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Jonotás

 

 

Manuela empezó a beber mucho para adormecer el dolor por la muerte de El Libertador. Con el tiempo, dejó de beber en exceso, pero de todos modos parecía seguir en un trance, como si su alma hubiese sido capturada por sus enemigos. Lo había perdido todo con excepción de nosotras.

“Jonotás, ojalá me hubiera quitado la vida cuando me enteré de que el general había muerto,” me confió un día. “No sé si tenga el arrojo para hacerlo ahora.”

Nosotros los esclavos aprendemos a ser pacientes. Bien sabía yo que el destino era el amo libertador supremo y, que el tiempo era el mejor curandero, que tarde o temprano la situación cambiaría y Manuela se incorporaría de nuevo al mundo de los vivientes. Yo todavía no quería morir, por más que a veces sentía que mi única razón para vivir era Manuela. Al menos una cosa la tenía clara: si ella moría, yo no quisiera seguir adelante sin ella. ¿Qué tipo de vida podría tener por mi cuenta, incluso si era libre? Desde que perdí a mis padres, solo había querido una cosa—estar junto a Manuela.

 

 

PERMANECER EN Bogotá llegó a ser demasiado peligroso. Estábamos convencidas de que tarde o temprano se produciría un atentado contra la vida de Manuela. Con excepción del par de joyas que no había vendido, Manuela se encontraba virtualmente en la indigencia. Así que alquiló una casita en Fucha, una aldea en las afueras de la ciudad. Allí pasábamos las tres la mayor parte del tiempo bordando manteles, sábanas, fundas de almohadas o pañuelos para damas, con el fin de poder sostenernos. Natán y yo vendíamos esos objetos en el mercado, o de puerta en puerta.

Fue alrededor de esta época que comencé a ponerme ropa de varón, al principio porque la ropa de hombre era más barata, y luego porque vestida de hombre tenía la sensación de que podía proteger mejor a Manuela que como una simple mujer esclava. Me habitué tanto a vestir pantalones y camisas que llevé mis vestidos al mercado y los vendí, hasta el último. Al principio, conservé mi cabello ensortijado y espeso, últimos restos de mi vanidad femenina. Un día, me inundó una urgencia irreprimible, agarré un par de tijeras y me corté el cabello. No contenta con el aspecto que tenía así trasquilada, fui a ver a un barbero y le dije que estaba harta de los piojos y quería que me rapara la cabeza.

Cuando volví a casa, Manuela se echó a reír y comentó: “Qué bien te ves, Jonotás.” A partir de entonces, una vez a la semana me sentaba a sus pies para que me afeitara la cabeza. Pasado un tiempo, la gente se fue olvidando de que yo era una mujer y se dirigía a mí como “muchacho,” si era gente de prejuicios raciales, o “señor,” si quien me hablaba era otro negro; y años después, en Paita, cuando ya había alcanzado una edad avanzada, como “viejo.” Jamás los rectificaba.

Tomé la decisión de que me quedaría con Manuela mientras ella siguiese deseando que estuviese a su lado. Natán, por lo contrario, seguía llena del resentimiento de no poderse reunir con Mariano en Lima. Este sentimiento se lo ocultaba a Manuela, pero no a mí. Natán era una criatura noble, tan noble que consideraba que su deber era quedarse junto a Manuela mientras su futuro siguiese siendo tan incierto. Pero también estaba comprando tiempo hasta que llegara el momento preciso en el que de nuevo pudiese pedirle la libertad para empezar una familia por su propia cuenta. Yo también quería que Natán cumpliera ese deseo, pero me preguntaba cuándo y en qué forma llegaría su libertad.

 

 

HABÍAMOS ESTADO VIVIENDO en Fucha durante tres años, cuando a principios de diciembre de 1833, nos llegó la noticia de que Santander había regresado a Bogotá. Fue un regreso triunfal, algo que resultaba devastador para Manuela. Presenciar cómo el enemigo de El Libertador retornaba como el salvador de Colombia era un insulto en exceso doloroso para aguantar. Durante días, permaneció sentada en una silla en el patio; fumaba cigarros, miraba hacia las montañas y seguía el recorrido de las nubes. Solamente nos hablaba para responder a una pregunta.

