La conspiración de septiembre fue lo que precipitó el fin. A pesar de que El Libertador se sintió vindicado ya que por fin tenía pruebas de que Santander y sus seguidores trataban de asesinarlo, el atentado contra su vida lo despojó de su voluntad de vivir; se convirtió en menos de la mitad del hombre que había sido. Bolívar no hacía el menor esfuerzo por ocultar su infelicidad, y la existencia parecía tener para él muy pocos gozos.
Un consejo de guerra encabezado por Croftson fue convocado para encargarse de los conspiradores. Salió a relucir que el grupo de jóvenes traidores había formado un grupo al que dieron el nombre de la Sociedad Filológica para poder reunirse sin crear sospechas. Se encontraban de manera regular bajo el pretexto de estudiar trabajos literarios y lenguas extranjeras.
Los conspiradores estaban convencidos de que el objetivo final de El Libertador era convertirse en emperador de los Andes, y ellos detestaban la monarquía. Eran santanderistas, creyentes en las instituciones democráticas. El gobierno de los Estados Unidos de América era el modelo que Santander quería adoptar para Colombia. A los estudiantes universitarios les repugnaba la crueldad de los militares al servicio del general Bolívar, y de qué manera, en el nombre de preservar el orden publico, las fuerzas armadas aplastaban cualquier señal de descontento.
Como jefe del consejo de guerra, Croftson hizo publicar un edicto que amenazaba a muerte a cualquiera que diera abrigo a los conspiradores. Croftson siempre estaba al borde de dejar que su influencia militar se desbordara sin supervisión, y ahora no había nadie para frenarlo.
El poder de Bolívar era absoluto, y Manuela reinaba como su emperatriz.
Manuela no tuvo ningún reparo en impartir órdenes para que trajeran a rastras desde sus casas o sus celdas a los hombres acusados de la conspiración para poder interrogarlos personalmente.
Una mañana, yo estaba en la alcoba de Manuela cuidando de ella, pues tenía un resfriado, cuando llegó Croftson en compañía de un prisionero y varios guardias. Croftson le informó a Manuela que el nombre del prisionero era Ezequiel Pérez. Era un muchacho flacuchento, que no tenía más de quince años, con una pelusa como de durazno en el mentón. Sus ojos estaban dilatados de temor. Manuela lo recibió con toda cortesía y le pidió que se sentara. Las piernas del muchacho temblaban de manera incontrolable. Sus uñas estaban recubiertas de sangre, como si se las hubiese mordido hasta la base. Manuela le dijo: “Ezequiel, me cuentan que trabajaste para el general Santander como su paje, y que estabas presente cuando los conspiradores discutieron el atroz plan para asesinar al general Bolívar. Te doy mi palabra de honor de que si me dices los nombres de todos los conspiradores, incluyendo el del general Santander, te perdonaré la vida.”
El aterrorizado muchacho respondió que era verdad que había trabajado para Santander, pero que el vicepresidente nunca lo había tenido entre sus hombres de confianza y que no había estado presente en ninguna reunión en la que se hubiera hecho planes para asesinar a El Libertador. Un par de veces, se le quebró la voz mientras hablaba.
La respuesta del muchacho enfureció a Manuela. Me indicó que me acercara y me dijo: “Baja y dile a su madre que suba.”
Encontré a la mujer en el patio y le pedí que me siguiera. Estaba vestida con ropas limpias, pero raídas; probablemente era una empleada de alguna casa de familia. Cuando entró a la alcoba de Manuela, se abrazó a su hijo, que no paraba de temblar.
“Señora,” dijo Manuela, dirigiéndose a la madre de Ezequiel, “si usted quiere que su hijo viva, debe ordenarle que me diga la verdad y que revele la parte que tuvo el general Santander en la conspiración.”
“Por favor, Ezequiel,” le rogó la mujer, “haz como te dice Doña Manuela. Si de verdad amas a tu madre, dile todo lo que sabes.”
“Pero no puedo, mamá,” respondió el muchacho entre sollozos; “no puedo.”
