Era la estación seca en la cordillera. En esta época del año, el salto del Tequendama se convertía en un simple hilo de agua, pero al final de la tarde del día anterior había llovido sobre la sabana, un aguacero de gotas enormes repentino y violento, y hoy el río Bogotá se veía crecido y furioso. El clamor de las cascadas llenaba los espacios entre las montañas, y producía un eco interminable que retumbaba como una multitud que aclama a un general victorioso al entrar en una ciudad liberada.
Nuestro grupo—dos portadores indios para guiar las mulas cargadas con mis baúles, ocho soldados asignados por el gobierno de Colombia para escoltarme al salir de Bogotá, Jonotás y yo—nos habíamos detenido a pasar la noche en un claro cerca del salto del Tequendama.
Jonotás descabalgó la primera. Esta noche la expresión que marcaba su rostro era severa, sus facciones rígidas, como labradas en piedra. Estaba vestida con un uniforme verde oscuro de húsar, con sable y todo.
Yo vestía mi uniforme de coronel: un sombrero de tres picos, una chaqueta de color azul marino ahora despojada de las medallas que me había visto obligada a vender—una por una—y pantalones de terciopelo rojo. Había pasado demasiado tiempo desde la última vez que usé uniforme militar, y ya no me sentía cómoda enfundada en él, como si fuese una piel que había soltado hace mucho tiempo. La noche anterior, después de empacar los baúles, la única decisión que faltaba por tomar era la de las ropas que dejaríamos afuera para el viaje.
“Yo tengo muy claro lo que voy a vestir,” dijo Jonotás. “Me voy a marchar de aquí vestida de soldado.”
Hasta ese momento, no se me había ocurrido pensar en mi vestimenta. “Me parece bien,” dije. “Vamos a desempolvar mi traje de coronel.” Decidimos salir de Bogotá vestidas de esa manera para afrontar, por última vez, a una sociedad y una gente que las dos despreciábamos.
Después de asegurar los caballos y de apostar dos soldados como centinelas, nuestro grupo descendió el estrecho sendero hacia el saliente que se proyecta por encima de las cascadas. Al amanecer, la caravana tomaría el camino que llevaba a la ciudad de Honda, a veinticinco kilómetros de distancia, sobre las márgenes del río Magdalena. El decreto gubernamental especificaba que desde Honda debía viajar río abajo hasta la población de Arjona en la costa Atlántica. De allí, sería llevada como prisionera a Cartagena donde quedaría detenida hasta que una embarcación que se dirigiese a Jamaica me apartara del suelo colombiano.
Nos dividimos en tres grupos para pasar la noche. Los soldados acamparon junto al camino. En medio del claro, los porteros indios se acuclillaron alrededor de una fogata y allí asaron papas amarillas y mazorcas de maíz aún envueltas en sus vainas verdes. A Jonotás y a mí se nos ordenó acampar más cerca de la cascada que el resto. Jonotás eligió un lugar cubierto de musgo en el extremo del bosque, un paraje en el que un grupo de robles proporcionaba abrigo de la neblina creada por las cascadas al arrojar sus aguas hacia la zona templada.
Mientras Jonotás reunía ramitas y leños secos para hacer una hoguera, salí a dar una vuelta para estar a solas. Abajo, una espesa capa de niebla rodeaba la roca en lo alto de la cascada donde se encontraba el santuario de la Virgen. Junto a la barandilla de madera construida en el borde del precipicio, recogí un guijarro, lo lancé al espacio abierto y traté de seguir su trayectoria, pero la configuración cambiante de la neblina muy pronto se la tragó. Mis ojos se pasearon por la gigantesca brecha del cañón. Quería memorizar este momento, este lugar. Me apoyé en la barandilla y por un instante alcancé a vislumbrar el río, cientos de metros abajo, lanzándose sobre las rocas y los cantos rodados antes de desaparecer en la luz escasa del ocaso. La llovizna helada del Tequendama me salpicaba el rostro, y sin embargo, lo sentía como si estuviera ardiendo.
Esa noche, el rugido de la catarata me provocaba un anhelo de convertirme en parte de su misterio. En tiempos precolombinos, los indios chibchas que habitaban la sabana utilizaban el Tequendama como una entrada sagrada en el mundo de los antepasados. Mis sirvientes indígenas en Bogotá aseguraban que el suelo alrededor del Tequendama estaba embrujado por los espíritus de aquellos centenares que habían suspirado en el charco a los pies de la catarata. Los indios aseguraban que en las noches de calma, se alcanzaban a escuchar los llantos de los muertos muy lejos de allí, incluso en la propia Bogotá. En las tardes claras y soleadas, cuando recorría las montañas con mis muchachas para recolectar hierbas y flores silvestres, se alcanzaba a ver en el fondo el brumoso penacho de las cascadas que se elevaba hacia el firmamento. Esta vista era acompañada por un arco iris, a veces un arco iris doble, que formaba arcos perfectos sobre el Tequendama justo antes de que se ocultara el sol. En momentos así me olvidaba de que vivía en Bogotá—más bien, me sentía en una tierra mágica.
