La atmósfera política de La Quinta era febril. Casi a diario nos llegaban noticias de un levantamiento que se gestaba en algún lugar de la Gran Colombia, de conspiraciones que buscaban derrocar al gobierno, de las maliciosas mentiras que se habían propagado sobre las intenciones de El Libertador de convertirse en rey. Aún más inquietante era escuchar constantes rumores de complots para asesinarlo. Estos últimos fueron tomados tan en serio que él sólo se atrevía a salir a las calles acompañado por un regimiento escogido personalmente. Persuadí a Bolívar para que doblara el número de guardas dentro y fuera de La Quinta.
A duras penas, me había aventurado fuera de los terrenos de La Quinta desde mi llegada a Bogotá. Pero en vista de que no había recibido ninguna amenaza de muerte y con la intención de distraerme de las intrigas políticas, decidí explorar la sabana a caballo. En Bogotá contaba con un buen establo de donde escoger un animal. Bolívar me sugirió que fuese acompañada en mis exploraciones por un grupo de soldados. Decliné su oferta, pues no me sentía en peligro inmediato. Como una medida de precaución, Natán y Jonotás se vistieron con uniformes militares. Yo llevaba botas de charol, pantalones de terciopelo negro, una ruana encima de mi blusa y un sombrero de Panamá. Llevábamos pistolas y sables. Por si acaso.
En aquellas tardes poco frecuentes en que no llovía, cuando el aire era calentado por corrientes cruzadas que llegaban desde los trópicos, cabalgábamos a campo abierto en las afueras de la ciudad. A veces llegábamos hasta muy al norte de la sabana, donde nos eran visibles los picos nevados de los volcanes. En estas áreas inhabitadas del campo, corríamos nuestras propias carreras de caballos, como lo habíamos hecho de niñas en Catahuango. En otras ocasiones parábamos a beber un trago de agua en los asentamientos donde los indios vivían en chozas circulares hechas de barro y bambú, sus costumbres inalteradas a lo largo de cientos de años, viviendo de la misma forma en que vivían antes de la llegada de los españoles. Me enamoré de los verdores sin límite de la sabana, asombrada de la variedad de delicadas y raras orquídeas que allí crecían y que me colocaba en el pelo los sábados de tertulia.
En nuestras excursiones diarias pude darme cuenta del impacto que causábamos entre los hombres de la ciudad, cuando nos veían cabalgar por las calles, vestidas con ropa de hombre y armadas. Las mujeres de Bogotá cerraban las persianas o nos daban la espalda. Sólo las más valientes de las prostitutas, aquellas que se atrevían a salir a la luz del día a buscar clientes, parecían no inmutarse. Yo había aprendido a distinguirlas por el hecho de que iban descalzas y en los dedos del pie llevaban anillos y adornos, sus tobillos estaban decorados con brazaletes y sus pies los mantenían inmaculadamente limpios. A diferencia de las otras mujeres de Bogotá, ellas no escondían sus cabellos bajo absurdos sombreros. Cuando estuve al alcance de sus miradas, no sentí el desprecio que encontraba a mi paso por otras calles de la ciudad. Algunas veces les arrojaba monedas. De no haber sido la hija de una mujer rica, bien habría podido ser una de aquellas mujeres.
La ciudad misma me parecía una Quito más grande y sepulcral. La arquitectura de la capital de Colombia no tenía nada de la alegría andaluza presente en muchos edificios de Lima. A diferencia de los amistosos limeños, los bogotanos hablaban en forma silenciosa, se vestían de colores sombríos y caminaban con los pasos cortos de aquellos seres congelados que han nacido lejos del mar. Quito, a mayor altura que Bogotá, estaba más cerca del sol, por lo que su gente tenía una actitud más cálida. Bogotá, con una enorme población de desempleados y soldados heridos, era más pobre que Lima, su gente más sucia y maloliente, sus calles infestadas de ratas y pulgas, en las que todo el tiempo se apretujaban limosneros, lisiados y criminales y sus callejones hedían a orina y excrementos. La gente exhibía orgullosamente la infelicidad en sus rostros. En las calles, se respiraba esta atmósfera venenosa.
