Año 3 de la Era Crítica

 

 

Distancia que separa a la flota trisolariana de nuestro Sistema Solar: 4,21 años luz

 

«Menuda pinta de antigualla...»

Eso fue lo primero que pensó Wu Yue al ver el Dinastía Tang, el gigantesco buque de guerra en construcción que tenía delante. Aun sabiendo que las numerosas manchas que hilvanaban el casco casi terminado eran consecuencia de la elaborada técnica de soldadura a gas (empleada para unir las placas de acero al manganeso que lo formaban), y que estas desaparecerían bajo una capa de pintura gris, era incapaz de imaginar lo sólido e imponente que resultaría el barco.

Acababa de concluir el cuarto ejercicio de adiestramiento de la flota. Durante los dos meses que había durado, tanto Wu como el otro oficial al mando del navío, Zhang Beihai, de pie a su lado, habían soportado estoicamente una situación incómoda: mientras las formaciones de destructores, los submarinos y las naves de abastecimiento iban y venían, la posición del Dinastía Tang, aún en construcción, era ocupada de forma provisional por el buque escuela Zheng He; en caso contrario permanecía vacía. Durante esas humillantes sesiones de entrenamiento, Wu solía perder la mirada en la extensión de agua que debía ocupar. Su superficie, a veces segada por las estelas de los otros barcos, subía y bajaba con la misma virulencia que su humor.

En más de una ocasión se había preguntado si realmente algún día aquel espacio vacío llegaría a ser ocupado.

Ahora que lo tenía cerca, y a pesar de que aún se estaba construyendo, el Dinastía Tang le pareció tan obsoleto como decrépito. Tenía la sensación de hallarse ante una gigantesca fortaleza abandonada desde hacía mucho tiempo, cuyo cuerpo manchado fuera de ladrillo, y las lluvias de chispas que de él brotaban, enredaderas. Aquello le recordaba a una excavación arqueológica.

Wu, quien no quería que sus pensamientos divagaran por esos derroteros, fijó la mirada en Zhang.

—¿Está mejor tu padre? —le preguntó.

—No. Resiste, pero nada más.

—Pídete unos días.

—Ya me los pedí cuando el ingreso. Tal y como evoluciona la cosa, es mejor que espere.

Volvieron a guardar silencio. Todas sus interacciones personales eran igual de breves. En los asuntos laborales solían tener algo más que decirse, pero aun así Wu siempre sentía como si hubiera algo que se interponía entre ellos.

—Beihai —le dijo, usando su nombre de pila—, en el futuro nuestro trabajo ya no será como antes. Puesto que vamos a compartir responsabilidades, creo que deberíamos comunicarnos mejor.

—Que yo sepa, hasta la fecha nos hemos comunicado perfectamente. Si nuestros superiores nos han puesto al mando del Dinastía Tang es por lo bien que colaboramos a bordo del Chang’an, ¿no?

Zhang había dicho aquello en tono distendido, pero justamente con la clase de sonrisa que a Wu le resultaba inescrutable. Aunque estaba seguro de que no era fingida, se sabía incapaz de comprenderla. Tal vez el hecho de haber cooperado con éxito no garantizaba un entendimiento mutuo: los ojos de Zhang podían penetrar en el corazón de cualquier tripulante del barco, ya fuera marinero o capitán, y el mismo Wu no tenía secretos para él. Wu, en cambio, ni siquiera lograba imaginar en qué pensaba Zhang, y no podía soportarlo. Si bien sabía que Zhang era el comisario político más capacitado del buque, pues siempre obraba de forma juiciosa y eficaz, su mundo interior era un abismo tan insondable como oscuro, y encima, por si fuera poco, a menudo sentía como si la mirada de su compañero le estuviera diciendo: «Hagámoslo así y punto; no es lo que yo querría pero es lo mejor, lo indicado.» Esa sensación, que comenzó siendo vaga, había ido creciendo con el tiempo. Zhang Beihai seguía comportándose de forma impecable, pero a Wu le inquietaba no poder estar seguro de lo que pensaba realmente.

Él tenía una firme convicción: la peligrosidad que entrañaba comandar un buque de guerra exigía máxima compenetración entre los oficiales al mando, y por mucho que con Zhang se había esforzado en alcanzarla, seguía siendo una asignatura pendiente. Al principio creyó que Zhang adoptaba una actitud defensiva ante él, y eso le ofendió: ¿acaso le había dado motivos para tener que protegerse? ¿Existía un capitán de destructor, en un puesto tan peligroso como el suyo, que fuera más directo y albergara menos dobles intenciones que él?

Una vez, durante el breve período en que el padre de Zhang había sido el superior de ambos, Wu se había sincerado con este acerca de sus dificultades a la hora de comunicarse con el hijo. «¿No te basta con que haga bien su trabajo que encima quieres saber lo que piensa? —le dijo el general. Y añadió, quizá sin querer—: Yo tampoco tengo ni puñetera idea...»

—Echemos un vistazo más de cerca —sugirió Zhang señalando el Dinastía Tang, que estaba envuelto en chispas.

Justo en ese momento los teléfonos móviles de ambos comenzaron a sonar; un mismo mensaje de texto los emplazaba a regresar al coche para recibir una llamada de carácter indudablemente urgente: sus teléfonos eran incapaces de establecer comunicaciones seguras. Wu abrió la puerta del coche y descolgó el auricular. La llamada era de un oficial a cargo del personal del Centro de Comandancia de Batalla.

—Capitán Wu, la comandancia de la flota ha dado orden urgente de que tanto usted como el comisario Zhang se presenten en el cuartel general de forma inmediata.

—¿En el cuartel general? Pero ¿y el quinto ejercicio de adiestramiento de la flota? La mitad del grupo de batalla ha zarpado ya y el resto de barcos se unirán mañana.

—La orden es escueta, ignoro los detalles. Pueden pedir más información a su llegada.

El capitán y el comisario político del Dinastía Tang se miraron el uno al otro y, en una extraña coincidencia tras años conociéndose, pensaron al mismo tiempo: «Esa dichosa extensión de agua seguirá vacía.»

 

 

En Fort Greely, Alaska, un grupo de renos que deambulaba por una llanura nevada se detuvo alertado por una vibración en el suelo. La causa era un gran hemisferio blanco semienterrado en la nieve que, bajo su atenta mirada, viraba lentamente. A pesar de que esa especie de huevo gigante llevaba sepultado allí mucho tiempo, siempre les había parecido fuera de contexto. De pronto, se abrió escupiendo humo y llamas, tras lo cual, con gran estruendo, emergió de sus entrañas un cilindro que echó a volar expulsando fuego. El calor fundió la capa de nieve más superficial, que se evaporó para volver a caer al suelo en forma de lluvia. Cuando el cilindro alcanzó cierta altura, la paz volvió a reinar tras el ruido que había asustado a los renos. Luego el cilindro desapareció sin dejar más rastro que una estela blanca; era como si aquel vasto paisaje nevado hubiese sido una gran madeja de lana de la que una mano invisible hubiera desenrollado un hilo en dirección al cielo.

 

 

A cientos de kilómetros de allí, en la sala de control del sistema antimisiles del NORAD,2 a trescientos metros por debajo de la montaña Cheyenne, cercana a Colorado Springs, el oficial de rastreamiento de objetivos Raeder arrojó con rabia el ratón antes de exclamar:

—¡Demonios! ¡Un par de segundos más y habría podido abortar el lanzamiento!

—En cuanto vi aparecer el aviso del sistema, me imaginé que no era nada —dijo su compañero, el oficial de monitorización orbital Jones, negando con la cabeza.

—Entonces, ¿a qué está atacando el sistema?

La pregunta la había formulado el general Fitzroy. El escudo antimisiles era una de las nuevas áreas que dirigía desde su recientemente estrenada posición, y aún no se había familiarizado con él. Observaba los monitores que cubrían la pared, tratando de encontrar alguno de los diáfanos e inteligibles gráficos que estaba acostumbrado a ver en el centro de control de la NASA: una simple curva sinodal, una única línea roja cruzando un mapa. Sin embargo, allí nada era tan simple, y las numerosas líneas que cosían las pantallas formaban una abstracta y complicada maraña que le resultaba indescifrable. Eso por no hablar de todas las otras pantallas con cifras que cambiaban a velocidad de vértigo y cuyo significado solo era evidente para los oficiales que estaban de servicio.

—General, ¿recuerda cuando el año pasado, al reemplazar la película refractiva del módulo multifunción de la Estación Espacial Internacional, se les perdió la original? Eso es lo que era. Expuesta al viento solar, tan pronto se desplegaba como volvía a hacerse una bola...

—¡Pero eso debería constar en la base de datos!

—Y allí está. Mire... —dijo Raeder, abriendo una nueva ventana con el ratón.

Enterrada bajo montones de texto, datos y tablas, había una discreta fotografía, probablemente tomada por un telescopio desde la Tierra, de una mancha blanca con forma irregular sobre un fondo negro. El fuerte reflejo hacía casi imposible distinguir los detalles.

—Mayor, ¿por qué no abortó la operación?

—Los tiempos de reacción humanos no son lo bastante rápidos. El sistema debería haber hecho una búsqueda automática en la base de datos de objetivos, pero en el nuevo sistema todavía no han introducido los datos del antiguo, así que no están conectados con el módulo de reconocimiento —explicó Raeder.

Su tono dejaba entrever cierto agravio, como queriendo decir: «Acabo de demostrar mi competencia al encontrar la foto con dos clics de ratón; no me venga con chorradas.»

—General, cuando los objetivos del escudo antimisiles se reorientaron al espacio, recibimos orden de cambiar al modo operativo real hasta que se completara la recalibración del software —intervino otro oficial.

Fitzroy guardó silencio. Tanta locuacidad estaba a punto de irritarlo. Aunque tenía delante el primer sistema de defensa planetario de la historia de la humanidad, no era más que un escudo antimisiles preexistente reorientado hacia el espacio.

—¡Hagámonos una foto de recuerdo! —propuso entonces Jones—. Este tiene que haber sido el primer ataque realizado por la Tierra contra un enemigo externo...

—Las cámaras están prohibidas —replicó Raeder con frialdad.

—Pero ¿qué demonios está diciendo, capitán? —gritó Fitzroy—. ¡El sistema no ha detectado ningún objetivo enemigo! ¿Cómo va a ser esto un primer ataque?

Se produjo un silencio incómodo, tras el cual alguien apuntó:

—Los misiles interceptores llevan cabezas nucleares.

—Sí, cada una de uno coma cinco megatones. ¿Y?

—Afuera ya casi es de noche. ¡Dada la ubicación del objetivo, deberíamos poder ver el fogonazo!

—Puedes verlo por el monitor.

—Desde fuera es más vistoso... —dijo Raeder.

Visiblemente nervioso, Jones se puso de pie para excusarse.

—General..., mi turno ya ha terminado...

—El mío también, general —afirmó Raeder de inmediato.

Aquello no era más que un gesto de cortesía. Fitzroy era un coordinador de alto nivel del Consejo de Defensa Planetaria sin autoridad sobre el NORAD ni el escudo de misiles.

—No están ustedes bajo mi mando. —Fitzroy hizo un gesto de desdén con la mano—. Hagan lo que les plazca. Pero permítanme recordarles que en el futuro pasaremos mucho tiempo trabajando juntos...

Raeder y Jones subieron a toda prisa las escaleras de acceso al nivel superior y, tras franquear la pesada puerta a prueba de radiación, llegaron al pico de la montaña Cheyenne. Aunque anochecía y el cielo estaba despejado, no vieron el flash que indicara una explosión nuclear en el espacio exterior.

—Debería verse justo allí. —Jones señaló un punto en el cielo.

—Igual no hemos llegado a tiempo —dijo Raeder, sin mirar hacia arriba. Luego, con una sonrisa irónica, añadió—: ¿De veras piensan que una sofón volverá a desplegarse en menores dimensiones?

—Me extrañaría —contestó Jones—. Es inteligente. Sabe que nos estaría regalando una oportunidad.

—Los ojos del escudo antimisiles apuntan hacia arriba. ¿Es verdad que no hay nada en la Tierra de lo que debamos defendernos? Incluso creyéndonos el cuento de que los países terroristas se han convertido en unos santos, aún está la Organización Terrícola-trisolariana, ¿no? —ironizó Raeder, tratando de sofocar una carcajada—. Los del Consejo de Defensa Planetaria se mueren por tener algún éxito del que presumir, Fitzroy el primero. Van a anunciar con bombo y platillo que se ha completado la primera fase del Sistema de Defensa Planetaria cuando apenas han modificado el hardware. El único propósito para el que está pensado el sistema es evitar que una protón se despliegue en una dimensión menor en una órbita cercana a la Tierra. La tecnología necesaria es incluso más simple que la que se usa para interceptar misiles guiados, pues en caso de que el objetivo apareciera abarcaría una superficie inmensa... Jones, he subido aquí contigo por eso mismo... ¿a qué venía esa historia de la foto, acaso eres una criatura? ¡Has molestado al general! ¿Todavía no te has dado cuenta de lo orgulloso que es?

—No lo entiendo... El hecho de querer inmortalizar el momento debería halagarle, ¿no?

—¡Es una de las figuras más públicas del ejército! ¿Crees que reconocerá un error del sistema en la rueda de prensa? ¡Ni en broma! Ya verás cómo hará lo mismo que hacen todos siempre: lo venderá como una maniobra exitosa.

Mientras decía aquello, Raeder posó el trasero en el suelo y se echó hacia atrás, mirando al cielo, donde aparecían las primeras estrellas.

—Jones, ¿y si se despliega de verdad? ¡Nos daría la oportunidad de aniquilarla! ¿Te imaginas...?

—¿De qué iba a servir? No cambiaría el hecho de que los suyos siguen volando hacia el Sistema Solar. Quién sabe cuántos de ellos... Pero, oye, ¿te has referido al sofón en femenino?

La expresión en el rostro de Raeder se suavizó.

—Ayer —dijo— un coronel chino que acaba de llegar al centro me contó que, en su lengua, «protón» se escribe igual que un nombre de mujer japonés: Tomoko.

 

 

Hacía apenas un día que Zhang Yuanchao, tras más de cuarenta años trabajando en la planta química, había firmado su jubilación. Si creía las palabras de su vecino Yang Jinwen, hoy empezaba para él una segunda infancia. Según Yang, los sesenta constituían, junto a los dieciséis, una de las mejores etapas de la vida: alcanzada esa edad, uno se liberaba de las cargas y responsabilidades que había soportado durante las dos décadas anteriores y, al mismo tiempo, todavía estaba lejos del deterioro que sufriría al llegar a la siguiente. Era, pues, una etapa para disfrutar de la vida.

Tanto el hijo como la nuera de Zhang tenían trabajo estable y, aun habiéndose casado a cierta edad, en poco tiempo le darían un nieto. Además, desde hacía un año vivían en un piso que nunca habrían podido permitirse sin la indemnización que les pagaron por el derribo de su antiguo edificio. Si lo pensaba, tanto para él como para los suyos, todo en la vida marchaba razonablemente bien. Y, sin embargo, en aquel espléndido día, al observar la ciudad desde la ventana de su hogar en un octavo piso, no solo no tenía la sensación de estar viviendo una segunda infancia, sino que tampoco albergaba ningún destello de esperanza.

Debía reconocerlo: su vecino tenía razón cuando le hablaba de la importancia de estar al día en los grandes asuntos.

Yang, profesor de secundaria antes de jubilarse, nunca se cansaba de repetirle que, en la vejez, para continuar disfrutando de la vida uno debía seguir aprendiendo cosas nuevas. Por ejemplo, a manejarse en internet: «Si hasta las criaturas saben conectarse —solía decirle—. ¿Cómo no ibas a aprender tú?» Tampoco perdía ocasión de recriminarle lo que para él constituía uno de sus mayores defectos: su total desinterés por el mundo que lo rodeaba. «Tu mujer al menos se desahoga llorando con los culebrones que echan en la tele —le recriminó en una ocasión—, pero es que tú ni la enciendes. Deberías interesarte más por las cosas que pasan aquí y en el mundo; también forman parte de una vida plena.»

En eso Zhang Yuanchao se diferenciaba de los jubilados pequineses. En una ciudad en la que hasta los taxistas eran capaces de analizar con tino asuntos nacionales e internacionales de toda índole, a él le costaba recordar incluso el nombre del presidente. Y además se enorgullecía de ello: «A las personas normales y corrientes como yo, nos basta con tratar de ganarnos la vida —había replicado aquel día—. ¿Qué necesidad tenemos de calentarnos la cabeza con asuntos que al fin y al cabo ni nos van ni nos vienen? ¡Ya son ganas de complicarse la vida! Tú, que estás siempre al día de todo, que no te pierdes ningún telediario y te pasas horas discutiendo en internet sobre cualquier tema (desde la política económica nacional hasta la proliferación nuclear internacional), ¿has ganado algo? ¿Te ha subido el gobierno la pensión siquiera medio céntimo?»

«¡Menuda sarta de tonterías! —había exclamado el otro—. ¿Que ni te va ni te viene? Escúchame bien, Lao Zhang: cada gran asunto nacional o internacional, cada nueva ley, cada resolución de las Naciones Unidas repercute en tu vida de manera más o menos directa. ¿Te crees que la invasión de Venezuela por parte de Estados Unidos no te incumbe? ¡Pues terminará afectando a tu pensión, y no será cosa de un céntimo ni de dos, precisamente!»

Aquel día Zhang se burló de la vehemencia con la que hablaba su vecino, el intelectual, y dio el tema por zanjado. Ahora sabía cuánta razón tenía.

En ese momento sonó el timbre de la puerta. Al abrir, descubrió a Yang Jinwen. Iba vestido de calle y parecía bastante relajado. Zhang lo recibió con la alegría de quien, en mitad de una travesía por el desierto, divisa la figura de otro ser humano.

—Te estaba buscando —le dijo—. ¿Adónde habías ido?

—Al mercado. He visto a tu mujer, comprando.

—¿Tú sabes por qué está tan vacío el bloque? Parece un mausoleo...

—Pues porque hoy no es festivo, hombre —respondió el vecino con una sonrisa—. Es tu primer día de jubilado, es normal que te sientas raro. Al menos puedes alegrarte de no haber sido un líder del Partido; a ellos les cuesta mucho más adaptarse. Pronto te acostumbrarás. ¡Alegra esa cara! Si quieres, podemos ir al local social a ver cómo podemos pasar el rato...

—No, no. Si a mí no me preocupa la jubilación, lo que me inquieta es... cómo decirlo... la situación del país. Bueno, la situación mundial.

Yang lo señaló con el dedo y con tono de mofa, dijo:

—¿La «situación mundial»? Jamás hubiera creído que de tu boca saldrían esas palabras.

—Ya lo sé. Antes me traían sin cuidado los grandes asuntos, pero es que ahora de grandes han pasado a enormes... ¡Quién iba a decirme que sucedería algo tan gordo!

—Es curioso, Lao Zhang... A mí me ha ocurrido justo lo contrario: ahora soy yo quien no quiere perder el tiempo en temas que no me van ni me vienen. ¿Puedes creer que llevo dos semanas sin poner las noticias? Antes vivía pendiente de los grandes asuntos, para saber cómo iban a determinar mi futuro, pero esto de ahora no tiene más que un final..., ¿y qué ganamos preocupándonos?

—¡No puede darnos igual que la humanidad vaya a desaparecer en cuatrocientos años!

—¡Bah! ¿Y qué? Tú y yo seremos historia en cosa de cuarenta...

—Pero ¿y nuestros descendientes? ¡Los exterminarán!

—Eso a mí me preocupa bastante menos que a ti. Cuando mi hijo se fue a Estados Unidos, me dejó bien claro que ni su mujer ni él querían descendencia, así que... ¡Consuélate! Como mínimo los Zhang aún duraréis una docena de generaciones, ¿no? ¿Acaso no es suficiente?

Zhang lo miró, atónito. Luego se fijó en el reloj, y al ver la hora se fue a encender el televisor. El canal de noticias estaba repasando los asuntos más importantes de la jornada:

 

Según informa Associated Press, el pasado día veintinueve a las seis y media de la tarde el Escudo Antimisiles de los Estados Unidos simuló con éxito la destrucción de un sofón desplegado en una órbita cercana a la Tierra. Se trata de la tercera prueba de intercepción de este tipo que realiza el escudo desde que fuera redirigido hacia al espacio exterior. El objetivo de esta nueva prueba fue una película refractiva desechada por la Estación Espacial Internacional, el pasado octubre. Según un portavoz del Consejo de Defensa Planetaria, la superficie del objetivo era de apenas trescientos mil metros cuadrados, lo cual implica que (mucho antes de que un sofón desplegado hasta la tercera dimensión alcanzase un área lo suficientemente grande para que su superficie refractiva supusiera una amenaza para objetivos humanos) el escudo de misiles sería capaz de destruirlo.

 

—Vaya despropósito... ¡Ya pueden esperar sentados a que un sofón se despliegue! —dijo Yang mientras hacía ademán de arrebatarle el mando a distancia a Zhang—. ¡Cambia de canal, anda! A ver si alguno repite la semifinal de la Copa de Europa. Anoche me quedé dormido en el sofá viéndola...

—La ves en tu casa —soltó el vecino, apartando la mano de su alcance.

El informativo continuaba:

 

El doctor del Hospital Militar 301 a cargo del tratamiento del académico Jia Weilin ha confirmado que la muerte de este se debió al cáncer hematológico que padecía, comúnmente conocido como leucemia, y que las causas directas de esta fueron el fallo de órganos y la pérdida de sangre, fruto del avanzado estado de la enfermedad, sin que se detectaran otras anomalías. Jia Weilin, un afamado experto en superconductividad que hizo grandes contribuciones en el campo de los superconductores a temperatura ambiente, falleció el pasado día diez. La hipótesis según la cual Jia habría muerto a causa de un ataque perpetrado por sofones queda, pues, descartada. Asimismo, en otro comunicado, un portavoz del Ministerio de Sanidad confirmó que otras muertes supuestamente debidas a los ataques por parte de sofones fueron, en realidad, fruto de accidentes fortuitos o enfermedades. Esta cadena ha podido hablar del asunto con el famoso físico Ding Yi.

—¿Qué opina del creciente miedo a los sofones?

—Lo alimenta una falta de conocimientos elementales en el campo de la física. Tanto los portavoces del gobierno como los miembros de la comunidad científica hemos reiterado que un sofón no es más que una partícula microscópica que, aun cuando está dotada de gran inteligencia, precisamente debido a su escala es incapaz de ejercer un efecto tangible en el mundo macroscópico. Sus principales amenazas para la humanidad son la tergiversación de los resultados de los experimentos en el terreno de las altas energías, y la red de entrelazamiento cuántico que monitoriza la Tierra. En su estado microscópico, un sofón es incapaz de matar ni de cometer ningún ataque ofensivo. Para producir un efecto mayor en el mundo macroscópico, debería desplegarse hasta un estado dimensional menor. Pero incluso en ese caso, sus resultados serían limitados, pues un sofón desplegado en menores dimensiones es muy débil en una escala macroscópica. Y ahora que la humanidad ha establecido un sistema de defensa, ningún sofón es capaz de hacerlo sin proporcionarnos la oportunidad de destruirlo. Creo que los medios deberían dar la máxima difusión a esta y otras informaciones de carácter científico, a fin de evitar que la población sea presa de un pánico que carece de fundamento.

 

Zhang oyó entonces que alguien entraba en el apartamento sin llamar y se abría paso hasta el salón al grito de: «¡Lao Zhang! ¡Maestro Zhang!» Antes incluso de verlo, por su manera de subir las escaleras ya supo quién era: se trataba de Miao Fuquan, otro vecino del mismo rellano varios años menor que Zhang y originario de la provincia de Shanxi, donde poseía varias minas de carbón. En realidad, vivía en un apartamento más grande en otra zona de Pekín, y el de allí lo mantenía para su querida, una chica de Sichuan de la misma edad que su hija. Una vez instalada allí, tanto los Zhang como los Yang decidieron ignorar su presencia. La única excepción fue un altercado que tuvieron por culpa de los trastos que ella dejaba en el rellano. Después, poco a poco terminaron dándose cuenta de que, más allá del adulterio, Miao no era mala persona, sino al contrario.

En cuanto la administración del edificio les ayudó a resolver la disputa, las tres familias de la octava planta pudieron convivir en paz. Aunque Miao Fuquan decía que las riendas de su negocio estaban ahora en manos de su hijo, seguía siendo un hombre muy ocupado, y el tiempo que pasaba en el hogar (por así llamarlo) era siempre muy breve. La sichuanesa vivía la mayor parte del año sola en su apartamento de tres habitaciones.

—¡Lao Miao! —le saludó Yang—. ¡Llevabas casi un mes sin aparecer! ¿Dónde hemos hecho fortuna esta vez?

Miao cogió un vaso de papel y lo llenó con agua del dispensador.

—De fortunas, nada, ¡al revés! —respondió, y se limpió la boca con la manga de la camisa tras vaciar el vaso de un trago—. La situación se ha puesto muy seria en las minas. Tuve que ir a poner orden. Estando como estamos casi en tiempos de guerra, el gobierno ha endurecido las normas y ya no valen lo mismo que antes... Así que no creo que pueda mantener las excavaciones durante muchos más meses...

—Vienen malos tiempos —sentenció Yang sin apartar la vista del partido.

 

 

Llevaba horas tumbado en la cama sin moverse. El único punto iluminado de aquel sótano era el cuadrado brillante que la mortecina luz de la luna (como antes la del sol) proyectaba sobre el suelo al colarse por un ventanuco. Todo lo demás quedaba envuelto en penumbra y parecía esculpido sobre piedra gris. La habitación entera recordaba a un sepulcro.

Nadie sabría jamás cuál era su verdadero nombre, pero con el tiempo se lo conocería como el segundo desvallador.

El hombre había estado rememorando su vida. Una vez seguro de que no había olvidado ningún episodio, desentumeció los músculos de su anquilosado cuerpo, metió la mano debajo de la almohada y extrajo un revólver, que apuntó contra su sien. Justo en ese instante, una línea de texto apareció ante sus ojos:

 

No lo hagas. Te necesitamos.

 

—¿Es usted, mi Señor? —preguntó—. Después de un año entero soñando con que recibía su llamada, de repente dejé de hacerlo. Creí que había perdido la capacidad de soñar, pero ya veo que no...

 

No estás soñando. Me estoy comunicando contigo en tiempo real.

 

—¡Ja! Ahora sí que no le creo. Estoy seguro de que en su mundo no saben lo que son los sueños...

 

¿Necesitas pruebas?

 

—¿De que allí no existen los sueños?

 

De que realmente soy yo.

 

—De acuerdo. Dígame algo que no sepa.

 

Se te han muerto los peces.

 

—Me trae sin cuidado. Pronto me reuniré con ellos en el más allá...

 

Ve a echarles un vistazo. Esta mañana estabas tan absorto en tus cosas que lanzaste una colilla al aire y no viste que fue a parar dentro de la pecera. La nicotina que se filtró en el agua fue letal para ellos.

 

El segundo desvallador abrió los ojos de inmediato, dejó el arma sobre la cama y se puso de pie con una rapidez impropia del estado letárgico en que parecía sumido hasta hacía unos instantes. Buscó a tientas el interruptor de la luz y, tras encenderlo, fue directo hasta la pecera que había sobre una mesita. Cinco peces telescopio flotaban con el vientre hacia arriba. Junto a ellos había la colilla de un cigarrillo.

 

Te daré una prueba más. En una ocasión, Evans te envió un mensaje cifrado, pero la contraseña cambió y él murió antes de hacerte llegar la nueva. A día de hoy, sigues sin haber podido leer el mensaje. Ahora te diré la contraseña: CAMEL, como la marca del cigarrillo con que has envenenado a tus peces.

 

El segundo desvallador se apresuró a abrir su ordenador portátil, pero antes de que este se hubiera encendido, ya estaba llorando a lágrima viva.

—¡Señor! ¿Es usted de verdad? —preguntaba entre sollozos—. ¿Es usted de verdad?

El ordenador localizó el citado correo y abrió el archivo adjunto en el lector específicamente creado para ello por la Organización Terrícola-trisolariana. De inmediato apareció una ventana, introdujo la contraseña y por fin pudo ver el texto. Pero fue incapaz de leerlo sin alterarse.

—¡Señor! ¡Realmente es usted! ¡Mi Señor! —exclamó arrebatado, de rodillas y dando golpes en el suelo con la cabeza. Después, algo más calmado pero con los ojos aún arrasados en lágrimas, miró hacia arriba y añadió—: ¡No nos avisaron de la redada que nos preparaba la policía el día de la reunión! ¡Ni de la trampa que iban a tendernos en el canal de Panamá! ¿Por qué nos abandonaron de esa forma?

 

Os teníamos miedo.

 

—¿Todo porque nuestros pensamientos no son transparentes? ¡Pero si no tienen nada que temer! ¡Justamente todas esas habilidades de las que ustedes carecen (ya sea fingir, engañar, confundir) son las que ponemos a su servicio!

 

No estamos seguros de que eso sea verdad. Y aun suponiendo que lo fuera, no bastaría para eliminar nuestra reticencia. La Biblia menciona un animal: la serpiente. Si un día, una se presentara ante ti para ponerse a tu servicio, ¿dejaría de producirte miedo o asco?

 

—Si me dijera la verdad, trataría de superar mi aversión y aceptaría su ayuda.

 

No sería fácil.

 

—No, claro. Además, es cierto que a ustedes ya los mordió la serpiente una vez. A partir del momento en que fue posible la comunicación mediante notificaciones en tiempo real, deberían haber dejado de responder tan detalladamente a todas las preguntas que les hicimos: desde el relato de cómo recibieron la primera señal sobre la existencia de la humanidad, hasta los pormenores que rodean la construcción de un sofón. Al principio nos costó comprender por qué, si ya no se estaban comunicando mediante visualización transparente del pensamiento, no eran más selectivos con la información que revelaban.

 

Esa opción existía, pero de todos modos hubiéramos ocultado mucho menos de lo que imaginas. Lo cierto es que en nuestro mundo existen formas de comunicación, especialmente a partir de la era de la tecnología, que no emplean la visualización transparente del pensamiento. Sin embargo, la transparencia de pensamiento se ha convertido en una convención social y cultural. Es posible que no podáis entenderlo, igual que nos pasa a nosotros con algunas cosas de vuestro mundo.

 

—Me cuesta concebir que el engaño y la mentira no existan en su mundo...

 

Existen, pero son mucho menos sofisticados que en el vuestro. Por ejemplo, en nuestras guerras los bandos enfrentados pueden tratar de camuflarse, pero si un enemigo sospecha y pregunta abiertamente, lo más frecuente es que se le diga la verdad.

 

—Increíble.

 

Vosotros nos parecéis igualmente increíbles a nosotros. Tienes un libro en tu estantería que se llama... ¿Historia de los Tres Reinos?3

 

El Romance de los Tres Reinos. A usted le costaría entenderlo...

 

Lo entiendo en parte... igual que si fuera un tratado de matemáticas: para hacerme una idea general, hay que ponerle un enorme esfuerzo mental y no poca imaginación.

 

—La verdad es que ningún otro libro ha elevado la intriga y la conspiración humanas a cotas tan altas.

 

Pero para nuestros sofones, el mundo de los humanos es transparente.

 

—A excepción de sus pensamientos.

 

Cierto. Los sofones son incapaces de leer el pensamiento.

 

—Supongo que conoce el Proyecto Vallado.

 

Mejor que tú. Está a punto de activarse. Es la razón por la que hemos acudido a ti.

 

—¿Qué le parece?

 

Lo mismo que la serpiente.

 

—Pero en la Biblia, la serpiente ayuda al hombre a obtener el conocimiento. El Proyecto Vallado planea construir uno o varios laberintos que a ustedes les resultarán casi imposibles de superar. Nosotros podemos ayudarles a salir de ellos.

 

La opacidad de sus pensamientos no contribuye más que a reafirmarnos en nuestra decisión de exterminar a la raza humana. Ayudadnos a eliminarla y luego os eliminaremos a vosotros.

 

—Mi Señor, los términos en que se expresa pueden resultar problemáticos. A usted tal vez no le sorprenda su estilo tan directo, pero en nuestro mundo, incluso cuando uno expresa lo que de verdad piensa, siempre debe hacerlo de un modo adecuadamente eufemístico según cada situación. Por ejemplo, aunque lo que acaba de decir encaja a la perfección con los ideales de la Organización, expresado de forma tan directa podría provocar el rechazo de algunos de nuestros miembros y tener consecuencias inesperadas. Es posible que nunca lleguen a aprender a comunicarse de esta forma, pero vale la pena que lo intenten.

 

Para nosotros, la expresión de pensamientos deformados es precisamente lo que convierte el intercambio de información en la sociedad humana, sobre todo en su literatura, en un laberinto enrevesado... Tengo entendido que la Organización Terrícola-trisolariana se encuentra al borde del colapso.

