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PAITA 1836

Me encontraba en la proa del bergantín Santa Cecilia mientras los chillidos de una oleada creciente de gaviotas, pelícanos, fragatas y cormoranes me atronaban los oídos. Aves tijereta flotaban suspendidas entre el agua y el cielo, con sus largas colas blanco y negras colgando como pares de tijeras flexibles que atizaban el aire. La multitud de aves se henchía por encima de las velas de la embarcación, y oscurecían el pálido cielo, que tenía el color del desierto.

Mientras el barco entraba en la bahía de Paita, y las aguas se revestían con espirales de algas de un color verde oscuro, el nombre de aquel pueblo se me pegaba a los labios. Paita me hacía pensar en otras palabras igualmente desagradables, que también comenzaban por P: puta, perra, como yo había sido llamada una y otra vez en muchas ciudades y muchos países. También sonaba como “pedo,” que fue el nombre que terminaría por conferirle a Paita: el pedo del mundo. Había llegado a Paita para morir. Apenas tenía cuarenta y siete años, pero mi vida había concluido. Seis años habían transcurrido desde la muerte de El Libertador, y ahora yo venía a enterrarme en vida.

Paita apestaba a pescado putrefacto. Un matadero en el cual los cachalotes eran arrastrados hasta la orilla, cuarteados y hervidos para iluminar la oscuridad del mundo.

Paita petrificada. Su desordenado puerto acunado en una bahía enclaustrada por unas montañas desnudas y blanquecinas. Su cielo ceniciento, indiferente a las nubes, lo descolorido del paisaje y la arena blanca que cubría las calles me hicieron sentir como si estuviese entrando en mi propio mausoleo. Había llegado a un puerto de pesca que más parecía una isla desierta.

Llegue a Paita después de haber combatido todas mis guerras, con la excepción de dos de ellas. Quería seguir con vida para reclamar la herencia de mi madre. Y más importante, quería seguir con vida para ver morir a los enemigos de Bolívar, uno por uno, y para ver que su nombre fuese restaurado a su antigua gloria; restaurado después de haber sido mancillado una y otra y otra vez en los años que siguieron a su muerte.

 

 

EN JAMAICA, donde nos habíamos instalado después de nuestra expulsión de Colombia, la mano mugrienta de la penuria había venido a llamar a nuestra puerta más y más fuerte cada vez. Jonotás y yo sobrevivimos con la venta de las pocas joyas que me quedaban. Antes de marcharnos de Bogotá, mi tía había convenido en comprar Catahuango con el entendimiento de que durante dos años me enviaría los intereses de las ganancias anuales, y al cabo de ese tiempo me pagaría 10,000 pesos por la propiedad. Pasados dos años, Ignacia no me había enviado ni un peso de los intereses ni tampoco los 10,000 pesos prometidos, y Catahuango fue subastada en Quito. La compró un individuo que me firmó unos pagarés que se vencerían en el transcurso de un año.

Estaba desesperada por volver a Ecuador y recolectar los pagarés que el hombre había firmado. Se interpusieron muchos obstáculos que impidieron el viaje. Las memorias de la prolongada y feroz guerra que José María había librado contra el régimen actual en Ecuador todavía estaban frescas. El gobierno de Rocafuerte temía que yo quisiera regresar para infundir ánimos a los seguidores de José María, quienes ahora clamaban venganza. Cuando por fin se me concedió el permiso de regresar y pude desembarcar en Ecuador, mis enemigos prevalecieron, se me prohibió poner pie en Quito y se me dijo que debía abandonar el país inmediatamente bajo riesgo de ser ejecutada si no lo hacía. Perú parecía la opción más lógica para retirarme y el gobierno de Lima me permitió ingresar al país con la condición de que no me moviera de Paita, un puerto cerca de la frontera con Ecuador, a menos que viajara a otro país del extranjero. Pudimos embarcarnos hacia Paita gracias a un préstamo de 300 pesos que me hizo mi amigo, el general Juan José Flores.

Alquilé una pequeña casa de dos pisos de paredes de bambú, con balcón y una buena vista de la bahía, y allí me instalé a escribir cartas. Cada semana, le pedía a Jonotás que bajara a la playa para entregar mis cartas al barco que zarpaba hacia Guayaquil. Pasaron meses sin recibir noticias del general Flores, a quien había dejado encargado de recolectar el dinero que se me debía. Para alguien que se la había pasado esperando toda la vida—a que muriera mi tía, a que Bolívar volviese a mí en tres países diferentes—esperar se había convertido en algo natural.