Al cabo de unos días, empezó a recuperarse y a tomar sus comidas con nosotras. Una noche, cuando acabábamos de comer, nos dijo que tenía algo que decirnos. “Mis muchachas,” comenzó, “Santander no es el tipo de persona que perdona fácilmente. He estado pensando que ha llegado la hora de marcharme de Colombia. Ahora soy una mujer pobre y no puedo permitirme mantenerlas. Mañana iremos al pueblo y prepararé los documentos para dejarlas en libertad. Viajaré a Jamaica para quedarme con viejos amigos del general, y allí esperaré hasta que mi tía muera y pueda vender Catahuango. O sea, si yo no muero antes que ella.”

Inmediatamente le dije: “Yo me quedo contigo, Manuela. Puedo ser de ayuda en Jamaica.”

“Es posible que allá seamos incluso más pobres de lo que somos aquí, Jonotás.”

“A mí no me importa. Yo quiero ir adonde vayas tú.”

Yo sabía, y sospecho que Manuela también, lo que iba a decir Natán. Le agradeció de todas las formas a Manuela por hacerla una mujer libre. “Me iré a Lima para estar con Mariano,” dijo. “Él todavía está esperándome. Mientras llega ese momento, no quiero ser una carga para ti, Manuela. Me quedaré esperando aquí hasta que Mariano me envíe el dinero para el viaje.”

“No, ni se me cruzaría por la mente que te quedaras aquí sola y por tu cuenta,” dijo Manuela. Se levantó de la mesa y nos hizo señas de que la siguiéramos hasta su alcoba. Una vez allí, me pidió que sacara el baúl de caoba que estaba debajo de la cama y en el cual guardaba las pocas joyas que no había vendido, los documentos que Bolívar le dejó para que estuvieran en lugar seguro y todas las cartas que le había escrito a ella. “Aquí está,” dijo, sacando de debajo del fajo de cartas atado con una cinta azul, una medalla… ¡La medalla de Caballero de la Orden del Sol! “Es de puro oro,” dijo, alzándola para examinarla, como para asegurarse de que seguía siendo de oro. “Esto pagará el viaje de Natán. Sabía que algún día iba a ser útil.”

Enseguida las tres nos abrazamos y nos echamos a llorar como no habíamos llorado desde que éramos unas niñas y vivíamos con los Aispuru.

 

 

LA MAÑANA SIGUIENTE, Natán y yo acompañamos a Manuela a la casa de Pepe París, quien había seguido siendo un fiel amigo durante la época de adversidad. Le compró la medalla, además de un collar de esmeraldas que El Libertador le había dado como regalo de cumpleaños. Luego ese mismo día, firmó los documentos que nos hacían libres. Al contrario de Natán, que estaba radiante de felicidad, me sentía triste. Manuela y Natán eran mi familia. Y ahora mi familia se estaba deshaciendo.

Nos dedicamos a preparar a Natán para su viaje. Poco más de una semana después de convertirse en una mujer libre, Natán se marchó de Bogotá con una caravana que se dirigía a Lima.

Pensé que nunca más volvería a verla. ¡Qué tan poco podemos anticipar lo que el futuro nos reserva! Muchos años después, en Paita, volveríamos a reunirnos.

Durante el par de años que siguieron a nuestra separación, nos escribimos con frecuencia, dondequiera que estuviésemos. A Natán le preocupaba que hubiese esperado demasiado para casarse, que tal vez era demasiado tarde para tener familia. Afortunadamente, en el transcurso de dos años dio a luz, primero a un varoncito, Mariano Nemesio, llamado así en honor del esposo y del padre de Natán, y el año siguiente a un par de mellicitas, Julia Manuela y Julia Jonotás, en honor de su madre y de Manuela y yo. Aunque sabía lo mucho que nos disgustaba la Iglesia Católica, nos pidió que fuéramos las madrinas de las niñas. Aceptamos, aunque quedaba entendido que no podríamos asistir a la ceremonia de bautizo. A Manuela y a mí nos sorprendía mucho que Natán se hubiese convertido en una católica devota, y nos sorprendía aún más que hubiese elegido como madrinas de las niñas a dos ateas.