 

—¡Eso es porque nos abandonaron! Sufrimos dos golpes muy duros en muy poco tiempo. Ahora, tras la desintegración de la facción redencionista, solo los adventistas siguen estando organizados. Seguro que usted ya lo sabe, pero el peor daño causado fue el psicológico. Su abandono puso a prueba la devoción que los miembros de la Organización sentimos por nuestro Señor. ¡A fin de mantenerla, necesitamos desesperadamente su ayuda!

 

No podemos daros tecnología.

 

—No hace falta. Nos basta con que vuelvan a transmitirnos información a través de los sofones.

 

No habrá ningún inconveniente, pero antes es preciso que la Organización cumpla la orden que acabas de leer. Notificamos la misión a Evans antes de que muriera, y él te la encomendó a ti, pero por culpa de la contraseña no pudiste leer el mensaje.

 

El desvallador recordó entonces el mensaje que acababa de desencriptar y lo leyó con atención.

 

¿Verdad que no es una tarea difícil?

 

—No. Pero ¿es tan importante?

 

Antes era importante. Ahora, con el Proyecto Vallado, es fundamental.

 

—¿Por qué?

El texto tardó un rato en volver a aparecer.

 

Evans sabía por qué, pero al parecer no se lo contó a nadie. E hizo bien. Se trata de un hecho afortunado, porque ahora no tenemos que contarte nada más.

 

El desvallador no cupo en sí de alegría.

—¡Señor, acaba usted de aprender a ocultar información! ¡Qué gran progreso!

 

Evans nos enseñó mucho, pero aún nos queda un largo camino por recorrer. Según él, tenemos el nivel de uno de vuestros niños de cinco años. Para cumplir la misión que él te encomendó, hay que usar una de las estrategias que somos incapaces de aprender.

 

—¿Se refiere a esta estipulación? «A fin de no llamar la atención, no debes dejar que se sepa que la Organización está detrás.» Bueno, si se trata de un objetivo importante, el requerimiento es lógico.

 

A nosotros nos resultaría complicado.

 

—Muy bien. Seguir el plan conforme a los deseos de Evans. ¡Mi Señor, vamos a demostrarle hasta dónde llega nuestra devoción!

 

 

En un rincón remoto del vasto océano de información que es internet, había otro rincón aún más remoto, y en un rincón remoto de aquel rincón aún más remoto había un rincón más remoto que ningún otro, en cuyas profundidades reapareció cierto mundo virtual.

En su gélido y extraño amanecer no se hallaba pirámide alguna. Tampoco la sede de la ONU ni ningún péndulo: únicamente una vasta extensión vacía de aspecto sólido, que parecía un gigantesco bloque de metal congelado.

El rey Wen de los Zhou apareció en el horizonte. Harapiento y con una deslustrada espada de bronce en la mano, tenía la cara tan sucia y arrugada como la pelliza con que se cubría. Sus ojos, en cambio, a causa de la luz del sol naciente que se reflejaba en ellos, rezumaban energía.

—¿Hay alguien ahí? —gritó—. ¿Hay alguien?

La inmensidad ahogaba su voz. Al cabo de un rato gritando, se sentó pesadamente en el suelo y aceleró el paso del tiempo. Vio que los soles se convertían en estrellas fugaces, luego que estas volvían a transformarse en soles. Los soles de las eras estables cruzaban el cielo de aquí para allá, como si fueran péndulos de un reloj, y los días y las noches de las eras caóticas parecían convertir al mundo en un inmenso escenario con la luz descontrolada. Pese a todo, aun acelerando el paso del tiempo, no consiguió que nada cambiara: aquel seguía siendo el mismo paisaje yermo, metálico y eterno. Entonces las tres estrellas volvieron a danzar por el cielo, y el rey Wen quedó convertido en un gran pilar de hielo. Cuando una de ellas se transformó en sol y le pasó por encima, el hielo que lo aprisionaba se derritió al instante y su cuerpo quedó envuelto en llamas.

Justo antes de terminar convertido en ceniza, soltó un hondo suspiro y desconectó.

 

 

Treinta oficiales de los ejércitos de tierra, mar y aire mantenían la vista fija en aquella insignia que flotaba sobre el intenso color rojo de la pared: una estrella de plata de la que surgían, como espadas afiladas, cuatro rayos que trazaban sendas diagonales y quedaban flanqueados por los caracteres chinos correspondientes a los números ocho y uno. Era la insignia de la fuerza espacial china.

El general Chang Weisi les indicó que tomaran asiento. Tras quitarse la gorra y colocarla justo en el centro de la mesa de conferencias, anunció:

—La ceremonia que marque oficialmente la creación de la fuerza espacial tendrá lugar mañana por la mañana. Será entonces cuando se les haga entrega de los uniformes y los galones. Sin embargo, camaradas, desde este mismo momento podemos considerarnos parte de una misma rama del ejército.

Los presentes se miraron unos a otros advirtiendo que, de los treinta, quince llevaban uniforme de la marina, nueve del ejército del aire y seis del de tierra. Cuando volvieron a observar al general, les costó disimular su desconcierto.

El general sonrió y dijo:

—Están pensando que el número de convocados no es proporcional, ¿verdad? Tengan en cuenta que la futura fuerza espacial no se parecerá en nada a lo que hoy es nuestro programa aeroespacial. Las naves espaciales del futuro serán mucho más grandes que los portaaviones actuales, y su tripulación también, mucho más numerosa. La guerra se luchará en resistentes plataformas de combate de alto tonelaje y los combates se parecerán más a un enfrentamiento naval que a uno aéreo, con campos de batalla tridimensionales. Por ello, la rama espacial del ejército debe nutrirse, en su mayoría, de miembros de la marina. Sé que todos daban por sentado que casi todo el personal procedería de las fuerzas aéreas, lo cual significa que nuestros camaradas de la marina no han podido prepararse mentalmente. Es preciso que se adapten en el menor tiempo posible.

—Para nosotros es una completa sorpresa, general —dijo Zhang Beihai.

A su lado, sentado con la espalda muy recta y sin moverse un ápice de su asiento, estaba Wu Yue. Pese a su gesto hierático, Zhang vio que algo se había apagado en sus simétricos ojos.

El general asintió.

—En realidad, el ejército de la marina está mucho más cerca del espacio de lo que puedan creer. Hablamos de navegar por el espacio y no de volar por él, ¿no es así? Eso es, porque en el imaginario colectivo, el océano y el espacio han estado siempre relacionados.

Ese comentario relajó el ambiente en la sala.

—Camaradas —prosiguió el general—, ahora mismo los treinta y un presentes somos los únicos integrantes de esta nueva rama del ejército. En cuanto a la futura flota espacial, se están realizando las investigaciones básicas necesarias para avanzar en todas las disciplinas pertinentes, poniendo especial énfasis en la construcción de un ascensor espacial y de motores de fusión para naves aeroespaciales de gran escala. Pero esa no es la tarea que ocupará a la fuerza espacial. Nuestra misión es establecer un marco teórico para la guerra espacial. Pese a la dificultad que entraña dicha tarea, pues nuestros conocimientos sobre el asunto parten de cero, debemos entregarnos a ella porque esa será la base que lo determinará todo sobre nuestra futura flota espacial. Durante una fase preliminar, la fuerza espacial funcionará más bien como una especie de academia militar, y nuestra primordial tarea será organizarla, para lo cual trataremos de reclutar el mayor número posible de investigadores y académicos.

Chang se puso en pie y se dirigió hasta la insignia. Cuando estuvo frente a ella, pronunció unas palabras que los presentes recordarían el resto de sus vidas:

—Camaradas, la fuerza espacial tiene ante sí un arduo camino. Según las predicciones iniciales, tardaremos unos cincuenta años en completar la investigación básica necesaria en todas las disciplinas. A partir de entonces, habrá que esperar otros cien años hasta que la tecnología necesaria para hacer viajes espaciales sea una realidad. Después de eso, pasado el período inicial de construcción, la flota espacial requerirá otro siglo y medio hasta poder alcanzar la escala prevista. En resumen, la fuerza espacial no llegará a su plenitud hasta después de haber sido creada. Estoy seguro de que entienden lo que eso implica: ninguno de nosotros viajará al espacio, ni tampoco verá con sus propios ojos la que termine siendo nuestra flota espacial. De hecho, es probable que ni siquiera lleguemos a ver un modelo viable de nave espacial. La primera generación de oficiales que la tripule no nacerá hasta dentro de dos siglos, y tendrán que pasar otros dos siglos y medio para que la flota de la Tierra se enfrente a los invasores alienígenas. A bordo de las naves que la integren viajará nuestra decimoquinta generación de descendientes.

Todos guardaron un largo silencio. Ante ellos se extendía una plúmbea y prolongada travesía en el tiempo, que se perdía en las brumas del futuro. Si bien era cierto que no alcanzaban a ver su destino final, desde allí les llegaban el resplandor de las llamas y el color de la sangre. Nunca antes habían lamentado la brevedad de la vida humana. Sus corazones se unían a través del tiempo con los de sus descendientes para perderse en un torrente de sangre y fuego en mitad del gélido frío del espacio; ese lugar donde, tarde o temprano, acababan reuniéndose las almas de todos los soldados.

 

 

Tal y como solía hacer cuando regresaba, Miao Fuquan invitó a Zhang Yuanchao y a Yang Jinwen a echar un trago en su apartamento. La sichuanesa había cubierto la mesa de viandas. Mientras las degustaban, Zhang le preguntó a Miao cómo le había ido en el banco esa mañana.

—¿No os habéis enterado? —respondió Miao—. Los bancos estaban hasta los topes... ¡La gente se amontonaba frente a las ventanillas!

—¿Y el dinero, qué? —preguntó Zhang.

—Solo he conseguido sacar una parte, el resto está congelado. ¡Hay que fastidiarse!

—Bueno, seguro que esa parte no es ninguna minucia —dijo Zhang—. Un solo pelo de tu cabeza vale más que todo lo que tenemos este y yo juntos...

—En las noticias —intervino Yang— han dicho que cuando disminuya la histeria colectiva el gobierno empezará a descongelar las cuentas, que primero quizá sea cosa de un determinado porcentaje pero que al final todo volverá a la normalidad.

—Eso espero —dijo Zhang—. El gobierno se equivocó al declarar tan pronto el estado de guerra, porque hizo que la gente entrara en pánico. Ahora todo el mundo solo piensa en el beneficio propio. ¿Cuántas personas conocéis preocupadas por la defensa de la Tierra de aquí a cuatrocientos años?

—El problema no es ese —añadió Yang—. Lo vengo diciendo: ¡una tasa de ahorro tan alta como la de China es una bomba de relojería! Ahorrando tanto e invirtiéndose tan poco en seguridad social, la gente acaba dependiendo de lo que tiene en el banco... ¡Es normal que cunda el pánico a la mínima!

—¿Tú cómo crees que será esta economía de guerra? —le preguntó Zhang.

—Todo esto ha aparecido muy deprisa. Nadie tiene todavía una visión completa de la situación. Las nuevas políticas económicas aún se están diseñando, pero una cosa está clara: vienen tiempos difíciles.

—¡Bah! —exclamó Miao—. No serán peores que los que sufrió nuestra generación. Volveremos a estar como en los sesenta, eso es todo.

—Me da pena por los jóvenes —dijo Zhang, vaciando el vaso.

En ese momento el televisor empezó a emitir una música que hizo que los tres volvieran la vista hacia el aparato. Esa sintonía se había vuelto muy familiar en aquellos tiempos, y lograba que todo el mundo dejara lo que estuviera haciendo para prestar atención. Así empezaba cada uno de los boletines de última hora que solían interrumpir la programación habitual. Como bien recordaban los tres ancianos, esos cortes habían sido frecuentes tanto en radio como en televisión antes de la década de 1980, pero desaparecieron durante el largo período de paz y prosperidad que siguió.

 

—Según nuestro enviado especial en Naciones Unidas —dijo el locutor—, un portavoz de dicha organización acaba de anunciar en rueda de prensa la próxima celebración de una Sesión Especial de su Asamblea General, que se centrará en el problema del Escapismo. Dicha sesión estará organizada conjuntamente por los miembros permanentes del Consejo de Defensa Planetaria y tendrá como objetivo alcanzar un consenso internacional para afrontar el fenómeno del Escapismo y fomentar la promulgación de leyes internacionales que lo regulen.

»Repasemos ahora la historia del Escapismo hasta la fecha. El fenómeno surge con la Crisis Trisolariana. Su argumento principal es que, dado el estancamiento forzoso a que se ve sometido el progreso de la ciencia humana, carece de sentido emplear cuatro siglos y medio en idear un plan de defensa de la Tierra o del Sistema Solar. Teniendo en cuenta la limitada evolución que podrá experimentar la tecnología en ese tiempo, sería mucho más realista plantearse el objetivo de construir naves espaciales que permitieran a una pequeña parte de la raza humana escapar al espacio exterior, y así evitar su completa extinción.

»El Escapismo baraja tres posibles destinos. El primero es el llamado Nuevo Mundo, y obligaría a rastrear el universo en busca de un mundo que pudiera ser habitado por la humanidad. Aunque se trata de la opción ideal, para ello se tendrían que alcanzar velocidades de navegación muy altas, y el viaje sería previsiblemente muy largo. Dado el nivel tecnológico real que la humanidad puede alcanzar durante la presente Era Crítica, resulta una posibilidad muy improbable.

»La segunda opción consistiría en fundar una civilización nómada, es decir, que la humanidad fijara su residencia permanente en las naves que le habrían servido para escapar y permaneciera en un viaje eterno. Esta vía entrañaría las mismas dificultades que la del Nuevo Mundo, pero pondría el énfasis en la necesidad de potenciar aquellas tecnologías relacionadas con la creación de ecosistemas cerrados. Sin embargo, nuestro nivel tecnológico actual es insuficiente para fabricar una nave generacional que cuente con biosfera propia.

»En tercera instancia, se contemplaría hallar refugio de forma temporal. Solo después de que Trisolaris haya completado su despliegue por el Sistema Solar, se buscarían ciertas interacciones entre su sociedad y la de los humanos que hayan logrado escapar al espacio exterior. Trabajando por la paulatina mejora de las relaciones entre ambos, podría llegar el día en que se permitiera al conjunto de la humanidad, para entonces reducido a una escala menor que la actual, su regreso al Sistema Solar para convivir con los trisolarianos. Aunque, a día de hoy, este sea el plan más realista, su ejecución depende de un gran número de variables.

»Al poco de aparecer el Escapismo, medios de todo el mundo informaron de que Estados Unidos y Rusia, dos líderes en tecnología espacial, habían comenzado a diseñar en secreto sendos planes de escape. Pese a que los dos gobiernos negaron categóricamente su existencia, el clamor popular creó un movimiento internacional por la socialización de la tecnología. En la tercera Sesión Especial de la Asamblea de las Naciones Unidas, celebrada desde el comienzo de la Crisis Trisolariana, un grupo de países en desarrollo pidieron formalmente que Estados Unidos, Rusia, Japón, China y la Unión Europea difundieran sus conocimientos tecnológicos de forma libre y sin restricciones y los compartieran con ellos de forma gratuita. De ese modo, todas las naciones del mundo estarían en igualdad de condiciones a la hora de afrontar la crisis.

»Los partidarios del movimiento por la socialización de la tecnología suelen mencionar como precedente el abusivo sistema de patentes del que varias empresas farmacéuticas se servían a principios de siglo para imponer a los países africanos precios exorbitantes por la fabricación de tratamientos de última generación para el sida. Fue un caso muy sonado que nunca llegó a juicio porque las farmacéuticas, presionadas por la opinión pública, y ante la rápida proliferación de la enfermedad en el continente, aceptaron renunciar a sus patentes. Ante una crisis tan grave como la que amenaza la Tierra, la apertura de la tecnología por parte de los países avanzados supondría un ejercicio de responsabilidad.

»A pesar de que el movimiento por la socialización de la tecnología ha recibido el apoyo unánime de los países en vías de desarrollo (e incluso el de algunos países miembro de la Unión Europea), lo cierto es que todas las iniciativas presentadas hasta la fecha ante Naciones Unidas han sido rechazadas. Durante la quinta Sesión Especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas, Estados Unidos y Gran Bretaña vetaron una propuesta de socialización tecnológica limitada, presentada conjuntamente por China y Rusia. El gobierno estadounidense tachó la iniciativa de inocente, alegando que jamás una forma de socialización tecnológica será viable. Asimismo, añadió que su máxima prioridad, solo después de la seguridad planetaria, es la seguridad nacional de su país. El fracaso de la propuesta de socialización limitada de la tecnología ha causado, además de disputas entre las grandes potencias tecnológicas, la cancelación de los planes para establecer una fuerza espacial internacional.

»Entre las muchas y graves consecuencias del fracaso del movimiento por la socialización de la tecnología, se encuentra la desilusión sufrida por muchos al darse cuenta de que, incluso enfrentados a la grave amenaza que supone la Crisis Trisolariana, la pretendida unidad de los seres humanos continúa siendo un objetivo lejano.

»El movimiento por la socialización de la tecnología fue fundado por partidarios del Escapismo. Solo cuando la comunidad internacional consensúe una postura común con que enfrentarse a ella, podrán empezar a curarse las heridas abiertas entre los países ricos y pobres.

»En estas circunstancias se celebrará la próxima Sesión Especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas...

 

—Por cierto —dijo Miao Fuquan—, eso me recuerda aquel asunto por el que os llamé el otro día... Me confirman que es de fiar.

—¿Qué asunto?

—¡Sí, hombre, lo del fondo para el escape!

—¿Cómo puedes caer en un timo así, Lao Miao? —exclamó Yang, consternado—. No te hacía tan iluso...

—Qué va, qué va... —dijo Miao, bajando la voz y mirándolos a los ojos—. El muchacho se llama Shi Xiaoming, he comprobado sus credenciales por varias vías. El padre, Shi Qiang, fue jefe de la unidad antiterrorista municipal y ahora trabaja en el Departamento de Seguridad del Consejo de Defensa Planetaria. Al parecer, es una figura importante en la lucha contra la Organización Terrícola-trisolariana. Aquí tengo su teléfono, podéis comprobarlo vosotros mismos.

Zhang y Yang se limitaron a mirarse el uno al otro.

—Bueno, ¿y qué, si es verdad? —dijo Yang al fin, sonriendo mientras agarraba la botella para volver a llenarse el vaso—. Aunque realmente exista ese fondo, a mí me da lo mismo, porque no podré permitírmelo.

—Exacto. Esas cosas las hacen para vosotros, los ricos —apostilló Zhang con voz pastosa.

—¡Pues como realmente funcione así, los del gobierno son un hatajo de inútiles! —exclamó Yang, de pronto indignado—. Quienes deberían tener la oportunidad de escapar son nuestros descendientes, y de estos, los que valgan más, una élite selecta de la especie... ¿De qué coño sirve dársela a los que paguen más dinero? ¿Qué se consigue con eso?

—No hace falta que disimules, Lao Yang —gritó Miao, señalándolo con un dedo acusador—, puedes decirlo a las claras: ¡Lo que tú quieres es que los que se salven sean tus descendientes! Como tu hijo y tu nuera, doctores en ciencias, y, por tanto, miembros de la élite intelectual, de la cual en el futuro muy probablemente tus nietos y bisnietos también formen parte, ¿no? —Alzó el vaso en gesto congratulatorio—. Pero desde otro punto de vista, partiendo de la base de que ningún ser humano está por encima de otro (y que tenemos derecho a ser considerados iguales), ¿por qué motivo hay que regalarles nada a las élites?

—¿Regalarles?

—¡En esta vida no hay nada gratis! Todo tiene un precio que se paga con dinero; es lo lógico y natural. E igual de lógico y natural es que yo me gaste el mío asegurando un futuro a los Miao.

—¿Por qué comerciar también con eso? Los que se salven tendrán la responsabilidad de continuar con la civilización humana, así que es obvio que deberían constituir una élite seleccionada. Enviar a un puñado de ricachones al espacio... ¡Ja! ¿Qué se consigue con eso?

A Miao se le borró la sonrisa irónica que había exhibido hasta el momento.

—Llevo ya demasiado tiempo aguantando tus desprecios —dijo mientras apuntaba a Yang con un grueso dedo—. ¡No importa el dinero que pueda llegar a ganar, para ti siempre seré un paleto venido a más! ¿A que sí?

—¿Y qué pensabas, si no? —le espetó Yang, envalentonado por el alcohol.

Miao Fuquan dio un manotazo en la mesa y se levantó.

—Yang Jinwen, si crees que voy a aguantar de brazos cruzados tu mala baba...

Entonces fue Zhang el que dio un manotazo en la mesa, con tanta fuerza que volcó los tres vasos e hizo gritar a la sichuanesa, que se acercaba con un plato en las manos.

—¡Muy bien! —Zhang señaló alternativamente a Yang y a Miao Fuquan—. Tú eres de lo más ilustre y escogido de la especie y estás podrido de dinero... ¿Y qué coño soy yo? ¡Un pobre trabajador! Da lo mismo que mi estirpe se trunque, ¿verdad?

Resistiendo el impulso de tumbar la mesa, dio media vuelta y se marchó. Yang fue tras él.

 

 

El segundo desvallador estaba depositando, con el mayor cuidado, un pez dorado en su pecera. Al igual que Evans, disfrutaba de la soledad tanto como necesitaba la compañía de seres distintos a los humanos. A menudo hablaba con sus peces como si fueran trisolarianos: dos formas de vida a las que deseaba una plácida y prolongada estancia en el planeta Tierra. Justo entonces apareció un texto ante sus ojos.

 

He estado leyendo El Romance de los Tres Reinos, y es tal y como me dijiste: el engaño y la mentira son todo un arte, como los dibujos de la piel de una serpiente.

 

—Mi Señor, de nuevo menciona a la serpiente.

 

Cuanto más hermosos son los dibujos de su piel, más imponente resulta su aspecto. Antes nos daba igual que la humanidad escapase, siempre y cuando se mantuviera alejada del Sistema Solar. Ahora queremos impedir su huida. Es extremadamente peligroso permitir que un enemigo cuyos pensamientos son del todo opacos se pierda en el cosmos.

 

—¿Tienen pensado algún plan específico?

 

La flota ha modificado su estrategia. Cuando alcancen el cinturón de Kuiper, las naves se desplegarán para rodear el Sistema Solar.

 

—Pero si la humanidad decide realmente escapar, cuando llegue la flota ya será demasiado tarde.

 

En efecto. Por eso necesitamos vuestra ayuda. La próxima misión de la Organización es frustrar o retrasar los planes de fuga de la humanidad.

 

El desvallador esbozó una sonrisa.

—Mi Señor, en realidad no hay razón para preocuparse. Nunca se producirá una huida a gran escala de la humanidad.

 

Incluso con el reducido margen para el desarrollo tecnológico que existe actualmente, la humanidad podría llegar a construir naves generacionales.

 

—El mayor obstáculo no es la tecnología.

 

¿Lo son las disputas entre países? Es muy posible que, en la próxima Sesión Especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas, resuelvan el problema. Incluso si no lo consiguen, los países desarrollados pueden permitirse ignorar la oposición de los países en vías de desarrollo y forzar la aprobación de un plan.

 

—El mayor obstáculo por superar tampoco son las disputas entre países.

 

¿Cuál es, entonces?

 

—Las disputas entre personas. Dirimir quién se va y quién se queda.

 

A nosotros no nos parece que eso sea un problema.

 

—Lo mismo pensábamos nosotros al principio, pero al final se ha convertido en un escollo insuperable.

 

¿Podrías explicar el motivo?

 

—Aun habiéndose familiarizado con la historia de los humanos, es posible que le cueste entender lo siguiente: decidir quién se va y quién se queda requiere usar valores humanos fundamentales, valores que en el pasado sirvieron para fomentar el progreso de las sociedades humanas pero que ahora, enfrentados a un desastre inminente, forman una trampa. De momento, casi toda la humanidad sigue ignorando lo profunda que es esa trampa, pero créame, mi Señor: no hay humano que pueda escapar de ella.

 

 

—Usted tranquilo, no tiene por qué decidirse ahora mismo —le decía Shi Xiaoming, quien con una sonrisa en el rostro era la viva imagen de la honestidad, a Zhang Yuanchao—. A mí ya no me queda nada más que decirle. Ya me lo ha preguntado todo, pero entiendo que se trata de una suma considerable.

—No, si no es eso, es... Hay quien duda de que el plan exista de verdad. En la tele han dicho...

—No haga caso de lo que digan en la tele. Hace dos semanas, el portavoz del gobierno negó que fueran a congelarse las cuentas de nadie y mire ahora... Piénselo con un poco de lógica: si usted, que es una persona normal y corriente, ya está preocupado por la continuidad de su estirpe, imagínese cómo se sentirán el presidente y el premier. ¡No le quepa la menor duda de que están haciendo lo posible para asegurar la supervivencia del pueblo chino! Y Naciones Unidas lo mismo, pero por la raza humana en su conjunto. Esta Sesión Especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas se celebrará cuando se haya trazado el plan de cooperación internacional que inaugure oficialmente el Plan de Escape de la Humanidad. Se trata de un asunto de la mayor urgencia.

—Visto así, no te falta razón... —Zhang asintió—. Pero de todos modos, sigue pareciéndome que aún falta mucho para todo este asunto de la huida... ¿De verdad debe preocuparme?

—Señor Zhang, en eso está usted muy equivocado, ¡no sabe hasta qué punto! ¿Que todavía falta mucho, dice? ¡Pues falta menos de lo que se cree! ¿O acaso piensa que las naves no despegarán hasta dentro de trescientos o cuatrocientos años? De ser así, la flota trisolariana les alcanzaría sin problemas.

—¿Y cuándo zarparán, entonces?

—Antes me ha dicho que muy pronto será usted abuelo, ¿verdad?

—Sí.

—Pues su nieto las verá despegar.

—¿Mi nieto viajará a bordo de una de esas naves?

—No, eso es imposible. Pero el nieto de él, sí.

—Entonces estamos hablando de... —Zhang hizo una pausa para calcular, y luego añadió—: Unos setenta u ochenta años.

—Algo más. Estando como estamos en tiempos de guerra, muy probablemente el gobierno revisará las políticas de natalidad para, además de restringir el número de hijos por familia, retrasar la edad a la que se tienen, de modo que la distancia entre generaciones será de unos cuarenta años. Las naves despegarán dentro de unos ciento veinte años.

—Sigue siendo pronto. ¿Estarán listas a tiempo?

—Pues claro. Piense, si no, en cómo eran las cosas hace ciento veinte años: todavía gobernaba la dinastía Qing y se tardaba más de un mes en ir de Pekín a Hangzhou; para llegar a su residencia estival, el emperador tenía que pasar días enteros encerrado en su palanquín y soportando el traqueteo. En cambio, hoy en día, se tarda tres días en viajar de la Tierra a la Luna. La gran velocidad a la que avanza la tecnología hace que el ritmo de nuestro desarrollo se acelere constantemente. Si a eso le añadimos que ahora el mundo entero está destinando la mayor parte de sus recursos al desarrollo de la tecnología aeroespacial, qué duda cabe de que dentro de ciento veinte años las naves estarán terminadas.

—Pero ¿no son muy peligrosos los viajes espaciales?

—No seré yo quien lo niegue, ¡pero para entonces quedarse en la Tierra también lo será! Mire cómo está cambiando todo. La economía del país está centrada en construir una flota espacial, que no es un producto comercial y, por tanto, no reportará ni un céntimo de beneficio. La vida de la gente empeorará. Ahora añádale el enorme número de habitantes de nuestro país; muy pronto el mero hecho de tener comida suficiente será un problema. Y luego mire la situación a nivel internacional: los países ricos se niegan a socializar su tecnología, mientras los más pobres, que carecen de medios para escapar, no se rinden... ¿Ha visto cómo amenazan con retirarse del Tratado de No Proliferación? Y en el futuro aún podrían recurrir a medidas más drásticas. ¡Quién sabe, igual dentro de ciento veinte años, mucho antes de que llegue la flota extraterrestre, el mundo entero esté en guerra! Nadie puede predecir qué clase de vida tendrá la generación de sus bisnietos. Además, las naves del escape no serán como usted se imagina, nada que ver con la Shenzhou ni con la Estación Espacial Internacional. Serán enormes, del tamaño de una pequeña ciudad, y contarán con ecosistema propio, como si fueran una Tierra en miniatura. La humanidad podrá vivir en ellas de forma indefinida, sin necesidad de recurrir al abastecimiento externo. Ah, y lo que es más importante: contarán con sistema de hibernación. Esto es algo que ya somos capaces de hacer. Los pasajeros pasarán la mayor parte de su tiempo a bordo y en estado de hibernación, donde un siglo puede resultar tan breve como un día, hasta que realmente se alcance un nuevo mundo o se llegue a un acuerdo con los trisolarianos que nos permita volver al Sistema Solar; solo entonces despertarán. ¿No le parece una vida mucho más placentera que la que tendrían si se quedaran a sufrir en la Tierra?

Zhang Yuanchao reflexionó en silencio.

—Para serle del todo sincero —añadió Shi Xiaoming—, los viajes espaciales son peligrosos, claro. Nadie puede predecir qué clase de amenazas nos aguardan ahí fuera. Soy consciente de que usted hace todo esto con el objetivo de asegurar la continuidad de su apellido, pero tampoco debe preocuparle tanto...

Zhang lo miró como si acabara de pincharlo.

—¿Por qué los jóvenes siempre decís ese tipo de cosas? ¡Cómo no voy a preocuparme!

—No, no, déjeme terminar, por favor. Lo que quería decir es que incluso si no se planteara enviar a sus descendientes al espacio a bordo de naves, seguiría valiendo la pena, se lo garantizo. En cuanto esté disponible para el público general, su precio subirá. ¡No sabe usted la cantidad de ricos que hay por ahí! Cada vez hay menos áreas en las que invertir, y la acumulación de bienes se ha ilegalizado. Encima, cuanto más dinero uno tiene, más piensa en preservar el legado familiar..., así que imagínese lo popular que será este producto...

—Sí, es verdad.

—Créame, señor Zhang. Este fondo para el escape aún se encuentra en fase preliminar, y somos muy pocos los comerciales autorizados a venderlo. En realidad, ¡no sabe usted cuánto me costó que me incluyesen! En fin, si se decide, llámeme y le ayudaré con los papeles.

Una vez Shi Xiaoming se hubo marchado, Zhang salió al balcón a mirar el cielo, algo difuminado sobre el halo de resplandor de la ciudad.

«Pobrecitos míos... —pensó—. ¿Realmente el abuelo nos mandará allá, donde reina la noche eterna?»

 

 

La siguiente vez que el rey Wen de los Zhou pisó el desolado mundo de Tres Cuerpos estaba apareciendo un sol minúsculo. Aunque el calor que transmitía era más bien escaso, su luz logró alumbrar aquel desierto. No se veía ni un alma en los alrededores.

—¿Hay alguien ahí? —gritó el rey Wen—. ¿Hay alguien?

Los ojos se le iluminaron cuando vio que un jinete se aproximaba al galope desde el horizonte. Al advertir, a pesar de la distancia, que se trataba de Newton, echó a correr hacia él gritando y agitando los brazos frenéticamente. Newton lo alcanzó enseguida y detuvo el caballo.

—¿Por qué gritas tanto? —le preguntó mientras descabalgaba y se enderezaba la peluca—. Y ¿puede saberse quién ha vuelto a abrir este condenado sitio? —Señaló a su alrededor.

—¡Camarada, escúchame! —imploró, ansioso, el rey Wen, cogiéndolo de las manos—. ¡Nuestro Señor no nos ha abandonado! Bueno, sí, lo había hecho, pero con motivos, y ahora va a necesitarnos; va a...

—Todo eso ya lo sé —lo interrumpió Newton, zafándose de él con impaciencia—. Los sofones también han contactado conmigo.

—Entonces nuestro Señor ha contactado con varios de nosotros a la vez... ¡Fantástico! ¡Así jamás ningún miembro de la Organización volverá a monopolizar las comunicaciones!

—Pero ¿es que sigue existiendo la Organización? —preguntó Newton, secándose el sudor de la frente con un pañuelo.

—Claro que sí, solo que, después del ataque global, la facción de los redencionistas quedó desintegrada y los supervivencialistas se escindieron para formar una fuerza independiente. Ahora solo quedamos los adventistas.

—Entonces, el ataque consiguió purificar la Organización... Eso es bueno.

—Sé que el hecho de que estés aquí significa que eres adventista, pero te veo poco informado. ¿Es que vas por libre?

—He contactado con un único camarada y se limitó a darme esta página web sin contarme nada más. Es un milagro que consiguiese escapar con vida del ataque global...

—Tus dotes de escapista quedaron de sobra demostradas en la era de Qin Shi Huang...

Newton miró alrededor.

—¿Esto es seguro?

—Del todo. Estamos en la parte más profunda de un laberinto de varios niveles; es casi imposible descubrirlo. Y en el supuesto de que alguien consiguiera entrar, de todos modos sería incapaz de determinar la ubicación de los usuarios. Después del ataque, y por cuestiones de seguridad, cada rama de la Organización actúa de forma independiente y mantiene el mínimo contacto posible con las demás, así que necesitamos un nuevo lugar de reunión que haga de zona intermedia para los miembros nuevos. Esto es infinitamente más seguro que el mundo real.