“Tienes que ser un buen hijo, Ezequiel, y hacer feliz a tu madre,” dijo Manuela.
Apenas me puedo imaginar lo que sintió aquel muchacho cuando vio el destello en los ojos de Manuela. Para entenderla, habría que haber visto bien sus ojos, pues revelaban su verdadero ser. Eran su rasgo más impactante, y ella lo sabía de sobra. Todos aquellos años en Lima, cuando salía de la casa con su cabeza y su rostro ocultos excepto por un ojo, le enseñaron el poder que podía tener un solo ojo. Había aprendido a dominar la intensidad de su mirada. Sus ojos podían seducirte y acariciarte, como una pluma, o podían hacerte sentir que no valías nada, o bien podían darte tajos, como un cuchillo.
“No puedo hacer lo que me pide Su Merced, Doña Manuela,” dijo el muchacho sin parar de sollozar. “No puedo nombrar al general Santander como conspirador, porque yo no estaba presente en las reuniones de las que habla Su Merced.”
Manuela le dijo a Croftson abruptamente: “Llévatelo y hazlo fusilar con todos los demás.”
La madre de Ezequiel se arrodilló en el suelo a los pies de Manuela, como si estuviese rezando. “Es mi único hijo, Doña Manuela,” le imploró, gimiendo de una manera tal que sentí deseos de salir corriendo del cuarto. “Es toda mi vida. Sus dos hermanos mayores, mi esposo, y mis propios hermanos murieron combatiendo a los españoles. Mi hijo es lo único que me queda. Por favor, Doña Manuela, le ruego a su Merced misericordiosa como sólo puede hacerlo una madre.”
“Señora, por favor, levántese,” le dijo Manuela con voz suave. “Créame si le digo que hacer esto es algo que me rompe el corazón. No quisiera hacerla sufrir. Mucho me gustaría perdonarle la vida a su hijo. Y que Dios me perdone por lo que estoy a punto de hacer. Pero su hijo debe morir con todo el resto de los conspiradores. Si lo dejo con vida, El Libertador nunca podrá estar seguro.” Ladeó la cabeza, y le dijo a Croftson: “Llévatelo.”
Nos quedamos las dos solas en el cuarto. Fijé los ojos en el suelo, y esperé que me dijera lo siguiente que tenía que hacer. Cuando levanté la vista, Manuela me dijo bruscamente: “¿Por qué me miras con esos ojos acusadores? Tú crees que es fácil hacer lo que tuve que hacer? Vete de aquí. Déjame sola. No quiero verte en todo el resto del día.”
Cerré la puerta tras de mí y me quedé congelada. Era un reflejo casi instantáneo. Escuchar a escondidas era algo que había hecho toda mi vida, algo que hacíamos todos los esclavos caseros. Dado que nuestras vidas dependían de los caprichos y las acciones de nuestros amos, y éramos siempre los últimos en enterarnos de las decisiones que nos afectaban, muy pronto durante nuestra servidumbre aprendíamos que escuchar a escondidas era uno de los pocos medios para tener un poco de control sobre nuestras vidas. Cuando me acordé de que no había nadie más en su alcoba con Manuela, empecé a alejarme. Pero antes de que hubiera tomado dos pasos, escuché que Manuela gemía adoloridamente. Nunca la había escuchado emitir ese sonido.
A menudo le escuché decir a El Libertador, después de que lo criticaran por un acto autoritario, que en la guerra, el fin justifica los medios. Aquel día comprendí con claridad que si Bolívar y Manuela hubiesen permanecido en el poder, habrían llegado a ser tan crueles como los dictadores españoles más sanguinarios. Nadie que hubiese tomado parte en la epopeya de la independencia podía reclamar que tenía las manos limpias de sangre.
DÍAS MÁS TARDE, un hombre llamado Florentino González lo confesó todo, e implicó al general Santander. Aunque el vicepresidente declaró bajo juramento desde la cárcel que no había tenido ningún conocimiento de la conspiración, fue despojado de todas sus posesiones y condenado a morir fusilado.