Durante años y años después de nuestra llegada a Paita, en el extremo norte de la costa peruana, Natán hablaba en las cartas de sus deseos de venir a visitarnos. Manuela le respondía todas las veces, diciéndole cuánto nos encantaría verla de nuevo, que nuestro hogar era también el suyo. Pero Natán siempre posponía la visita… un año por problemas de dinero, otro porque una de las niñas se había enfermado justo antes de la partida; un tercero porque las ventas iban tan bien que no conseguía apartarse de la panadería. Yo ya empezaba a pensar que no la volvería a ver más, y que nunca iba a conocer a mi ahijada.

Doce años después de que Manuela y yo nos instaláramos en Paita, un día de principios de enero, Natán y sus niños desembarcaron en el pueblo. Llegaron con un baúl enorme lleno de regalos para nosotras. Sabíamos por las cartas que a Natán y Mariano les había ido bien. Pero ella seguía siendo una persona sencilla y no se daba aires a pesar de su prosperidad. Debió haberse gastado una pequeña fortuna en implementos femeninos para Manuela y en pantalones y camisas para mí.

Natán también nos trajo dos lámparas de aceite, ollas y sartenes, un juego de porcelana china muy hermoso, lencería inglesa y una encantadora palangana de porcelana así como un aguamanil. Manuela era demasiado orgullosa para mencionar en sus cartas lo pobres que éramos y en un principio Natán estaba obviamente desconcertada al ver los limitados medios con que contábamos. Las niñas, que debían haber escuchado muchas historias sobre el grandioso pasado de Manuela, parecían perplejas. Sin embargo, Natán y Mariano se habían encargado de darles una educación esmerada y tenían unos modales preciosos. Nada dijeron del colchón de paja que era mi cama. En la discreción se parecían mucho a su madre.

No era fácil acomodar tantos huéspedes en nuestra pequeña casa, pero Manuela no quiso prestarle la menor atención a la sugerencia de Natán de que se podían quedar en una posada en el pueblo, la única que aceptaba negros. Así que nosotras tres dormimos en la cama grande de Manuela, las dos Julias compartieron mi cama, y colgamos una hamaca en el salón para Marianito.

Las dos semanas que pasaron con nosotras las recuerdo como la época más feliz que viví en Paita en toda mi vejez. Cada noche, con la puerta del balcón abierta hacia una franja del cielo estrellado, Manuela, Natán y yo nos quedábamos hasta bien pasada la medianoche, fumando, tomando pisco y rememorando. Nos reíamos a las carcajadas de nuestras aventuras pasadas, hasta que empezaban a rodarnos lágrimas por las mejillas y ya después caíamos dormidas, exhaustas de tanto hablar y recordar.

Los niños nos llamaban tía Manuela y tía Jonotás. Aunque no había estado presente para verlos crecer, sentía por ellos un amor que iba mucho más allá del afecto que me despertaban los niños a quienes les vendía dulces en Paita. Esas dos niñas y Marianito eran como mi propia familia.

Natán se apoderó de la cocina, donde no toleró durante esos días la presencia mía, de Manuela o de los niños. Se despertaba antes que nadie más en la casa y nos daba de desayuno un pan tan caliente que cuando lo cortabas y le echabas mantequilla, esta se derretía de inmediato en un charquito dorado en nuestros platos. Entre las deliciosas comidas que preparó para nosotras, nuestra favorita era la parihuela, una sopa espesa, con moluscos y trocitos de pescado hervidos a fuego lento hasta la perfección. También preparaba arroz con coco y dulces, como, por ejemplo, la pasta de coco—el preferido de Manuela—así como galletas al horno y pasteles. Natán cuidaba del fuego en el horno como si fuese un santuario sagrado y ella su sacerdotisa, encargada de mantenerlo siempre vivo.

“Muchacha,” le decía a veces Manuela, “toma un descanso de esa cocina antes de que te cocines a ti misma.”

Al final del día, antes de que la cena fuese servida por las Julias, Natán se iba a la caseta de baño en la parte de atrás del patio y se aseaba un buen rato, entonando canciones de nuestro palenque que a mí me traían tanto memorias dolorosas como felices. Volvía del baño plácida, oliendo a espliego.