—¿Te has fijado en que el número de ataques a la Organización en el mundo real ha disminuido?

—Son muy astutos —contestó el rey Wen—. Saben que la Organización es su única fuente de inteligencia sobre nuestro Señor y también su única oportunidad, por remota que sea, de hacerse con la tecnología que Él nos proporcione; por eso permiten que continúe existiendo a cierta escala. Pero yo creo que se arrepentirán.

—Nuestro Señor no es ni la mitad de astuto. Dudo de que comprenda siquiera el concepto de astucia...

—Por eso nos necesita, lo cual hace que la existencia de la Organización sea valiosa. Hay que informar a todos nuestros camaradas lo antes posible.

—Está bien —dijo Newton, dándole la espalda mientras volvía a montar en su caballo—, ahora tengo que irme. No puedo quedarme más tiempo hasta que confirme que este sitio es realmente seguro.

—Te garantizo que lo es.

—Si eso es verdad, la próxima vez vendré con más camaradas. Adiós.

Acto seguido, espoloneó a su montura y se perdió en la distancia. Para cuando el eco de su trote se hubo disipado, el minúsculo sol se había transformado en estrella fugaz y un manto de oscuridad cubría el mundo.

 

 

Luo Ji yacía en la cama observando, con ojos todavía medio adormilados, cómo ella se vestía después de ducharse. A esa hora de la mañana el sol había alcanzado cierta altura e iluminaba por completo las cortinas, provocando que a contraluz la figura de la joven pareciera una silueta de papel pegada a la ventana. La escena era idéntica a la de una película en blanco y negro que había visto hacía tiempo, y de cuyo título no se acordaba.

Lo que sí debía recordar lo antes posible era el nombre de ella. ¿Cómo era? Calma. Primero, el apellido: Si era Zhang, entonces se llamaba Zhang Shan. Si era Chen, se trataba de Chen Jingjing. No, no..., esos nombres pertenecían a otras mujeres. Se le ocurrió mirar en la lista de contactos del móvil, pero estaba en el bolsillo del pantalón, tirado en el suelo sobre la alfombra, junto al resto de su ropa. Además, la conocía desde hacía demasiado poco como para tener su número de teléfono. En cualquier caso, era muy importante no preguntar directamente, como aquella vez en que se había visto en la misma situación y las consecuencias habían sido desastrosas. Así pues, dirigió la mirada hacia el televisor, que ella estaba viendo sin sonido. En la pantalla aparecieron los miembros del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, reunidos en torno a una gran mesa redonda. En realidad, ya no se llamaba Consejo de Seguridad, sino que tenía otro nombre, pero él no recordaba cuál. Últimamente andaba muy desconectado de todo.

—Ponle voz —le dijo a la chica. La ausencia de apelativos cariñosos hizo que sus palabras sonaran un tanto bruscas, pero eso ya no importaba.

—¿Te interesa? —preguntó ella, sin dejar de peinarse.

Luo Ji tendió el brazo hasta la mesilla de noche para coger el encendedor y un cigarrillo, que luego encendió. Mientras lo hacía estiró las piernas desnudas por debajo de la toalla con que se cubría la cintura y, con gran satisfacción, se puso a mover los dedos de los pies.

—Mírate qué pinta —le dijo ella, observando el reflejo de sus pies en el espejo—. Luego tendrás el valor de hacerte llamar académico.

—Académico novel —precisó él—, y muy poco laureado. Pero eso es porque no me esfuerzo, ya que talento no me falta. A veces, en un momento inspirado, soy capaz de resolver lo que a otros les cuesta toda una vida. No te lo creerás, pero estuve a punto de hacerme famoso.

—¿Por la historia aquella de la subcultura?

—No. Por otro tema en el que trabajaba al mismo tiempo. Yo fui el que estableció la sociología cósmica.

—¿La qué?

—La sociología de los extraterrestres.

Ella hizo una mueca de desprecio mientras dejaba el peine a un lado y comenzaba a maquillarse.

—¿No te has dado cuenta de que últimamente los académicos también pueden convertirse en celebridades? —insistió él—. Aquí donde me ves, me faltó poco para ser toda una estrella.

—Bah, hoy en día hay muchísimos científicos que se dedican a investigar a los alienígenas.

—Eso ha sido a raíz de toda esta movida —replicó Luo Ji, señalando la pantalla del televisor, que aún mostraba el mismo grupo de personas reunidas en torno a una mesa redonda. Aquello estaba durando tanto que parecía una emisión en directo—. Antes, en las universidades, nadie se dedicaba al estudio de los extraterrestres; la gente se pasaba el día revolviendo montañas de viejos papeles, y era así como se hacían famosos. Más tarde el público se cansó de tanta necrofilia cultural, y entonces fue cuando llegué yo. —Levantó los brazos y los estiró en dirección al techo—. Que si sociología cósmica, que si extraterrestres... ¡Pero montones de razas extraterrestres distintas, más que habitantes tiene la Tierra, decenas de miles de millones! El productor de Sala de conferencias, aquel programa cultural tan famoso, llegó a proponerme grabar varios capítulos, pero luego pasó lo que pasó y...

Se detuvo mientras trazaba un círculo en el aire con el dedo índice levantado, y luego exhaló un profundo suspiro. Ella no le hacía caso. Estaba pendiente de los subtítulos que aparecían en la pantalla:

—«No descartamos ninguna opción con respecto al Escapismo.» ¿Qué quieren decir con eso?

—¿De quién es la frase?

—Al parecer, de Karnoff.

—Significa que el Escapismo debe ser tan duramente perseguido y castigado como la pertenencia a la Organización Terrícola-trisolariana; que al primero que se le ocurra construir un arca de Noé le mandarán un misil guiado.

—Qué bruto...

—¡Al contrario! —respondió él con súbita contundencia y subiendo la voz—. Es la estrategia más inteligente, llevo tiempo diciéndolo. Pero, bueno, aunque no se persiguiera el Escapismo, igualmente al final nadie conseguiría marcharse. ¿Has leído un libro de Liang Xiaosheng titulado Ciudad flotante?

—No. Es bastante antiguo, ¿verdad?

—Sí, lo leí de pequeño. Shanghai se está hundiendo en el océano y hay un grupo de personas que va de casa en casa requisando los salvavidas y destruyéndolos con el único propósito de asegurarse de que si no se pueden salvar todos, no se salve nadie. Recuerdo en particular una niña que conduce al grupo hasta la puerta de una casa y empieza a gritar: «¡Todavía tienen uno! ¡Todavía tienen uno!»

—Típico de ti, ir a fijarte en lo más sórdido y oscuro de la sociedad.

—De eso, nada —replicó Luo Ji—. Piensa, por ejemplo, en el axioma fundamental sobre el que se basa la economía: el instinto mercenario de todo ser humano. Sin él, el campo entero se desmoronaría. Y no sé si el axioma fundamental de la sociología es incluso más siniestro. Ah, la verdad siempre acumula polvo... ¿Que al final terminará escapando un número muy reducido de personas? Pues muy bien, pero de haber sabido que todo iba a terminar así, no sé para qué nos molestamos en primer lugar...

—¿Molestarnos en qué?

—¿Qué sentido tuvo el Renacimiento? ¿Para qué la Carta Magna? ¿Y la Revolución francesa? Si la humanidad hubiera permanecido dividida en clases y gobernada con mano de hierro, llegado el momento los que tuvieran que irse se irían y los que tuvieran que quedarse se quedarían. Imagina que esto nos estuviera pasando en la dinastía Ming, o en la Qing: yo me iría, tú te quedarías y ya está. Eso ahora es imposible...

—Pues a mí ahora mismo no me importaría demasiado que salieras de aquí volando... —dijo ella.

Era cierto. Los dos habían llegado a un punto en el que preferían seguir su camino sin el otro. Luo había conseguido que todas y cada una de sus conquistas anteriores alcanzaran ese estadio exactamente cuando él quería, ni antes ni después. En este caso, se enorgullecía de su manejo de los tiempos, porque solo una semana después de conocerse, la ruptura se estaba produciendo de forma tan suave y elegante como cuando un cohete se desprende de su vehículo lanzador.

Luo Ji trató de recuperar el hilo de la conversación:

—Ah, pero establecer la sociología cósmica no fue idea mía, ¿eh? —dijo—. ¿Sabes a quién se le ocurrió? Eres la única a la que se lo contaré, pero prométeme que no te asustarás.

—No te molestes. Yo ya no me creo nada de lo que dices. Bueno, salvo una cosa.

—Ah. Pues entonces nada, déjalo. ¿Qué cosa?

—Levántate, anda, que tengo hambre —dijo ella, recogiendo su ropa de la alfombra y arrojándola sobre la cama.

Desayunaron en el restaurante principal del hotel. Casi todos los presentes hablaban con gesto grave, y de vez en cuando oían fragmentos de sus conversaciones. Luo Ji no tenía intención de escuchar, pero le ocurría lo mismo que a la llama de una vela en plena noche de verano, que atraía las palabras como si fueran mosquitos; estas revoloteaban a su alrededor y se le metían en el cerebro: Escapismo, socialización de la tecnología, Organización Terrícola-trisolariana, paso a una economía de guerra, base ecuatorial, enmienda de la Carta Magna, Consejo de Defensa Planetaria, aviso primario de proximidad a la Tierra y perímetro defensivo, modo integrado independiente...

—Menudo muermazo de época nos ha tocado vivir, ¿no te parece? —observó Luo con amargura mientras cortaba su huevo frito. Ella asintió.

—Totalmente de acuerdo. Ayer vi un concurso en la tele que no podía ser más patético. «Mano sobre el pulsador» —dijo, imitando la típica voz de los presentadores de concursos y señalando a Luo Ji con el tenedor—. «Ciento veinte años antes del Apocalipsis, estará viva su decimotercera generación de descendientes. ¿Verdadero o falso?»

Luo Ji cogió el tenedor negando con la cabeza.

—No será ninguna generación de descendientes míos —sentenció. A continuación, juntando las manos como si estuviera rezando, añadió—: Mi ilustre linaje familiar terminará conmigo.

A ella se le escapó una risita displicente.

—¿Antes no querías saber qué es lo único que me creo de ti? Pues es eso. No es la primera vez que lo dices, y encima encaja con la clase de persona que eres.

¿Y por eso iba a romper con él? Luo Ji no se atrevía a preguntárselo por miedo a complicar el asunto. Sin embargo, justo entonces, como si le hubiera leído el pensamiento, ella añadió:

—Y yo también pienso así, ¿eh? Lo que pasa es que da rabia reconocer cosas de uno en los demás.

—Sobre todo si son del sexo opuesto —apostilló él.

—Pero es que, puestos a buscar un motivo, se trata de una decisión totalmente responsable.

—¿La de no tener hijos? Por supuesto —repuso Luo Ji. Luego, señalando con el tenedor a toda aquella gente a su alrededor que discutía la transformación económica, dijo—: ¿Sabes qué clase de vida llevarán sus descendientes? Trabajando de sol a sol en los astilleros espaciales, haciendo cola en la cantina con el estómago rugiéndoles por el mismo cucharón de rancho de todos los días... y todo para que, en cuanto tengan edad, el Tío Sam... bueno, no, la Tierra los reclute, ¡y a cubrirse de gloria en el ejército!

—La generación del Apocalipsis lo tendrá mejor.

—¿Te refieres a quienes el Día del Juicio Final los pillará jubilados y ociosos? Qué mezquino es todo... Está por ver si esa última generación de abuelos tendrá de qué comer, pero, en fin, tampoco creo que llegue a darse ese escenario. Mira lo tozuda que está siendo la gente en todo el planeta, verás cómo se empeñan en resistir hasta el final... en cuyo caso, el único misterio será presenciar cómo terminarán sucumbiendo.

Después de desayunar abandonaron el hotel y salieron al abrazo del sol. La fresca brisa matinal transportaba un aroma suave y embriagador.

—Tengo que aprender de una vez por todas a desenvolverme en la vida. Como no lo consiga, será una lástima —dijo él mientras observaba el tráfico.

—Ni tú ni yo aprenderemos nada a estas alturas —contestó ella, también con la vista fija en los coches, tratando de localizar un taxi.

—Entonces... —Luo Ji la miró con expresión inquisitiva. Ya no tendría que recordar su nombre.

—Adiós —zanjó ella, asintiendo en su dirección.

Luego se dieron la mano. También compartieron un escueto beso.

—Quizá volvamos a encontrarnos —dijo él, arrepintiéndose al instante. Con lo bien que marchaba todo hasta aquel momento, ¿qué necesidad tenía de abrir la boca? Sin embargo, enseguida comprobó que no había razón para preocuparse.

—Lo dudo —replicó ella, girando tan rápidamente sobre sus talones que hizo volar el bolso que llevaba al hombro.

En el futuro Luo Ji recordaría una y otra vez aquel gesto tratando de dilucidar si había sido intencionado. Ella tenía una forma muy particular de colgarse al hombro aquel Louis Vuitton, que había visto salir volando del mismo modo en incontables ocasiones, pero esta vez iba a estamparse en su cara. Al dar un paso atrás para esquivarlo, tropezó con una boca de incendios y terminó en el suelo de espaldas.

Aquella caída le salvó la vida.

Justo en ese instante, al otro lado de la carretera, dos vehículos colisionaban de frente. Antes de que el sonido remitiera, el conductor de un Volkswagen Polo que venía detrás dio un volantazo para evitar el impacto y se dirigió a toda velocidad hacia donde estaban ellos. Luo Ji fue muy afortunado de caer al suelo; lo único que le ocurrió fue que el parachoques frontal del Polo pasó rozándole el pie, que aún mantenía en alto, haciéndolo girar noventa grados hasta quedar de cara a la parte trasera del coche. No oyó el siguiente impacto, pero sí vio cómo el cuerpo de ella volaba por encima del vehículo y se estampaba sobre el asfalto como si fuera una muñeca de trapo. La forma que el reguero de sangre dejó sobre el pavimento parecía querer decir algo. Fue al observar aquel símbolo sanguinolento cuando al fin Luo Ji recordó su nombre.

 

 

La nuera de Zhang Yuanchao estaba en el hospital a punto de dar a luz. Se la habían llevado a la sala de partos y el resto de la familia aguardaba ansiosamente en una habitación contigua, donde un monitor pasaba un vídeo explicativo sobre los cuidados de la madre y del recién nacido. A Zhang todo aquello le transmitía una ternura y un calor humano inesperados, esa plácida sensación de seguridad típica de la edad dorada que acababa de terminar, y que la actual crisis hacía menguar día a día.

De pronto entró Yang Jinwen. Lo primero que pensó Zhang fue que su vecino estaba aprovechando las circunstancias para enmendar su deteriorada relación. Sin embargo, al ver la expresión de su rostro comprendió que no era el caso. Sin ni siquiera saludarlo, Yang lo sacó de allí y se lo llevó al pasillo.

—¿Al final pusiste dinero en el fondo para el escape? —preguntó.

Obviando la pregunta, Zhang apartó la mirada con un gesto de fastidio que parecía significar: «¿Y eso a ti qué te importa?»

—Mira esto. Es de hoy —dijo entonces su vecino, entregándole el periódico que llevaba en la mano.

El titular del artículo de la portada, a toda página, bastó para ensombrecer la mirada de Zhang:

 

Aprobada resolución 117 de la ONU que declara ilegal el Escapismo

 

El principio del artículo decía:

 

Reunida en sesión especial, la Asamblea General de las Naciones Unidas ha aprobado por abrumadora mayoría una resolución que designa al Escapismo como una violación de la ley internacional. Dicha resolución condena en términos categóricos la división creada en la sociedad humana por el Escapismo, al que califica de crimen contra la humanidad que debe ser perseguido por la ley internacional. También insta a los estados miembros a promulgar lo antes posible una legislación que lo prohíba.

En declaraciones a la prensa, el delegado chino ha reiterado la posición de nuestro país respecto al Escapismo y ha afirmado que el gobierno apoya totalmente la resolución tomada. Asimismo, ha transmitido su compromiso de tomar medidas inmediatas para modificar la legislación vigente o sancionar nuevas leyes que pongan fin a dicho fenómeno. Sus últimas palabras han sido: «En este tiempo de crisis, debemos valorar más que nunca la unidad y la solidaridad, y respetar el principio reconocido internacionalmente según el cual todo ser humano tiene el mismo derecho a sobrevivir. La Tierra es el hogar que compartimos y no debemos abandonarlo.»

 

—Pero... ¿por qué lo hacen? —preguntó Zhang, perplejo.

—¿Acaso no es obvio? —repuso su vecino—. Solo con pensarlo un poquito ya se veía que la huida por el cosmos estaba condenada al fracaso: era imposible decidir quién se iba y quién se quedaba. Implicaba cometer no ya un acto de discriminación al uso, sino de negación de un derecho tan fundamental como es el de la supervivencia. Da igual que hubieran elegido a las élites intelectuales, a los ricos o a la gente sencilla; siempre y cuando se dejara gente atrás, se habría estado quebrantando cualquier valor ético. Los derechos humanos están muy arraigados, y la falta de igualdad en el derecho a la supervivencia es la peor desigualdad que existe. ¡Ni la gente ni los países que pretendieran dejar atrás se habrían quedado de brazos cruzados a esperar la muerte mientras los demás se largaban! ¡Habría habido enfrentamientos cada vez más graves entre los dos bandos hasta llegar al caos mundial, y entonces ya sí que nadie se habría podido ir! Adoptar esta resolución ha sido lo más sensato. Pero dime, Lao Zhang, ¿cuánto dinero pusiste?

Zhang se sacó el móvil del bolsillo y marcó el número de Shi Xiaoming, pero no estaba disponible. Sintiendo que las piernas le fallaban, apoyó la espalda contra la pared y fue descendiendo hasta quedar sentado en el suelo. Había invertido cuatrocientos mil yuanes.

—¡Llamemos a la policía! El tal Shi no sabe que, por suerte, Lao Miao averiguó dónde trabaja su padre. ¡El muy timador no escapará!

Todavía en el suelo, Zhang negaba una y otra vez con la cabeza.

—Sí, claro, podremos dar con él —se lamentaba—, pero con el dinero... ¿Qué le digo yo ahora a mi familia?

De pronto se oyó el llanto de un bebé seguido del grito de una enfermera:

—¡Número diecinueve! Ha sido niño.

Zhang regresó deprisa a la sala de espera para conocer a su nieto. En un instante, todo lo demás se había vuelto insignificante.

Durante los treinta minutos que pasó esperando habían nacido diez mil bebés; no existía coro en el mundo capaz de superar la formidable potencia de sus llantos combinados. Nacían demasiado tarde para conocer la época de bonanza, esa auténtica edad dorada que había comenzado en la década de 1980 para trucarse con la crisis. Tenían por delante los años más duros que la humanidad conocería.

 

 

Luo Ji solo sabía que lo habían encerrado en un pequeño cuarto subterráneo, y a gran profundidad, pues al bajar en el ascensor (de esos antiguos accionados con palanca manual), el mecanismo iba confirmando sus sensaciones, contando hasta menos diez. ¡Diez pisos bajo tierra! Volvió a estudiar la habitación: un camastro, cuatro modestos enseres y un viejo escritorio de madera. Aquello parecía más la garita de un centinela que un calabozo. Era evidente que nadie la había ocupado en mucho tiempo, porque a pesar de que las sábanas parecían limpias, el resto de objetos estaban cubiertos por una gruesa capa de polvo y olía a moho.

La puerta se abrió y entró un hombre corpulento, de mediana edad y aspecto cansado, que saludó con la cabeza a Luo Ji.

—Vengo a hacerte compañía —dijo—. Aunque..., bueno, como acabas de llegar, tampoco habrás tenido tiempo de aburrirte.

«Llegar.» La palabra chirrió a oídos de Luo Ji, pues sin duda a él lo acababan de «traer». El corazón le dio un vuelco. Aquello parecía confirmar sus sospechas: pese a la amabilidad de quienes lo habían llevado allí, se trataba de un arresto.

—¿Es usted policía?

El hombre asintió.

—Antes, sí. Me llamo Shi Qiang.

Se sentó en el camastro y extrajo del bolsillo un paquete de cigarrillos. Luo Ji pensó que, en aquella habitación sellada, el humo no iba a tener por dónde salir, pero no se atrevió a protestar. Shi Qiang miró alrededor, como si le hubiera leído el pensamiento, y dijo:

—Debería haber ventilación.

Tiró de un cordón que había al lado de la puerta y empezó a oírse el ruido de un ventilador. Ya no se veían interruptores de cordón tan antiguos. Luo también se había fijado en el teléfono de disco que acumulaba polvo en un rincón. El oficial le ofreció un cigarrillo que él, tras un instante de indecisión, terminó aceptando.

Cuando tuvieron encendidos sus respectivos pitillos, Shi Qiang añadió:

—Todavía es pronto. Charlemos un rato, ¿de acuerdo?

—Pregúnteme lo que quiera —respondió Luo Ji, con la cabeza agachada tras exhalar una nube de humo.

—¿Preguntar? ¿El qué? —replicó Shi con expresión de sorpresa.

Luo Ji se incorporó de un salto y arrojó el cigarrillo al suelo.

—¿Cómo pueden sospechar de mí? —exclamó—. ¿Acaso no ven que fue un accidente de tráfico? Dos coches chocaron y a ella se la llevó por delante un tercero que trataba de esquivarlos. ¡No puede estar más claro! —Extendió los brazos con gesto de frustración.

Shi Qiang levantó la cabeza y lo escrutó en silencio con ojos repentinamente despiertos. Era como si detrás de su habitual mirada jocosa se escondiera una malicia veterana, astuta. Aquello sobresaltó a Luo Ji.

—Todo eso lo dices tú, yo no. Mis superiores no me autorizan a contarte nada de lo que sé, que tampoco es mucho. ¡Y yo que pensaba que no íbamos a tener de qué hablar! Siéntate, ven.

Luo Ji permaneció de pie. Acercó su rostro al de Shi Qiang y dijo:

—Apenas hacía una semana que nos conocimos, en un bar cerca de la universidad. Cuando ocurrió el accidente yo no me acordaba ni de su nombre... así que dígame, ¿qué podía haber entre nosotros dos para que sus pensamientos vayan en esa dirección?

—¿No te acordabas ni de su nombre? ¡Con razón te dio igual que la palmara! Igualito que otro genio que conozco, je, je... ¡Menuda vidorra, doctor Luo! Una mujer nueva cada cinco minutos. ¡Y qué mujeres!

—¿Acaso eso es un crimen?

—No, no, qué va; yo lo que tengo es envidia. Verás, en mi trabajo siempre sigo una norma, que es la de ahorrarme juicios morales. Los tipos con los que me toca tratar son de lo peorcito. Si tuviera que ir detrás de ellos regañándolos: «¡Mira lo que has hecho ahora! ¿No te da vergüenza? ¡Piensa en tus padres, en la sociedad!», no acabaría nunca; para eso mejor me liaba a darles bofetadas.

—Prefiero que volvamos a hablar de ella, oficial Shi. ¿De verdad cree que la maté?

—Pero mírate: primero tú solito sacas el tema, ahora incluso sugieres que podrías haberla matado... Tú y yo estábamos charlando tan tranquilamente, ¿qué prisa tenías de soltar todo eso? ¡Joder, cómo se nota que eres nuevo!

Luo Ji lo miró un buen rato en silencio; tan solo se oía el zumbido del ventilador. Luego se echó a reír y le ofreció un cigarrillo.

—Luo, colega —dijo Shi Qiang, aceptándolo—. El destino ha hecho que nuestros caminos se cruzaran. ¿Sabes?, dieciséis de mis casos terminaron en condena a muerte. Yo mismo escolté al cadalso a nueve acusados.

—Usted a mí no me escoltará, se lo aseguro. Si es tan amable, ¿podrían, por favor, avisar a mi abogado?

—¡Así me gusta! —exclamó Shi con gran entusiasmo, palmoteándole la espalda—. Saber cuándo delegar es una cualidad que admiro. —Acto seguido lo cogió del hombro, se le acercó al oído y, expulsando una bocanada de humo, susurró—: Aquí donde me ves, llevo mucha mili hecha y nada me sorprende. Pero es que lo tuyo, colega... Que conste que yo he venido a ayudar, ¿eh? —Luego recuperó su tono jovial—. Es como aquel chiste: camino de su ejecución, el reo se queja al guarda que lo acompaña de que empieza a llover, y el verdugo le dice: «¡No te quejes, que nosotros tenemos que hacer el viaje de vuelta!» Tú y yo deberíamos adoptar esa misma actitud ante lo que pueda venir. En fin, todavía falta mucho para irnos, ¿por qué no aprovechamos para echar una cabezadita?

—¿Irnos? —preguntó Luo Ji, volviendo a clavar la mirada en Shi Qiang.

En ese momento llamaron a la puerta y entró un hombre joven con una maleta, que dejó en el suelo.

—Capitán Shi, lo han adelantado. Tenemos que marcharnos ya.

 

 

En el hospital, Zhang Beihai abrió con suavidad la puerta de la habitación de su padre, y lo halló con mejor aspecto del que esperaba: estaba medio incorporado en la cama y con la espalda apoyada contra una almohada. La luz dorada del atardecer se colaba por la ventana y devolvía el color a su rostro; ya no parecía tanto un hombre con un pie en la tumba. Colgó la boina militar en el perchero de la puerta y se sentó al lado de la cama, muy cerca de su padre. No le preguntó por la evolución de la enfermedad, pues sabía que, como buen militar veterano que era, iba a darle una respuesta franca y directa, y él no estaba preparado para eso.

—Padre, me he alistado en la fuerza espacial.

El anciano asintió sin decir nada. En su caso, un silencio resultaba mucho más elocuente que cualquier palabra. Siempre había educado a su hijo con lo que callaba, más que con lo que decía; no puntuaba las palabras con silencios, sino al contrario. Y era aquel severo mutismo de su padre el que había convertido a Zhang Beihai en la persona que hoy era.

—Va a ser como usted pensó —dijo el hijo—. La fuerza estará formada en la mayoría por oficiales de la marina. Creen que una guerra en el espacio se parecerá más, tanto en la práctica como en la teoría, a la que se libra en el mar.

—Bien. —El padre asintió.

—¿Qué hago?

«Por fin suelto la pregunta, padre. La misma por la que he pasado la noche en vilo, reuniendo el valor necesario para formulársela. Antes, cuando lo he visto, he vuelto a dudar, porque sé que es lo más decepcionante que podía decirle. Todavía recuerdo que cuando terminé mi posgrado e iba a unirme a la flota como teniente cadete, usted me dijo: “Beihai, te queda mucho por andar. Lo sé porque aún puedo leerte como a un libro abierto; el hecho de que me parezcas tan predecible significa que tu mente sigue siendo demasiado simple, que le falta sutileza. El día en que ya no sea capaz de verte venir, pero tú a mí sí, será cuando de verdad te hayas hecho mayor.” Y eso fue lo que pasó: yo me hice mayor y usted dejó de entenderme con facilidad. Aunque sé que en su momento derramó alguna lágrima, al final consiguió convertirme en la clase de persona que usted esperaba: alguien que no fuera agradable, pero sí capaz de triunfar en el complicado y peligroso mundo de la marina. Que hoy le haga esta pregunta le indica que los más de treinta años de enseñanza han fracasado justo en el momento crucial; pero, padre, contésteme de todos modos. No soy el hijo perfecto que usted creía, bueno, ¿y qué? Será solo esta vez, se lo ruego, dígame qué debo hacer.»

—Tienes que pensarlo.

«Sí, padre. Con esas tres palabras ya me ha respondido. Me dicen mucho más de lo que me diría con treinta mil, y créame cuando le aseguro que las escucho con el corazón abierto... pero le pido que sea algo más claro, esto es demasiado importante.»

—¿Y después de eso? —Zhang Beihai lo preguntó agarrando la sábana con ambas manos, que estaban, como su frente, cubiertas de sudor.

«Padre, perdóneme. Si con la pregunta anterior ya había conseguido decepcionarlo, esta me deja a la altura de un niño de parvulario.»

—Beihai, lo único que puedo decirte es que lo pienses largo y tendido.

«Gracias, padre. Ha sido usted muy claro. Lo he comprendido perfectamente.»

Soltó la sábana para coger la huesuda mano de su padre.

—Ahora que ya no tengo que salir al mar podré venir a verlo más a menudo.

El padre sonrió.

—Esto mío no es nada serio —dijo, negando con la cabeza—. Tú concéntrate en tu trabajo.

Siguieron charlando durante un rato. Primero sobre temas familiares y luego sobre la creación de la fuerza espacial. El padre contribuyó a la conversación con varias ideas, incluyendo algún que otro consejo que en el futuro su hijo podría aplicar en el trabajo. También imaginaron la forma y el tamaño que tendrían las naves espaciales, elucubraron sobre las armas, debatieron sobre si la teoría de Mahan del poder marítimo podría aplicarse o no a las batallas aeroespaciales... Y aun así, nada de lo que dijeron fue trascendente; todo quedó en un cúmulo de trivialidades, un mero paseo verbal compartido entre padre e hijo. Lo de verdad importante fueron aquellas tres frases que habían intercambiado de todo corazón:

«Tienes que pensarlo.»

«¿Y después de eso?»

«Beihai, lo único que puedo decirte es que lo pienses largo y tendido.»

Zhang Beihai se despidió de su padre y salió de la habitación. Al echarle un último vistazo a través del ventanuco de la puerta, lo vio envuelto en sombras: el sol ya se había ido. Pero él, tras escrutar la oscuridad con los ojos, pudo hallar un último vestigio de luz en la pared opuesta a la ventana. Era en momentos como aquel cuando el sol, a punto de extinguirse, resultaba más hermoso.

En una ocasión, los rayos crepusculares de otro sol poniente iluminaron las olas de un mar violento. Descendían sobre ellas en forma de gruesos cilindros de luz que perforaban las nubes revueltas del oeste, proyectando grandes círculos dorados sobre la superficie del océano: unos pétalos gigantes caídos del cielo. A su alrededor, el mundo era negro como la noche y estaba cubierto de nubarrones no menos oscuros. Descargaban una lluvia tan recia como una cortina, que tal vez los dioses habían hecho descender hasta el mar. Solo de vez en cuando el reflejo de algún rayo esporádico conseguía iluminar de modo fugaz la nívea espuma que escupían las gigantescas olas. Justo en el centro de uno de aquellos pétalos enormes, un destructor se afanaba en mantener su proa a flote por encima del oleaje. Chocando ruidosamente contra la pared de agua que trataba de engullirlo, hacía saltar por los aires grandes cantidades de espuma, que a su vez devoraban la luz dorada, dándole la forma de un ave fabulosa desplegando sus refulgentes alas.

Mientras se ponía la boina con la insignia de la fuerza espacial china, Zhang se dijo: «Padre, pensamos lo mismo. Debo sentirme afortunado; quizá no sea capaz de honrarlo con una victoria, pero al menos brindaré paz a su alma.»

 

 

—Señor Luo, póngase esto, por favor —le pidió el joven que acababa de entrar, arrodillándose para abrir la maleta que había traído.

A pesar de la amabilidad con que fueron pronunciadas, aquellas palabras hicieron que Luo Ji sintiese lo mismo que si se hubiera tragado una mosca. Sin embargo, la sensación se disipó al ver que la prenda que salía de la maleta no era un uniforme de recluso ni nada por el estilo, sino una chaqueta marrón normal y corriente. Shi Qiang la cogió y, tras inspeccionar el grueso tejido, se la puso. El joven hizo lo propio con otra idéntica, pero de distinto color.

—Es cómoda y transpira —dijo Shi Qiang—. Nada que ver con el incordio que teníamos que soportar con las de antes.

—Es antibalas —aclaró el joven.

«¿Quién va a querer matarme a mí?», se preguntó Luo Ji al cambiarse de chaqueta.

Los tres hombres abandonaron la habitación y siguieron un largo pasillo que los condujo hasta el ascensor. El techo estaba cubierto de tubos de ventilación y tuvieron que franquear varias puertas metálicas selladas, y con aspecto pesado. Luo Ji reparó en una frase desdibujada sobre la pared roñosa. Aunque solo era legible una parte, él se la sabía entera: «Cavad túneles profundos, almacenad grano a espuertas y no busquéis la hegemonía.»4

—Esto deben de ser instalaciones para la defensa aérea civil —aventuró.

—Y de las mejores. A prueba de bombas atómicas. Ahora han quedado obsoletas, pero en su día aquí no entraba cualquiera.

—De modo que estamos en las colinas del oeste...

Luo Ji conocía las leyendas que circulaban sobre la existencia de un centro de operaciones subterráneo, y secreto, en esa zona. Ni Shi Qiang ni el joven confirmaron su conjetura.

Entraron en el desvencijado ascensor y empezaron a subir en medio de un tremendo chirrido. El operador era un soldado de la policía armada con un subfusil colgado al hombro. Parecía nuevo en su trabajo y estuvo toqueteando los mandos durante todo el trayecto, hasta que por fin se detuvieron en la planta -1.