Una parte de mí habría querido saltar al vacío que se abría a mis pies. Habían pasado cuatro años de agonía desde la muerte de Bolívar. Tan sólo su memoria me anclaba a la vida, y al igual que siempre, sentía una resolución inquebrantable de defender su buen nombre de aquellos que lo vilipendiaban. Aunque fuera sólo por eso, yo debía vivir el tiempo suficiente para ver el día en que el nombre del general sería restaurado en toda su gloria. Si lograba esto, entonces mi existencia estaría justificada.
Media década atrás, en una de mis cotidianas tertulias nocturnas en la casa que ocupaba frente al Palacio Presidencial, y en vista del agradable clima de verano que gozábamos por entonces, les propuse a mis invitados hacer una excursión la mañana siguiente hasta el salto del Tequendama. Este grupo exclusivamente de hombres—integrantes de la legión británica, oficiales del ejército de Bolívar, irlandeses y franceses que habían venido a Suramérica a luchar por la causa de la libertad—aceptó mi invitación con presteza. De joven, cuando vivía en Quito, ya había soñado en visitar las cascadas que Alexander von Humboldt había hecho célebres en su libro Narrativa Personal. “No nos excedamos esta noche con las copas, caballeros,” les dije a mis invitados, “para poder despertar a tiempo y sin resaca.” Pero a pesar de mis pedidos, la tertulia, como de costumbre, se extendió hasta bien pasada la medianoche.
A la mañana siguiente nos reunimos en frente de la vivienda del capitán Illingsworth. El sol bañaba las montañas alrededor de Bogotá con una brillante luz blancuzca. A pesar de que nos habíamos puesto de acuerdo la noche anterior en vestir los trajes civiles para evitar la curiosidad al salir de la ciudad, en el último minuto cambié de opinión, y me enfundé mi traje de coronel. Para agregarle un poco de diversión al asunto, me pegué un bigote fabricado con el cabello de soldados españoles muertos durante la batalla de Pichincha.
Resultó ser un paseo muy placentero. Al llegar a las cascadas, extendimos los manteles de lino que había empacado Jonotás y sobre ellos coloqué jamón, queso, aceitunas, pan, confites, copas de plata y botellas de champán francés. La cabalgata, con aquel clima soleado que hacía, me había acalorado y para refrescarme empecé a beber copa tras copa de champán. Más tarde, embriagada, excitada por las conversaciones de los hombres sobre sus viajes en Europa y sus aventuras en Suramérica, las batallas que había librado y las conquistas románticas (noté que hablaban sobre las damas como si yo no estuviese presente, y esto me halagaba), me dirigí hacia lo alto de las cascadas. Las aguas heladas que pasaban raudas a mi lado se me hacían tentadoras y mojé mis pies en ellas, sin darme cuenta de lo cerca que me encontraba de resbalarme y caer. Dos de los hombres del grupo me vieron, se acercaron desde atrás, y me apartaron de lo que habría sido una muerte segura.
LA LUZ se desvanecía rápidamente. Me quité el sombrero, retiré el alfiler que sostenía mi pelo en un moño y sacudí la cabeza para dejar que me cayera el cabello libremente sobre los hombros. Lancé el sombrero en dirección del sitio en que Jonotás alistaba la cama para pasar la noche.
Me volví para mirar el torrente y extraje del bolsillo de los pantalones una copia de la carta que el gobierno había enviado por adelantado a las autoridades en Cartagena, que explicaba las razones para expulsarme de la Nueva Granada, nombre que de nuevo recibía Colombia. Recosté los brazos sobre la barandilla para examinar el arrugado papel que había leído y releído muchas veces desde que lo había recibido.
COLOMBIA. País miembro de la Nueva Granada.
Secretaría del Interior y de Relaciones Exteriores.
Bogotá, 7 de enero de 1834.
Para su Excelencia el Gobernador de Cartagena:
El despacho del gobernador de Bogotá, en cumplimiento con las leyes vigentes, ha ordenado la partida de esta capital de la señora Manuela Sáenz, quien ha elegido el puerto de Cartagena para salir del territorio colombiano. La escandalosa historia de esta mujer es bastante conocida, al igual que su carácter arrogante, desasosegado y atrevido. El jefe político de esta capital ha tenido que recurrir a la fuerza para alejarla de aquí, pues esta señora, ocultándose en su condición femenina y su altivez, se ha concedido la licencia para burlarse de las órdenes impartidas por las autoridades, cosa que ha hecho desde 1830 hasta el presente.