Mientras Natán se pasaba el día entero en la cocina, los demás alquilábamos caballos y nos íbamos de excursión a los pueblos vecinos para mirar las ruinas de iglesias y de fortalezas construidas por los conquistadores a su llegada al Perú. Un día, cabalgamos durante toda la jornada por el desierto hasta llegar a un oasis cerca de las ruinas indígenas de Narihuala. Íbamos a la bahía al menos una vez por día. Las niñas se divertían muchísimo jugando en el agua. Manuela y yo buscábamos refugio del calor a la sombra escasa de un cocotero, desde donde las vigilábamos.

Al final de la tarde, antes de que se sirviera la cena, Manuela se hundía en su silla mecedora, y los niños se reunían a su alrededor a hacerle preguntas sobre los viejos tiempos cuando estaba con su madre, o a contarnos lo que habían aprendido en la escuela. Allí habían estudiado sobre Simón Bolívar y sus grandes triunfos. Se sentían fascinados al saber que su madre había conocido a una persona sobre la cual se hablaba en los libros. Los niños querían saber si era verdad que Natán había participado en campañas militares y combatido en alguna batalla.

“Así de pacífica como la ven, su mamá es tan valiente como el más valiente de los soldados en las guerras de la Independencia,” les dijo Manuela.

Marianito tenía muchas preguntas sobre El Libertador y sus combates. “¿Alguna vez le habló de la batalla de Boyacá, la batalla que liberó a Colombia?”

“¿Te interesa el ejército?” le preguntó Manuela.

“Sí, tía,” contestó Marianito con los ojos brillantes. “Quiero luchar por la nación. Defenderla de sus enemigos.”

“Escúchame, Marianito,” le dijo Manuela mientras fruncía el ceño. “Si tu tía Manuela alguna vez se entera de que te metiste al ejército, se irá derechito a Lima en un barco para darte una buena tunda en público. Si no quieres partirme el corazón, y partirle el corazón a tus padres, olvídate del ejército.”

“Pero tía Manuela,” contestó Marianito, pleno de fervor, “si El Libertador estuviera vivo, ¿qué cree que habría dicho?”

“No voy a presumir de saber lo que él habría dicho,” dijo Manuela. “Pero déjame que te cuente un secreto, Marianito. El Libertador odiaba la guerra y la destrucción de la vida humana. Él mismo me lo dijo una noche poco después de conocernos, cuando mi cabeza—igual que la tuya ahora—estaba llena de sueños de gloria militar. Si quieres hacer algo por tu país,” agregó, suavizando el tono, mientras paseaba sus dedos por entre el pelo ensortijado del niño, “debes ser un hombre de paz. Las batallas las debes librar con tus palabras. Lo último que nuestros pobres países necesitan es más guerras.”

Poco antes de que regresaran a Lima, por insistencia de los niños, Manuela abrió el cofre de caoba que contenía las cartas de amor que le había escrito El Libertador. Eligió un par de pasajes para leerles a los niños atónitos. Natán y yo estábamos igual de asombradas. Nunca habíamos sabido lo que decían esas cartas, que Manuela llevaba a todas partes y protegía con celo feroz.

 

 

NO TUVIMOS TIEMPO de lamentar la marcha de Natán. Aquella misma tarde, Manuela recibió una nota de Santander que le ordenaba presentarse en su despacho del palacio de San Carlos el día siguiente a las diez de la mañana.

“Esa va a ser mi última humillación en este país aborrecible,” dijo Manuela. “A partir de mañana, comenzaremos los preparativos para viajar a Jamaica.”

Por primera vez, desde la muerte de Bolívar, apareció una sonrisa en su rostro. Era como si se hubiese retirado su velo de tristeza. La perspectiva de marcharse de Colombia era como una liberación.

Después que murió El Libertador, a Manuela dejó de importarle su aspecto físico. Evitaba mirarse en los espejos y de las paredes de nuestra casa no colgaba ni uno solo. A pesar de que ya no era joven y estaba un poquito rolliza, seguía siendo hermosa, e incluso en la vejez, sería también hermosa, gracias a sus ojos color de carbón y su piel clara como porcelana.