Cuando salieron del ascensor, Luo Ji se encontró en una especie de garaje con el techo muy bajo y dos filas de vehículos aparcados, algunos de ellos con el motor encendido y llenando el aire de un humo pestilente. Había también unas cuantas personas apoyadas contra los coches y otras que iban y venían. En medio de la penumbra del lugar, apenas alumbrado por una solitaria bombilla que colgaba del techo, todo eran sombras oscuras. Al pasar justo por debajo de la bombilla vio que se trataba de militares armados. Algunos iban de aquí para allá gritando con la boca pegada a sus radiotransmisores, tratando de hacerse oír por encima del ruido de los motores. Parecían extremadamente tensos.

Shi Qiang lo condujo entre las dos filas de vehículos mientras el joven los seguía de cerca. Luo Ji, al ver el calidoscopio luminoso proyectado sobre el cuerpo de Shi por la bombilla y los intermitentes focos traseros de los coches, recordó las luces del bar donde había conocido a aquella mujer.

De pronto Shi Qiang se detuvo junto a un coche, abrió la portezuela y le indicó que entrase. El interior era espacioso, pero el grosor de los bordes de las inusualmente pequeñas ventanillas delataba que tenía la carrocería reforzada. Blindado, con ventanas pequeñas y lunas tintadas: sin duda, estaba en un vehículo a prueba de bombas. Shi Qiang permaneció fuera, hablando con el joven. Como había entornado la portezuela sin llegar a cerrarla del todo, Luo Ji pudo oír su conversación.

—Capitán Shi, acaban de comunicarnos que la ruta ha sido peinada y todos los puestos de vigilancia están operativos.

—Esa ruta es demasiado complicada, apenas la hemos recorrido un par de veces y mal; no podemos fiarnos. Sobre la ubicación de los puestos, ya te lo dije, hay que pensar como ellos: tú, en su lugar, ¿dónde te esconderías? Vuelve a consultar a los expertos de la policía armada. Ah, y el traspaso ¿dónde va a ser?

—De eso no han dicho nada.

—¡Serán imbéciles! —gritó Shi, exasperado—. ¿Cómo pueden dejar en el aire algo tan fundamental?

—Por lo que han dicho, capitán, da la sensación de que quieren que les acompañemos hasta el final.

—Yo los acompaño hasta que la palme si quieren, pero tarde o temprano llegará el momento en que se haga el traspaso y la responsabilidad deje de ser nuestra para ser suya... ¡La línea de demarcación tiene que estar clara, joder!

—De eso no han... —insistió el joven, claramente incómodo.

—¡Un poco de autoestima, Zheng! Ya sé que la tienes por los suelos porque han ascendido a Chang Weisi, y sus antiguos subordinados nos miran por encima del hombro... Pero ¿te has parado a pensar qué mierda son ellos? ¿Acaso les han disparado alguna vez en su vida o han tenido que disparar a alguien? En la última operación trajeron tantos chismes y aparatos que aquello parecía un circo... ¡Si hasta echaron mano del sistema de alerta temprana aerotransportado! Pero luego, al final, ya ves a quiénes recurrieron para buscar un punto de encuentro viable... ¡A nosotros! ¿No es verdad? Solo por eso ya nos deben cierto respeto. ¡Con lo que me costó convencer a los de arriba de que os concedieran a ti y a tus compañeros el traslado a esta unidad...! Ahora temo que acabe perjudicándoos.

—No diga esas cosas, capitán.

—El mundo entero se ha vuelto una jungla. ¿Me entiendes? ¡Una jungla! Ya no hay moralidad que valga; todo quisqui anda queriendo cargarle el muerto de su mala suerte al de al lado, hay que mantenerse en guardia constante... Te vuelvo a dar la lata con esto porque estoy preocupado; no sé cuánto tiempo más aguantaré, y entonces todo recaerá sobre tus hombros...

—Usted piense solo en su salud, capitán. ¿Los de arriba no lo habían programado para la hibernación?

—Les dije que primero tengo que dejar atados muchos asuntos, tanto familiares como laborales. ¿Cómo voy a irme tranquilo sabiendo que os dejo con este marrón?

—¡Deje ya de preocuparse por nosotros, no está en condiciones de aplazar más el tema! Esta mañana ha vuelto a sangrar por la boca.

—Bah, eso no es nada... ¿Es que ya no te acuerdas de que nací con una flor en el culo? De las veces que han intentado dispararme, en tres ocasiones el arma se encasquilló.

Los coches situados en los extremos más cercanos a la puerta comenzaron a salir de forma escalonada. Shi Qiang se metió a toda prisa en el suyo y cerró la portezuela. Después de que el vehículo contiguo se fuera, ellos arrancaron e hicieron lo propio, momento en el que el capitán corrió las cortinas de las ventanillas. Como la mampara que separaba la parte delantera del vehículo de la trasera era opaca, Luo Ji quedó completamente aislado de lo que ocurría en el exterior. La radio de Shi Qiang no dejaba de chisporrotear frases. Aunque para Luo resultaban ininteligibles, de vez en cuando Shi respondía a ellas con algún monosílabo.

Al cabo de un tiempo de estar en marcha, Luo Ji se volvió hacia el conductor y dijo:

—La situación es más complicada de lo que me dejó entrever.

—Sí que lo es —reconoció Shi, serio y sin mirarlo, pendiente de la radio—. Complicada de cojones...

No volvieron a hablar durante el resto del trayecto.

 

 

El viaje transcurrió sin incidentes ni interrupciones. Al cabo de una hora escasa, se detuvieron.

Shi Qiang se apeó e indicó a Luo Ji que aguardase dentro del coche, y acto seguido cerró la portezuela. Se oyó un rumor sordo por encima del vehículo. Minutos después Shi volvió a abrir la portezuela y le indicó que saliese. Luo supo al instante que se encontraba en un aeropuerto. Ahora había mucho ruido. Al mirar arriba vio dos helicópteros que sobrevolaban la zona en direcciones opuestas, como si estuvieran vigilándola. Tenía delante una gran aeronave sin ningún distintivo, pero con todo el aspecto de ser un avión de pasajeros. Las escalerillas estaban justo al lado de la puerta del coche.

Shi Qiang lo acompañó. Antes de subir a bordo, Luo Ji se volvió y echó un último vistazo alrededor. Al reparar, a lo lejos, en una escuadrilla de aviones caza estacionados, dedujo que aquel no era un aeropuerto civil. A menor distancia se hallaban los coches de su comitiva y luego, dispuestos en círculo en torno al avión, los soldados que lo habían acompañado. El sol ya se ponía. La sombra alargada del aparato sobre la pista parecía un signo de admiración gigantesco.

En el avión fueron recibidos por tres hombres de negro con quienes cruzaron la cabina delantera, del todo vacía. Tenía cuatro filas de asientos y era idéntica a la de cualquier avión comercial. Sin embargo, en la cabina intermedia, se sorprendieron al encontrar una oficina espaciosa y otra estancia, con la puerta entreabierta, que parecía un dormitorio. El mobiliario era sobrio y utilitario, y todo se veía pulcro y en perfecto orden. Lo único que delataba dónde estaban eran los cinturones de seguridad verdes del sofá y de las sillas. Luo Ji pensó que en todo el país apenas habría un puñado de aviones parecidos.

Dos de los tres hombres que los habían escoltado desaparecieron por una puerta en dirección a la cabina trasera, dejando atrás al más joven, quien dijo:

—Siéntense donde prefieran, pero mantengan abrochado el cinturón de seguridad en todo momento; no solo durante el despegue y el aterrizaje, sino a lo largo de todo el vuelo. Si deciden dormir, tienen que abrocharse un cinturón adicional. No dejen nada suelto. Permanezcan sentados o acostados en todo momento. Cuando necesiten desplazarse, informen primero al capitán. Este botón es un interfono, cada asiento dispone de uno igual; para hablar manténganlo presionado.

Luo, confuso, miró en dirección a Shi Qiang, quien le explicó:

—Por si el avión tuviera que hacer alguna maniobra brusca.

—Eso es —dijo el hombre, asintiendo—. Pueden llamarme Xiao Zhang; estoy a su disposición para lo que necesiten. En cuanto estemos en el aire, les serviré la cena.

Después de que Xiao Zhang los dejara a solas, se sentaron en el sofá con los cinturones abrochados. Luo Ji miró alrededor: a excepción de las ventanillas redondas y la ligera curvatura de las paredes, nada diferenciaba aquella estancia anodina de una oficina normal y corriente; y tal vez por eso se sintió extraño con el cinturón abrochado. Sin embargo, muy pronto el sonido y la vibración de los motores se encargaron de recordarle que se hallaba a bordo de un avión, desplazándose por la pista de despegue. Al cabo de dos minutos el ruido de motores se intensificó, y tanto él como su acompañante sintieron que se hundían en sus respectivos asientos. Luego la vibración desapareció y el suelo quedó algo inclinado.

Conforme el aparato ascendía, el sol que había desaparecido por el horizonte volvió a asomar a través de la ventanilla. Era el mismo cuyos últimos rayos de luz se habían colado, instantes antes, en la habitación de hospital del padre de Zhang Beihai.

 

 

Justo en el momento en que el avión de Luo Ji sobrevolaba la costa, diez mil kilómetros más abajo, Wu Yue y Zhang Beihai volvían a hallarse frente al Dinastía Tang, todavía inacabado. Fue lo más cerca que Luo Ji estaría jamás de los dos militares.

Al igual que en su anterior visita, el tenebroso velo del anochecer cubría la gigantesca estructura del barco. Sin embargo, a diferencia de entonces, las lluvias de chispas tocaban su superficie de forma más dispersa; ya no parecían los focos que lo iluminaban. Se daba, además, la circunstancia de que ni Wu ni Zhang pertenecían ya a la marina.

—Dicen que el Departamento de Armamentística General ha decidido cancelar el proyecto Dinastía Tang —comentó Zhang.

—¿Y a nosotros qué nos importa eso? —replicó Wu con frialdad, apartando la mirada del barco para dirigirla hacia el último resquicio de sol que se hundía en el oeste.

—Desde que nos unimos a la fuerza espacial estás de un humor...

—Me imagino que ya sabrás por qué —añadió Wu—. Siempre adivinas lo que estoy pensando... A veces, incluso, tengo que pedirte que me lo recuerdes.

—Te deprime verte involucrado en una guerra perdida —dijo Zhang, volviéndose hacia él—. Envidias a esa generación final lo bastante joven para luchar en la fuerza espacial, condenada a morir y convertirse en cenizas que, junto a las de su flota, vagarán por el espacio durante toda la eternidad. Te cuesta aceptar que vas a dedicar tu vida entera a una empresa sin esperanzas de éxito.

—¿Tienes algún consejo que darme?

—Ninguno —dijo Zhang—. Sé lo arraigados que están en tu mente el triunfalismo tecnológico y el fetichismo por lo nuevo. Hace mucho que aprendí que es inútil pretender cambiarte; lo único que puedo hacer es tratar de minimizar el daño que puedas causar con esas ideas. Ah, y una cosa más: yo no creo que ganar esta guerra sea una tarea imposible para la humanidad.

Wu se despojó por una vez de su habitual máscara de frialdad para enfrentar su mirada con la de Zhang.

—Tú antes eras mucho más prudente —dijo—. En su día te opusiste a la construcción del Dinastía Tang; incluso llegaste a cuestionar, más de una y de dos veces, la conveniencia de crear una flota de alta mar con el argumento de que sobrepasaba la capacidad militar de nuestro país. También creías que nuestras fuerzas navales no deberían sobrepasar los límites de las aguas costeras, donde cuentan con el apoyo y la protección de la artillería de tierra. Insististe en una idea incluso después de que nuestros superiores más jóvenes la tacharan abiertamente de pusilánime. En cambio, ahora, ¡mírate! ¿Se puede saber de dónde sacas todo ese arrojo? ¿De verdad confías en nuestras posibilidades de salir victoriosos de una guerra espacial?

—Durante los primeros tiempos de nuestra República —replicó Zhang—, la recién fundada marina apenas contaba con meras barcas de madera, y aun así fue capaz de hundir destructores nacionalistas. E incluso antes que eso, hubo varios episodios en los que nuestra caballería cargó contra los tanques y venció.

—No puedo creer que incluyas esas hazañas formidables dentro de lo estratégicamente viable.

—En esta guerra particular la civilización terrestre no tiene por qué limitarse a lo establecido por la teoría militar convencional. Necesitamos algo excepcional. —Zhang sostuvo en alto el dedo índice—. Una sola acción excepcional será suficiente.

—Me muero de ganas de saber qué acción excepcional se te ocurre —dijo Wu con una sonrisa socarrona.

—Admito que no sé nada sobre la guerra en el espacio —reconoció Zhang—. Pero, volviendo al ejemplo, si termina siendo equiparable a un enfrentamiento entre nuestras barcas y sus destructores, entonces solo es cuestión de tener el valor de actuar y de confiar en la victoria. Una barca puede transportar a un grupo de submarinistas hasta determinado punto de la ruta del destructor enemigo para que se sumerjan a aguardar su paso; después la barca se va y cuando llega el destructor los buzos le adhieren al casco una bomba que lo hundirá... No niego que sea extremadamente difícil, pero tampoco lo veo imposible.

—No está mal. —Wu Yue asintió—. Se ha intentado otras veces: durante la Segunda Guerra Mundial los británicos realizaron una acción similar para hundir el acorazado Tirpitz, solo que usando un minisubmarino. Y en los ochenta, durante la guerra de las Malvinas, varios soldados de las fuerzas especiales argentinas introdujeron en España minas lapa italianas con la intención de hacer volar un barco de guerra británico atracado en Gibraltar. Ya sabes cómo terminaron.

—Pero es que nosotros tenemos mucho más que barcas de madera. Podemos crear una bomba nuclear de una o dos toneladas lo suficientemente pequeña para ser transportada por dos buzos que la fijen al casco de cualquier barco. No solo lo hundiría, sino que lo haría trizas.

—A veces tu imaginación es desbordante —dijo Wu, sonriendo.

—Lo que tengo es confianza en nuestra victoria —replicó Zhang, fijando la vista en el Dinastía Tang. La lejana lluvia de chispas se reflejaba en sus ojos en forma de dos llamas minúsculas.

Wu también miró hacia allí y lo asaltó una nueva visión: el barco ya no era una antigua fortaleza en ruinas, sino la pared de un inmenso acantilado prehistórico con muchas cuevas excavadas, y las chispas, la luz de las hogueras en el interior de aquellas.

 

 

Durante el despegue, y más tarde a lo largo de la cena, Luo Ji se abstuvo de preguntarle a Shi Qiang adónde se dirigían o qué estaba ocurriendo exactamente. Su razonamiento era que si Shi Qiang tuviese algo que contarle al respecto, ya lo habría hecho. Muerto de aburrimiento, se desabrochó el cinturón de seguridad y, aunque sabía que no iba a conseguir ver nada en medio de aquella oscuridad, miró por la ventanilla. Shi Qiang acudió deprisa a cerrarla, diciéndole que fuera no había nada que ver.

—Charlemos un rato más antes de irnos a dormir, ¿de acuerdo? —añadió Shi, mientras sacaba un cigarrillo de la cajetilla. Luego, cayendo en la cuenta de que viajaba a bordo de un avión, volvió a meterlo.

—¿Dormir? —preguntó Luo Ji—. O sea, que va a ser un vuelo de larga duración...

—¡Y yo qué sé! Pero estando en un avión con cama, digo yo que habrá que probarla...

—Ya, claro, usted solo es responsable de mi traslado, ¿verdad?

—¡No te quejes, que nosotros tenemos que hacer el viaje de vuelta! —exclamó Shi, y se echó a reír de su propio chascarrillo. Parecía orgulloso del humor tan poco fino que gastaba. Sin embargo, al instante adoptó un gesto serio—: De este viaje tuyo apenas sé un poco más que tú. Pero en fin, de todos modos no me corresponde contarte nada. Tranquilo, que cuando lleguemos a destino habrá quien te ponga al corriente de todo.

—Llevo horas dándole vueltas y solo se me ocurre una explicación —dijo Luo Ji.

—Dímela a ver. Igual nuestras hipótesis coinciden.

—Ella era una persona normal, de modo que la clave debe de estar en su entorno familiar, laboral o social.

Luo Ji desconocía por completo el entorno íntimo de esa mujer. Con todas sus conquistas anteriores había sido así: ni se interesaba por sus vidas ni prestaba atención a los detalles que ellas tuvieran a bien contarle.

—¿Quién? ¡Ah, ese ligue tuyo! —exclamó Shi—. De ella ya puedes olvidarte. Igualmente te importaba tres pitos... O si te apetece, intenta relacionar su cara o su apellido con los de alguien conocido.

Por mucho que se estrujó el cerebro, Luo fue incapaz de recordar que nadie tuviese su mismo apellido. Tampoco logró ver ningún parecido físico con algún famoso.

—Por cierto, tío, ¿qué tal se te da engañar? —preguntó Shi de improviso.

Luo Ji había advertido el siguiente patrón: siempre que bromeaba lo llamaba «colega», pero cuando se ponía serio lo llamaba «tío».

—¿Es que voy a tener que engañar a alguien?

—Toma, pues claro... Venga, te voy a enseñar. Yo tampoco es que sea ningún experto en la materia, ¿eh? Mi trabajo consiste más bien en destapar fraudes y capturar a timadores, pero en fin... Te contaré un par de trucos que usamos en las salas de interrogatorio. ¿Quién sabe? Quizá luego terminan sirviéndote para averiguar qué demonios está pasando... Aunque, claro, solo van a ser los básicos, los que se usan de forma más habitual, porque cualquier cosa mínimamente más complicada resulta demasiado difícil de explicar...

»Bueno, empiezo por el método más sutil, que también es el más sencillo: se llama “La Lista”. Consiste en redactar un cuestionario con preguntas relacionadas con el caso y hacérselas al sospechoso registrando sus respuestas. El cuestionario se repite tantas veces como sea necesario. Luego se comparan las distintas respuestas para cada pregunta, que nunca serán idénticas, en busca de inconsistencias que indiquen que el sospechoso miente. Es una técnica muy simple, pero no hay que subestimarla: nadie que no haya sido entrenado especialmente es capaz de burlarla. La única manera efectiva de hacerlo es guardando silencio.

Mientras hablaba había sacado, sin pensar, un cigarrillo de la cajetilla y jugueteaba con él entre los dedos. Al ser consciente de lo que hacía, paró en seco.

—Pregúnteles —instó Luo Ji al verlo—. Es un vuelo especial, deberían permitirnos fumar.

La interrupción pareció importunar a Shi, quien hasta ese momento se había mostrado entusiasmado con lo que le contaba. Luo Ji pensó que si al final resultaba que lo que le decía no iba en serio, tenía un sentido del humor peculiarísimo.

Shi pulsó el interfono que había a un lado del sofá para comunicarse con Xiao Zhang. Cuando este respondió que podían hacer lo que quisieran, los dos se encendieron sendos cigarrillos.

—El siguiente método —prosiguió Shi— solo es sutil al cincuenta por ciento. El cenicero está ahí, mira, incrustado; solo tienes que hacerlo saltar... Eso es. Se trata de la famosa técnica del poli bueno y el poli malo; requiere la cooperación de varios, así que resulta un poco más complicada: primero entran en escena los polis malos, en general al menos dos, y se portan contigo como verdaderos cabrones. Unos te insultan, otros te pegan, pero todos se ensañan con la misma mala leche. Lo que buscan no es solo meterte el miedo en el cuerpo, sino hacerte sentir desesperadamente solo, como si el mundo entero te la tuviera jurada.

»Entonces aparece el poli bueno, solo uno, que es todo sonrisas y amabilidad, y les para los pies a los polis malos diciéndoles que eres un ser humano, que tienes derechos, que no pueden tratarte así... Ellos le dicen que se largue y deje de cuestionar sus métodos, pero él insiste: “¡No tenéis ningún derecho a hacer nada de esto!” A lo que ellos responden: “¡Ya se veía que para este trabajo no tienes lo que hay que tener! ¡Si es demasiado para ti, renuncia!” Al final, el poli bueno se interpone entre ellos y tú gritando: “¡Protegeré sus derechos, protegeré la justicia bajo la ley!” Y los polis malos se van de allí enfurruñados mientras le dicen: “¡Ya verás mañana, te van a poner de patitas en la calle!” Cuando os quedáis a solas, el poli bueno te limpia la sangre y el sudor y te dice que no temas, que tienes derecho a guardar silencio... A partir de ahí ya debes de imaginarte cómo sigue la cosa, ¿no? Para ti él se ha convertido en el único amigo que te queda en el mundo, y en cuanto vuelve a mencionarte el caso cantas como un jilguero... Es una técnica que funciona especialmente bien con los intelectuales, pero a diferencia de “La Lista”, cuando te la sabes deja de ser efectiva. Es evidente que, nada de todo esto se aplica de forma aislada; un verdadero interrogatorio es un proceso durante el cual se aplican métodos diversos...

Hablaba tan apasionadamente y gesticulando tanto que parecía que fuera a desabrocharse el cinturón para ponerse de pie. Luo Ji, en cambio, se sentía cada vez más hundido en el frío abismo de la absoluta desesperanza.

Al reparar en su desasosiego, Shi decidió cambiar de tema.

—¡Está bien, dejemos el arte del interrogatorio! Mira que podría serte útil en el futuro, ¿eh? Pero en fin, tampoco se puede pretender asimilarlo todo de golpe; encima, yo de lo que quería hablarte era de cómo engañar. Recuerda siempre una cosa: el que es zorro de verdad nunca lo aparenta. Hace justo lo contrario que los malos de las películas, que se ve a la legua que lo son porque tienen la pinta y encima se atusan los bigotes. Él nunca destacará, al contrario. Parecerá que la cosa no va con él, que es inocente. Algunos juegan a hacerse los tontos y van de despistados, otros se esconden detrás de una fachada grosera para que parezca que son unos brutos. La clave de todo es lograr que no te tomen en serio y dejar que te menosprecien, que en lugar de verte como una amenaza piensen que eres un cero a la izquierda. El dominio absoluto de esta técnica es conseguir que ignoren tu existencia hasta el momento justo de perecer en tus manos.

—Pero ¿es que acaso voy a tener necesidad u ocasión de convertirme en alguien así? —interrumpió Luo, exasperado.

—Te repito lo mismo de antes: yo de todo este asunto apenas sé un poco más que tú... ¡pero mi corazonada es que sí, Luo, tío, que vas a tener que hacerlo! —respondió Shi, nuevamente entusiasmado y cogiéndolo del hombro con tal fuerza que Luo fue incapaz de reprimir una mueca de dolor.

Después se serenaron y observaron en silencio cómo sus bocanadas de humo se arremolinaban y subían hasta el techo, donde eran aspiradas por un extractor.

—Bueno, se acabó lo que se daba, ¡a la cama! —exclamó por fin Shi mientras apagaba la colilla en el cenicero—. Menuda paliza te he dado, ¡ni que me hubieran dado cuerda! —Sacudió la cabeza—. No me lo tengas en cuenta.

En el dormitorio, Luo Ji se quitó la chaqueta antibalas y se metió en el saco de dormir. Después de ayudarlo a sujetarse las correas, Shi le dejó un frasco en el cajón de la mesilla de noche.

—Somníferos —explicó—. Tómate uno si ves que no puedes dormir. Les pedí alguna bebida fuerte, pero contestaron que no había.

A continuación le recordó que si iba a levantarse de la cama debía comunicárselo al capitán. Luego se volvió para marcharse.

—Agente Shi —dijo Luo.

Shi Qiang, a punto de salir por la puerta, volvió la cabeza para mirarlo.

—Que ya no soy poli —replicó—. La policía no pinta nada en este asunto. Todo el mundo me llama Da Shi.

—De acuerdo, Da Shi. Antes me ha llamado la atención lo primero que me ha dicho. Bueno, más bien lo primero que me ha respondido. Cuando yo le he hablado de la mujer, usted por un instante no ha sabido a quién me refería. Eso indica que el papel de ella en este caso no es importante.

—Eres una de las personas más frías que he conocido.

—Es fruto de mi cinismo —afirmó Luo Ji—. No hay mucho en este mundo que me interese.

—Se deberá al motivo que sea, Luo Ji, pero eres la primera persona a la que veo mantener la calma en esta situación. Hazme un favor y olvídate de todas esas bobadas que te he contado. Muchas veces me paso de rosca queriendo amenizar el ambiente.

—Lo que usted pretendía era mantener mi mente ocupada en algo, y así completar su misión sin complicaciones.

—Si te he hecho pensar más de la cuenta, te pido que me perdones.

—Da Shi, ¿en qué cree que debería pensar ahora?

—Según mi experiencia, cualquier cosa en la que te pongas a pensar puede terminar siendo contraproducente. Ahora lo que tienes que hacer es dormir.

Acto seguido, Da Shi se marchó. Al cerrar la puerta de la habitación, todo cuanto había en ella (salvo el piloto rojo de la mesilla de noche) quedó sumido en la oscuridad. El rugido de fondo de los motores se hizo cada vez más presente, hasta inundarlo todo. Parecía como si el descomunal cielo nocturno, al otro lado del fuselaje, murmurara con voz grave.

Sin embargo, al cabo de un rato a Luo le pareció que aquella sensación era real, que el murmullo llegaba del exterior, procedente de algún punto distante. Se desabrochó el saco de dormir y extendió el brazo para subir el panel de la ventanilla que tenía más cerca. Fuera, la luna bañaba con su luz plateada un vasto océano de nubes. Luo Ji vio de inmediato que encima de ellas había algo que también brillaba con luz plateada: eran cuatro finas líneas de pincel que destacaban sobre el cielo nocturno. Se extendían a la misma velocidad del avión y su rastro se perdía en la noche como si fueran los filos de cuatro espadas cortando las nubes. Al fijarse mejor en las puntas, advirtió que lo que trazaba aquellas líneas plateadas eran unos objetos que emitían un destello metálico: cuatro cazas de reacción. No le costó imaginar que al otro lado del avión debían de volar otros cuatro.

Bajó el panel de la ventanilla y volvió a sujetarse las correas del saco de dormir. Cerró los ojos y trató de relajarse. No era dormir lo que quería, sino despertar de todo aquello.

 

 

A altas horas de la madrugada, la fuerza espacial seguía reunida en sesión de trabajo. Zhang Beihai cerró su cuaderno, lo hizo a un lado junto a los documentos que había sobre la mesa y se puso de pie. Tras observar los rostros cansados que lo rodeaban, se dirigió a Chang Weisi.

—Comandante —dijo—, antes de presentar mi informe quisiera manifestar una opinión a título personal. Desde mi punto de vista, nuestros superiores al mando no están concediendo al trabajo político e ideológico la relevancia que merece dentro de la fuerza. El hecho de que en esta reunión, de los seis departamentos establecidos, el político sea el último en presentar su informe es una buena muestra de ello.

El general asintió.

—Coincido con usted —afirmó—. Por el momento, y hasta que los comisarios políticos asuman sus funciones, la supervisión del trabajo político recae en mí, pero reconozco que, desde que empezamos a trabajar en todas las áreas, me está costando prestarle la atención que merece. Me temo que, para desempeñar el grueso de esa tarea, tendré que seguir abusando de los distintos responsables de cada área concreta, como es su caso.

—Comandante, desde mi punto de vista esa situación es altamente peligrosa y debe cambiar —sentenció Zhang, atrayendo la mirada de varios oficiales—. Disculpe lo abrupto de mis palabras; si me permito hablar de forma tan directa es, primero, porque después de casi un día entero reunidos, todos estamos tan agotados que si uno no llama la atención no hay manera de que lo escuchen...

Se oyeron algunas risas, pero casi todo el mundo seguía rendido al cansancio.

—Pero también —prosiguió Zhang—, y esto es mucho más importante, porque estoy profundamente preocupado. Nos espera una batalla con una disparidad de fuerzas sin precedentes en la historia, y por eso estoy convencido de que en lo venidero, y durante mucho tiempo, el mayor peligro que amenazará a la fuerza espacial será el derrotismo. Es imposible sobreestimarlo. Si se propaga, es potencialmente capaz no solo de erosionar la moral sino de conducir al colapso de las fuerzas armadas espaciales.

El general Chang volvió a asentir.

—No puedo estar más de acuerdo —dijo—. En efecto, el derrotismo es, a día de hoy, nuestro mayor enemigo. La comisión militar es consciente de ello, y por eso ha priorizado el trabajo político en el servicio. Una vez hayamos establecido las unidades básicas de la fuerza espacial, comenzará a ser un trabajo más sistemático y exhaustivo.

Zhang Beihai abrió su cuaderno.

—Lo que sigue es el informe elaborado —anunció, y procedió a leer—: «Desde la creación de la fuerza espacial, nuestro trabajo con las tropas en el plano político e ideológico se ha centrado en realizar un sondeo de carácter general que determinará la ideología dominante entre oficiales y soldados. Gracias a que la nuestra es una rama del ejército de nueva creación, todavía con escasos miembros y pocos niveles administrativos, el sondeo pudo llevarse a cabo mediante entrevistas presenciales individuales, y también se creó un foro de discusión específico en nuestra intranet. Los resultados del sondeo son preocupantes. La mentalidad derrotista no solo está presente en nuestras filas, sino que se está extendiendo. La mayoría de nuestros camaradas siente pánico ante el enemigo y pone en duda nuestras posibilidades de éxito en la futura guerra.

»Este derrotismo se origina en la veneración a la tecnología y el completo menosprecio al papel que desempeñan en la guerra la iniciativa y el espíritu humanos. Es consecuencia de ese tecnotriunfalismo y esa concepción de la guerra que circula desde hace unos años, según la cual la victoria se decide, tan solo, en función de las armas disponibles. Se trata de una tendencia particularmente acusada entre aquellos oficiales con un nivel de formación más alto.

»Ahora enunciaré las distintas formas en las que se manifiesta el derrotismo. Uno: equiparar el servicio que uno presta en la fuerza espacial con un trabajo cualquiera. Trabajar con responsabilidad y suficiente eficacia pero sin entusiasmo, sin sentir que se avanza hacia un fin último y dudando de la relevancia de la contribución que uno pueda hacer.

»Dos: adoptar una actitud de espera pasiva. Estar convencido de que el resultado de la guerra depende de científicos e ingenieros, y de que, a menos que se produzcan saltos tecnológicos en el campo de la investigación básica y de determinadas tecnologías clave, la fuerza espacial no es más que un castillo en el aire. Eso hace que uno deje de creer en la importancia de la tarea asignada, y se sienta satisfecho con el mero cumplimiento de lo requerido para establecer esta nueva rama militar, pero que no innove.

»Tres: albergar fantasías imposibles. Solicitar la hibernación para saltarse cuatro siglos y participar en la futura batalla del Día del Juicio Final. Varios de nuestros camaradas más jóvenes han expresado ese deseo, e incluso uno de ellos ha presentado una solicitud formal. Aunque a primera vista esta actitud podría parecer positiva, un noble afán por luchar en primera línea de fuego, en esencia no es más que otra forma de derrotismo. Sin confiar en la futura victoria, y dudando de la importancia de la tarea que tiene entre manos, la dignidad del soldado se convierte en el único pilar sobre el que se fundamentan el trabajo y la vida.

»Cuatro: lo contrario de lo anterior. Dudar de la dignidad del soldado, creer que el código moral tradicional del ejército ya no es aplicable a la guerra moderna, que luchar hasta el final carece de sentido. Creer que la dignidad del soldado solo existe cuando hay alguien que la presencia y que, por tanto, en caso de que la batalla termine en derrota y con la total desaparición de los seres humanos, esa dignidad pierde sentido. Aunque quienes opinan así son una minoría, tan categórica negación del valor de la fuerza espacial resulta extremadamente perjudicial».

Llegado a este punto del discurso, Zhang Beihai levantó la vista para observar los rostros de los presentes y comprobó que, aun habiendo despertado cierto interés, todavía no había logrado vencer la sensación de fatiga generalizada.

Por suerte, estaba convencido de que lo siguiente que iba a decir la erradicaría de un plumazo.

—A continuación, quisiera mencionar el caso específico de un camarada que presenta un ejemplo de derrotismo típico. Me refiero al coronel Wu Yue —sentenció, señalándolo.

El cansancio se esfumó al instante de todos los rostros, dando paso a la tensión. Todas las miradas iban de Wu a Zhang y de este a aquel, quien, por su parte, observaba a su compañero con absoluta calma.

—El coronel y yo colaboramos en la marina durante mucho tiempo, y por eso nos conocemos muy bien. Padece un profundo complejo tecnológico. Es un capitán de tipo técnico, lo que llamamos un capitán ingeniero, lo cual no es malo en sí mismo, pero en su caso, desgraciadamente, afecta su juicio y lo hace depender demasiado de la tecnología. Aunque él nunca lo admitirá, en su subconsciente está convencido de que el avance de la tecnología es el principal o quizás único factor determinante del triunfo. Ignora de manera sistemática el factor humano de la guerra, sobre todo a la hora de valorar las ventajas específicas que posee nuestro ejército por el hecho de haber sido formado en circunstancias históricas tan poco ideales. En cuanto tuvo noticia de la Crisis Trisolariana, dejó de albergar esperanza alguna en el futuro y ahora, tras unirse a la fuerza espacial, esa falta de esperanza se ha multiplicado. Su derrotismo está tan interiorizado que pretender reformarlo sería una pérdida de tiempo. Debemos actuar lo antes posible y adoptar medidas drásticas para evitar que siga extendiendo sus ideas en nuestras filas; en mi opinión, el camarada Wu ha dejado de estar capacitado para seguir en la fuerza espacial.