Una vez que se agotaron los 300 pesos que me prestó el general Flores, una barra de jabón pasó a ser para nosotras un lujo. Se me olvidó qué sabor tenía la carne roja. Yo no podía hacer otra cosa más que esperar y esperar y desear un regreso a Ecuador para recolectar el dinero proveniente de la venta de Catahuango.

Marineros borrachos, tahúres, intrigantes, exiliados políticos, prostitutas con los labios y mejillas pintadas de carmesí, shamanes indios venidos de las montañas con pócimas que prometían curar la mala salud y la mala suerte, en los negocios y en el amor—tales eran los ciudadanos de Paita, mis nuevos vecinos.

Cada día en Paita empezaba con una neblina gris sobre el Pacífico que ocultaba el sol hasta media mañana, cuando parecía arder sobre nuestras cabezas. Me sentía prisionera, atrapada en algún sitio entre la vasta extensión cenicienta del océano y las arenas calcinantes del desierto que se esparcía donde terminaba el pueblo. Sentía como si esta opresión terminaría por sacarme el alma.

Dos vientos se encontraban en Paita; el viento cálido soplaba con fuerza desde el desierto hacia el Pacífico, arrastrando arena y arañas, serpientes y escorpiones que llovían sobre nosotros como un castigo de los cielos. Los bichos se deslizaban o se colaban por entre las grietas de la casa para acecharnos con sus venenos en las esquinas oscuras. Este viento soplaba como si tuviese desespero por sumergirse en las aguas del océano para así refrescarse. El otro viento se abatía sobre Paita desde la dirección contraria, del océano hacia el desierto. Perfumado con el aroma de frutas maduras y embriagadoras flores tropicales, nos llegaba desde la lejanía de las islas polinesias, trayendo en su rastro una invitación que parecía cantar: “Ven, ven con nosotros, no te quedes a morir en esta costa ardiente. Ven y déjanos que te arropemos con vestiduras de un verde exuberante.” Este viento me llenaba el corazón de melancolía al recordarme cuánta belleza contenía el mundo más allá de los confines de este agujero infernal en el cual había venido a parar.

Para distraernos, muchas veces al final de la tarde Jonotás y yo cabalgábamos en nuestros burros y ascendíamos las colinas que se cernían sobre la bahía. Allá abajo de nosotros se extendía el desierto que separaba a Paita de Piura, lo más parecido a una ciudad en esta región desolada. Nos sentábamos en una sábana extendida en el suelo y fumábamos un cigarro, de espaldas al mar, mientras contemplábamos el sol que se ocultaba detrás de los Andes. En días muy claros, era posible divisar el penacho color carbón de un volcán ecuatoriano. Era ese uno de los pocos placeres que teníamos en Paita.

Otros días, lo único que podíamos ver era el desierto. Durante los meses más calurosos del años, sus arenas se resecaban tanto por falta de humedad que, de hecho, se cocían hasta quedar tan duras como la arcilla. Los algarrobos, los únicos árboles que crecían en aquel suelo sediento, exudaban su propia resina hasta que entraban en combustión por cuenta propia, como si el fuego fuese una manera de encontrar alivio del calor. Las chispas de los árboles encendidos iban a aterrizar sobre las bolas de matorral reseco formado y arrastrado por los vientos calientes, y que una vez encendidos atravesaban en espiral zonas del desierto, quemando todas las ramitas, hojas secas e insectos que encontraban a su paso. Las llamas llegaban a elevarse tanto, que las aves que hacían su sitio en lo alto de los cactus, escapaban de sus nidos envueltas en llamas, como cometas en miniatura. Muchos días nos sentábamos al atardecer en lo alto de una colina, bajo aquel calor abrasador, espectadoras hipnotizadas de aquellas puertas del infierno.

La breve estación de lluvias en Paita, cuando llovía a cántaros el día entero, proporcionaba un breve respiro al calor sofocante. Cuando llovía con más insistencia de lo habitual, las colinas de arcilla que circundaban la bahía empezaban a desmoronarse, desatando una avalancha de tierra húmeda que se precipitaba sobre el pueblo, enterrando todo lo que se interponía en su curso. Paita se convertía en una sufriente avalancha de lodo.