No obstante, Manuela pensó detenidamente qué vestiría para su encuentro con Santander. No es que tuviese mucho de dónde elegir, pues había vendido todos sus trajes elegantes; pero le quedaban los suficientes restos de vanidad para no querer aparecer desaliñada enfrente del hombre que había aplastado el sueño más querido de Bolívar: la Gran Colombia. Santander era el hombre que más infeliz había hecho a Manuela, más que Fausto D’Elhuyar, más que su propio padre, más que James Thorne. Manuela eligió un vestido de seda amarillo pálido que no se había puesto en años.

Aunque aquella mañana de enero que nos dirigíamos al palacio era soleada, ninguna de las dos nos sentíamos capaces de disfrutar el trayecto a caballo. Nuestro ánimo era oscuro y aprensivo. Manuela debía estar hirviendo por dentro en el momento de entrar al palacio, el mismo palacio al que tantas veces había entrado libremente para ver a El Libertador. El palacio en el que ella tantas veces había sido la anfitriona era ahora el hogar de Santander.

“¿Qué es lo peor que puede hacerme, Jonotás?” me preguntó Manuela de camino a su cita. “Ser deportada de Bogotá no es castigo ninguno, y sospecho que ese es el motivo de este encuentro.”

Deseé que tuviera razón. Yo no podía olvidar que después de la conspiración de septiembre, Santander había estado encerrado más de un año en una mazmorra en Cartagena. Yo estaba segura de que le habían llegado las historias de que Manuela había jurado en público que le pegaría un tiro. Y seguramente recordaría las historias.

Estuvimos sentadas durante horas en la sala de espera del despacho presidencial, viendo el entrar y salir de gente. Afortunadamente, se me había ocurrido traer la bolsa de tejer con el hilo y las agujas. Nos entretuvimos haciendo bufandas que trataríamos de vender antes de marcharnos de Bogotá.

Ya había pasado mitad de la tarde cuando llamaron a Manuela para que siguiera al despacho. Durante las largas horas de espera, a duras penas nos habíamos dirigido la palabra, excepto para comentar cómo iba saliendo lo que tejíamos. Lo que sea que estuviera pensando, no me lo dejó saber. Yo tenía una cosa muy clara: nuestro destino estaba en manos de Santander.

“Jonotás, ven conmigo,” dijo poniéndose de pie, mientras se acomodaba el cabello y se alisaba los pliegues del vestido. “Esto no lo puedo hacer sola.”

En cuanto entramos en su despacho, Santander se levantó de su escritorio. Me echó un vistazo, y empezó a hacer un gesto como para indicar que me saliera, pero en seguida cambió de parecer. Quizás quedaba un destello de compasión en aquel corazón de bestia. Podía permitirse ser amable habiendo llegado ya la hora de la humillación para Manuela.

El presidente de Colombia la saludó y le ofreció una silla. Yo me quedé parada detrás de ella. Mientras se sentaba, Manuela paseó la mirada por todo el recinto, como si buscara algún vestigio de Bolívar. No había ninguno.

“Reciba mis disculpas por haberla hecho esperar tanto, señora de Thorne,” empezó a decir Santander. “Pero asuntos de importancia exigían mi atención.” Pude ver cómo los hombros de Manuela se ponían rígidos. Nadie se dirigía a ella por su nombre de casada. ¿Sería esta la forma que esa rata que teníamos en frente utilizaba para negar la existencia de Manuela Sáenz?

Una mujer entró con la bandeja del café. Manuela aceptó una taza, pero Santander no. Era su manera de decirle que la reunión sería breve.

“Como dudo mucho que tengamos otra oportunidad de encontrarnos en el futuro, señora de Thorne, la he invitado aquí hoy para informarle que debe marcharse de Colombia sin ninguna tardanza,” dijo. “Quería despedirme personalmente antes de su viaje.” Se detuvo para aclararse la garganta y luego continuó: “Aunque entre nosotros dos ha existido una gran animosidad durante años, quisiera recordarle que hubo una época en que el general Bolívar y yo éramos amigos cercanos, así como camaradas en armas. De buena gana, habría dado mi vida para protegerlo. Es por ello que mis desacuerdos posteriores con él me resultaron tan dolorosos. Yo siempre admiré al general, en todas las maneras, por todo lo que hizo. Eternamente le estaré agradecido por sus grandes servicios a la nación. Si no hubiese sido por el general, seguiríamos siendo súbditos de España.”