Todas las miradas se centraron de inmediato en Wu, quien en ese momento observaba, con la parsimonia de siempre, el emblema de la fuerza espacial de su gorra, que estaba encima de la mesa.

Zhang, que en lo que llevaba de discurso no había querido mirarlo ni una sola vez, prosiguió:

—Comandante, camarada Wu Yue y demás presentes: les pido que me comprendan. Hablo movido por mi preocupación por el estado actual de la ideología de las tropas. Pero estoy dispuesto a debatir el tema abiertamente con Wu.

Wu Yue levantó la mano para pedir la palabra. Cuando el general Chang se la dio, dijo:

—Todo lo afirmado por el camarada Zhang Beihai sobre mi estado mental es rigurosamente cierto. Además, coincido en su diagnóstico: ya no estoy capacitado para servir en la fuerza espacial. Acataré cualquier decisión que tome la organización.

El ambiente era de máxima tensión. Había varios oficiales que no dejaban de ojear nerviosamente el cuaderno de Zhang Beihai, preguntándose qué más podría contener.

Entonces un coronel, ya maduro, de la fuerza aérea se levantó y dijo:

—Camarada Zhang Beihai, esta es una reunión de trabajo de tipo ordinario. Para alertar sobre un tema tan concreto y personal, debería haber utilizado otros canales. ¿Le parece apropiado tratar esto aquí?

Muchos oficiales secundaron sus palabras al instante.

—Soy consciente de que he violado nuestros principios organizativos, y estoy dispuesto a asumir toda la responsabilidad —reconoció Zhang—. Sin embargo, estoy también convencido de que era preciso alertar sobre la gravedad de la situación en la que nos hallamos.

Chang Weisi alzó la mano para acallar posibles réplicas.

—En primer lugar —dijo—, reconozcamos que el camarada Zhang Beihai realiza su cometido con una urgencia y un sentido de la responsabilidad encomiables. La existencia del derrotismo en nuestras tropas es un hecho real que debemos afrontar de manera racional. Mientras exista disparidad tecnológica entre los dos bandos enfrentados, el derrotismo seguirá existiendo. No es un problema que pueda resolverse con facilidad; requerirá un gran esfuerzo por parte de todos, y deberíamos mejorar nuestras pautas de interacción. Dicho esto, coincido con el coronel: los asuntos de ideología personal deben resolverse mediante la comunicación y el diálogo; en los casos en que sea necesario informar, deberían seguirse los canales adecuados.

Los oficiales que seguían preocupados pudieron al fin suspirar con alivio: Zhang Beihai no mencionaría sus nombres, como mínimo en esa reunión.

 

 

En un vano intento de ordenar su mente, Luo Ji se esforzaba en imaginar cómo era el interminable cielo nocturno que se ocultaba tras las nubes. Y de pronto, sin saber por qué, todos sus pensamientos le condujeron a ella: su figura y su voz emergieron desde las tinieblas para aparecérsele, y entonces se apoderó de él la mayor tristeza que había experimentado nunca; luego siguió un viejo conocido suyo, el remordimiento, compañero de viaje en tantas ocasiones al que, sin embargo, debido a la dureza con que lo vapuleaba, le costaba reconocer.

¿Por qué era ahora cuando le venía a la mente? Hasta entonces, lo único que había sentido ante la noticia de su muerte —sin contar el miedo y la conmoción del accidente—, fue la urgencia de exculparse. Solo después de saber que ella tenía poco o nada que ver con el lío en que andaba metido, le obsequiaba con unas migajas de su tan preciada simpatía. Y no podía evitar preguntarse en qué clase de persona se había convertido.

En realidad no había nada que hacer. Sencillamente, él era así.

Acostado en la cama, la casi imperceptible oscilación del avión le hizo sentir como si lo mecieran en una cuna. Le constaba haber dormido en una cuando era bebé, pues un día, rebuscando bajo una vieja litera infantil en el sótano de la casa de sus padres, había descubierto los polvorientos pies de una cuna mecedora. Ahora, cerrando los ojos para imaginarse a la joven pareja meciéndolo, se preguntó: «¿Alguna vez, desde el día en que te levantaste de esa cuna para no volver a ella hasta hoy, ha habido alguien, además de ellos dos, que te importara de verdad? ¿Alguien a quien le hicieras un pequeño hueco en el corazón para que lo habitara eternamente?»

Lo hubo: cinco años antes, la prodigiosa luz del amor había iluminado su corazón; pero aquella historia fue una ilusión.

Se trataba de Bai Rong, una autora de novelas juveniles. Aunque las escribía en su tiempo libre, había alcanzado la suficiente popularidad como para que sus ingresos en concepto de derechos superaran al sueldo que le pagaban en su trabajo oficial. De todas las mujeres con que había estado, ella fue con quien duró más tiempo. Incluso llegaron a plantearse la posibilidad de casarse. Mantenían una relación de lo más tranquila, sin sobresaltos ni efusividades; tan solo se sentían a gusto el uno con el otro y les hacía felices estar juntos. Precisamente por eso, por mucha aversión que ambos tuvieran al matrimonio, pensaron que lo responsable era probar.

Por expreso deseo de ella, Luo Ji leyó su obra completa. Aunque no podía decirse que sus novelas le entusiasmaran, tampoco le parecían tan tediosas como otras del mismo género que había hojeado: no solo tenía un estilo elegante, sino que exhibía una lúcida madurez de la que otros autores de su generación carecían. Por desgracia, el contenido de sus novelas no estaba a la altura. Leerlas era como contemplar gotas de rocío: las encontraba simples, vacuas, transparentes; se parecían hasta el punto de distinguirse solo por el modo en que la luz externa se reflejaba en ellas. No dejaban de mezclarse y superponerse las unas a las otras y, al ver la luz del sol, de modo inexorable se evaporaban para quedar en nada.

Cada vez que terminaba uno de sus libros, independientemente de que hubiera apreciado la elegancia de su estilo, se quedaba con ganas de saber de qué vivía toda esa gente que se pasaba las veinticuatro horas del día suspirando por las esquinas.

—¿Crees que ese amor sobre el que escribes existe realmente? —le preguntó al fin un día.

—Existe —respondió ella.

—¿Me lo dices tan segura porque lo has presenciado, o porque lo has vivido en primera persona?

—Sea por lo que sea —le susurró de modo enigmático al oído, al tiempo que le apretujaba el cuello—, te digo que sí, ¡que existe!

A menudo Luo Ji le sugería cambios y mejoras en los textos que estaba escribiendo; incluso llegó a ayudarla con las revisiones.

—Casi se te da mejor escribir a ti que a mí —le confesó ella en una ocasión—. Más que a ordenar la trama, a lo que me ayudas es a pulir los personajes, y eso es siempre lo más difícil. Con apenas un par de pinceladas consigues que parezcan de carne y hueso... Tu talento literario es formidable.

—No me hagas reír..., pero si yo vengo del campo de la astronomía...

—¡Toma! Y Wang Xiaobo estudió matemáticas.

Justo hacía un año que ella le había pedido un regalo por su cumpleaños:

—Podrías escribirme una novela.

—¿Una novela entera?

—Que tenga más de cincuenta mil caracteres.

—¿La protagonista tienes que ser tú?

—No. Hace poco vi una exposición de pintura fascinante: todos los cuadros eran de hombres a los que habían encargado que retratasen a la mujer más hermosa que fueran capaces de imaginar. Tú, con la protagonista de tu novela, debes hacer lo mismo: aparca la realidad y dedícate a crear un ángel que encarne tu ideal de perfección femenina.

Hasta la fecha, Luo Ji seguía sin tener la más remota idea de qué pudo haber motivado semejante petición; quizá ni ella misma lo supiera. Solo ahora, rememorando aquel período de su vida, se percataba de lo extraña que Bai Rong se había vuelto: tan pronto parecía consumida por el tedio como llena de maquinaciones.

Luo Ji empezó a construir su personaje imaginando el rostro de ella; después, diseñó su ropa y así continuó hasta que hubo ideado a quienes la rodeaban y el mundo en el que se movía. Sin embargo, al colocarla en el centro de todo para que cobrase vida, se moviera y hablara, aquello enseguida le resultó artificial. Decidió contarle su problema a Bai Rong.

—Parece una marioneta —dijo—: todo lo que dice y hace parte de mi idea original, pero le falta vida.

—Lo estás haciendo mal —replicó ella—. No es cuestión de redactar, sino de crear: lo que un personaje literario hace en diez minutos puede ser el reflejo de lo que ha vivido en el transcurso de diez años de su vida. No te ciñas a la trama de la novela, imagínate su vida entera; luego, lo que al final termine en negro sobre blanco no será más que la punta del iceberg.

Luo siguió su consejo. Abandonó la historia que quería escribir y se centró en imaginar la vida entera de la protagonista de la forma más detallada posible. La imaginó mamando del pecho de su madre, succionando enérgicamente y babeando de satisfacción; cayéndose al suelo por perseguir un globo rojo calle abajo, sin haber avanzado ni medio metro, berreando al ver que se le escapaba flotando sin ser consciente de que acababa de dar sus primeros pasos; parándose en seco al pasear bajo un aguacero y abriendo el paraguas para sentir la lluvia sobre su rostro; sola en su primer día de colegio, sentada en un aula extraña sin ver a sus padres por ninguna parte y al borde de las lágrimas hasta reparar en su mejor amiga del parvulario, sentada en el pupitre de al lado; luego rompiendo a llorar, pero no de tristeza sino de alegría; durante su primera noche en la universidad, acostada en la cama observando la sombra de los árboles que la luz de las farolas de la calle proyectaba en el techo... Llegó a imaginar todos y cada uno de los platos que le gustaban, el color y el estilo de cada prenda de su armario, las pegatinas del móvil, los libros que había leído, la música que llevaba en su reproductor, las páginas web que consultaba, su lista de películas favoritas..., pero no su maquillaje, porque no lo necesitaba.

Como creador sin limitaciones temporales, fue hilvanando con fruición las distintas etapas de su vida y, a medida que lo hacía, descubrió el placer inagotable que le daba la imaginación.

Un día, en la biblioteca, la vio leyendo sentada al fondo de un pasillo, entre las estanterías de libros. La vistió con el conjunto que a él más le gustaba, que casualmente era también el que mejor insinuaba sus formas menudas (lo hizo, según se dijo, para su posterior referencia). De pronto, ella levantó la vista del libro, lo miró y sonrió.

Luo Ji se quedó perplejo: no recordaba haberle mandado que lo hiciera. A pesar del sobresalto, la imagen de su sonrisa había quedado desde entonces, y para siempre, congelada en su memoria, tan fijada a ella como una mancha de agua en el hielo.

Pero lo que en realidad marcaría un antes y un después sucedió la noche siguiente. Un gran temporal había hecho descender en picado la temperatura. Desde la comodidad de su piso en la universidad, Luo Ji escuchaba el rugido del viento por encima de los sonidos de la gran urbe, mientras los copos de nieve se agolpaban contra los cristales de la ventana con el mismo ímpetu que unos granos de arena. Al mirar al exterior, vio que un extenso manto de nieve lo cubría todo. Parecía que el resto de la ciudad hubiese dejado de existir y solo su edificio, aquel bloque de pisos para el personal docente, se erigiera en solitario sobre una infinita llanura blanca. Decidió volver a la cama, pero antes de conseguir dormirse lo sobresaltó una idea: si ella estaba en la calle en medio de aquella tempestad, iba a morirse de frío. Trató de tranquilizarse diciéndose que era absurdo, que ella solo podía estar donde él la colocara, pero a partir de ese momento su imaginación se desbocó y la vio avanzar entre el vendaval, tan débil y temblorosa como una brizna de hierba a punto de salir volando. Como el abrigo que llevaba era blanco, no conseguía distinguir más que su bufanda roja, que se agitaba violentamente como si fuera una llama que luchaba contra la tempestad.

Ya no pudo conciliar el sueño. Se sentó en la cama, apoyó los pies en el suelo, se echó la colcha sobre los hombros y fue a sentarse al sofá. Se le ocurrió fumarse un cigarrillo, pero luego recordó que ella odiaba el humo, de modo que optó por prepararse una taza de café. Empezó a bebérsela con calma: estaba dispuesto a esperarla despierto el tiempo que fuera necesario; el azote del temporal y la negra oscuridad de la noche atormentaban a su corazón. Era la primera vez que se sentía tan angustiado por alguien. Tan ansioso.

Conforme esa ansia crecía y se hacía cada vez más profunda, ella empezó a materializarse. Aunque llegó envuelta en el abrazo del frío de la calle, de su pequeño cuerpo emanaba una calidez primaveral. Los copos de nieve cayeron de su pelo, convertidos en brillantes gotas de agua. Ella se quitó la bufanda y él la cogió de las manos para, con las suyas, tratar de entibiar su gélida suavidad, momento en el que ella lo miró emocionada y pronunció exactamente la misma pregunta que él iba a hacerle:

—¿Estás bien?

Luo Ji asintió con la cabeza. Después, mientras la ayudaba a quitarse el abrigo, dijo:

—Ven a calentarte.

La condujo hasta la chimenea, frotándole la espalda.

—¡Pero qué calentito se está aquí, me encanta! —exclamó ella.

Acto seguido se sentó en la alfomra que había frente a la chimenea y contempló el fuego.

«¡Maldita sea! ¿Qué me está pasando? —se dijo él, sabiéndose a solas en mitad de aquella habitación—. Bastaba con escribir cincuenta mil caracteres, imprimirlos en un papel bueno, diseñar una portada bonita con Photoshop, llevarlo todo a encuadernar, envolverlo para regalo y dárselo a Bai Rong para su cumpleaños. ¿Qué necesidad tenía de implicarme hasta este punto?»

Se sorprendió al notar que tenía los ojos llenos de lágrimas. De pronto, reparó en otro detalle: «¿Chimenea? ¿Desde cuándo tengo yo chimenea? ¿Por qué demonios se me habrá ocurrido pensar en una?» Al instante supo la respuesta: lo que él anhelaba no era el calor del fuego, sino su luz; con ella una mujer cobraba su máxima belleza. Entonces se le apareció su rostro, igual que hacía unos instantes, iluminada por el fuego.

«¡No! ¡No pienses en ella, será un desastre! ¡Duérmete!»

 

 

Pese a sus temores, Luo Ji no soñó nada en toda la noche y durmió tan plácidamente como si su cama fuera una barca flotando en un mar de color de rosa. A la mañana siguiente despertó con la sensación de haber renacido, de ser una vela rescatada del olvido que, la noche anterior, tras años acumulando polvo en un cajón, volvía a arder gracias a aquel pequeño fuego en el temporal. Recorrió el camino hasta las aulas con una sonrisa de oreja a oreja. A pesar de que la atmósfera todavía era brumosa, tuvo la sensación de que podía verlo todo a varios kilómetros a la redonda, y aunque no quedaba nieve sobre los álamos que bordeaban la avenida y apuntaban al cielo con las ramas desnudas, a él le parecieron más vivos que en primavera.

Ya en el aula, subió a la tarima para ocupar su lugar y, tal como esperaba, la vio allí, sentada al final del anfiteatro: era la única de aquella fila, estaba alejada del resto de estudiantes. Llevaba puesto un jersey beige de cuello alto; el abrigo blanco y la bufanda roja los había colocado en el asiento contiguo. A diferencia de los demás, que permanecían con la cabeza hundida en los libros, ella lo miraba de frente y volvió a dedicarle esa sonrisa suya, tan resplandeciente, como el sol después de una nevada.

Aquello lo puso nervioso. Se le aceleró tanto el pulso que se vio forzado a salir al balcón por una puerta lateral para serenarse y respirar aire fresco. Solo se había sentido igual cuando tuvo que defender sus dos tesis doctorales. Al volver dentro, se esforzó por lucirse con la clase. Gracias a su discurso apasionado y a la gran cantidad de citas, terminó ganándose una rara ovación a la que ella no contribuyó, si bien celebró asintiendo, satisfecha, mientras le ofrecía otra sonrisa.

Después de la clase regresó por la misma avenida sin sombra por la que había venido junto a ella, escuchando el crujido de la nieve bajo sus botas azules. Las dos hileras de álamos a los lados del camino fueron los únicos testigos de su conversación.

—Me encanta cómo das clase —dijo ella—, aunque no he entendido demasiado...

—No cursas esta carrera, ¿verdad?

—No.

—¿Y sueles asistir a clases de otras materias?

—Es cosa de hace unos días... Paso por delante de un aula cualquiera y siento el impulso de entrar y quedarme a escuchar. Acabo de graduarme; supongo que el hecho de ser consciente de que pronto tendré que irme y dejar todo esto ha hecho que comprenda lo bien que estoy aquí. Me da un poco de miedo lo que hay ahí fuera...

Durante los tres o cuatro días que siguieron, Luo Ji pasó la mayor parte del tiempo con ella. A ojos de los demás, eso sí, pareció que daba interminables paseos a solas. La explicación que le ofreció a Bai Rong no pudo ser más sencilla: le dijo que estaba pensando en su regalo de cumpleaños. En realidad, no era ninguna mentira.

Por Nochevieja compró una botella de vino tinto. Jamás había probado el vino. Llegó al apartamento, apagó las luces, se sentó en el sofá y encendió las velas que había en la mesita baja. Para cuando todas prendieron, ella ya estaba sentada a su lado, en silencio.

—¡Oh, mira! —exclamó con el tono ilusionado de una niña, señalándole la botella.

—¿Qué?

—¡Mira por aquí, por donde da la luz! Es precioso...

Filtrada a través del vino, la luz de las velas adquiría una diáfana tonalidad granate que parecía sacada de un sueño.

—Es..., es como un sol extinto.

—No digas esas cosas —susurró ella con un candor que lo enterneció—. A mí me parece que más bien es... como los ojos del anochecer.

—¿Por qué no los ojos del amanecer?

—Prefiero los anocheceres.

—¿Y eso?

—El anochecer siempre trae consigo las estrellas; en cambio, lo único que nos deja el amanecer...

—Es la cruda luz de la realidad.

—Eso mismo, sí.

Charlaron largo y tendido. Hablaron de todo, compartiendo un lenguaje común incluso para los temas más triviales, hasta el momento en que esa botella que había contenido los ojos del anochecer quedó vacía, y sus estómagos, llenos.

Tumbado en la cama y completamente embriagado, Luo Ji observó la luz de las velas, que aún ardían sobre la mesita. No le preocupó que ella hubiera desaparecido. Sabía que podía hacerla volver en cuanto él quisiera.

Llamaron a la puerta. Luo supo reconocer que el sonido era real y no tenía nada que ver con ella, de modo que no hizo caso. Pero entonces la puerta se abrió de repente y Bai Rong irrumpió en el apartamento. Al encender las luces, pareció que con ellas conectaba la gris realidad. Primero se quedó mirando las velas de la mesita; luego se sentó junto a la cabecera de la cama, donde exhaló un suave suspiro.

—Todavía tiene remedio.

—¿El qué? —preguntó él, todavía tumbado, cubriéndose los ojos con el dorso de la mano para protegerlos de la luz.

—Aún no has llegado al extremo de sacar un vaso para ella.

Luo Ji mantuvo la mano sobre los ojos sin pronunciar palabra. Bai Rong se inclinó y la apartó para poder mirarlo de frente. Luego dijo:

—Ha cobrado vida, ¿verdad?

Él asintió, sentándose.

—Rong... —intentó explicarle—, yo antes pensaba que a los personajes de una novela los controlaba su creador, que eran lo que el autor quería que fuesen y que hacían aquello que el autor quería que hicieran, como nos pasa a nosotros con Dios.

—¡Pues te equivocabas! —gritó ella mientras se ponía de pie y empezaba a ir de aquí para allá—. Y ahora te das cuenta de hasta qué punto. Esa es la diferencia entre un mero escribidor y un literato: el summum de la creación literaria es cuando los personajes de una novela tienen vida propia en la mente de su autor. Este no puede controlarlos ni predecir cómo van a actuar; solo puede seguirlos, fascinado, para observarlos y apuntar los más nimios detalles de sus vidas, como si fuera un voyeur. Así se escribe un clásico.

—¡Al final resulta que la literatura es un arte para pervertidos!

—Lo fue en el caso de Shakespeare, de Balzac y de Tolstói, como mínimo. Fue así como esos grandes genios crearon a todos aquellos inolvidables personajes que perduran en nuestra memoria colectiva. Los escritores actuales han perdido esa creatividad. Sus mentes solo son capaces de crear imágenes fragmentadas, fetos sin desarrollar cuya corta vida es una sucesión de espasmos crípticos, vacíos de sentido, que luego barren y atan en un saco al que le ponen una etiqueta: que si posmoderno, que si deconstruccionista, que si simbolista, que si irracional...

—¿Insinúas que me he convertido en un escritor de literatura clásica?

—No me hagas reír. Tu mente no ha hecho más que gestar una sola imagen. Y de las más sencillas, además. Las mentes de los autores clásicos alumbraron a cientos de miles de figuras de distinto corte, que luego, juntas, formaron el retrato de una era. ¡Eso solo está al alcance de las mentes privilegiadas! Pero reconozco que lo que has conseguido tiene su mérito. No te creía capaz de lograrlo...

—¿Tú lo has logrado alguna vez?

—Solamente una —respondió ella. Luego le apretujó el cuello e imploró—: Déjalo, ya no quiero que me hagas ese regalo; volvamos a nuestra vida normal, ¿de acuerdo?

—¿Y si me sigue pasando lo mismo?

Bai Rong lo miró fijamente a los ojos durante unos segundos. Luego lo soltó de golpe y dijo, con una sonrisa amarga:

—Sabía que era demasiado tarde.

Acto seguido cogió el bolso y se fue.

Luo Ji oyó entonces que afuera la gente gritaba: «¡Cuatro! ¡Tres! ¡Dos! ¡Uno!», y a continuación el edificio de las aulas, desde el cual llegaba la música, estalló en risas. En la pista de atletismo estaban lanzando fuegos artificiales. Miró el reloj y vio que acababa de pasar el último segundo del año.

—Mañana es fiesta —dijo entonces—. ¿Adónde podemos ir?

Estaba tumbado en la cama, pero no le hacía falta mirar para saber que su personaje había vuelto y se hallaba al lado de la chimenea inexistente.

—No querrás llevártela, ¿verdad? —preguntó ella, toda inocencia, apuntando hacia la puerta, que seguía abierta.

—Qué va, no... nosotros dos solos. ¿Adónde te gustaría ir?

Sin dejar de mirar la danza de las llamas de la chimenea, ella respondió:

—No importa adónde vayamos. El mero hecho de sentirnos en viaje es maravilloso.

—Entonces, ¿qué te parece si nos ponemos en marcha sin planear nada y ya veremos dónde acabamos?

—Perfecto.

 

A la mañana siguiente abandonaban el campus a bordo de su Accord rumbo al oeste, una dirección escogida por el simple hecho de que les ahorraba tener que atravesar la ciudad. Por primera vez Luo experimentó la maravillosa sensación de viajar sin un destino en mente. Cuando los edificios dieron paso a los campos, abrió la ventana para dejar entrar el aire frío del invierno y notó la larga cabellera de ella agitada por el viento; incluso sintió que le hacía cosquillas en la sien derecha.

—¡Mira, montañas! —exclamó ella, señalando un punto distante.

—Qué buena visibilidad hay hoy... Son las montañas Taihang; primero discurren en paralelo a esta carretera y luego hacen una especie de curva que converge en el oeste. Allí es donde la carretera se interna en ellas. Calculo que ahora mismo estaremos...

—¡No me digas dónde estamos! —lo interrumpió ella—. En cuanto uno lo sabe, el mundo se le vuelve tan estrecho como un mapa. En cambio, cuando no lo sabe, el mundo se expande hasta que parece no tener límite.

—Está bien —convino Luo—, hagamos lo posible por perdernos.

Dio un giro para tomar una carretera secundaria por la que circulaban menos coches. Al cabo de un rato, giró de nuevo. Terminaron teniendo a los lados del coche campos y más campos en los que la nieve aún no se había derretido del todo; aquí y allá se veían parches de tierra. No había una mancha verde por ninguna parte, aunque la luz del sol era espectacular.

—El típico paisaje del norte de China —dijo Luo.

—Es la primera vez que siento que la tierra desnuda, sin una brizna de hierba en ella, puede ser hermosa por sí sola.

—El verde está enterrado en los campos esperando a que llegue la primavera. El trigo de invierno brotará cuando aún siga haciendo frío, y entonces esto se convertirá en un mar verde. Imagina toda esta extensión...

—No necesita vegetación, es precioso tal y como está. ¡Uy, mira! ¿A que el suelo parece una vaca lechera durmiendo la siesta?

—¿Qué? —exclamó él, sorprendido, mirándola a ella y luego, a través de las ventanillas, la tierra salpicada de nieve.

—¡Ahí va! Pues sí que parece que... Oye, ¿cuál es tu estación del año favorita?

—El otoño.

—¿Por qué no la primavera?

—Son demasiadas sensaciones juntas. Me agota. El otoño es mejor.

Pararon el coche y se sentaron en el borde de un campo para contemplar a las urracas picoteando el suelo en busca de alimento. Cuando trataron de acercárseles, estas echaron a volar y se refugiaron en una arboleda cercana. Más tarde recorrieron el lecho de un río casi completamente seco. Aun cuando había quedado reducido a un estrecho reguero congelado, seguía siendo un río norteño: recogieron de su lecho unos cuantos guijarros fríos y lisos, y luego los lanzaron contra él; de los agujeros que hacían en el hielo brotaban chorros de agua amarillenta. Después llegaron a un pequeño pueblo en cuyo mercado pasaron algún tiempo. Ella se arrodilló frente a un puesto de peces dorados y observó en sus peceras, rojizas llamas líquidas al sol, negándose a irse de allí. Al final él le compró dos y los puso, sin sacarlos de sus bolsas con agua, sobre el asiento trasero del coche.

Más tarde pasaron por un pueblo al que habían despojado de todo encanto. Los edificios eran nuevos, muchas viviendas tenían coches aparcados delante de sus puertas y había anchas carreteras de cemento; la gente vestía igual que en las ciudades (aunque algunas chicas lo hacían con estilo). Incluso los perros eran idénticos a esos parásitos de patas cortas y pelo largo que abundaban en las grandes urbes. Lo que más les llamó la atención de aquel pueblo fue el enorme escenario que habían instalado justo a la entrada: sus dimensiones parecían excesivas para una localidad tan pequeña. Al verlo vacío, Luo Ji no lo dudó dos veces: se subió como pudo y, una vez arriba, mirando a los ojos del único miembro de su público, cantó aquella famosa estrofa de Tonkaya Ryabina que habla del esbelto espino blanco. A mediodía almorzaron en otro pueblo, donde la comida era la misma que en las ciudades pero servida en raciones casi el doble de grandes. Después, algo aletargados, pasaron un buen rato sentados al sol en un banco frente al ayuntamiento. Luego se fueron de allí sin rumbo concreto.

Antes de darse cuenta, se encontraron con que la carretera ya se había internado en las montañas, de forma regular y poca vegetación, salvo por los hierbajos y enredaderas que crecían entre las fisuras de la roca gris. Durante millones de años, aquellas montañas, cansadas de estar erguidas, se habían ido recostando poco a poco, allanándose hasta tal punto que cualquiera que caminase sobre ellas terminaba contagiado de su misma indolencia.

—Estas montañas son como aquellos abuelos que pasan la tarde al sol haciendo la siesta —dijo ella, pese a que en todos los pueblos que habían visitado no habían visto a nadie con la parsimonia de aquellas montañas.

En más de una ocasión tuvieron que detenerse para dejar que algún rebaño de ovejas cruzase la carretera. Después, por fin aparecieron las típicas aldeas que habían imaginado, las famosas casas cueva, caquis y nogales, edificios bajos con techo de piedra... Los perros se volvieron más grandes y más fieros.

Alternando montaña y paradas, la tarde pasó sin que se dieran cuenta. El sol ya se ponía por el oeste y la penumbra caía sobre la carretera. Tras conducir por un camino de tierra lleno de socavones hasta un montículo todavía iluminado por el sol, decidieron que aquel lugar marcaría el punto final de su viaje: después de contemplar el atardecer emprenderían el camino de regreso. El pelo de ella, que la suave brisa del anochecer agitaba, parecía querer apoderarse de los últimos rayos de luz dorada.

Acababan de entrar en la autopista cuando el coche sufrió una avería. Se le había roto el eje trasero y eso los obligaba a pedir ayuda. Tuvo que pasar un buen rato hasta que, gracias al conductor de una camioneta, averiguaron el nombre del lugar donde se hallaban. Después, aliviado al ver que su teléfono seguía teniendo cobertura, Luo Ji llamó a un taller mecánico. La grúa tardaría entre cuatro y cinco horas en llegar a donde estaban.

La temperatura había descendido en picado desde la puesta del sol. Antes de que oscureciera del todo, Luo fue a recoger unas cuantas panochas de maíz a un campo cercano y las usó para encender una hoguera.

—¡Pero qué calentito se está aquí, me encanta! —exclamó ella, mirando el fuego, presa de la misma felicidad que aquella primera noche frente a la chimenea.

Él volvió a embriagarse con su belleza a la luz de las llamas. Llegó a pensar que él era aquella hoguera y que el único propósito de su existencia era darle calor.

—Por aquí no habrá lobos, ¿no? —preguntó de repente ella, mirando con recelo la creciente oscuridad que los rodeaba.

—No —respondió Luo Ji—. Estamos en el norte del país, en pleno corazón del continente; los lobos abundan en otras partes... Que no te engañe el aspecto agreste y desolado de la zona. En realidad, es una de las más densas de toda China. Fíjate si no en la carretera: cada dos minutos circula un coche...

—Esperaba que dijeras que sí había —admitió ella, sonriendo con dulzura. Luego volvió a mirar la gran cantidad de chispas que saltaban entre las llamas y se elevaban en el aire. Parecían estrellas flotando en el cielo nocturno.

—De acuerdo, pues sí que hay lobos. Pero me tienes a mí.

No dijeron nada más. Permanecieron en silencio frente al fuego, que avivaban de vez en cuando.

Al cabo de un rato, Luo Ji oyó que le sonaba el móvil. Era Bai Rong.

—¿Estás con ella? —le preguntó con suavidad.

—No, estoy aquí solo —contestó él, reparando al fin en lo que le rodeaba.

No mentía: realmente estaba solo junto a una hoguera al borde de aquella carretera que discurría paralela a las montañas Taihang. La luz del fuego no revelaba más que rocas y, por encima de su cabeza, un cielo estrellado.

—Ya sé que estás solo, pero ¿estás con ella?

Él hizo una pausa.

—Sí —respondió luego. Y al volver la cabeza hacia un lado la vio, alimentando el fuego y sonriendo a las llamas que ardían a su alrededor.

—¿Crees ahora en la existencia de ese amor sobre el que siempre escribo?

—Sí, creo en su existencia —contestó Luo Ji, y no fue hasta pronunciar esas palabras cuando comprendió la gran distancia que los separaba.

Los dos guardaron silencio durante varios minutos; en ese tiempo, las ondas de radio les mantuvieron conectados a través de las montañas hasta su intercambio final.

—Tú también tienes el tuyo, ¿es así? —preguntó él.

—Sí. Desde hace tiempo.

—¿Y ahora mismo dónde está?

—¿Dónde va a estar? —dijo ella entre risas.

Él también rio.

—Claro. Dónde va a estar...

—Bueno... Cuídate. Adiós.

Bai Rong colgó. Con aquel gesto no solo cortaba la comunicación, sino que rompía para siempre el vínculo que los había unido, dejándolos a ambos quizás un tanto entristecidos, pero no mucho más que eso.

—Aquí afuera hace demasiado frío. ¿Por qué no duermes dentro del coche? —le sugirió él.

Ella negó lentamente con la cabeza.

—Quiero quedarme aquí contigo —dijo—. ¿A que te gusto cuando estoy cerca del fuego?

Al llegar la grúa, procedente de Shijiazhuang, ya era más de medianoche. Los dos mecánicos se sorprendieron al ver a Luo Ji esperándolos a la intemperie, al lado de una hoguera.

—¡Se va usted a congelar ahí sentado, señor! El motor sigue funcionando... ¿Por qué no ha esperado dentro del coche con la calefacción puesta?

En cuanto el automóvil estuvo reparado, Luo Ji condujo toda la noche, dejando atrás las montañas. Al amanecer llegó a Shijiazhuang y a las diez de la mañana ya estaba de regreso en Pekín. Pero no fue al campus, sino directo a la consulta del psicólogo.

—Puede que necesite un tiempo para hacer el ajuste, pero no se trata de nada serio —lo tranquilizó el psicólogo tras escuchar su extenso relato.