Las noches en Bogotá eran espectrales y morbosamente silenciosas. Tan pronto oscurecía, los bogotanos se arrodillaban para rezar el Angelus, y se encerraban en sus casas para cenar y luego ir a dormir. Solo una emergencia empujaría a alguien a la calle, y en todos los casos acompañado por un sirviente que alumbrara el camino con un farol. Los únicos lugares que permanecían abiertos eran oscuras cantinas donde los indios se embriagaban de chicha hasta la inconsciencia total; las prostitutas erraban por las calles y encontraban el anonimato en la oscuridad.
Me quedaba despierta hasta tarde en la noche, preguntándome qué pasaría si los enemigos de Bolívar triunfaban y si el hombre que alguna vez había sido el dueño de mi cuerpo y mi alma volvería a ser el amante que una vez conocí. Estos pensamientos eran a menudo interrumpidos por los espeluznantes pregones de los vigilantes nocturnos que patrullaban por las desiertas calles. El tintineo que producía su campana, parecido al lamento de chillonas criaturas de la noche, era seguido por el anuncio de una hora: “Son las once de la noche,” luego el clima, “está lloviznando y no hay luna,” y luego el grito final, “todo está bien en Bogotá. Que Dios los guarde a esta hora.”
El poder descansar en esa tibia cama y al lado de Bolívar me hacía sentir protegida. Pero afuera de los muros de La Quinta, imaginaba un vasto cementerio habitado por espíritus vengativos y criminales que se refugiaban en la helada negrura.
Tenía pesadillas. Las monjas me hacían permanecer en pie durante días enteros en los húmedos y helados corredores de mi escuela en Quito—mis pies anegados en sangre—privada de cualquier alimento o bebida y objeto de las burlas de otras niñas cuando pasaban cerca de mí de camino a sus clases. En mis sueños, era juzgada por encapuchados inquisidores que repetían todas las frases censuradoras de mi padre, mi tía, mi abuela y James Thorne. Los inquisidores me condenaban a la tortura en máquinas y artilugios que rompían mis huesos y me arrancaban la carne. Luego me quemaban o me atravesaban con una estaca; a veces ambas cosas. Moría rodeada de una multitud vociferante que me gritaba bruja y novia de Satanás. Otras veces estaba en medio de un círculo de sangrantes Cristos en la cruz, su sangre empapándome, quemando mi piel.
Me despertaba temblando de esas pesadillas, boqueando para tratar de respirar, solo para encontrar a Bolívar, que roncaba a mi lado.
MIENTRAS DESAYUNÁBAMOS una mañana, Bolívar me dijo: “Manuela, debemos dejarnos ver, que los bogotanos nos vean juntos en público; de otra manera, van a pensar que estoy tratando de esconderte. Mañana por la tarde daremos un paseo por las calles de Bogotá en un carruaje descubierto.”
Para esta ocasión me puse un traje, un sombrero y cubrí mis hombros con un chal, permitiendo que por primera vez, la población me viera vestida como una dama. A medida que entrábamos a la plaza Mayor, descubrí garabateado en las paredes de la catedral un letrero pintado con enormes letras negras que decía: “Simón Bolívar nació en Caracas, comiendo hierba como una vaca.” Hice el mayor esfuerzo para que mi conversación mantuviera distraído a Bolívar. No quería que fuese humillado en mi presencia. Bolívar le pidió al cochero que se detuviera.
“Bastardos,” grité antes de que él pudiera decir algo. “¿Cómo se atreven? ¡Que irrespeto! ¡Usted nació príncipe!”
“Manuelita, tienes que admitir que los colombianos tienen un perverso sentido del humor,” dijo.
“Mañana me encargaré de que ese letrero sea borrado.”
“¿Y luego qué? Va a ser una pérdida de tiempo y energía. Si tú haces eso, ellos van a pintarlo una y otra vez. Lo mejor que se puede hacer es ignorar este y otros insultos. La verdad es que nada me sorprende de los colombianos. Son gente maliciosa y egoísta. ¿Has oído lo que dicen de sí mismos? Dios hizo de Colombia la nación más hermosa del mundo… y para compensar por tanta generosidad la pobló con la peor gente de toda la tierra.”