El poder ejecutivo me ha ordenado que le informe de estos acontecimientos para que esté usted al tanto de cualquier infracción en la conducta por parte de esta mujer, y esté preparado para obligarla, sin que valga excusa ninguna, a salir del territorio bajo el gobierno suyo, en concordancia con el pasaporte que posee, y prevenir cualquier trastorno que pueda causar en los asuntos políticos. Se jacta de ser enemiga del gobierno y, en 1830, utilizó sus poderes para contribuir a la catastrófica revolución que tuvo lugar ese año.
Además, su Excelencia me ordena que le advierta a usted que bajo ninguna circunstancia puede usted permitir que la mencionada señora se quede en Cartagena. Si no hay un barco próximo a salir en el que pueda viajar como pasajera, debe quedar entonces detenida en Arjona, donde debe ser escrupulosamente vigilada, asegurándose de que no se le permitan siquiera visitas de cortesía por parte de ningún oficial del ejército.
Que Dios le conceda salud.
A continuación venía la firma de Lino de Pombo, un burócrata gubernamental, un enemigo de Bolívar y un cerdo inmundo. Aplasté la carta entre mi puño y la arrojé hacia el abismo.
El frío de la noche andina se me metía por la piel. En el horizonte, el cielo resplandecía de escarlata a causa de los volcanes humeantes del Sur. Las estrellas palpitaban en el firmamento como luciérnagas. Directamente encima de mí, se divisaba la Cruz del Sur. Las estrellas fugaces, repletas de luz, rompían aquella vastedad de azul cobalto. Pero yo no tenía ningún deseo que pedir. Ni siquiera uno. Desde niña, me había encantado el cielo de los Andes cuando caía la noche, e incluso lo prefería al firmamento diurno. De joven, la soledad y la quietud de la noche me concedían una sensación de libertad. A menudo, me quedaba despierta para contemplar el firmamento hasta que el amanecer se llevaba la oscuridad. Esta noche, toda esa belleza y toda esa promesa se perdían en medio de mi desconsuelo.
Me asombré al sentir un golpecito en el hombro. Era Jonotás, que quería arroparme con un chal de alpaca. “Ven aquí, niña Manuela,” dijo, su voz llena de inquietud por mí. “Tienes que comer algo. Mañana va a ser una jornada muy larga.” La última vez que Jonotás me había llamado niña había sido en Catahuango, cuando de verdad lo era.
Nos servimos queso, pan, chorizo y vino, que tomé directamente de un odre, y luego me recosté en el jergón que Jonotás había preparado para las dos en una zona donde el musgo serviría de cojín. Me metí entre las gruesas ruanas que traíamos. Aunque no tenía sueño, cerré los ojos y me fui adormeciendo. Pasado un rato me desperté. Jonotás, que dormía al lado mío, roncaba sonoramente, con su cabeza rasurada rozándome la cara.
“Mañana, mañana,” dije para mis adentros. Mañana me iba a despertar e iniciar el viaje río abajo, hacia la costa, hasta llegar al Océano Atlántico, donde Bolívar había muerto y donde estaba enterrado. Me vinieron a la mente unos versos de Jorge Manrique: “Nuestras vidas son los ríos/que van a dar en la mar/que es el morir.” Con la llegada del nuevo día, la oscuridad de la noche se dispersaría para que empezara el nuevo día. Pero para mí, no. Para mí no. Y así seguiría siendo mientras viviese y pudiese respirar. En los días por venir, en un futuro repleto de mañanas, no veía más que una oscuridad incesante… sin luna, sin estrellas. Sin embargo, esa oscuridad que me esperaba no me causaba temor, porque sabía que nunca se iba a disipar, nunca iba a cambiar, nunca me iba a engatusar con la ilusión de un nuevo comienzo en el cual era posible que floreciera la promesa del amor, y que de nuevo la felicidad se convertiría en dolor. Mañana me iría flotando por el río hasta el día en que se adentrara en el mar, una mujer sin vida flotando sobre una balsa, avanzando hacia la eternidad. En el momento de cerrar los ojos, sabía que si elegía vivir, tendría que perseverar y perseverar hasta llegar a la oscuridad total que me reclamaba al final del largo trayecto que aún debía cumplir. Entretanto, esta noche, sentía alivio y gratitud de no poder anticipar lo que ya maduraba para mí en el oscuro e inescrutable vientre del tiempo venidero.