Así era Paita. Tan lejos de todo, tan remota, que sin importar las conflagraciones que ocurrieran en el mundo, yo podía vivir en paz; un sitio en el que por fin podía dejar de vestirme de soldado, dejar de llevar armas y de temer por mi vida; un sitio donde no tenía que seguir mi lucha para tener los mismos poderes que un hombre; donde podía ser, simplemente, una mujer, una mujer sin control alguno sobre las vidas de otras personas.

Paita era el destino final de muchos Bolivarianos exiliados. Aquel puerto peruano contaba con una numerosa colonia de aquellos que se negaban a renunciar a su creencia en un ideal que había sido derrotado por la historia. La principal ocupación de estas almas perdidas era esperar, y esperar, a que llegara un momento auspicioso para regresar a sus patrias y continuar la lucha por la Gran Colombia. Y ahora, heme a mí también allí, en ese purgatorio, para acompañarlos en su espera.

Se propagó la noticia de que Manuelita Sáenz, la Libertadora de El Libertador, había venido a vivir a Paita. Me encerré en mi casa. Pronto empezaron a llamar a la puerta los Bolivarianos. Le di instrucciones a Jonotás para que dijera que me encontraba indispuesta. Quería quietud y tiempo a solas para poder pensar. Los Bolivarianos querían convertirme en un símbolo de su resistencia—pero yo no quería ser partícipe de ello. Mi principal ocupación pasó a ser escudarme de la atención mórbida de la gente que llegaba a Paita ansiosa de ver en carne y hueso un curioso vestigio viviente del pasado.

Este era nuestro hogar, el último hogar que iba a conocer en esta tierra. En un principio pasaba mucho tiempo escribiéndole cartas al general Flores, quien había designado a un hombre llamado Pedro Sanín para que se ocupara de mis asuntos. Dado que Sanín no respondía a mis cartas ni me enviaba dinero alguno, le escribí directamente al general Flores para pedirle que acosara a Sanín, de quien yo empezaba a sospechar que podía ser inescrupuloso. Comencé a entretener la idea de que si podía recurrir a lo que me correspondía por nacimiento, el dinero que cruelmente se me había negado, entonces tal vez podría mudarme a Lima. Después de tantos años de separación, estaba segura de que James me dejaría en paz. Natán y su familia vivían en Lima, y sería posible verlos, de modo que Jonotás y yo no nos sentiríamos tan solas.

Algunas veces, en garras del desespero, me tentaba la idea de acabar de un balazo en la cabeza con el estado de suspensión en que se encontraba mi vida. No obstante, era responsable por Jonotás. Era una mujer libre, pero se estaba haciendo vieja, y yo no tenía nada de valor para dejarle en legado. Ni siquiera lo suficiente para que viajara a Lima, donde Natán se alegraría de acogerla en su familia.

Con frecuencia, redactaba cartas de manera apresurada, cuando escuchaba decir que había una embarcación lista para zarpar hacia Guayaquil. En mis misivas, le rogaba al general Flores que me enviara material de lectura, copias de los escritos de Bolívar, cualquier cosa que mitigara la monotonía de mi vida en Paita. Pero pasaban meses enteros sin recibir siquiera una línea o dos de parte del general a guisa de respuesta. Más aún, llegaban muy pocas cartas dirigidas a mi nombre. Convencida de que estaban interceptando mi correo, adopté un seudónimo: María de los Ángeles Calderón. Las cartas dirigidas a la señora Calderón tampoco llegaron.

Después de una espera de casi dos años, llegó una carta del propietario de Catahuango explicando por qué no había podido cumplir con los pagos pautados: había sufrido pérdidas severas a causa de una granizada que había acabado con casi todo el ganado y destruido todas las cosechas. Había quedado en la ruina y me imploraba que me compadeciera de su difícil situación. Me encogí de hombros. ¿Qué más podía hacer? Era casi como si mi herencia cargase una maldición, e iba a ser necesario un milagro para ver un solo peso de ella. Me daba cuenta de que la interminable espera por mi dinero me convertía en una persona sombría y amarga. Por más que yo intentara ser paciente, era imposible vivir años y años tan sólo de la esperanza.