Me eché a reír, aunque seguía furiosa.
LA TARDE SIGUENTE me senté junto a mis muchachas en el césped en un lugar soleado del jardín, detrás de la casa principal. Era evidente que Jonotás ardía en deseos por contarme algo. “¿Qué pasa, Jonotás?” dije.
“Manuela, debiste haber escuchado a esas mujeres esta mañana en el mercado. Mientras sus sirvientes hacían las compras, ellas se juntaban como gallinas chuecas a hablar del paseo en el coche con el general.”
Aseguré la aguja en el chal que hacía y levanté la vista. “¿Qué decían?”
“Estaban diciendo… “ Jonotás frunció los labios, levantó la barbilla y las imitó en su voz aniñada: “¡La conducta del general es una desgracia! Su comportamiento es inexcusable. Inapropiado para un jefe de estado. No sólo trae a su adúltera amante a vivir con él, sino que tiene la desvergüenza de pasearse con ella en público.” “¿Viste ese carruaje? Ni siquiera los virreyes tienen esos carruajes tan finos. ¡Muy pronto van a pasearse en un coche de oro!”
Resoplé. “Qué imbéciles,” dije. “Se les olvida que el general nació en el seno de la familia más adinerada de Suramérica. Si él quisiera montar en un coche de oro, tiene todo el derecho de hacerlo. ¿Qué más dicen?”
Jonotás no dudó en imitar a otra dama. “¡Esa mujer es una sinvergüenza! ¿Sabían que es una bastarda? Fue expulsada de Quito por fugarse con un soldado. Dejó a su esposo, un caballero inglés muy respetable, para ser la puta del general.” “Lo siento Manuela,” dijo Jonotás, cambiando a su tono normal de voz, “pero eso es lo que estaban diciendo.”
“¡Las muy estúpidas! ¡Pueden irse al mismísimo infierno!”
“Primero las corto en pedazos, las frío como chicharrón y se las doy a comer a las ratas,” dijo Jonotás y escupió.
Sin levantar la vista de su bordado, Natán dijo: “¿Por qué le quieres hacer eso a las pobres ratas?”
Me reí. “La próxima vez que vayamos a caballo a la ciudad, recuérdenme que me ponga unos bigotes. Si esas brujas están escandalizadas, démosles una verdadera razón para que se escandalizen.”
“¿Yo también puedo ponerme un bigote?”
“Tú y Natán se pueden poner barba si así quieren,” dije y retorné a mi costura.
BOLÍVAR DECIDIÓ que era el momento de ofrecer cenas y presentarme a las familias de Bogotá que simpatizaban con él. “Si vas a continuar viviendo aquí,” dijo, “vamos a tener que presentarte oficialmente, por decirlo así. Los colombianos tienen que ir acostumbrándose a la idea de que estás aquí para quedarte.”
Nunca le había contado al general de la conmoción que causaba en la ciudad cuando salía a montar con Natán y Jonotás, ni de las miradas de censura que recibíamos. A pesar de todo, quería ser una carta de presentación del general, no una carga para él. “Lo haré si es lo que usted desea,” dije, y agregué de una forma extrañamente tímida de mi parte, “algunas veces creo que los bogotanos me desaprueban.”
Él sonrió con malicia. “Bueno, estoy seguro de que ellos no han visto muchas mujeres como tú por estos lados. Tienes una manera bastante original de aparecer en público. Cuando vas cabalgando por allí vestida de hombre, no es que pases inadvertida. Hizo una pausa. “Les gustes o no, Manuelita, eres la primera dama de Colombia.”
LAS CENAS EMPEZARON en La Quinta. Yo me encargaba junto con María Luisa de preparar carne de res asada, lechona, pato cocinado en vino tinto, trucha arco iris—cuya carne rosada sabía a salmón y era pescada en los arroyuelos de la sabana—papas blancas hervidas y papas amarillas y moradas fritas, ensalada de remolacha, zanahoria, huevos de codorniz hervidos, alverjas, maíz, todo aderezado con aceite de oliva traído de Villa de Leyva, y pasteles rellenos de arequipe, guayaba y mermelada de mora. Para cada comida, ordenaba un surtido fresco de arepas de maíz dulce que a Bolívar le encantaban.