“A El Libertador le habría alegrado mucho escuchar esas palabras de sus labios,” dijo Manuela. Lo decía en tono de burla, pero Santander no pareció darse cuenta. La Manuela de antes habría dicho algo así como: “¿Por qué no le dijo eso al general cuando estaba vivo? ¿Antes de que muriera con el corazón roto?”

“Lo crea usted o no, también siento una enorme admiración por usted, señora,” continuó Santander. “La admiro por su desinteresada devoción al general, y por haber demostrado su amor por la gente de este país cuando El Libertador era presidente. Aprovecho la ocasión para decirle que también la admiro profundamente como mujer… su ejemplo le ha mostrado a las mujeres de Colombia lo que es posible alcanzar.”

¿Sentiría de verdad una sola palabra de lo que decía? ¿Estaría pensando que Manuela era tan tonta que iba a creerlas?

“Gracias, señor,” dijo ella. “Es usted muy gentil.”

“La gentileza no tiene nada que ver con ello, señora de Thorne. Tengo la certeza de que en el futuro, la historia la recordará como una de las heroínas de la Independencia. Y aunque personalmente me ha causado usted mucho sufrimiento, lo que sucedió entre nosotros es cosa del pasado.”

Tal vez fuese así. Yo estaba convencida de que hasta el día de su muerte, Manuela lo despreciaría. Y yo también.

“A pesar de mi admiración por usted, señora de Thorne, va usted a ser deportada de Colombia y exiliada por el resto de su vida. Usted ha seguido expresando su oposición al gobierno. Eso es algo que yo encuentro inaceptable. Y no se vaya a equivocar en esto, señora: si se le ocurre regresar, bajo cualquier pretexto, será ejecutada. Desde el fallecimiento del general, usted se ha negado a aceptar que la Gran Colombia está difunta, que el legado de El Libertador murió con él, que sus ideas han sido rechazadas por el pueblo, que es hora de que esta nueva nación empiece a avanzar.”

Manuela tomó un último sorbo de su café, miró fijamente el interior de la taza como si estuviese tratando de leer su futuro en las formas que creaban los granos de café. Luego colocó la taza en todo el centro de la mesita que estaba al lado de su silla y se levantó para dirigirse a Santander.

“Señor presidente,” dijo, “la razón por la que su Merced detestaba tanto a El Libertador es que en lo profundo de su ser usted sabía que sin que importara cuánto el pueblo lo prefiriera sobre él, usted nunca podría ser la mitad del hombre que él fue. Incluso, pasados todos estos años, le debe atormentar pensar que la historia lo recordará solamente como una nota al pie de la página en la vida de Simón Bolívar.”

Cuando se giró para marcharse y empezó a caminar hacia la puerta conmigo detrás suyo, escuché que Santander decía: “Bon voyage, señora de Thorne. Que Dios la acompañe.”

 

 

TARDE ESA NOCHE, cuando estábamos sentadas en el salón, fumando nuestro cigarro nocturno, Manuela dijo repentinamente: “Su aspecto mejora inmensamente con sus ropas elegantes.” Tardé un instante en comprender que hablaba de Santander. “Evidentemente, aprendió a vestir como un caballero durante su estadía en Europa. Pero ¿sabes una cosa, Jonotás? A pesar del aura cosmopolitana de poder que proyecta ahora, nunca llegará a ser un príncipe natural como lo era Bolívar. Sin embargo, me siento orgullosa de mí misma. Anoche decidí que pasara lo que pasara durante nuestro encuentro, no le pediría disculpas por el pasado.” Se detuvo un momento. “Jonotás, si me hubiera quedado allí otro minuto, ese rufián habría sido capaz de jurar que no tuvo parte alguna en la conspiración de septiembre. Mi único remordimiento es que no hubiese sido fusilado con los otros conspiradores.” Manuela soltó un prolongado suspiro, aspiró profundamente del cigarro, exhaló el humo, y añadió en un tono tan dolorido que me partía el corazón: “Han borrado de la historia a El Libertador, Jonotás. Es como si nunca hubiese existido. Y si Bolívar no existió, entonces yo no soy nada más que un fantasma.”