 

 

ASÍ QUE JONOTÁS Y YO comenzamos de nuevo a tejer chales y a bordar ropa blanca. Jonotás no era muy diestra en el asunto—se encontraba mucho más a gusto haciendo mandados en el pueblo—pero resultaba siempre útil. Tejíamos fervorosamente con tal de mantener el hambre a distancia.

Con el paso del tiempo, empecé a abrirme un poco con la gente local. Los paiteños eran una gente muy curiosa. Un día, creían en una cosa, y al día siguiente, en otra. Sus opiniones cambiaban con los vientos que barrían a Paita.

¡Pobre Perú! En plena bancarrota moral, su población había olvidado lo que era vivir por un ideal dictado por la pureza del corazón. En lugar de ello, se hacía todo por ambición o por temor. Perú se había transformado en un país de bucaneros, lo cual aumentaba mis sentimientos patrióticos por Ecuador. Me horrorizaban los propósitos peruanos de anexar más y más territorio ecuatoriano. En el fondo de mi ser, me reprochaba el hecho de que me importara Ecuador como país individual; significaba que una parte mía había aceptado que nunca existiría una Gran Colombia.

 

 

LAS ABLUCIONES DIARIAS en el mar se convirtieron en mi consuelo. En las horas tempranas de la mañana y al final de la tarde, la marea traía rayas venenosas, pero desde el mediodía hasta las cuatro de la tarde, mientras retrocedía la marea, el agua quedaba libre de aquellas espantosas criaturas. Era entonces cuando podía hundirme hasta el cuello en la fresca quietud de la bahía. Mientras las escuelas de diminutos peces transparentes giraban en torno a mi cuerpo, me sentía transportada a una época más inocente, y en esos momentos me olvidaba de las privaciones de mi vida.

Bordar y tejer no nos proporcionaba el suficiente dinero, así que para tratar de sobreponernos a nuestras circunstancias, abrí un negocio… una venta de los dulces que Natán me había enseñado a preparar muchos años atrás. Hacia el final de la tarde, con una bandeja de estos confites balanceada sobre su cabeza, Jonotás iba de casa en casa, vendiendo mis animalitos de azúcar y mis cocadas. Las ganancias eran insignificantes, pero nos habíamos acostumbrado a vivir como pobres, de modo que cualquier suma de dinero era bienvenida. Además, el hacer dulces me animaba. Muchos niños hambreados llegaban hasta nuestra puerta para rogar que les regaláramos los confites que no se habían vendido ese día. Para los niños de Paita me convertí en “La dulcera,” algo que me enorgullecía.

 

 

FUE EN PAITA DONDE YO, la única mujer que había entrado en batalla cabalgando junto a Simón Bolívar, vestida con mi uniforme de coronel, y los colores rojo, azul y dorado de la Gran Colombia, empuñando mi sable y disparando contra el enemigo—estaba destinada a pasar horas y horas tendida en mi humilde catre, tan quieta, tan silenciosa, que alcanzaba escuchar a las termitas que mordisqueaban las delgadas paredes de barro y bambú. Mis días y mis noches pasaron a ser intercambiables por lo idénticos que eran, al igual el mar inmóvil de Paita. No me quedaban más que memorias para mantenerme viva. De manera que ahora que ya no era poderosa, ni joven, ni hermosa—en medio de la lenta humillación de hundirse desde las riquezas y el poder hasta la indigencia y el anonimato—por fin llegué a entender las maneras del mundo. Y me sentía agradecida al ver la verdad de las cosas, agradecida por un conocimiento que llegó a ser tan innecesario como amargo.

En aquella edad avanzada, cuando éramos tan pobres, y cuando mi dieta consistía de los dulces que elaboraba sentada en mi mecedora, junto a la fogata de carbón, con las monedas que ganaba por la venta, le pedía a Jonotás que comprara pescado, de modo que comíamos pescado frito para el desayuno, el almuerzo y la comida, algunas veces acompañado de arroz; y cuando había un poco de agua en la tinaja, y un tomate o dos, preparábamos una sopa de pescado espesa con los frutos del mar. En esos momentos me veía a mi misma cuando seleccionaba por mi propia mano en el jardín de La Quinta las verduras para la mesa de El Libertador, cuando elegía las escarolas más tiernas, los repollos más voluminosos, las zanahorias más firmes, los tomates más rojos y jugosos, las cebollas más dulces.