Jonotás y Natán iluminaban cada habitación de La Quinta con flores; eran muy talentosas para hacer exuberantes arreglos florales. Yo sacaba de mis baúles vestidos que no había usado desde mis días como esposa de James Thorne.
Una cena tras otra, los hombres aparecían solos, y pedían excusas por sus esposas súbitamente indispuestas. Por fin, unas pocas parejas nos concedieron el honor de su presencia. Yo me esforcé bastante por ser una anfitriona agradable, haciendo sentir bienvenidos a nuestros invitados y atendiéndolos en cualquier cosa que necesitaran. Si sentía que eran ambivalentes con la causa de Bolívar, intentaba generar apoyo. Estaba convencida de que si era hospitalaria, agradable y amable causaría una impresión agradable a mis invitados y ellos lo comentarían a sus amigos.
A pesar de todo, era casi imposible no sentir repulsión por las bogotanas que los hombres traían a nuestras cenas. La mayoría era de aspecto frágil. Ellas eran tan blancas que no parecían ser de carne, sino hechas con cáscaras de huevo. Las más hermosas me recordaban a las orquídeas del color blanco de la nieve, aunque la mayoría tenía la palidez enfermiza y la piel traslúcida de las criaturas que moraban bajo la tierra, nunca expuestas a los rayos del sol. Todas tenían hermosas cabelleras que brillaban a la luz de las velas. Me habían contado que las bogotanas lavaban su cabello con orina, que consideraban el mejor tratamiento para tener un cabello hermoso y saludable. ¿Sería por esta razón, me preguntaba, por la que apestaban a perfume? ¿Para tapar el otro olor?
Me esforzaba por lograr atraer la atención de estas mujeres en las conversaciones. Ellas respondían con voz aniñada, con risitas, y enrojecían si les hacía una pregunta directa. Todas las veces en que indagaba por sus opiniones políticas, respondían invariablemente que eran sus esposos quienes tenían una opinión política en sus hogares. El hecho de que yo tuviera mis propias ideas era visto como un indicio de malas costumbres y de falta de modestia. Podría jurar que a estas mujeres no les importaba quién gobernaba, si los españoles o los patriotas, con tal de que se les permitiera continuar con sus vidas privilegiadas, cuyos momentos más excitantes consistían en ir a misa y confesarse todos los días.
En más de una ocasión tuve que refrenar mis impulsos de agarrar a una de estas mujeres por los hombros, zarandearla y gritarle en pleno rostro: “¡Despierta! ¡No estamos en la España medieval! ¡Estamos en 1828!”
Aunque yo era atea, todos los días le agradecía a Dios el haber nacido con una mente escéptica. Yo sabía que estas criaturas, con aspecto de cáscara de huevo, eran el resultado de la misma detestable educación a la que yo había estado sometida por las monjas en Quito. A todas nosotras se nos había enseñado a desconfiar de los sentidos: los ojos, las orejas, la boca y las lenguas eran instrumentos del demonio. Esas monjas nos enseñaron a cerrar los ojos y rezar a la Virgen María, sosteniendo un rosario en nuestras manos en el momento en que nuestros esposos nos montaran y nos penetraran a través de un hueco en la sábana que cubría nuestros cuerpos. A la mañana siguiente, debíamos salir a la carrera donde nuestros confesores y rogarles que nos perdonaran por haber sucumbido a la tentación.
No me rendía en mi intento de ganar el favor de estas mujeres. Después de la cena, me sentaba y conversaba con ellas por un rato, hasta que anunciaba mi necesidad de aire fresco. Entonces me excusaba e iba a reunirme con los hombres que bebían y hablaban de temas que me emocionaban.
Estaba segura de que la mayoría de los hombres de Bogotá resentía mi desparpajo. Por otra parte, los oficiales de Bolívar, en especial los irlandeses, parecían disfrutar con mi compañía y me consideraban como uno de ellos. Estos hombres no me veían como la rareza que representaba para la mayoría de los colombianos; en Europa, debían haber visto muchas mujeres independientes como yo.