—¿Nada serio? —exclamó Luo Ji, abriendo mucho los ojos inyectados de sangre—. Estoy perdidamente enamorado de un personaje ficticio que protagoniza una novela de mi propia creación. He hablado con ella, me he ido de viaje con ella y hasta he roto con mi novia en la vida real por ella. ¿Eso a usted no le parece serio?

El psicólogo se limitó a dedicarle una sonrisa magnánima.

—¿Acaso no me entiende? —añadió Luo—. ¡Le he entregado mi más profundo amor a una ilusión!

—¡Oh! Entonces, ¿tenía usted la impresión de que los destinatarios de los afectos de los demás sí existen?

—No puedo creerme que lo ponga en duda.

—¡No es que lo ponga en duda, es que le digo que no es así! En la inmensa mayoría de casos, aquello que uno ama solo existe en su imaginación. El destinatario de su afecto no es el hombre o la mujer que existe en la realidad, sino el de su mente. La persona real no es más que un patrón a partir del cual confeccionar el amor de sus sueños. Inevitablemente, tarde o temprano uno termina dándose cuenta de las diferencias entre uno y otro y debe decidir: si puede acostumbrarse, seguirán juntos; si no, romperán. Es así de sencillo. Usted difiere de la gran mayoría en que no ha necesitado un patrón.

—Entonces, ¿de verdad que no estoy enfermo?

—Solo en el sentido que dijo su novia: tiene usted un talento literario innato. Si a eso quiere llamarlo enfermedad, hágalo.

—Pero ¿no resulta un tanto excesivo imaginar cosas así?

—La imaginación no tiene nada de excesivo. Sobre todo en lo que al amor se refiere.

—¿Y qué hago? ¿Cómo puedo olvidarme de ella?

—Eso es imposible. Nunca será capaz de olvidarla, de modo que ahórrese el esfuerzo; solo conseguirá acabar con secuelas o incluso problemas mentales... Así de sencillo, debe dejar que la naturaleza siga su curso. Se lo repetiré para que quede claro: ¡ni se le ocurra intentar olvidarla! A medida que pase el tiempo, la influencia que ella pueda tener ahora en su vida disminuirá. En realidad, debería felicitarse: independientemente de si ella existe o no, usted ha tenido la suerte de conocer el amor.

 

 

Hasta la fecha, aquella fue la relación sentimental más intensa de Luo Ji, uno de esos amores que solo se viven una vez. Lo que hizo después fue retomar su existencia un tanto disoluta y dar tumbos de aquí para allá sin rumbo fijo, igual que aquel día con su coche. Con el paso del tiempo, tal y como había pronosticado el psicólogo, la influencia que ella ejercía en su vida fue disminuyendo: al principio dejó de aparecerse cuando él estaba con una mujer de carne y hueso; luego no lo hizo ni aun hallándose a solas. Sin embargo, Luo Ji sabía que ella ocupaba la parte más íntima de su alma y que allí seguiría toda la vida. Incluso era capaz de ver el mundo en que ella moraba: un vasto paisaje nevado con el cielo eternamente adornado por una luna creciente y decenas de estrellas plateadas. En medio del silencio reinante, uno casi oía cómo los copos de nieve caían sobre aquel suelo, blanco y granulado como el azúcar. Allí, dentro de una primorosa cabaña, esa Eva que Luo Ji había creado con una de las costillas de su mente, pasaba los días sentada ante una vieja chimenea, contemplando las revoltosas llamas del fuego.

Ahora, solo en aquel misterioso vuelo, Luo Ji ansiaba su compañía, tratar de adivinar juntos qué le esperaba al final de aquel viaje; pero ella no apareció. Él seguía sintiendo su presencia en el mismo rincón de su alma, siempre sentada en silencio frente al fuego pero sin sentirse sola ni un instante, pues sabía que el mundo que habitaba estaba dentro de él.

 

 

Luo alargó el brazo para alcanzar el frasco que había sobre el cabezal de la cama con la intención de tomarse un somnífero y así obligarse a dormir, pero en el instante en que sus dedos lo tocaron el frasco salió disparado hacia el techo; también la ropa que había dejado sobre la silla. Todo permaneció allí unos segundos. Incluso él sintió que se elevaba de la cama, pero al estar sujeto al saco de dormir no salió volando. Al fin el frasco cayó bruscamente sobre la cama. Durante unos segundos, Luo sintió como si un objeto muy pesado aplastara su cuerpo, y no consiguió moverse. El paso súbito de la ingravidez a la hipergravedad lo dejó mareado, una sensación que se prolongó durante diez segundos, antes de que todo volviera a la calma.

Entonces oyó los pasos apresurados de varias personas sobre la moqueta, al otro lado de la puerta, que se abrió.

—Luo, ¿estás bien? —preguntó Shi Qiang, asomando la cabeza.

En cuanto lo oyó responder que sí, volvió a cerrar la puerta. Luo pudo escuchar una conversación en voz baja:

—Ha sido un simple malentendido durante el cambio de escolta, nada de qué preocuparse.

—¿Te dijeron algo los de arriba cuando llamaron antes? —preguntó Shi.

—Que la formación tendría que repostar combustible en media hora, pero que no nos alarmáramos.

—El plan original no mencionaba ninguna interrupción, ¿verdad?

—¡Claro que no! Ay, en mitad de este caos, siete aviones se han deshecho sin querer de sus depósitos de combustible secundarios...

—Bueno, ya está, no te pongas tan dramático... ¿A qué viene este estado de alteración permanente? Vete a dormir un rato, anda.

—¿Cómo voy a dormir tal como están las cosas?

—Dejándome a mí de guardia. ¿De qué sirves cansado? Ya sé que pretenden mantenernos en estado de alerta a todos todo el tiempo, pero sigo pensando lo mismo: en misiones de protección, una vez que has valorado todos los escenarios posibles y tomado todas las medidas de precaución a tu alcance, hay que dejar que ocurra lo que sea. ¿Qué ganas calentándote la cabeza si sabes que ya no puedes hacer más de lo que haces?

En cuanto oyó las palabras «cambio de escolta», Luo Ji deslizó el panel de la ventanilla para mirar al exterior. Seguía habiendo un mar de nubes en el cielo nocturno, pero la luna comenzaba a encaminarse hacia el horizonte. También volvió a ver los rastros de los cazas, esta vez seis más. Las minúsculas aeronaves que los encabezaban eran de un modelo distinto de las cuatro que había visto antes.

La puerta del dormitorio volvió a abrirse. Esta vez Shi Qiang asomó el torso entero.

—¡Luo, tío! Hemos tenido un problemilla de nada, pero ya pasó. Vuelve a la cama tranquilo; de ahora en adelante no habrá más sobresaltos.

—¿Que me vuelva a la cama? ¿Cuántas horas de vuelo llevamos ya?

—Todavía quedan unas cuantas. Descansa —repuso Shi, quien acto seguido cerró la puerta y volvió a dejarlo solo.

Luo Ji volvió a su cama y cogió el frasco de pastillas. A Shi no se le escapaba ningún detalle: contenía una única cápsula. Se la tomó e, imaginando que el piloto rojo bajo la ventana era la luz de una chimenea, se durmió.

Cuando Shi Qiang lo despertó, Luo había pasado más de seis horas durmiendo sin soñar con nada; se sentía francamente bien.

—Ya casi hemos llegado, levántate y vete preparando —le dijo Shi.

Luo Ji fue al baño a asearse y luego a la oficina, donde lo aguardaba un pequeño desayuno. Mientras se lo tomaba notó que el avión iniciaba su descenso. Diez minutos más tarde, después de quince horas de vuelo, al fin volvían a estar en tierra firme.

Shi le pidió que se quedara esperando en la oficina mientras él salía. Cuando volvió lo hizo acompañado de un hombre muy alto, de rasgos europeos e impecablemente vestido, que parecía ostentar algún cargo importante.

—¿Este es el doctor Luo? —preguntó el hombre mirándole. Al advertir que a Shi le costaba entender el inglés, repitió la pregunta en chino.

—Es Luo Ji —contestó entonces Shi, y después presentó al desconocido—. Este es el señor Kent. Ha venido a darte la bienvenida.

—Es un honor —dijo Kent, haciendo una breve reverencia.

Cuando se dieron la mano, Luo tuvo la sensación de que aquel hombre era una persona curtida por la experiencia. Que ocultaba mucho detrás de sus modales refinados, aun cuando el brillo de sus ojos delataba la presencia de secretos. Luo quedó fascinado por esa mirada: tan pronto parecía ser de ángel como de demonio; tanto podía ser una bomba atómica como una piedra preciosa de idéntico tamaño. De toda la información que aquellos ojos contenían, Luo solo tuvo una certeza: ese hombre estaba viviendo un momento tremendamente importante en su vida.

—Lo felicito —dijo Kent mirando a Shi—. Han hecho un trabajo excelente. Su viaje ha sido el menos accidentado de todos. En los demás casos ha costado bastante llegar.

—Nosotros nos hemos limitado a cumplir con las órdenes de nuestros superiores —repuso Shi—. Hemos priorizado minimizar el número total de etapas.

—Absolutamente acertado. En las presentes circunstancias, minimizar etapas garantiza la máxima seguridad. ¡Y ahora, siguiendo ese mismo principio, iremos directos a la sala de la asamblea!

—¿Cuándo empieza la sesión?

—Dentro de una hora.

—Pues sí que hemos apurado...

—El inicio de la sesión depende de la llegada del último candidato.

—Ah, eso está muy bien... Bueno, ¿hacemos el traspaso de custodia?

—No. Por el momento ustedes siguen a cargo de la seguridad del doctor. Como ya le he dicho, son los mejores.

Durante unos segundos, Shi observó a Kent en silencio. Luego asintió.

—Estos días, al venir para familiarizarse con la situación, varios de nuestros hombres han topado con obstáculos —observó.

—Le garantizo que no volverá a ocurrir —aseguró Kent—. A partir de este momento cuenta con la total colaboración de la policía y el ejército locales. Muy bien —los miró a los dos—, ya podemos irnos.

En cuanto salieron, Luo comprobó que todavía era de noche. Teniendo en cuenta su hora de partida, no le costó deducir en qué área del globo se hallaba aproximadamente. La niebla era tan espesa que la luz de los focos apenas consiguió teñir de amarillo apagado la sucesión de imágenes de la que fueron luego testigos, todas ellas calcadas a las que habían visto en el despegue: la patrulla de helicópteros en el aire, solo visibles a través de la niebla en forma de sombras y con luces brillantes; el avión rodeado por un anillo de vehículos militares y un cordón de soldados mirando hacia fuera; un grupo de oficiales equipados con radios, discutiendo algo entre ocasionales miradas hacia la escalerilla.

Luo Ji oyó un zumbido por encima de su cabeza que le erizó el vello de la nuca, e incluso hizo que el imperturbable Kent se cubriera las orejas. Al mirar hacia arriba descubrieron que una sombra los sobrevolaba a muy poca altura: su escolta de aviones trazaba un círculo que la niebla impedía ver con claridad; parecía un gigante cósmico marcando con tiza aquel punto concreto de la Tierra.

Shi Qiang, Kent y Luo subieron al coche blindado que los esperaba al pie de la escalerilla. Aunque las cortinas estaban echadas, por la poca luz que se colaba, Luo supo que formaban parte de un convoy. El silencio reinó a lo largo de aquel viaje a lo desconocido. Aunque solo duró cuarenta minutos, a Luo se le hizo eterno.

Cuando Kent anunció que habían llegado, a través de las cortinas Luo adivinó la silueta de un objeto iluminado por las luces del edificio que tenía detrás. Su forma resultaba inconfundible: un revólver gigante con el cañón anudado. De inmediato supo que se hallaba en la sede de Naciones Unidas en Nueva York.

En cuanto bajó del coche se vio rodeado por un grupo de agentes de seguridad, todos de gran estatura y algunos con gafas de sol pese a ser de noche. La masa humana que formaban lo aprisionó y, sin darle tiempo a distinguir dónde se hallaba, lo llevó sin que apenas tocara el suelo con los pies. Las pisadas de los demás eran el único sonido que rompía el silencio. Justo antes de que aquella tensión demente pudiera con él, los hombres que lo precedían se hicieron a un lado para abrirle paso, la luz brilló ante sus ojos y el resto de agentes también se detuvo, dejando que él, Shi Qiang y Kent avanzaran en solitario.

Juntos atravesaron un gran vestíbulo desierto, a excepción de unos cuantos guardas de seguridad vestidos de negro, que susurraban algo a su radio cada vez que pasaban por su lado. A continuación cruzaron una pasarela hacia un panel de vitral, cuya amalgama de colores y líneas representaba formas distorsionadas de personas y animales. Al fin, giraron a la izquierda y se metieron en una pequeña habitación. Tras cerrarse la puerta, Kent y Shi Qiang intercambiaron una sonrisa de satisfacción. El alivio se reflejaba en sus rostros.

Luo miró alrededor y descubrió que la habitación era bastante peculiar: la pared del fondo estaba toda cubierta por una pintura abstracta compuesta por formas geométricas amarillas, blancas, azules y negras, que parecían flotar sobre un océano de aguas azules. Sin embargo, lo más extraño era la gran roca en forma de prisma rectangular que ocupaba el centro de la estancia, iluminada de modo tenue por varias lamparitas. De cerca se advertían líneas del color del óxido. En la habitación solo había esa roca y la pintura abstracta.

—Imagino que querrá cambiarse de ropa, doctor Luo —dijo Kent, en inglés.

—¿Qué dice? —preguntó Shi Qiang.

En cuanto Luo Ji se lo tradujo, negó con la cabeza.

—De eso nada, la chaqueta te la dejas puesta.

—Pero es una ocasión formal —alegó Kent, esforzándose en hablar chino.

—Ni hablar —insistió Shi, volviendo a negar con la cabeza.

—Solo los representantes de los países pueden acceder a la sala —dijo Kent—. Ni siquiera los medios estarán presentes, es más que seguro.

—He dicho que no. Si no le he entendido mal antes, yo sigo a cargo de su seguridad.

—Está bien —cedió Kent—, no es importante.

—Debería contarle al chico lo que ocurre —dijo Shi, bajando el tono de voz y apuntando con la cabeza hacia Luo.

—No estoy autorizado a darle ningún tipo de explicación...

—¡Pues invéntese algo! —repuso Shi, y se echó a reír.

Kent se volvió hacia Luo. Cariacontecido, se ajustó la corbata en un ademán inconsciente. Luo cayó entonces en la cuenta de que hasta el momento había estado rehuyendo su mirada. También se había percatado de que ahora Shi parecía otra persona. Su expresión burlona había desaparecido, y prestaba mucha más atención a Kent. Este último detalle lo convenció de que Shi no le había mentido: realmente desconocía el motivo de su viaje.

Oyó las palabras de Kent:

—Doctor Luo, lo único que puedo decirle es que está usted a punto de asistir a una reunión al más alto nivel en la que se hará un anuncio de trascendental importancia. Todo cuanto deberá hacer usted es estar presente.

Se quedaron callados. La habitación entera se había sumido en el silencio y Luo podía escuchar los latidos de su corazón. Se hallaban en la sala de meditación, presidida por un enorme bloque de hierro de seis toneladas, regalo de Suecia, que simbolizaba la resistencia y la atemporalidad. En aquel momento, más que de meditar, Luo trataba con todas sus fuerzas de mantener la mente en blanco: convencido de que, tal y como Shi le había dicho en otro momento, cualquier cosa en la que uno pensara podía terminar siendo contraproducente, decidió ponerse a contar las formas geométricas del mural de la pared.

Al poco, la puerta se abrió y alguien asomó la cabeza para hacerle una señal a Kent, quien se volvió hacia Luo y Shi y dijo:

—Es hora de entrar. Como el doctor no conoce a nadie, podemos hacerlo juntos.

Shi asintió y miró a Luo.

—Te espero fuera —le dijo, sonriendo y saludándolo con la mano.

Aquel gesto consiguió emocionar a Luo Ji. En esos momentos, Shi era el único apoyo moral con que contaba.

Salió de la sala de meditación junto a Kent, al que siguió hasta la sala de la Asamblea General de las Naciones Unidas.

El interior estaba lleno; todo el mundo charlaba bulliciosamente. Kent lo condujo a lo largo del pasillo central. Al principio su presencia pasó inadvertida, pero a medida que se acercaba al frente empezó a atraer miradas. Kent lo dejó en un asiento de la quinta fila junto al pasillo y se fue a ocupar el suyo, en la segunda.

Luo Ji miró a su alrededor. Aunque había visto aquel lugar por televisión incontables veces, nunca había comprendido lo que sus arquitectos habían querido expresar. Justo enfrente tenía el grandioso muro amarillo con la insignia de la organización, que servía de fondo al podio; por su inclinación, en ángulo agudo, parecía un precipicio a punto de desmoronarse. El techo circular, diseñado en forma de bóveda celeste, era una estructura independiente totalmente separada de aquel muro y, en lugar de estabilizarlo, ejercía con su peso una inmensa presión que contribuía a que pareciese al borde del colapso. En aquel momento, daba la sensación de que los once arquitectos que a mediados del siglo XX diseñaron el edificio hubieran predicho, con pasmosa precisión, la encrucijada en que se hallaría la humanidad.

Luo Ji dejó de mirar aquel muro y se fijó en la conversación de las dos personas que tenía al lado. No supo adivinar su nacionalidad, pero hablaban en un inglés muy fluido.

—¿De verdad cree que el individuo desempeña un papel decisivo en la historia?

—No me parece que se trate de una cuestión susceptible de ser probada o refutada; para eso tendríamos que retroceder en el tiempo, asesinar a unas cuantas figuras prominentes y esperar a ver qué ocurre. Lo que sí tengo claro es que no podemos descartar la posibilidad de que los cauces que trazaron las grandes figuras hayan determinado el curso de la historia.

—Pero aún existe otra posibilidad: que esas grandes figuras de las que usted habla no fueran más que meros nadadores arrastrados por el torrente de la historia, que sus nombres pasaran a la posteridad porque en su día sentaron algún tipo de precedente digno de admiración y reconocimiento, sin haber afectado realmente su curso... Pero, en fin, tal y como están las cosas ahora, ¿qué sentido tiene pensar en todo eso, verdad?

—El problema es que jamás ha habido en el mundo una toma de decisión en la que alguien planteara las cosas a ese nivel. Los países siempre han estado enfrascados en cosas como la equidistancia entre candidatos o la igualdad de recursos...

En la sala empezó a hacerse el silencio: la secretaria general Say se dirigía hacia el podio. Aquella dirigente de nacionalidad filipina llevaba al mando de la organización desde antes del estallido de la crisis. Si la votación por la que fue escogida se hubiera celebrado después, jamás habría sido elegida, pues su delicado aspecto de mujer asiática no encajaba con la imagen de poder que el mundo quería proyectar ante la crisis trisolariana. De constitución menuda, parecía frágil y desvalida en contraposición con el gigantesco muro que la envolvía. Mientras subía las escaleras del podio, Kent se le acercó para susurrarle algo al oído. Ella lo escuchó mirando hacia abajo, asintió y siguió su camino.

Luo hubiera jurado que había mirado hacia su asiento.

Tras ocupar su puesto en la tarima, la secretaria general se tomó un minuto para contemplar a la asamblea. Por fin anunció:

—La decimonovena reunión del Consejo de Defensa Planetaria alcanza el último punto de su agenda: el anuncio del inicio del Proyecto Vallado y la revelación de los candidatos escogidos. Antes, sin embargo, me parece necesario hacer un repaso de la gestación del proyecto.

»Al comienzo de la Crisis Trisolariana, los miembros del anterior Consejo de Seguridad se reunieron de forma urgente para negociar y concebir el Proyecto Vallado. Se tuvieron en cuenta los siguientes hechos: tras la aparición de los dos primeros sofones, se comprobó que otros sofones alcanzaban constantemente el Sistema Solar y se dirigían hacia la Tierra. Ese proceso aún continúa. En consecuencia, para nuestro enemigo, la Tierra es un mundo transparente. Todo cuanto sucede es para él como un libro abierto que puede leer a su antojo. La humanidad ya no tiene secretos.

»La comunidad internacional ha activado un programa de defensa convencional que, tanto a nivel de estrategia general como de carácter militar o tecnológico, por ínfimo que sea, está completamente expuesto a los ojos del enemigo. Cada sala de reuniones, cada archivador, los discos duros y la memoria de cada ordenador..., nada escapa a los sofones. Cada plan, cada programa, cada desplegamiento, sin importar su tamaño, resulta visible para el mando enemigo a cuatro años luz de distancia, desde el instante mismo que tienen lugar en la Tierra. Toda comunicación humana, sin importar su índole, debe darse por filtrada.

»Debemos ser conscientes del siguiente hecho: la estrategia y el tacticismo no avanzan en paralelo al progreso tecnológico. Según informaciones precisas de las que disponemos, los pensamientos de los trisolarianos son transparentes y se comunican de forma directa, volviéndolos en unos completos incompetentes a la hora de engañar o camuflar sus intenciones. Eso los pone en clara desventaja respecto a la civilización humana, circunstancia que no podemos desaprovechar. Los fundadores del Proyecto Vallado estimaron necesario que, en paralelo al programa de defensa convencional, se realicen planes estratégicos de distinta naturaleza que deberán mantenerse en secreto, totalmente a salvo de la mirada del enemigo. De todas las propuestas barajadas, el Proyecto Vallado ha sido la única estimada como viable.

»Una precisión a lo que acabo de decir: la humanidad todavía está en condiciones de guardar secretos. Puede hacerlo en ese mundo interior que cada uno de nosotros posee. Los sofones entienden todos los lenguajes humanos, son capaces de leer textos impresos y de obtener la información almacenada en todo tipo de soportes a velocidades ultrarrápidas, pero hasta la fecha no pueden leernos el pensamiento. Siempre y cuando no lo comunique, todo individuo es capaz de mantener lo que piensa a salvo de los sofones. Precisamente esa es la base sobre la que se asienta el Proyecto Vallado. Se trata de seleccionar a un grupo de personas que formularán e implementarán planes estratégicos. Los desarrollarán en sus mentes sin comunicar nada al mundo exterior. Todos los detalles de dichos planes, desde su razón estratégica hasta los pasos necesarios para su consecución, permanecerán de este modo a salvo, al estar ocultos en su cerebro.

»Por la forma en que deberán aislarse del mundo, hemos decidido llamarlos “vallados”. Durante la implementación de sus planes estratégicos, las ideas y los comportamientos que exhiban estos vallados de cara al mundo exterior serán una farsa, una calculada mezcla de mentiras, tergiversaciones y manipulaciones dirigida al mundo entero, incluyendo a enemigos y aliados por igual, a fin de crear un enorme y confuso laberinto que desconcierte al enemigo y entorpezca su juicio, retrasando así al máximo la revelación de sus intenciones estratégicas. Los vallados gozarán de amplios poderes que les permitirán movilizar y desplegar buena parte de los recursos militares disponibles hoy en día en la Tierra. Realizarán sus planes sin tener que rendir cuentas de ninguna de sus acciones, sean las que sean, ni aclarar qué motiva sus peticiones por extrañas que parezcan. El seguimiento de su actividad estará al cargo del Consejo de Defensa Planetaria de Naciones Unidas, la única institución con autoridad para vetar las peticiones de los vallados, tal y como contempla la Ley de los Vallados de Naciones Unidas. A fin de garantizar la continuidad del proyecto, los vallados podrán usar la tecnología de hibernación para estar presentes en la batalla del Día del Juicio Final, que se librará dentro de varios siglos. Ellos mismos decidirán cuándo, bajo qué circunstancias y durante cuánto tiempo serán despertados. Durante los siguientes cuatro siglos, la Ley de los Vallados de Naciones Unidas será reconocida por el Derecho Internacional de forma similar a la Carta de las Naciones Unidas, y se aplicará del mismo modo que las leyes de cada país a fin de garantizar la ejecución de los planes estratégicos de los vallados.

»Los vallados realizarán la misión más difícil de la historia de la humanidad. Además, deberán hacerlo completamente solos; con el corazón aislado del mundo, del universo entero. Su única compañía y su único apoyo moral serán ellos mismos. Al asumir esta responsabilidad aceptarán pasar muchos años en la más absoluta soledad, y por ese motivo tienen nuestro más profundo respeto. A continuación, en nombre de Naciones Unidas, procederé a anunciar los nombres de los cuatro vallados escogidos por el Consejo de Defensa Planetaria.

Luo Ji, que al igual que toda la asamblea había escuchado el discurso de la secretaria general totalmente cautivado, contuvo la respiración ante el anuncio de la lista de nombres. Ansiaba saber a qué clase de persona iban a encomendar tan impensable misión. A él ya no le preocupaba su propio destino; nada de lo que pudiese ocurrirle era comparable con aquel momento histórico.

—Primer vallado: Frederick Tyler.

Cuando la secretaria general mencionó su nombre, Tyler se levantó de su asiento en la primera fila y, con paso firme y decidido, subió al podio. Una vez allí, miró a la asamblea con semblante inexpresivo. No hubo aplausos: todo el mundo miraba en silencio al primer vallado. Tanto su delgada figura como sus gafas de gruesa montura eran mundialmente reconocibles; antes de su reciente jubilación había sido secretario de Defensa estadounidense, cargo que le había permitido ejercer una profunda influencia en la estrategia nacional de su país. Había plasmado su pensamiento en un libro titulado La verdad de la tecnología, donde sostenía que los países que más se beneficiaban de la tecnología eran los más pequeños, y que los incesantes esfuerzos en pos del desarrollo tecnológico realizados por los más grandes no hacían más que allanar su camino.

Según Tyler, con el progreso, el mayor número de habitantes y recursos de los países más grandes estaba dejando de ser una ventaja, lo cual facilitaba que los países más pequeños tomaran las riendas del mundo. La tecnología nuclear permitía a un país de apenas unos millones de habitantes ser una amenaza sustancial para otro con cientos de millones, algo antes imposible. Otra idea clave era que ser un país grande solo presentaba ventajas durante períodos poco tecnológicos y que, además, estas desaparecerían conforme avanzara el progreso. A su vez, esto hacía aumentar el peso estratégico de los países pequeños: algunos de ellos podían incluso experimentar un crecimiento repentino y alcanzar la hegemonía mundial, como en su día había ocurrido con España o Portugal.

Sin duda, Tyler había proporcionado la base teórica de la guerra global contra el terrorismo de su país. Pero lejos de postularse únicamente como estratega, había demostrado ser un hombre de acción, ganándose el aplauso del pueblo por la valentía y el discernimiento con que encaraba las grandes amenazas. En resumen, tanto por sus ideas como por su capacidad de liderazgo, Tyler era un vallado competente.

—Segundo vallado: Manuel Rey Díaz.

A Luo Ji le sorprendió ver subir al podio a aquel suramericano achaparrado de piel oscura y gesto inflexible. En realidad, el mero hecho de verlo aparecer en las Naciones Unidas ya era una rareza. Sin embargo, al pensarlo mejor, le pareció que su elección tenía sentido, e incluso se preguntó por qué no había pensado en él antes. Rey Díaz era el actual presidente de Venezuela, país que con su liderazgo había demostrado la teoría de Tyler acerca del auge de los países pequeños. En un mundo contemporáneo dominado por el capitalismo y la economía de mercado, cogió el testigo de la Revolución bolivariana instigada por Hugo Chávez y promovió el llamado Socialismo del Siglo XX, que aquel había ideado, basándose en las lecciones aprendidas por los movimientos socialistas internacionales del pasado. Para sorpresa de muchos, terminó logrando un éxito considerable que catapultó a Venezuela hasta cotas de poder inauditas y, por una vez, convirtió a ese país en un símbolo de igualdad, justicia y prosperidad para el mundo entero. Los demás países suramericanos se le fueron sumando y ahora el socialismo gozaba de un breve e inesperado apogeo en el continente.

Rey Díaz había heredado de su predecesor no solo su ideología socialista, sino también su profundo antiamericanismo, lo cual hacía temer a Estados Unidos que su vecino suramericano se convirtiera en una segunda Unión Soviética. La ocasión brindada por cierto accidente y posterior malentendido sirvió a la nación norteamericana como excusa para intentar invadir Venezuela, siguiendo el modelo realizado en Iraq, con el fin último de derrocar el gobierno de Rey Díaz. Sin embargo, con aquella guerra se rompió la racha de victorias de las grandes potencias occidentales sobre países pequeños del Tercer Mundo. Cuando Estados Unidos entró en Venezuela no encontró ni un solo militar de uniforme. El ejército entero había sido dividido en grupos guerrilleros camuflados entre la población civil, y su único objetivo de combate era acabar con la vida de las tropas invasoras.

La estrategia de Rey Díaz se basó en una única idea: las armas tecnológicas modernas eran sumamente eficaces contra blancos aislados, pero cuando se trataba de blancos de área su eficiencia no superaba la de las armas convencionales. Y aunque su coste y baja disponibilidad las dejaban fuera de su alcance, no había nadie mejor que él a la hora de reducir costes y emplear de forma novedosa la tecnología existente. A principios de siglo, un ingeniero australiano había logrado fabricar un misil crucero, que esperaba fuera empleado en la lucha contra el terrorismo, con un coste inferior a los cinco mil dólares. Pero Rey Díaz lo rediseñó para armar a sus miles de guerrilleros. El total fue de doscientos mil misiles, producidos en masa a un precio de solo tres mil dólares por unidad. Aunque la mayor parte de los componentes de aquellos proyectiles eran baratos y podían conseguirse fácilmente en el mercado, él los equipó con altímetro de radar y GPS, con tal de poder alcanzar objetivos en un radio de cinco kilómetros con un margen de error por debajo de los cinco metros. Si bien es cierto que su tasa de éxito no debió de llegar al diez por ciento, el daño infligido al enemigo fue enorme.

Otros muchos artilugios de alta tecnología, producidos en masa (como las balas para fusil con espoleta de proximidad, empleadas sobre todo por francotiradores), desempeñaron un papel igualmente brillante en aquella contienda. El número de bajas sufridas por el ejército estadounidense durante su breve estancia en Venezuela rozó los niveles de la guerra de Vietnam, situación que les obligó a retirarse. Aquella victoria del débil sobre el fuerte había convertido a Rey Díaz en un héroe del siglo XXI.

—Tercer vallado: Bill Hines.

Un hombre con el clásico aspecto de gentleman inglés subió al podio. Al lado de la frialdad de Tyler y la tozudez de Rey Díaz, Hines encarnaba el refinamiento. Saludó a la asamblea con gesto amable. Aunque carecía de la gran presencia de los otros dos, también él era conocido en todo el mundo. Su vida se dividía en dos etapas claramente diferenciadas: como científico, era la única persona en la historia que había sido nominada a dos premios Nobel el mismo año por un mismo descubrimiento. Durante unas investigaciones realizadas conjuntamente con la neurocientífica Keiko Yamasuki, había descubierto que la actividad del cerebro relacionada con el pensamiento y los recuerdos no operaba a escala molecular, como se había creído hasta entonces, sino cuántica. Este descubrimiento resituó los mecanismos del cerebro en el plano del microestado de la materia y convirtió todas las teorías previas en meros intentos insustaciales de arañar la superficie de la neurociencia.

Asimismo, sus investigaciones demostraron que la capacidad del cerebro animal para procesar información era varias veces mayor de lo que se imaginaba, lo cual daba credibilidad a la vieja hipótesis de que la estructura del cerebro es holográfica. Todo ello le había valido a Hines ser propuesto para el Premio Nobel de Física y el de Medicina. Y aunque su trabajo era demasiado radical para que se los concedieran, Keiko Yamasuki, que para entonces ya era su esposa, ganó el Nobel de Medicina de ese mismo año por su aplicación práctica en el tratamiento de la amnesia y las enfermedades mentales.

En la segunda etapa de su vida, Hines había presidido la Unión Europea durante dos años. Desde entonces era reconocido como un político mesurado, pero lo cierto era que en todo su mandato no se le había presentado ningún reto que pusiese a prueba sus habilidades. Su papel en la Unión Europea fue poco más que el de coordinador de transacciones, lo cual no aclaraba cómo reaccionaría al enfrentarse con una crisis grave, y eso lo ponía en desventaja frente a los dos vallados anteriores. La elección de Hines debía de haber tenido en cuenta su insólita combinación de antecedentes científicos y políticos.

Desde su asiento en la última fila de la sala, Keiko Yamasuki, la mayor autoridad internacional en neurociencia, miraba embelesada a su marido.

La asamblea seguía en silencio, pendiente de escuchar el nombre del cuarto vallado. La elección de los tres primeros (Tyler, Rey Díaz y Hines) obedecía a compromisos de equilibrio y apoyo mutuo entre los distintos poderes políticos de Estados Unidos, Europa y el Tercer Mundo, de modo que había un interés considerable en el último seleccionado. Cuando Luo Ji vio que la secretaria general Say volvía a fijar la mirada en sus papeles, comenzaron a desfilar por su mente los nombres de varios personajes de talla mundial. Sin duda, el último vallado iba a ser uno de ellos. Miró en dirección a la primera fila para estudiar las cabezas de quienes la ocupaban. Allí habían estado sentados los primeros tres vallados antes de subir al podio. No reconoció la de ninguna de las figuras que tenía en mente, pero aun así no dudaba de que una de ellas correspondía al cuarto vallado.