Y mientras aspiraba el salitre en el aire de Paita, un aire que me partía los labios, me secaba la garganta y me dejaba la piel quebradiza y arrugada como papel de cebolla, y cuando sentía nostalgia por saborear una fruta fresca—algo diferente a la piel blanca del coco con su leche refrescante—recordaba las bandejas en la mesa del comedor de La Quinta, rebosantes de mangos, maracuyás, chirimoyas, caimitos, jugosas curubas, naranjas, carnosas guayabas, duraznos, peras, ricas mandarinas, granadas y las otras frutas que le encantaban a Bolívar, pues le traían recuerdos de su niñez en Caracas.

Atardeceres en Paita, cuando la penumbra invadía mi cuarto, y de repente entraba un murciélago del tamaño de una paloma y se descolgaba a los lados de mi hamaca como si estuviese en un trapecio; cuando no tenía visitantes, y Jonotás se encontraba en la cocina terminando sus oficios antes de que se extinguiera la luz del sol, antes de que me trajera al cuarto una vela, en el claroscuro de mi dormitorio, me invadía una sensación de soledad y un deseo de conversación, de compañía humana.

En Paita, donde mi vejez parecía prolongarse más que el resto de mi vida, había muchos días en los que me miraba en el espejo del dormitorio y lo que veía era una mujer indigente e inválida que vivía en un pueblo que era la letrina del mundo, “donde caga la mula,” como solía decir Jonotás, y entonces me preguntaba si aquella otra Manuela, que había vivido en el centro de poder de una gran nación, que había sido acaudalada y célebre, poderosa y temida, amada y odiada, podía ser la misma mujer de edad avanzada que se mecía en una hamaca desgastada en un cuarto oscuro, caluroso e infestado de termitas. Entonces mi propia vida me parecía como un libro de historia que hubiese leído sobre una mujer llamada Manuela, otra Manuela que vivía en un mundo más luminoso y más excitante, lleno de esperanza y de ideas vertiginosas, y todo lo que tenía que hacer era cerrar los ojos, sostener mis dos adormilados perros lampiños contra mis senos desnudos. Si lograba mantener mis ojos cerrados lo suficiente, el tiempo suficiente para olvidar mis circunstancias presentes, entonces me volvía todo, renovado y vivaz y fragante dentro de mi cuarto polvoriento—el refugio fresco y sombreado por las hojas de los árboles, los inacabables lechos de vivas flores, los colibríes con sus piruetas, los arroyuelos de aguas transparentes. Y yo, Manuela Sáenz—a quien la historia apodaría la Libertadora de El Libertador porque una vez arriesgué mi vida para salvar la suya, porque le di alegría a su corazón con mi amor y lo liberé de la amargura cuando se estaba muriendo, destrozado, rechazado y odiado por tantos ingratos—me sentía de repente sedienta de solo pensar en La Quinta desde mi refugio en Paita, con su mar inerte, un infierno reseco y árido en el que un jarro de agua potable era más precioso que las perlas.

 

 

EN UN PERIÓDICO DE LIMA fechado dos semanas atrás cuando llegó a Paita, leí la terrible noticia de que James Thorne había sido asesinado el 16 de febrero de 1847, en la hacienda de Huayco, y se desconocía quienes habían sido sus asesinos. James y la mujer que lo acompañaba (que supongo era su amante) habían sido tajados en pedazos. Cuando pasó un poco el impacto de la noticia, lo lloré, de la manera que se llora la muerte de un amigo querido. Lamenté que James y yo no hubiésemos tenido la oportunidad de encontrarnos de nuevo en los años después de que llegamos a ser amigos.

Como viuda legal de James, contraté los servicios de un antiguo conocido de Lima, Cayetano Freire, para que reclamara a nombre mío la dote de 8,000 pesos que mi padre le había entregado a James. Don Cayetano escribió para informarme que en su último testamento y voluntad, James me había legado los 8,000 pesos. Pero si no se contara con fondos líquidos en el momento de su muerte, como en efecto ocurrió dada la naturaleza de su negocio de exportación, el albacea del testamento debería enviarme intereses anuales de un seis por ciento, hasta cancelar la totalidad de la suma.

El testamento de James también me proporcionó respuestas a preguntas que yo no me había atrevido a hacerle durante nuestra correspondencia. Había tenido dos hijas y un hijo con una mujer llamada Ventura Conchas, y a cada uno de ellos le dejó la suma de 2,000 pesos. La Iglesia Anglicana recibió el resto de la herencia.

