo había leído, era así como pasaba. Los personajes se enamoraban a primera vista, una señal de verdadera y eterna fidelidad, y con gran secreto encontraban la manera de estar juntos. Cualesquiera que fuesen los problemas que surgiesen, podríamos sobreponerlos, y confiar en la gloria de nuestro amor.

Aquel domingo, después de darle las buenas noches a Jonotás y de despabilar la vela, me levanté de la cama. Abrí la ventana. A la luz plateada de la luna, guardé en un pequeño baúl tan solo lo esencial para un viaje de un día y nada más. A medida que pasaban las horas, crecía mi agitación. ¿Y si estaba por cometer un grave error y, al igual que mi madre, estaba a punto de arruinar mi vida? No obstante, el futuro que me describía mi padre era inaceptable, como lo era un día más en aquel colegio asfixiante.

Cuando las campanas de la catedral sonaron cuatro veces, estaba completamente vestida y lista. Con la cabeza cubierta por un chal, tomé el baúl en mis brazos y en medio de una oscuridad que parecía tinta me deslicé escaleras abajo hasta la parte trasera de la casa que conducía a la entrada de los sirvientes. Retiré el travesaño, abrí la puerta lentamente para evitar que crujiera y con igual lentitud la cerré detrás de mí. Caminé de puntillas hasta que vi, en la esquina de la Carrera Montarraz, a Fausto que me esperaba con dos caballos. Eché a correr hacia él. Nos besamos apasionada, pero brevemente. “Después,” me dijo Fausto. “Después, Manuela. Ahora debemos alejarnos de aquí lo más pronto posible.”

Monté en mi caballo, aseguré mi baúl y partimos al galope. Cuando salió el sol nos encontrábamos a kilómetros de Quito, encaminándonos hacia las laderas del volcán Imbabura, a una finca que pertenecía a un amigo de Fausto. El plan era escondernos allí hasta que pudiéramos casarnos.