Las masacres, levantamientos y guerras que siguieron a la llegada de los conquistadores habían hecho de la gente de Colombia una gente sanguinaria… como esos jaguares que una vez que prueban la carne humana no podían ser saciados nunca más. La vida humana no valía mucho. Cuando tantas personas habían muerto, una sola vida no tenía valor alguno. Las grandes masacres apenas provocaban que algunas personas enarcaran las cejas. Los colombianos constantemente buscaban excusas para verter más sangre. De quién era esa sangre, daba igual. El derramamiento de sangre se convirtió en la principal fuente de entretenimiento, un espectáculo cruento e incesante que todos se podían permitir. Las cosechas de los campos colombianos se fertilizaban con sangre y carne humana en descomposición. A veces parecía que por los arroyos y ríos de la Gran Colombia corría más sangre que agua. Nadie en la Gran Colombia—fuese rico o pobre, español o criollo, hombre libre o esclavo—podría proclamarse inocente. No había una sola familia en la Gran Colombia que no estuviese lamentando la pérdida de algún pariente muerto en batalla, o ejecutado, ya fuese por los españoles o por los criollos, o preso y torturado, o exiliado de por vida. Los huérfanos, las viudas y los padres que habían perdido a sus hijos eran la mayoría de la población de Colombia. Este era el resultado de las guerras de Independencia… una nación de gente con los corazones duros, un lugar en el que el odio era lo que hacía latir los corazones. Una nación de gente cegada por la ira, una raza de bestias feroces indiferentes al sufrimiento humano. La gente vivía para las venganzas y los ajustes de cuentas. Lo que se buscaba no era el final del sufrimiento sino su continuación.
El 30 de septiembre al mediodía, en la Plaza Mayor de Bogotá, los conspiradores que habían sido atrapados—con la excepción de Santander, a quien se le había conmutado la sentencia de muerte—fueron fusilados en frente de centenares de bogotanos que vitoreaban entusiasmadamente. Se dieron órdenes de que debían dejarlos atados a sus sillas, mientras se desangraban. Quedaron charcos de sangre alrededor de ellos durante el resto del día como una advertencia para todo aquel que en el futuro se le ocurriera conspirar contra Bolívar.
ESA NOCHE CAYÓ UNA GRANIZADA, con pedriscos tan grandes y sólidos como guijarros que golpeaban la ciudad, rajando y partiendo muchas tejas en los techos de las casas y destrozando los vitrales en las iglesias y los edificios públicos. Algunas personas que fueron sorprendidas en la calle por la tormenta murieron de conmoción cerebral. Aterrados por la intensidad de una tormenta que sin duda mataría muchas reses y destruiría todas las cosechas que crecían en la sabana, los bogotanos empezaron a rezar. A lo largo de toda la noche, una oración lúgubre se extendió como un eco sobre Bogota, mezclándose con los sonidos crujientes del granizo que golpeteaba sobre los techos de la ciudad. Yo había presenciado oraciones por el estilo en Ecuador, cuando un volcán cercano a Quito amenazaba con entrar en erupción y la gente se lanzaba a las calles portando imágenes de los santos, implorando clemencia; también en Lima presencié lo mismo, después de un devastador terremoto que dejó a su paso saqueos y pestilencia.
En la mañana, cuando salí de casa con mis canastas para ir al mercado, todo Santa Fe de Bogotá, incluso los tejados de arcilla roja de las edificaciones, se veía blanco e inmaculado. Las montañas que circundaban la sabana parecían hechas de hielo sólido. Cuando llegué a la Calle de la Carrera y empecé a cruzarla, eché un vistazo en la dirección de la Plaza Mayor, y tuve que contener la respiración. El día anterior, la plaza entera había estado empapada con la sangre de los conspiradores. Esta mañana, la plaza de nuevo se veía recubierta, pero de un estrato de hielo. Luego, a medida que el sol se elevaba por encima del cerro de Monserrate, la capa de hielo sobre la sangre coagulada hacía que la plaza pareciera un lago congelado repleto del zumo carmesí del fruto del corozo.