Don Cayetano me sugirió que reuniera documentos que atestiguaran mis penosas circunstancias, lo cual podría espolear a la corte a liberar para mí una cantidad más alta de los fondos. Por un tiempo, me atreví a soñar que mis años de mendicidad podrían estar por terminar. Jonotás se estaba poniendo vieja y yo quería contratar a una criada más joven para que se ocupara de las faenas más pesadas. Pero era una ingenuidad de mi parte: se me había olvidado lo detestada que era todavía en algunos círculos de Lima. El albacea de la herencia de James, un hombre de apellido Escobar, presentó objeciones a mi petición y acudió a la corte para anular el testamento. Argumentó que en el momento en que James hizo su testamento no estaba en posesión de sus facultades mentales. Más aún, alegaba, el dinero que James me había dejado era tan sólo un gesto galante, no una deuda legítima ya que al abandonarlo por Bolívar había perdido mis derechos de esposa legítima. Por lo tanto, el legado no tenía vigencia legal.

Don Cayetano trató de convencer a las cortes de que liberaran el dinero que se me debía, pero aquello resultó un esfuerzo inútil. El juez sentenció que al cometer adulterio efectivamente había perdido mis derechos como esposa de James.

Empecé a tomar las cosas con filosofía a manera de defensa, aceptando paulatinamente que el dinero no iba a ser el legado que me correspondía en vida, sino más bien las riquezas que residían en mi corazón y mi mente. Estas eran las riquezas de mis días y noches con Bolívar, de aquellos ocho años gloriosos cuando fui amada por el más grande de los hombres jamás nacido en Suramérica, y cuando yo correspondí a su amor con un fuego ardiente que el paso del tiempo—que tantas cosas destruía—no podría ni tocar.

 

 

NO MUCHO después de la muerte de James, me caí cuando bajaba las escaleras de la casa. Pensé que sería solo una cuestión de tiempo antes de que sanara la fractura y pudiese caminar de nuevo. Seguí las instrucciones del médico, quedándome en casa varias semanas, pero cuando trataba de incorporarme y poner un pie en el suelo el dolor me trepaba por el cuerpo como un cuchillo. Jonotás trasladó mi cama al salón, de manera que no quedase confinada a mi dormitorio en el segundo piso. Con el tiempo, estuve lo suficientemente fuerte para sentarme en mi mecedora hasta la hora de la siesta, cuando Jonotás me ayudaba a acomodarme en la hamaca, que era donde también dormía durante la noche. Mi cadera se había curado, pero había quedado como congelada. Era incapaz de caminar. No obstante, seguía creyendo que algún día volvería a hacerlo. Fue así como me hice vieja e inválida en Paita. A partir de entonces, pasaba buena parte del día postrada en la hamaca para aliviar el dolor de las caderas, con mis perros al lado para proporcionarme algo de calor corporal que reconfortara mis adoloridos huesos artríticos.

Mi única distracción pasó a ser sentarme afuera de la casa en la silla mecedora cuando caía el crepúsculo, como lo hacían tantos paiteños para disfrutar de la fresca brisa vespertina antes de guardarse en casa. Una de esas tardes se acercó a la casa un hombre anciano y larguirucho a lomos de un asno decrépito, la viva imagen de Don Quijote. El asno se detuvo a un par de metros de mi mecedora. Los ojos negros de aquel hombre fulguraban. Me sorprendí mucho cuando dijo: “¿Doña Manuelita Sáenz?”

“Lo que queda de ella,” le respondí. “A sus órdenes, amigo.”

“Yo soy Simón Rodríguez.”

El maestro de Bolívar aún vivía y ahora lo tenía junto a mi silla montado en un asno. ¿Cómo me había encontrado?

“Mi querido profesor,” le dije, dándole la bienvenida. “Mi casa es su casa.” Trató de desmontar del animal, pero le resultaba muy difícil hacerlo.

Llamé a Jonotás, quien se encontraba en el salón haciendo oficio. “Por favor ayúdale a Don Simón Rodríguez a desmontar de su asno.”

“Muchas gracias, gentil dama,” le dijo a Jonotás mientras le ayudaba a bajar. Avanzó tambaleante en dirección mía.

“Perdóneme si no me levanto,” le dije. “Un problema con la pierna.”