Entonces Say levantó la mano derecha y Luo vio que señalaba un lugar alejado de la primera fila.

Lo señalaba a él.

—Cuarto vallado: Luo Ji.

 

 

—¡Ahí va mi Hubble! —gritó Albert Ringier, juntando emocionado las palmas de las manos.

Las lágrimas de sus ojos reflejaban el brillo lejano de la bola de fuego que acababa de salir despedida. Tanto él como el grupo de astrónomos que lanzaban vítores a su espalda iban a presenciar el lanzamiento desde una plataforma para invitados especiales mucho más cercana, pero un oficial de la NASA se había empeñado en que no tenían derecho a ello porque el objeto que iba a ser lanzado no les pertenecía. Acto seguido, el mismo oficial se había vuelto para seguir charlando con un grupo de generales condecorados, a quienes a continuación, obsequioso como un perrito faldero, condujo hasta la dichosa plataforma.

Por eso Ringier y sus colegas habían tenido que conformarse con aquel lugar al otro lado del lago, mucho más alejado, donde en el siglo anterior habían instalado el reloj de la cuenta atrás. Estaba abierto al público, pero a esa hora de la noche los únicos observadores eran ellos.

Visto desde esa distancia, el despegue parecía una salida del sol en versión acelerada. Como los focos no siguieron al cohete conforme se elevaba, su gigantesco cuerpo dejaba de distinguirse enseguida, y sin las llamas que despedía habría pasado inadvertido. De pronto, desde su escondite en la oscuridad de la noche, convirtió el mundo en un magnífico espectáculo de luces, y aparecieron ondas doradas sobre la negra superficie del lago, como si las llamas hubieran prendido sobre sus aguas. Siguieron observando atentamente. Al pasar entre las nubes, el cohete hizo que medio cielo se tiñera de rojo, y entonces aquel breve amanecer desapareció en el cielo de Florida, engullido por la noche.

El Hubble II era un telescopio espacial de segunda generación con un diámetro ampliado de 21 metros (en lugar de los 4,27 metros de su predecesor), lo cual aumentaba su capacidad observacional en un factor de cincuenta. Usaba una lente compuesta, cuyos componentes se fabricaban en la Tierra pero se ensamblaban en órbita. Para poner en el espacio la lente completa se necesitaban once despegues, de los cuales este era el último. El montaje del Hubble II en las proximidades de la Estación Espacial Internacional estaba a punto de terminarse. Al cabo de dos meses podría sondear las profundidades del universo.

—¡Pandilla de ladrones! Otra hermosura que nos roban —espetó Ringier al hombre alto que estaba de pie a su lado, el único del grupo que no parecía interesado en todo aquel espectáculo.

George Fitzroy llevaba vistos demasiados lanzamientos como aquel. Durante todo el proceso había estado fumando apoyado en el reloj de la cuenta atrás. Después de que el ejército se apropiase del Hubble II lo habían nombrado portavoz ante los medios, y casi siempre iba vestido de paisano, de ahí que Ringier, que ignoraba su rango militar, nunca se dirigiera a él como «señor» ni viera necesidad de morderse la lengua a la hora de llamar a las cosas por su nombre en su presencia.

—Doctor, en tiempos de guerra como los que vivimos el ejército tiene derecho a apropiarse de cualquier equipamiento civil que estime oportuno —replicó Fitzroy—. Además, que yo sepa ustedes no han aportado ni un solo tornillo al diseño del Hubble II; están aquí para ser meros testigos de su éxito, así que no sé de qué se quejan. —Subrayó con un bostezo el tedio que sentía al tener que tratar con aquel grupo de sabiondos.

—Sin nosotros pierde su razón de ser. «Equipamiento civil»... ¡Puede ver hasta el último confín del universo, pero ustedes son tan miopes que quieren que apunte solamente a la estrella más cercana!

—Como ya le he dicho, estamos en tiempos de guerra. Una guerra para defender a la humanidad entera. Aunque ya haya olvidado que es estadounidense, al menos recordará que es humano...

Ringier asintió, refunfuñando entre dientes.

—Porque... ¿qué esperan que vea el Hubble II? —preguntó al rato, visiblemente exasperado—. Usted sabe que no será capaz de ver Trisolaris.

—Es aún peor que eso —se lamentó Fitzroy—. La gente cree que podrá ver la flota trisolariana.

—Fantástico —dijo Ringier con ironía.

Aunque la oscuridad le impedía ver su rostro, Fitzroy detectó en su tono una velada satisfacción que lo incomodó tanto como el olor acre que ahora llegaba desde la plataforma de lanzamiento.

—Supongo que es consciente de lo que eso implica, doctor —dijo.

—Si la gente espera eso del Hubble II —añadió Ringier—, probablemente no creerá en la existencia real del enemigo hasta que haya visto fotos de la flota trisolariana.

—¿Y a usted eso le parece fantástico?

—Deberían haber dejado las cosas claras ante la opinión pública...

—¿Acaso no lo he hecho? —insistió Fitzroy—. Ya llevo cuatro ruedas de prensa repitiendo que, aunque el Hubble II es más potente que los telescopios más grandes disponibles en la actualidad, sigue sin poder detectar a la flota trisolariana al ser esta demasiado pequeña; que si detectar un planeta de otro sistema estelar es tan difícil como detectar desde la Costa Oeste un mosquito posado sobre una lámpara en la Costa Este, la flota trisolariana mediría lo mismo que una de las bacterias que habitan en sus patas. ¿Se puede ser más claro?

—No, no; tiene usted razón, no se puede —reconoció Ringier.

—La gente siempre termina creyéndose lo que quiere. ¡Y contra eso no podemos hacer nada! Desde que ocupo este puesto, hasta la fecha no ha habido ningún proyecto espacial de envergadura que se malinterprete.

—Llevo tiempo diciéndolo: en lo que a proyectos espaciales se refiere, el ejército ha perdido toda credibilidad.

—Pero a usted sí que estarán dispuestos a creerle —dijo Fitzroy—. ¿No afirmaban que era usted el nuevo Carl Sagan? Después de forrarse con sus libros divulgativos sobre cosmología, ahora podría echarnos una mano. Es la voluntad del ejército; es más, le estoy haciendo llegar la petición de manera oficial.

—Entonces, ¿esta negociación de condiciones es válida?

—¿Cómo que condiciones? ¡Estamos hablando de su deber como estadounidense, como terrícola!

—Asígneme algo más de tiempo observacional. No pido mucho, con que me lo suban un veinte por ciento es suficiente, ¿qué le parece?

—Me parece que con el doce coma cinco por ciento actual tiene más que de sobra —respondió Fitzroy—. No está claro que esos cupos vayan a mantenerse en el futuro.

Señaló hacia la plataforma de lanzamiento, donde el humo del cohete se disipaba en el cielo nocturno. A la luz de los focos de la plataforma de lanzamiento parecía una mancha de leche sobre unos vaqueros. El olor se volvió más intenso y desagradable. Los propelentes de la primera fase del cohete eran oxígeno líquido e hidrógeno líquido, que no despedían aquel olor; lo más probable era que las llamas de la plataforma de lanzamiento hubieran quemado algo a su alrededor.

—Les digo una cosa, señores —añadió Fitzroy—: esta pestilencia empeorará.

 

 

Luo Ji sintió caer sobre su persona todo el peso de aquel precipicio que tenía enfrente y por un instante se sintió paralizado. La sala permaneció en absoluto silencio hasta que una voz a su espalda susurró:

—Doctor Luo, si es usted tan amable.

Aturdido y sin ser del todo consciente de lo que estaba ocurriendo, Luo Ji se puso en pie y avanzó mecánicamente en dirección al podio. Durante su breve recorrido volvió a sentirse como un niño desvalido y ansió que alguien lo cogiera de la mano para guiarlo. Pero nadie lo hizo. Cuando alcanzó el podio se detuvo al lado de Hines y se volvió hacia la asamblea, hacia esos cientos de pares de ojos fijos en él, que representaban los seis mil millones de personas de más de doscientos países de la Tierra.

Su mente no registró ningún otro detalle de la sesión. El único momento del que fue vagamente consciente fue cuando, tras un tiempo de pie, lo condujeron hasta un asiento de la primera fila junto a los otros tres vallados. Confuso hasta el aturdimiento, se había perdido el momento histórico de la proclamación oficial del Proyecto Vallado.

Un poco más tarde, cuando la sesión parecía haber terminado y la gente, incluyendo a los tres vallados sentados a su derecha, comenzaba a dispersarse, alguien (tal vez Kent) le susurró algo al oído y se marchó. La sala quedó desierta a excepción de él y la secretaria general, todavía de pie en el podio, tan pequeña que contrastaba de un modo extraño con el precipicio.

—Doctor Luo —dijo Say, la secretaria general—, imagino que tendrá muchas preguntas que hacerme. —Su suave voz femenina resonaba en las paredes de la sala vacía como si fuera la de un espíritu que había descendido a la Tierra desde los cielos.

—¿No habrá habido algún error? —La voz de Luo resultó igualmente etérea, como si no le perteneciera.

Desde la lejanía del podio, la secretaria se echó a reír. La mera posibilidad de una equivocación de ese tipo le resultaba ridícula.

—¿Por qué yo? —añadió Luo.

—Esa es una pregunta a la que debe hallar respuesta por sí mismo.

—No hay nada en mí que sea especial, soy una persona más en este mundo...

—Todos lo somos frente a esta crisis. Lo que nos diferencia son nuestras distintas responsabilidades.

—Pero a mí nadie me ha consultado... ¡Me han tenido en la ignorancia hasta el último momento!

Say volvió a reír.

—¿Su nombre no significa «lógica» en chino?

—Así es.

—Haga honor a él y piense un poco; seguro que podrá dilucidar por qué era imposible pedir la opinión de quienes realizarán esta misión antes de que les fuera encomendada.

—¡Me niego! —exclamó Luo en tono tajante, sin pensar en lo que la secretaria general acababa de decir.

—Está bien.

La fulminante celeridad de aquella respuesta, pegada a los talones de su negativa, lo desconcertó.

—¡Me niego a asumir la condición de vallado! —gritó luego—. ¡Renuncio a los privilegios que conlleve y rechazo cualquier responsabilidad que con ella pretendieran imponerme!

—Está usted en su derecho —repuso Say.

Esa nueva respuesta, tan escueta y rápida como el movimiento con que una libélula baja a tocar la superficie del agua, terminó de colapsarle el cerebro. Ya no supo cómo reaccionar.

—Entonces..., ¿me puedo ir? —titubeó finalmente.

—Así es, doctor Luo, es usted libre de hacer lo que quiera.

Luo Ji dio media vuelta y cruzó el patio de butacas vacío. Le pareció sospechosa la facilidad con que se había librado de las responsabilidades de ser un vallado. En lugar de sentirse liberado, lo único que tenía en la cabeza era una absurda sensación de irrealidad, como si todo aquello formara parte de la trama de alguna obra posmoderna desprovista de lógica.

Al alcanzar la puerta, se volvió y vio que Say lo observaba desde el podio. Su figura, con aquel precipicio de fondo, seguía pareciendo diminuta y desvalida. Al advertir que Luo la miraba, asintió y le sonrió.

Él siguió su camino hasta llegar al Péndulo de Foucault de la entrada, que mostraba la rotación de la Tierra. Allí se topó con Shi Qiang, Kent y varios agentes de seguridad vestidos de negro, que lo miraban fijamente. De pronto, en los ojos de todos notó una mezcla de fascinación y respeto. Incluso Shi Qiang y Kent lo miraban ahora con sobrecogida admiración. Luo Ji caminó entre ellos sin decir nada. Cruzó el vestíbulo, que seguía desierto a excepción de los agentes de seguridad; también como antes, al pasar junto a ellos, susurraron algo a su radio. Cuando ya casi alcanzaba la puerta de salida, Shi Qiang y Kent corrieron y se interpusieron en su camino.

—Puede ser peligroso ahí fuera, ¿necesitas protección? —le preguntó Shi.

—No, apártese —respondió Luo, con la mirada fija al frente.

—Como quieras... Nosotros solo podemos ayudarte si nos lo pides —añadió Shi al tiempo que se retiraba.

Kent hizo lo mismo, y Luo pudo salir.

El aire fresco golpeó su rostro, y aunque seguía siendo de noche, las farolas lo iluminaban todo. Hacía rato que los coches de los asistentes a la sesión especial se habían marchado y las únicas personas que quedaban en la plaza eran turistas o locales. La histórica reunión no debía de haber salido en las noticias todavía, pues nadie pareció reconocerle.

Luo Ji, el vallado, avanzaba como un sonámbulo por aquella absurda realidad. Todavía en trance, parecía haber perdido por completo la capacidad de raciocinio: no sabía de dónde venía, y mucho menos adónde se dirigía. Terminó encaminándose hacia una zona cubierta de césped y deteniéndose al pie de una estatua que representaba un hombre martilleando la hoja de una espada; se titulaba Convirtamos las espadas en arados. Según la placa, se trataba de un obsequio de la antigua Unión Soviética en señal de amistad, pero a él le dio la sensación de que el dinamismo de la composición formada por el martillo, el hombre y la espada imprimía al conjunto una velada aura de violencia.

Y entonces el hombre del martillo le asestó un golpe tan fuerte que lo derribó, dejándolo sin sentido antes incluso de dar contra el suelo. El shock duró poco y enseguida recobró cierta consciencia, a la que acompañaban cierta sensación de mareo y un dolor intenso. Después se sintió iluminado por infinidad de linternas y tuvo que cerrar los ojos para no quedarse ciego; en cuanto la luz perdió intensidad pudo distinguir un corro de rostros que lo observaban. La confusión no le impidió reconocer a Shi Qiang, quien le dijo:

—¿Necesitas protección? ¡Solo podemos ayudarte si nos lo pides!

Él apenas consiguió asentir débilmente con la cabeza. Y a partir de entonces todo sucedió con enorme rapidez: primero sintió que lo levantaban y lo colocaban sobre algo que quizá fuese una camilla, y que se elevó al instante; a continuación se formó alrededor de él una muralla humana que, mientras lo transportaban (lo supo por el movimiento de las piernas de quienes lo rodeaban) solo le permitía ver la oscuridad del cielo nocturno. De pronto, la muralla desapareció y el cielo oscuro fue reemplazado por el techo de una ambulancia. Allí notó sabor a sangre en la boca, que empezó a echar junto con lo que había comido en el avión. Alguien que viajaba a su lado se encargó con experta destreza de que todo fuera a parar a una bolsa de plástico. Cuando dejó de vomitar le colocaron una mascarilla de oxígeno; al poder respirar con más facilidad, empezó a sentirse mejor, aunque el pecho aún le dolía.

Fue entonces cuando notó que le cortaban la ropa precisamente a esa altura. Asustado, temió estar sangrando por alguna herida, pero algo no le encajaba, pues en lugar de vendarlo lo taparon con una manta. Al poco, el vehículo se detuvo, lo sacaron y de nuevo vio el cielo, al cual siguieron el techo de los pasillos de un hospital, las luces de su sala de urgencias y el interior de una máquina de escáner de TC. En varios momentos aparecieron el rostro de un doctor o una enfermera, que invariablemente le causaban dolor al explorarle el pecho o cambiarlo de postura. Cuando por fin consiguió ver el techo de su habitación, todo se había calmado.

—Tiene rota una costilla y sufre una hemorragia interna, pero tranquilo, es de carácter leve. Ninguna de sus heridas reviste gravedad; aun así, debe guardar reposo debido a lo que sangra —le explicó un médico con gafas, mirándolo desde arriba.

En esta ocasión, Luo no dudó un segundo en aceptar, agradecido, los somníferos. Una enfermera lo ayudó a tomárselos, y al cabo de unos minutos se durmió. Al principio sus sueños alternaron dos imágenes: la tribuna de la sala de la Asamblea de las Naciones Unidas cerniéndose sobre él y el hombre de Convirtamos las espadas en arados sacudiéndolo a martillazos una y otra vez. Más tarde, acudió al tranquilo paraje nevado que se hallaba en lo más profundo de su corazón y entró en la sencilla cabaña donde vivía aquella Eva que había creado. Ella estaba delante de la chimenea, y al verlo se puso de pie con los ojos empañados por las lágrimas.

Justo entonces, Luo Ji despertó. Se notó los ojos llorosos y reparó en que había dejado una mancha húmeda sobre la almohada. Habían atenuado las luces de la habitación. Como ella ya no aparecía cuando él estaba despierto, Luo quiso volver a dormirse con la esperanza de regresar a la cabaña. Sin embargo, en esa ocasión durmió sin soñar nada.

Al despertarse, tuvo la sensación de haber pasado una eternidad dormido. Se sentía con renovadas fuerzas y, a pesar de que seguía teniendo un dolor intermitente en el pecho, ya no le parecía que sus heridas fueran graves. Trató de sentarse y la enfermera, en lugar de impedírselo, se limitó a ponerle una almohada detrás para que apoyara la espalda. Al rato llegó Shi Qiang, quien se sentó junto a la cama y dijo:

—¿Cómo te encuentras? A mí me han disparado tres veces llevando puesto el chaleco antibalas, ya verás cómo al final no es nada.

—Me ha salvado usted la vida, Da Shi —dijo Luo con un hilo de voz.

Shi Qiang agitó la mano como quitando importancia al comentario.

—Esto ha pasado porque apenas empezábamos a hacer nuestro trabajo —explicó—. No tuvimos tiempo de implementar medidas de protección efectivas. Solo podemos hacer lo que nos digas. Pero bueno, ya pasó.

—¿Qué hay de los otros tres? —preguntó Luo.

Shi Qiang supo de inmediato a quiénes se refería.

—Están bien —respondió—. No son tan descerebrados como tú, yendo por ahí sin escolta.

—¿La Organización Terrícola-trisolariana quiere matarnos?

—Probablemente. Gracias al ojo de serpiente que pusimos tras tu pista, hemos podido detener a tu atacante.

—¿Gracias al qué?

—Un ojo de serpiente es un sistema de radar ultrapreciso capaz de detectar con rapidez la posición del tirador a partir de la trayectoria del proyectil. Hemos confirmado la identidad del atacante y es miembro de la milicia de la Organización Terrícola-trisolariana. Pensábamos que no se atreverían a actuar en una zona céntrica como esta... lo hizo de forma casi suicida.

—Quiero verlo.

—¿A quién, a tu atacante?

Luo Ji asintió.

—De acuerdo. Pero yo no soy quién para autorizarlo, solo estoy a cargo de tu seguridad. Voy a hacer la petición.

Dicho esto, Shi dio media vuelta y se marchó. De repente parecía una persona mucho más cauta y relajada que antes, muy distinta de la imagen descuidada que solía dar. A Luo le costaba acostumbrarse.

Al cabo de unos minutos asomó la cabeza por la puerta.

—Han dicho que sí —anunció—. Pueden traértelo aquí o adonde tú digas. El doctor asegura que no tendrás problemas para andar.

Luo iba a responder que prefería un cambio de escenario e incluso comenzó a incorporarse, pero entonces se le ocurrió que aquel era el lugar más acorde con la imagen de fragilidad que se proponía dar, y volvió a acostarse.

—Lo veré aquí —dijo.

—Están en camino, así que tendrás que esperar; ¿por qué no aprovechas para comer un poco? —sugirió Shi—. Ha pasado un día entero desde que cenamos en el avión. Voy a pedir que te traigan algo. —Y se marchó de nuevo.

Llegaron en cuanto Luo hubo terminado de comer. Era un hombre joven, bien parecido y de rasgos claramente europeos. Lo más llamativo en él era su permanente media sonrisa. Iba sin esposar, pero entró escoltado por dos hombres con aspecto de guardaespaldas, al tiempo que otros dos se apostaban junto a la puerta. Llevaban placas que los identificaban como miembros del Consejo de Defensa Planetaria.

—Pero bueno, doctor... ya será menos, ¿no? —El hombre cambió su mueca burlona por una sonrisa que flotaba sobre esta como el aceite sobre el agua—. No sabe lo mucho que lo siento.

—¿Sientes haber intentado matarme? —preguntó Luo Ji, levantando la cabeza de la almohada para mirarlo.

—No, doctor. Siento no haberlo conseguido. No imaginé que su instinto de autoprotección llegaría al extremo de hacerle llevar chaleco antibalas a un acto así. Si lo hubiese sabido, habría usado munición perforante, o sencillamente le habría apuntado a la cabeza. Así, a estas horas yo habría completado mi misión y usted habría quedado liberado de esa que le han impuesto, tan aberrante e imposible de ejecutar para un simple mortal...

—Ya me he librado —dijo Luo—. Le he comunicado a la secretaria general que rechazo la condición de vallado y renuncio a todos los derechos y responsabilidades que conlleva, y ella, en nombre de la ONU, no ha puesto objeción. Tú eso no lo sabías cuando intentaste matarme, claro, pero tu organización ha desperdiciado un asesino.

Como un monitor al que se le sube el brillo, la sonrisa del joven se volvió aún más radiante.

—¡Joder, es la monda! —exclamó.

—¿Cómo? Te estoy diciendo la verdad... Si no me crees...

—Le creo, pero aun así me sigue pareciendo la monda —repitió el joven, sin perder un ápice de aquella sonrisa irónica.

Luo Ji apenas había reparado en ella, pero muy pronto quedaría grabada a fuego en su memoria, marcándolo para el resto de su vida. Soltando un profundo suspiro de resignación, se dejó caer hacia atrás y su cabeza volvió a reposar sobre la almohada.

—Doctor Luo Ji, no creo que nos sobre el tiempo —dijo el joven atacante—. Imagino que no me habrá hecho traer hasta aquí solo para que asistiese a esta pantomima infantil...

—Lo siento, pero no sé de qué me hablas.

—En ese caso, su inteligencia no está a la altura de la que debe tener un vallado. Doctor, no es usted tan lógico como su nombre sugiere. Parece que realmente he malgastado mi vida...

El atacante se volvió hacia los dos hombres que estaban detrás de él, vigilándolo, y les dijo:

—Caballeros, creo que ya nos podemos ir.

Los aludidos dirigieron una mirada interrogativa a Luo Ji, quien les enseñó la palma de la mano en señal de despedida. Se lo llevaron.

Luo permaneció sentado en la cama pensando en las palabras de su atacante. Tenía la extraña sensación de que algo no encajaba, pero no acertaba a saber qué. Bajó de la cama y avanzó unos cuantos pasos: no notó impedimento alguno aparte del dolor del pecho. Fue hasta la puerta, la abrió y lo primero que le llamó la atención fueron los dos guardias armados que la custodiaban. Uno de ellos se puso a hablar por radio al verlo. Luo reparó entonces en que el pasillo, tan blanco, estaba desierto a excepción de otros dos guardias al final de todo.

Retrocedió, cerró la puerta por dentro, se acercó a la ventana de la habitación y descorrió la cortina. Desde la altura en que se hallaba, vio que junto a la puerta principal del hospital había varios guardias armados hasta los dientes, y que a pocos metros había aparcados dos vehículos de color verde militar. Aparte de alguna que otra bata blanca, no vio a nadie más. Luego advirtió que en el edificio de enfrente dos hombres observaban los alrededores con binoculares al lado de un fusil de francotirador. Instintivamente, tuvo la certeza de que en la azotea de su edificio también había francotiradores.

Aquellos guardias no parecían policías, sino militares. Mandó llamar a Shi Qiang.

—El hospital sigue bajo estricta vigilancia, ¿no es así? —le preguntó cuando lo tuvo delante.

—Sí.

—Y si yo les pidiera que me dejasen en paz y se fueran a casa, ¿qué pasaría?

—Haríamos lo que nos ordenaras. Pero no te lo aconsejo, en este momento resultaría peligroso.

—¿Para qué departamento trabaja usted? ¿De qué se encarga?

—Pertenezco al Departamento de Seguridad del Consejo de Defensa Planetaria. Estoy a cargo de tu seguridad.

—Pero yo ya no soy un vallado, vuelvo a ser un ciudadano corriente. Si mi vida corriera peligro, debería ser la policía la que se encargara del caso... ¿Por qué entonces sigo bajo su protección? ¿Puedo renunciar a ella si lo deseo? Y ¿quién me ha arrogado tal derecho?

—Cumplo con las órdenes que he recibido —respondió Shi, cuyo rostro se había vuelto impenetrable.

—¿Ah, sí? ¿Dónde está Kent?

—Fuera.

—¡Llámelo!

Kent llegó unos minutos después de que Shi saliera a buscarlo. Volvía a comportarse con la cortesía propia de un oficial de la ONU.

—Doctor Luo —dijo—, estaba esperando a que se recuperara para venir a verlo.

—¿Cuál es su ocupación actual?

—Me encargo de intermediar entre usted y el Consejo de Defensa Planetaria.

—¡Pero si yo ya no soy un vallado! —exclamó Luo, desesperado. Luego añadió—: ¿Han informado los medios sobre el proyecto?

—Los de todo el mundo.

—¿Y sobre mi renuncia?

—También, claro.

—¿Qué han dicho?

—Han sido escuetos, algo así como: «Al término de la sesión especial, Luo Ji se negó a aceptar su misión renunciando a su condición de vallado.»

—Entonces, ¿qué hace usted aquí todavía?

—Soy su intermediario ante la ONU.

Luo lo miró estupefacto. Kent parecía llevar la misma máscara que Shi. Su expresión era inescrutable.

—Si no se le ofrece nada más, me retiro. Procure descansar, y recuerde que puede llamarme a cualquier hora para lo que sea.

Cuando ya se disponía a salir, Luo lo llamó:

—Quiero ver a la secretaria general.

—La agencia específicamente encargada de la dirección y ejecución del Proyecto Vallado es el Consejo de Defensa Planetaria —respondió Kent—. La secretaria general de las Naciones Unidas no ejerce autoridad alguna sobre él. Su máximo responsable es el presidente de turno del Consejo.

Luo meditó aquello durante unos instantes, pero insistió:

—Sigo queriendo hablar con ella. Debería tener ese privilegio.

—De acuerdo. Espere un instante.

Kent abandonó la habitación y, al regresar al cabo de unos minutos, anunció:

—La secretaria general lo espera en su despacho. ¿Podemos irnos ya?

Durante todo el camino que llevaba hasta la oficina de la secretaria general (en el piso treinta y cuatro del edificio del Secretariado), Luo Ji fue sometido a una vigilancia casi tan estrecha como si lo hubiesen transportado dentro de una caja de caudales.

La oficina era más pequeña de lo que había imaginado y estaba sobriamente amueblada. La bandera de las Naciones Unidas detrás del escritorio tenía unas dimensiones considerables. Say se levantó para darle la bienvenida.

—Doctor Luo, ayer quise visitarle en el hospital, pero ya me ve... —se disculpó, señalando la montaña de papeles que cubría el escritorio.

El único toque personal que había en él era un exquisito lapicero de bambú.

—Señora Say —dijo Luo—, he venido a reafirmarme en la negativa que le di al término de la reunión.

Say se limitó a asentir en silencio.

—Solo quiero irme a mi casa —siguió él—. Si corro algún peligro, notifíquelo al Departamento de Policía de Nueva York y hágalo responsable de mi seguridad. Soy un simple ciudadano de a pie, no preciso la protección del Consejo de Defensa Planetaria.

Say volvió a asentir.

—Podríamos hacer eso —dijo—, desde luego que sí, pero le aconsejo que acepte su actual protección. Está mucho más especializada y resulta más efectiva que la policía.

—Respóndame con sinceridad —pidió Luo—. ¿Soy todavía un vallado?

Say volvió a sentarse tras el escritorio. Esbozó media sonrisa con la bandera de las Naciones Unidas de fondo.

—¿Usted qué cree? —dijo, indicándole con la mano que se sentara en el sofá.

A Luo aquella sonrisa le resultaba familiar: era la misma que había visto en el rostro de su atacante y la misma que vería en todo aquel que conociera a partir de entonces. La «sonrisa del vallado» llegaría a ser tan famosa como la de la Gioconda o la del gato de Cheshire. Con ella Say consiguió calmarlo por primera vez desde que había anunciado al mundo que él era el cuarto vallado. Luo se sentó lentamente en el sofá. Una vez acomodado, lo entendió.

«Dios...»

Un instante fue suficiente para comprender la verdadera naturaleza de su condición de vallado. Tal y como Say había dicho, era imposible haberlos consultado antes de que su misión les fuese encomendada. Y una vez concedida esa identidad, no se podía renunciar a ella o repudiarla. No por coerción alguna, sino por la pura lógica que venía determinada por la naturaleza misma del proyecto: en cuanto a uno se lo designaba como vallado, se erigía en torno a él una pantalla invisible e impenetrable que lo separaba de la gente normal, y convertía cada una de sus acciones en significativa. A eso hacían referencia las sonrisas dirigidas a los vallados: «¿Cómo vamos a saber si estás trabajando o no en tu plan?»

Ahora entendía que la misión de los vallados era, con diferencia, la más excéntrica y singular de toda la historia, una misión de fría y retorcida lógica tan férreamente impuesta sobre ellos como las cadenas que sujetaron a Prometeo; una maldición imposible de romper por sus propias fuerzas. De manera irremediable, sin importar cuánto se esforzara, todo lo que hiciese revestiría la importancia otorgada por el Proyecto Vallado, y sería recibido con aquella sonrisa que decía: «¿Cómo vamos a saber si estás trabajando o no en tu plan?»

El corazón empezó a latirle con una furia cada vez más desatada. Quiso gritar hasta desgañitarse, quiso implorar a la madre de Say, a la madre de las mismísimas Naciones Unidas, a las madres de todos los delegados de la sesión especial y del Consejo de Defensa Planetaria, a las de toda la humanidad; incluso a las inexistentes madres de los trisolarianos. Quiso patalear de rabia y ponerse a romper cosas, tirar al suelo los documentos, el globo terráqueo y el bote de bambú del escritorio, hacer trizas aquella bandera azul... Pero al final, consciente no solo del lugar en que se hallaba sino de la situación a la que se enfrentaba, guardó la compostura, se levantó... y volvió a dejarse caer sobre el sofá.

—¿Por qué me eligieron a mí? —preguntó, cubriéndose la cara con las manos—. Al lado de los otros tres, apenas estoy cualificado: no tengo talento ni experiencia, tampoco sé nada de la guerra, no digamos ya de dirigir un país. No soy un científico de renombre, sino un simple profesor universitario que sobrevive como puede publicando artículos de tercera categoría. Vivo al día, no quiero descendencia, me trae sin cuidado la perpetuación de la especie humana... ¿Por qué yo? —Se puso en pie.

—Para serle sincera, doctor —dijo Say, a quien se le había esfumado la sonrisa—, nosotros nos hacemos exactamente la misma pregunta. De ahí que usted sea el vallado con la menor cantidad de recursos asignados. Al escogerlo, estamos realizando la apuesta más arriesgada de la historia.

—¡Pero algún motivo habría para que me eligieran!

—Lo hay. Pero solo es coyuntural. Nadie conoce la verdadera razón. Como ya le dije, constituye una incógnita para la que debe encontrar su propia respuesta.

—¿Y cuál fue ese motivo coyuntural?

—Lo siento, no estoy autorizada a revelárselo. De todos modos, estoy convencida de que a su debido tiempo lo sabrá.

Entendiendo que aquello daba la conversación por zanjada, Luo Ji se dirigió hacia la puerta. Cuando se disponía a salir, cayó en la cuenta de que no se había despedido y se volvió. Say asintió con la cabeza y le dedicó una sonrisa, tal y como había hecho en la sala de la Asamblea General. Esta vez Luo supo lo que significaba.

—Ha sido un placer volver a verlo —dijo Say—, pero de ahora en adelante su trabajo se enmarcará en el ámbito del Consejo de Defensa Planetaria, así que es mejor que informe directamente al presidente de turno.

—No tienen la menor confianza en mí, ¿verdad? —le preguntó él.

—Como le he dicho, al escogerlo hacemos una apuesta arriesgada.

—Pues hacen bien.

—¿Apostando por usted?

—No. No confiando en mí.

Luo salió de la oficina sin despedirse. De vuelta al estado mental en que se hallaba justo antes de que lo convirtieran en vallado, comenzó a caminar guiado por la inercia. Al final del pasillo encontró un ascensor que lo llevó hasta la planta baja; una vez allí salió del edificio y se vio de nuevo en la plaza de Naciones Unidas. Durante todo el camino estuvo rodeado de agentes de seguridad. Aunque en varias ocasiones los empujó con impaciencia, ellos se mantuvieron pegados a él como imanes, siguiéndole adonde fuera. Para entonces ya se había hecho de día. Shi Qiang y Kent fueron a su encuentro para pedirle que regresara al edificio o que entrara en un vehículo lo antes posible.

—No volveré a ver la luz del sol durante el resto de mi vida —le dijo a Shi Qiang.

—Tampoco es para tanto —respondió este—. Después de haber peinado los alrededores, aquí estás relativamente a salvo, pero hay muchos turistas que pueden reconocerte y las aglomeraciones son complicadas de manejar. Además, a ti tampoco te gusta eso.