“Doña Manuelita, su Merced,” dijo, tomándome la mano e inclinándose para besar mi piel ajada.

Jonotás sacó una silla y le ayudó a sentarse. Luego fue a traerle agua.

“He viajado una gran distancia para venir a conocerla,” dijo, después de haber tomado un largo sorbo de agua. “No quería morir sin haber tenido el gran honor de conocerla. He venido a verla, Doña Manuelita, porque aún no puedo ir a reunirme con Simoncito.”

Era como si El Libertador desde su panteón me lo hubiera enviado como una presencia para endulzar mi vejez. Yo no quería que Don Simón se marchara.

“Como bien puede ver, profesor,” le dije, “ya no soy una mujer de recursos, pero mi humilde hogar es también el suyo. Y donde comen dos, comen tres. Sé que esto es lo que El Libertador habría querido. Nada me haría más feliz que el placer de su compañía. Jonotás y yo no tenemos muchas amistades aquí en Paita, y ciertamente ninguna amistad de larga data.”

Don Simón aceptó de buen grado. Pasaríamos días y noches enteras hablando. Acababa de terminar un recorrido en su asno por todo el territorio americano, difundiendo su filosofía de que el libro de la naturaleza era “el único libro que valía la pena estudiar. Aparte de los de Rousseau, por supuesto.”

El profesor Rodríguez debía andar por sus noventa años en aquel entonces. Sus posesiones terrenales consistían en su asno, Brutus, que trataba de cocear a cualquiera que se le ocurriese acercársele por detrás, y un raído fardo en el que llevaba una muda de ropas y un par de desgastados volúmenes de Rousseau.

“Puede usted creer lo atrasada que se encuentra nuestra gente,” exclamó durante una de nuestras conversaciones. “He sido expulsado de muchos pueblos tan sólo por insistir en enseñar las lecciones de anatomía con modelos desnudos, y por decirle a mis estudiantes, ‘muchachos, los muros de las escuelas son una prisión. Es hora de derribar esos muros para poder contemplar la realidad.’ ”

El profesor Rodríguez me deleitó con anécdotas de la juventud de Bolívar. No sólo de sus años iniciales en Venezuela, sino también del viaje a Europa para que Bolívar completara su educación. Tanto tiempo había pasado desde la muerte de El Libertador, que podíamos hablar de esas cosas sin tristeza.

Don Simón calmó una curiosidad mía sobre lo que podía haber sido estar en Roma, en lo alto del Monte Aventino, cuando un Bolívar todavía muy joven juró liberar al continente suramericano de la corona española.

“Dígame, profesor, ¿qué sintió al ser testigo del episodio más importante del despertar político de El Libertador?”

“Doña Manuelita, yo no considero ese el momento más importante. Ciertamente, es el momento que los historiadores han popularizado y la gente ha adornado, pero los momentos definitorios ocurrieron mucho más temprano, cuando él tenía trece años y escuchó la historia del gran jefe indio Tupac Amarú. Recuerdo esa mañana muy claramente, cómo sus ojos brillaron de dolor e incredulidad cuando le conté cómo en 1781, el jefe de Pampamarca reunió 20,000 soldados con hondas y palos y machetes para enfrentarse al poderoso ejército español. Ojalá hubiera podido ver usted la pena que apareció en sus ojos cuando le dije cómo Tupac Amarú había sido traicionado y tajado en pedazos con un hacha, aunque no antes de que el noble jefe tuviese que presenciar cómo los españoles mataban a golpes a su esposa y a su hijo. ‘Ves, Simoncito,’ le dije, ‘los opresores pueden cortarnos la cabeza y freírla en aceite hirviente, pero las ideas en el interior de la cabeza sobreviven.’ Aquel fue el día que juró reclutar un ejército de matadores de tiranos, incluso si tenían que enfrentarse a los tiranos con hondas y con piedras. Fue entonces, le aseguro, que Simoncito comprendió que los grandes hombres de la historia se hacen grandes luchando contra los tiranos, por más que se arriesguen a perder sus riquezas, su salud o su propia vida.”

 

 

PRONTO SE HIZO EVIDENTE que el profesor estaba demasiado frágil para ascender las escaleras hacia el dormitorio, así que después de un par de semanas con nosotras se fue a vivir con su amigo Don Julio, el cura de Amotape, a una pequeña aldea situada a tiro de piedra de Paita.

“¡No me diga que se ha hecho usted religioso!” le dije cuando me contó de su plan. “Pensé que usted y yo compartíamos los mismos sentimientos anticlericales.”

“Por supuesto, Doña Manuelita. Pero Don Julio es mi amigo: ambos somos admiradores de Rousseau, así que pasamos por alto los defectos del otro.”

No había pasado mucho tiempo desde su partida, cuando el monaguillo del cura de Amotape vino a nuestra casa a traernos la noticia. Don Simón Rodríguez, el maestro de El Libertador, había muerto. “Doña Manuelita, el padre Julio me pidió que no me olvidara de decirle,” explicó el muchacho, “que las palabras del profesor antes de morir fueron: ‘Me siento orgulloso de dejar única y exclusivamente un baúl lleno de ideas.’ El padre Julio también quería que supiera usted que lo hizo enterrar en la capilla de la iglesia, pues aunque Don Simón profesaba ser un ateo, era más hombre de Dios que muchos clérigos que el padre Julio conoce.”

 

 

LA APARICIÓN del profesor en mi vida me hizo pensar en política de nuevo, en la causa por la cual habíamos luchado. Paita era un buen lugar para contemplar cómo se iba desenvolviendo la historia en las naciones de los Andes. Desde este, mi punto de observación, había visto como caían en las prolongadas guerras civiles que Bolívar había predicho que sobrevendrían tras la disolución de la Gran Colombia. Yo encontraba un placer algo perverso en saber que la historia le había dado la razón a El Libertador. Era tan sólo una cuestión de tiempo, confiaba, en que la historia me absolvería a mi también.

¿Cuál era la principal diferencia entre los tiempos en que gobernaban los españoles y ahora? Durante mis años en Paita le había dado vueltas al asunto a menudo. ¿Qué ventaja nos había traído la independencia? Nadie quiere ver a su madre patria regida por extranjeros. Eso lo habíamos solucionado. Y sin embargo, temía que las mismas injusticias perpetradas por los españoles estaban siendo perpetradas ahora por nosotros los criollos. Los negros y los indios y los pobres estaban siendo oprimidos ahora por sus propios conciudadanos.

Un día, mientras reflexionaba sobre mi vida en su totalidad, descubrí que la ira en mi corazón había disminuido; le había perdonado a la tía Ignacia, a mi padre e incluso a Santander—mis enemigos mortales. Cuando pensaba en el pasado, lo que me venía ahora a la memoria no era mi niñez de huérfana en Catahuango, ni los maltratos infringidos por las monjas, tampoco mi infeliz y atrofiada vida de casada por un matrimonio arreglado. En lugar de todo ello, lo que recordaba eran mis días con Bolívar, los tiempos de felicidad así como los de infelicidad, y mi dolor se desvanecía. Un día tuve la revelación de que aunque era anciana e inválida y estaba en el olvido, por fin era libre porque el venenoso escorpión que había habitado en mi corazón durante la mayor parte de mi vida, había muerto.

 

 

SUPE QUE MI FINAL se acercaba cuando Bolívar empezó a aparecer en mis sueños. Me sentía más cercana a él, incluso que cuando todavía estaba en vida. Ningún enemigo y ninguna campaña militar se podrían interponer entre nosotros. Ahora me pertenecía tan solo a mí. Para convocar su presencia, lo único que tenía que hacer era pensar en él, desear que estuviera a mi lado para compartir con él una confidencia, y sin importar la hora que fuese, estaría él allí sin falta, como jamás había ocurrido en vida. Su presencia pasó a ser casi corpórea, tan tangible como la de Jonotás cuando nos sentábamos en el patio, a fumar un cigarro y hablar de los vecinos. Jamás volví a sentirme sola. Cuando Jonotás salía de casa para hacer los mandados, era el general quien me hacía compañía, no los perritos que tenía en mi regazo. Hablábamos de nuestros años juntos y dábamos paseos por los predios de la hacienda de su familia en Venezuela, o a través de los campos de Catahuango, y nos divertíamos con los juegos de nuestra niñez. Yo siempre lo ponía al corriente de las noticias que llegaban a Paita sobre nuestros antiguos amigos o enemigos. Cada vez más, esperaba con anticipación el momento en que podría unirme con él en el otro lado, cuando pudiésemos ser dos almas desnudas unidas por la eternidad, para nunca más ser separadas.