Luo miró a su alrededor. Por el momento nadie se había fijado en ellos. Se encaminó hacia el edificio de la Asamblea General y entró en él por segunda vez. A diferencia de la primera, ahora tenía claro su objetivo y adónde debía dirigirse. Tras recorrer la plataforma desierta y el colorido panel de vitral, giró a la derecha y se metió en la sala de meditación, dejando fuera a Shi Qiang, Kent y los agentes.

Al ver de nuevo aquel gran bloque de hierro, sintió el impulso de arrojarse contra él de cabeza y así acabar con todo. En lugar de ello, se tumbó sobre la dura y lisa superficie. Su tacto frío consiguió calmar la irritación de su mente. Al notar la dureza del metal contra su cuerpo, por algún motivo acudió a su mente un problema que le había planteado su profesor de Física del instituto: ¿cómo conseguir que una cama de mármol se sienta tan blanda como un colchón? Tallando una depresión del tamaño y la forma exactos de un cuerpo humano. De este modo, al echarse sobre la cama la presión quedará distribuida de forma homogénea y transmitirá la sensación de que es increíblemente blanda.

Cerró los ojos e imaginó que el calor de su cuerpo derretía el gran bloque de hierro que tenía debajo hasta formar una depresión de aquel tipo, lo cual fue calmándolo. Al cabo de un rato, abrió los ojos y vio el techo desnudo.

La sala de meditación había sido diseñada por Da Hammarskjöld, segundo secretario general de la ONU, quien pensaba que la organización necesitaba un espacio como ese, alejado de las decisiones históricas que se tomaban en la Asamblea General. Luo Ji ignoraba si realmente algún embajador o jefe de Estado había llegado a meditar allí, pero si de algo estaba seguro era de que a su muerte en 1961 Hammarskjöld nunca habría imaginado que un vallado como él emplearía aquel lugar para pensar.

Una vez más, volvió a sentirse en el callejón sin salida de una trampa lógica, y de nuevo se convenció de que era imposible eludirla. Por eso centró su atención en el poder que le había sido conferido. Según Say, era el menor de los cuatro vallados, pero igualmente podría disponer de una cantidad de recursos más que considerable. Y lo que era más importante: no tenía que justificar ante nadie el modo en que decidiese emplearlos. De hecho, una parte muy importante de su cometido era jugar al equívoco y hacer lo posible por generar confusión en torno a la motivación de sus acciones. ¡Nunca jamás en la historia se había dado algo así! Quizá los monarcas absolutistas del pasado podían hacer cuanto quisieran, pero incluso ellos tarde o temprano terminaban rindiendo cuentas por sus acciones.

«Si todo lo que me queda es este poder tan peculiar, ¿por qué no hacer uso de él?», se dijo, sentándose a pensar. Muy pronto tuvo claro cuál sería su siguiente paso.

Se levantó de su duro lecho metálico, abrió la puerta y pidió ver al presidente de turno del Consejo de Defensa Planetaria. El cargo lo ocupaba en aquel momento un ruso llamado Garanin. Se trataba de un anciano de barba blanca y complexión ruda. Su oficina estaba un piso por debajo del de la secretaria general. Lo encontró despidiéndose de un grupo de visitantes, la mitad de ellos vestidos de uniforme.

—¡Doctor Luo! —exclamó al verlo—. Me he enterado de que tenía usted algún que otro problema y por eso no he querido importunarlo poniéndome en contacto con usted tan pronto...

—¿Qué están haciendo los otros tres vallados?

—Están organizando sus departamentos de personal, tarea que le aconsejo encarar cuanto antes. Lo pondré en contacto con varios asesores que le ayudarán en la etapa inicial...

—No necesito un departamento de personal.

—¿Ah, no? Si lo prefiere así... Pero si más tarde lo necesitara, sepa que se puede organizar en cualquier momento.

—¿Sería usted tan amable de proporcionarme papel y lápiz?

—Por supuesto.

Mirando el folio en blanco que le acercó el ruso, Luo preguntó:

—Señor presidente, ¿con qué sueña usted?

—¿A qué se refiere?

—No sé... ¿alguna vez ha soñado, por ejemplo, que vivía en un lugar paradisíaco?

Garanin negó con gesto amargo.

—Ayer mismo llegué de Londres. Después de pasarme el trayecto entero trabajando, apenas pude dormir dos horas y tuve que seguir; luego, hoy, en cuanto termine la reunión del Consejo de Defensa Planetaria, me espera un vuelo nocturno con destino a Tokio... Con mi ritmo de vida, siempre de aquí para allá, apenas paso tiempo en casa... ¿Qué sentido tiene para mí soñar que vivo en otro sitio?

—Pues yo en mis sueños veo infinidad de sitios maravillosos. Solo escogeré el más hermoso... —dijo Luo. Cogió el lápiz y se puso a dibujar—. Como no es un dibujo en colores, tendrá que imaginárselo. ¿Ve estas montañas de picos nevados? Son altas y escarpadas como nada en el mundo, y con el azul del cielo de fondo tienen un brillo casi plateado que llega a deslumbrar...

—Ah —dijo Garanin, observando con atención—, parece un lugar muy frío.

—¡No, no! Al pie de esas montañas no hace frío, el clima debe de ser subtropical. Esto es importante, ¿eh? Y enfrente de las montañas hay un lago enorme de aguas azules, más azules que el cielo, ¡tan azules como puedan serlo los ojos de su mujer!

—Mi esposa tiene los ojos negros.

—¡Bueno, pues..., sus aguas son de un azul tan profundo que parece negro, mejor todavía! El lago está rodeado de bosques y de llanuras; recuerde que tiene que haber las dos cosas, no solo una. Sí, este es el lugar: picos nevados, un lago, bosques y llanuras. Todo ello intacto, en su estado primigenio. Al verlo, uno piensa que el hombre jamás ha puesto el pie en él. Aquí, en este campo cubierto de hierba junto al lago, construyan una casa. No tiene por qué ser grande, pero sí ha de estar completamente equipada para cubrir todas las necesidades de hoy en día. El estilo puede ser clásico o moderno, pero debe complementarse con el entorno. Y tiene que haber fuentes, piscinas y las instalaciones necesarias para que el dueño pueda vivir a todo lujo sin que le falte de nada, como los millonarios.

—¿Y quién será el dueño?

—Un servidor.

—¿Qué pretende hacer allí?

—Vivir en paz el resto de mis días.

Esperaba que Garanin se indignara con él y lo cubriese de improperios, pero se limitó a asentir con gran seriedad.

—En cuanto la comisión termine su auditoría, nos pondremos manos a la obra.

—¿Ni usted ni su comisión van a preguntarme qué pretendo con todo esto?

Garanin se encogió de hombros.

—La comisión puede cuestionar las acciones de un vallado en dos únicos supuestos: si los recursos empleados sobrepasan el límite presupuestado, y si implica la pérdida de vidas humanas. Aparte de esos dos casos, cualquier cuestionamiento contravendría el espíritu del proyecto. Mire, si quiere que le diga la verdad, Tyler, Rey Díaz y Hines me han decepcionado. Basta con que uno analice sus movimientos en los últimos dos días para saber lo que pretenden conseguir con sus grandes planes estratégicos. Usted es diferente. Su comportamiento es desconcertante, justo lo que se espera de un vallado.

—¿Cree usted que el lugar que acabo de describirle existe realmente?

Garanin volvió a sonreír, le guiñó un ojo e hizo con una mano el signo de «OK».

—El mundo es lo bastante grande para que exista un lugar así —respondió—. Aún le diré más: yo lo he visto.

—Fantástico. Y asegúrese de que viviré a todo lujo sin que me falte de nada, como un millonario. Es parte del proyecto.

Garanin asintió con solemnidad.

—Ah, y una cosa más —añadió Luo—: cuando encuentre ese lugar, no me diga dónde está, nunca. Va en serio, ¡ni se le ocurra decírmelo! A mí, cuando sé dónde estoy, el mundo se me vuelve tan pequeño como un mapa; en cambio, cuando lo ignoro me parece que no tiene límite.

Visiblemente complacido, Garanin asintió una vez más.

—Doctor Luo, hay todavía otro aspecto en el que coincide con mi idea de lo que debe ser un vallado: su proyecto es el que requiere la menor inversión de los cuatro. Al menos por el momento.

—En tal caso, puede estar seguro de que seguirá siéndolo.

—Supone usted una bendición para mis sucesores. El presupuesto nos lleva de cabeza... Es probable que los distintos departamentos encargados de ejecutar cada aspecto concreto se pongan en contacto con usted para pedirle detalles, sobre todo en lo que se refiere a la construcción de la casa, imagino.

—¡Ay, sí, la casa! —exclamó Luo—. Olvidaba un detalle fundamental.

—Usted dirá.

Luo se acercó a Garanin e, imitando a la perfección su guiño y su sonrisa, le dijo:

—Tiene que tener chimenea.

 

 

Después del funeral de su padre, Zhang Beihai le pidió a Wu Yue que lo acompañara a los astilleros a hacerle una última visita al Dinastía Tang. Para entonces la construcción del navío se había detenido del todo y aquellas chispas de soldadura que tan a menudo parecían brotar de su casco habían desaparecido por completo. A plena luz del sol de mediodía, en toda su inmensidad no se avistaba signo alguno de vida. El único sentimiento que consiguió despertar en los dos hombres fue el de hallarse ante la mayor de las decrepitudes.

—Este también está muerto —murmuró Zhang.

—Tu padre era uno de los generales más brillantes y capaces de cuantos han liderado y lideran nuestra marina —dijo Wu—. A lo mejor, si aún estuviera entre nosotros, yo no habría caído en el pozo en el que me encuentro...

—Tu derrotismo parte de una base racional, o por lo menos así lo ves tú, conque dudo mucho de que nadie sea capaz de decirte nada que te disuada. Wu Yue, no te he pedido que me acompañaras hasta aquí para pedirte perdón. Sé, además, que no me guardas rencor por lo que he hecho...

—Al contrario. Debo darte las gracias por haberme liberado.

—Podrías volver a alistarte en la marina —dijo Zhang—. Seguro que te iba bien.

—Demasiado tarde —replicó Wu al tiempo que negaba lentamente con la cabeza—. Ya he presentado mi carta de renuncia. Además, ¿qué iba a hacer yo allí? Ahora que han dejado de construir destructores y fragatas, en la marina ya no hay sitio para alguien como yo, ¿o acaso pretendes que acepte un puesto de oficina en la comandancia de la flota? Eso sí que no... Pero es que tampoco doy la talla: un soldado que solo está dispuesto a participar en batallas que pueden ganarse no está capacitado para serlo.

—Ya sea el triunfo o la derrota, vaticinar aquello que nos depara el futuro escapa a nuestras atribuciones —señaló Zhang.

—Pero tú tienes fe en la victoria, Beihai. En eso te envidio de verdad, no sabes hasta qué punto. En estos tiempos que corren, una fe como la tuya es el colmo de la felicidad para un militar. Se nota de quién eres hijo.

—¿Ya has pensado lo que vas a hacer a partir de ahora? —preguntó Zhang.

—Pues no —respondió Wu—; la verdad es que me siento como si mi vida hubiera terminado. —Señaló el Dinastía Tang y añadió—: Igual que ese, jubilado antes de tiempo...

Comenzó a llegar un murmullo procedente del astillero. El Dinastía Tang se deslizaba lentamente por la grada. A fin de liberar el espacio que ocupaba, lo estaban echando al mar para remolcarlo hasta el muelle donde iba a ser desguazado. Justo en el momento en que la afilada proa del gigantesco barco partió las aguas, tanto a Zhang como a Wu les pareció oír que aquel emitía un gruñido de rabia. Terminó de entrar en el agua con rapidez, levantando enormes olas que hicieron tambalear al resto de barcos atracados, los cuales parecieron inclinarse ante él en señal de respeto. Tras ello, se mantuvo a flote y prosiguió en su avance con gran lentitud, como gozando en silencio del abrazo del océano.

En su breve y truncada carrera, lo conocía por primera y última vez.

 

 

Una negra noche envolvía el mundo virtual de Tres Cuerpos. A excepción de un débil lustre de estrellas, todo se hallaba inmerso en la oscuridad más absoluta. Ni siquiera se podía vislumbrar el horizonte; en mitad de aquella negrura densa como la tinta, la tierra yerma y el cielo raso eran uno.

—¡Administrador, inicia una era estable! —gritó una voz—. ¿No ves que estamos reunidos?

Retumbando como si procediese del mismo cielo, la voz del administrador respondió:

—No puedo. Las eras no pueden modificarse de manera externa, sino que se determinan de forma aleatoria siguiendo el modelo núcleo.

—Entonces aumenta la velocidad hasta encontrarnos luz diurna estable; no te tomará mucho tiempo —intervino otra voz.

El mundo parpadeó y los soles comenzaron a recorrer el cielo aleatoriamente a toda velocidad. Muy pronto, el paso del tiempo volvió a su ritmo habitual. Un sol estable reinaba en el cielo.

—Ya está —dijo el administrador—, pero no sé cuánto durará...

La luz reveló un grupo de personas reunidas entre las que había varias caras conocidas: el rey Wen de los Zhou, Alfred Newton, John von Neumann, Aristóteles, Mozi, Confucio y Albert Einstein. Repartidos entre los demás, miraban hacia el gran emperador Qin Shi Huang, subido a una roca con su legendaria espada al hombro.

—No soy el único que piensa así —añadió el administrador—. Hablo en nombre de los siete miembros de la dirección.

—¡Yo que tú no hablaría en nombre de una dirección que aún no ha sido consensuada! —exclamó alguien, tras lo cual se formó una sonora algarabía.

—Silencio —ordenó Qin Shi Huang, levantando con gran esfuerzo su espada—. Dejemos a un lado polémicas en torno a quién debe formar parte de la nueva dirección y quién no y pasemos a cuestiones más apremiantes. Como sabéis, ha comenzado a implementarse el Proyecto Vallado, un intento por parte de la humanidad de burlar la vigilancia de los sofones mediante el pensamiento estratégico privado e individual. Con este plan la humanidad erige un laberinto que nuestro Señor, acostumbrado a la transparencia mental, es incapaz de penetrar, decantando así la balanza a su favor. Los cuatro vallados suponen, por lo tanto, una amenaza directa para Él, de modo que, tal y como acordamos en nuestra pasada reunión presencial, es preciso poner en marcha el Proyecto Vallado de forma inmediata.

Al escuchar esto último, todo el mundo guardó silencio y no volvieron a oírse objeciones.

—Asignaremos un desvallador a cada vallado —prosiguió Qin Shi Huang—. De manera similar a lo que hace la ONU con los vallados, nuestra organización permitirá a los desvalladores hacer uso de cuantos recursos estimen oportunos, lo cual incluye a los sofones. Estos se encargarán de sacar a la luz cada una de las acciones emprendidas por los vallados de forma que el único secreto serán sus pensamientos. La misión de los desvalladores consistirá, por lo tanto, en analizar las acciones públicas y secretas de los vallados con ayuda de los sofones, a fin de dilucidar sus verdaderas estrategias. La dirección nombrará ahora a los desvalladores.

Qin Shi Huang blandió su espada y, como si se dispusiera a nombrarlo caballero, apoyó la hoja sobre el hombro de Von Neumann.

—Tú serás el primer desvallador —dijo—. Tu vallado es Frederick Tyler.

Von Neumann se arrodilló y posó la mano izquierda sobre el hombro derecho a modo de saludo.

—Acepto la misión —dijo Von Neumann.

Qin Shi Huang levantó entonces la espada para posarla en el hombro de Mozi.

—Tú serás el segundo desvallador —anunció—. Tu vallado es Manuel Rey Díaz.

En lugar de arrodillarse, Mozi irguió la cabeza con gesto altivo.

—Seré el primero en romper la valla —dijo, sonriendo con orgullo.

La hoja de la espada tocó el hombro de Aristóteles.

—Tú serás el tercer desvallador —declaró Qin Shi Huang—. Tu vallado es Bill Hines.

Aristóteles tampoco se arrodilló. En lugar de ello, sacudió su túnica con expresión pensativa.

—Sí —dijo finalmente—. Solo yo soy capaz de romper su valla.

Qin Shi Huang volvió a ponerse la espada al hombro. Luego paseó la mirada por los presentes y dijo:

—Muy bien. Ya tenemos desvalladores. Sois, al igual que vuestros vallados, la élite de la élite. ¡Que nuestro Señor os acompañe! Gracias a la hibernación, iniciaréis junto a vuestros vallados un largo camino cuyo destino es el final de los días.

—Dudo que vaya a tener que recurrir a la hibernación —replicó Aristóteles—. Completaré mi misión dentro del plazo de mi esperanza de vida.

Mozi asintió en señal de acuerdo.

—Cuando consiga romper la valla, me enfrentaré a mi vallado cara a cara para saborear el momento de su derrumbe moral. Es un orgullo poder dedicar a esa empresa lo que me queda de vida.

Los otros dos desvalladores también expresaron su deseo de enfrentarse en persona a sus contrincantes.

—Desenmascararemos absolutamente todos los secretos que la humanidad oculte a los sofones —dijo Von Neumann—. Eso será lo último que hagamos por nuestro Señor. Después ya no nos quedarán motivos para seguir existiendo.

—¿Y el desvallador de Luo Ji? —preguntó alguien.

Como si aquella pregunta hubiera accionado algún tipo de resorte en su mente, Qin Shi Huang clavó la espada en el suelo y se sumió en sus pensamientos. De pronto, el sol comenzó a descender y proyectó sobre la Tierra sombras cada vez más alargadas, que terminaron extendiéndose hasta más allá del horizonte. Después cambió de rumbo y estuvo subiendo y bajando con la majestuosidad con que la resplandeciente cola de una ballena emerge y se sumerge en las aguas del océano, iluminando y oscureciendo la vasta extensión y el grupo de personas que, sobre ella, conformaban aquel mundo.

—El desvallador de Luo Ji es él mismo —anunció al fin Qin Shi Huang—. Es preciso que se dé cuenta de la razón por la que supone un peligro para nuestro Señor.

—¿A nosotros nos consta el porqué? —inquirió una voz.

—No —respondió Qin Shi Huang—. Solo nuestro Señor lo sabe. Puso al corriente de ello a Evans, pero este le enseñó a mantenerlo en secreto. Con Evans muerto, ya no tenemos manera de saberlo.

—Entonces... de los cuatro vallados, ¿Luo Ji supone la mayor amenaza? —preguntó alguien, titubeante.

—Eso tampoco lo sabemos. Solo una cosa está clara —respondió Qin Shi Huang, elevando la vista al cielo, que cambiaba de añil a negro—: de los cuatro vallados, él es el único a la altura de medirse con nuestro Señor.

 

 

El departamento político de la fuerza espacial celebraba una nueva sesión de trabajo. Desde hacía ya varios minutos, justo después de haber dado por iniciada la reunión, Chang Weisi permanecía en silencio, algo del todo impropio de él. Primero repasó uno a uno los rostros de los oficiales políticos sentados en torno a la mesa; después, perdiendo la mirada en la distancia, adoptó un gesto pensativo y comenzó a golpetear la mesa con el lápiz como queriendo marcar el ritmo de sus pensamientos.

Tuvo que transcurrir un buen rato para que despertara de aquel trance.

—Camaradas —dijo por fin—, cumpliendo con la orden anunciada ayer por la Comisión Militar Central, a partir de este momento asumo la dirección del departamento político de las fuerzas armadas. A pesar de que en realidad hace ya una semana que acepté el cargo, ha sido ahora, en el momento de sentarme frente a ustedes, cuando he tenido una sensación que me gustaría compartir con todos. Acabo de darme cuenta de que tengo delante al grupo de personas más denostadas de la fuerza espacial y de que a partir de ahora formo parte de él. Pido perdón por haber tardado tanto en tomar consciencia de este hecho —añadió, abriendo el documento que tenía frente a sí—. La primera parte de la reunión tendrá carácter confidencial. ¡Camaradas, intercambiemos opiniones de manera libre! Por una vez, hagamos como los trisolarianos y expongamos nuestros pensamientos con claridad cristalina. Se trata de algo crucial para nuestra futura labor.

Chang dedicó un par de segundos a mirar a cada uno de los asistentes. Todos permanecieron en silencio. A continuación, se puso en pie y comenzó a pasearse alrededor de la mesa a espaldas de ellos.

—Se nos ha encomendado la tarea de infundir a los miembros de la fuerza la confianza en nuestras posibilidades de ganar la futura guerra —prosiguió—. ¿Tenemos nosotros tal convencimiento? Levanten la mano quienes así lo piensen. Recuerden que les estoy pidiendo franqueza.

Ninguno de los presentes levantó la mano. Todos mantenían la mirada fija en la mesa, a excepción de una persona, que se dedicaba a mirar fijamente a Chang: Zhang Beihai.

—Está bien —continuó Chang—. ¿Creen por lo menos que la victoria es posible? Me refiero a una posibilidad real, mucho más sólida que apenas unas décimas de porcentaje.

Zhang Beihai levantó la mano. Fue el único en hacerlo.

—En primer lugar, agradezco la sinceridad de todos —dijo Chang. Luego, dirigiéndose a Zhang Beihai, añadió—: ¡Camarada Zhang! Díganos, ¿en qué basa su confianza?

Zhang se puso en pie.

—Por favor —le dijo Chang, indicándole que volviera a tomar asiento—. Esto no es más que una charla informal.

—Comandante —comenzó Zhang, manteniéndose en posición de firmes—, es difícil responder a su pregunta en apenas un par de frases, pues la fe se construye a lo largo de un extenso y complicado proceso. Me gustaría empezar hablando de cierta predisposición errónea que, a día de hoy, sigue prevaleciendo entre los miembros de nuestras filas. Como todo el mundo sabe, anteriormente al estallido de la Crisis Trisolariana se procuraba imaginar cómo sería la guerra en el futuro, partiendo siempre de una perspectiva científica y racional. Gracias a una poderosa inercia, esta es la actitud que ha venido manteniéndose de forma generalizada, particularmente en el caso de la fuerza espacial actual, a la que se ha incorporado un gran número de científicos y académicos. Si insistimos en seguir contemplando la guerra interestelar que se desatará dentro de cuatro siglos con esa misma perspectiva, nunca conseguiremos establecer la fe en la victoria.

—Lo que acaba de decir el camarada Beihai es un disparate —intervino un coronel—. Toda convicción firme parte, por necesidad, de lo que nos dicen la ciencia y la razón. No existe certeza sin una base objetiva que la sustente.

—Deberíamos empezar por reconsiderar la ciencia y la razón —replicó Zhang—. Puntualizo: nuestra ciencia, nuestra razón. El altísimo nivel de desarrollo alcanzado por los trisolarianos viene a constatar el hecho de que nuestra ciencia aún se encuentra en su más tierna infancia, recogiendo conchas en la playa sin haber llegado a ver el océano, que es la verdad. Cabe la posibilidad de que esos hechos que tan claramente vemos con ayuda de nuestra ciencia y nuestra razón no sean tan objetivos ni tan reales como creemos. Teniendo eso en cuenta, deberíamos aprender a ignorarlos de manera selectiva a la espera de ver cómo terminan evolucionando las cosas. Solo así evitaremos que el determinismo tecnológico y el materialismo mecánico nos hagan descartar el futuro.

—Excelente —celebró el general Chang, indicándole con la cabeza que continuara.

—Es preciso convencer cuanto antes a nuestras tropas de que tenemos posibilidades de ganar —prosiguió Zhang—, pues precisamente en esa confianza basa el ejército su dignidad y su misma razón de ser. ¿Acaso es la primera vez que el ejército chino se enfrenta en inferioridad de condiciones a un enemigo poderoso? ¡Ya lo hizo en el pasado, y gracias a una fe inquebrantable en la victoria basada en un profundo sentido de la responsabilidad hacia el pueblo y la madre patria, logró salir victorioso! Estoy convencido de que si ahora, de manera similar, nos basamos en un sentido de la responsabilidad hacia la raza humana en su conjunto y hacia la civilización terrestre, seremos capaces de inculcar una fe igualmente firme.

—¿De qué herramientas concretas disponemos para implantar esa base ideológica? —preguntó un oficial—. La composición de la fuerza espacial es muy diversa, no me parece una tarea simple...

—Creo que, al menos por el momento, deberíamos centrarnos en analizar la disposición mental de las tropas —respondió Zhang Beihai—. Un ejemplo: la semana pasada visité a las tropas de las fuerzas naval y aérea que acaban de ser incorporadas a nuestra rama del ejército y descubrí que la falta de disciplina comienza a ser un problema cada vez más frecuente. El detalle que lo prueba: a pesar de que la fecha establecida para empezar a llevar el uniforme de verano había pasado, en el cuartel eran muchos los que seguían vistiendo uniforme de invierno. Esta laxitud debe rectificarse cuanto antes. Miremos lo que está pasando: la fuerza está convirtiéndose en una especie de academia científica. Reconozco que su misión actual es la de una academia de ciencias militares, pero no deberíamos olvidar que somos un ejército, ¡un ejército en guerra!

La conversación se alargó todavía durante un rato. A su término, Chang Weisi volvió a ocupar su asiento.

—Les doy las gracias —dijo—. Espero que en el futuro podamos seguir manteniendo conversaciones con el mismo nivel de franqueza. Ahora pasemos al orden del día. —Levantó la mirada y topó con la de Zhang Beihai, fija en él. Aquella determinación lo conmovió profundamente.

«Zhang Beihai, no me cabe duda alguna de la sinceridad de tu confianza. Con un padre como el tuyo, lo raro sería que no la tuvieras... pero las cosas no son tan simples como dices. Ignoro en qué basas tu fe y hasta dónde llega; me pasa contigo lo que en su día con tu padre: a pesar de lo mucho que lo admiraba, confieso que nunca llegué a comprenderlo del todo.»

Zhang abrió la carpeta que tenía enfrente y se puso a hojear los documentos que contenía.

—El desarrollo de una teoría de la guerra espacial se encuentra en plena marcha —comenzó— y no ha tardado mucho en tropezar con su primer escollo: todo estudio de la guerra interplanetaria necesita basar sus hipótesis en un nivel tecnológico concreto. Sin embargo, debido a que la investigación básica aún se encuentra en una fase muy temprana, cualquier avance que pueda producirse todavía queda muy lejos en el tiempo, lo cual nos deja sin ninguna base sobre la que trabajar. En vista de tales circunstancias, nuestros superiores han decidido reestructurar nuestro plan de investigación y dividir esfuerzos en tres vías diferenciadas que contemplarán distintos niveles de sofisticación tecnológica alcanzables en el futuro por parte de la humanidad: un nivel tecnológico bajo, uno medio y uno alto.

»Aunque a día de hoy se sigue trabajando para definir de forma más clara esos tres niveles mediante el establecimiento de un gran número de parámetros identificativos en cada una de las principales disciplinas científicas, los dos principales parámetros de referencia serán la velocidad y el alcance que pueda llegar a tener una aeronave de diez kilotones.

»Nivel tecnológico bajo: las aeronaves alcanzarían una velocidad equivalente a unas cincuenta veces la tercera velocidad cósmica, es decir, ochocientos kilómetros por segundo aproximadamente, y serían en parte capaces de sustentar la vida. En estas condiciones, su radio de combate se limitaría al comprendido dentro del Sistema Solar interior, es decir, dentro de la órbita de Neptuno o, lo que es lo mismo, a una distancia del Sol de treinta unidades astronómicas.

»Nivel tecnológico medio: las aeronaves alcanzarían una velocidad equivalente a trescientas veces la tercera velocidad cósmica, es decir, cuatro mil ochocientos kilómetros por segundo, y estarían dotadas de un ecosistema propio parcialmente autosuficiente. En estas condiciones, su radio de combate se extendería más allá del cinturón de Kuiper hasta alcanzar las mil unidades astronómicas alrededor del Sol.

»Nivel tecnológico alto: las aeronaves alcanzarían una velocidad equivalente a mil veces la tercera velocidad cósmica, es decir, dieciséis mil kilómetros por segundo (o, lo que es lo mismo, un cinco por ciento de la velocidad de la luz), y estarían dotadas de un ecosistema propio totalmente autosuficiente. En estas condiciones, su radio de combate se extendería hasta la nube Oort y estarían preliminarmente capacitadas para realizar viajes interestelares.

»El derrotismo supone el mayor peligro de todos cuantos amenazan la fuerza espacial, lo cual reviste de una responsabilidad e importancia extremas a la labor de quienes nos dedicamos a su formación política e ideológica. El departamento político del ejército va a implicarse de forma activa en el estudio teórico de la guerra en el espacio para detectar y erradicar hasta la mínima manifestación de derrotismo, a fin de asegurar que el curso de las investigaciones se mantiene en el sentido correcto.

»Todos y cada uno de quienes se hallan hoy aquí presentes pasarán a ser miembros de uno o varios de los tres grandes grupos de que van a instituirse, los cuales, a pesar de que compartirán algunos de sus miembros, constituirán entidades independientes y provisionalmente se llamarán: Instituto Estratégico de Baja Tecnología, Instituto Estratégico de Tecnología Media e Instituto Estratégico de Alta Tecnología. Me gustaría aprovechar la ocasión para preguntarles a cuál de los tres preferirían ser asignados. Sus respuestas servirán de referencia durante la nueva ronda de nombramientos del departamento. Procedamos a escoger.

De los treinta y un oficiales políticos presentes, veinticuatro escogieron el nivel tecnológico bajo y siete optaron por el nivel tecnológico medio. Solo uno escogió el nivel tecnológico alto: Zhang Beihai.

—Al camarada Beihai le gusta la ciencia ficción —comentó un oficial, provocando unas cuantas risas.

—He escogido la única opción con posibilidades de ganar —contestó Zhang Beihai—. O alcanzamos un alto nivel tecnológico o no seremos capaces de construir un sistema defensivo efectivo para la Tierra y el Sistema Solar.

—Pero si ni siquiera somos capaces de controlar la fusión nuclear —dijo el oficial—, ¿cómo vamos a construir una nave espacial de guerra capaz de viajar a un cinco por ciento de la velocidad de la luz, diez mil veces más rápido de lo que son capaces de viajar actualmente las naves espaciales de la humanidad? ¡Eso no es ciencia ficción, sino fantasía!

—Tenemos cuatro siglos por delante —replicó Zhang—. Hay que considerar los progresos que se hagan.

—El progreso en la física fundamental es imposible.

—Aún no hemos llegado a implementar ni el uno por ciento de las aplicaciones que pueden llegar a derivarse de las teorías actuales —señaló Zhang—. El mayor obstáculo es la estrategia seguida a la hora de investigar por parte del sector tecnológico, empeñado en gastar tiempo y dinero en tecnologías de bajo nivel. Por poner un ejemplo, en el caso de la propulsión espacial, y sin que exista razón de peso alguna para ello, se dedica una parte demasiado grande de los recursos a la propulsión por fisión; también al desarrollo de la propulsión química de nueva generación, cuando en realidad deberíamos dejar de centrarnos en el estudio de los motores de fusión y pasar directamente al de los motores de propulsión sin medio, saltándonos toda la propulsión con medio. Este mismo problema se da en todas las demás áreas de investigación. Los ecosistemas cerrados, por ejemplo, requisito obligado para los viajes interestelares, constituyen una tecnología que no depende de la teoría fundamental, y aun así no se investiga casi nada al respecto.

—El camarada Zhang Beihai aborda un tema que merece toda nuestra atención —intervino Chang Weisi—. Hasta el momento, tanto el ejército como la comunidad científica se hallan hasta tal punto implicados en sus respectivas ocupaciones que la comunicación entre ambos brilla por su ausencia. Por fortuna, ambas partes son conscientes de ello y en breve organizarán una conferencia conjunta, para la cual han establecido sendas agencias especiales, que se encargarán de mejorar la comunicación a fin de establecer una óptima interacción entre estrategia e investigación. El siguiente paso a dar es, por un lado, asignar un representante militar a cada una de las diversas áreas de investigación y, por el otro, interesar a un gran número de científicos en el estudio teórico de la guerra espacial. En este tema tampoco podemos permitirnos el lujo de sentarnos a esperar los avances tecnológicos que puedan producirse o no; es preciso definir nuestra estrategia ideológica tan pronto como sea posible y empezar a promoverla en todas las áreas.

»A continuación quisiera hablar de otro tipo de interacción: aquella entre la fuerza espacial y los vallados.

—¿Los vallados? —preguntó alguien en tono de asombro—. ¿Es que van a interferir en el trabajo de la fuerza?

—Por el momento no hay signos de ello, aunque Tyler ha solicitado visitarnos. Debemos ser conscientes de que los vallados disponen del poder de interferir en nuestro trabajo y que eso podría tener efectos inesperados. Es preciso estar mentalmente preparados para tal eventualidad. De darse, habría que lograr un equilibrio entre el Proyecto Vallado y la estrategia defensiva convencional.

 

 

Al término de la reunión, Chang se quedó a solas en la sala de conferencias, fumando. El humo de su cigarrillo subía flotando hasta que la luz que se colaba por la ventana lo iluminó y pareció incendiarse.

«Sea lo que sea lo que vaya a ocurrir —pensó—, la cosa ya ha comenzado.»

 

 

Por primera vez en la vida, Luo Ji sentía que uno de sus sueños se había hecho realidad. Había supuesto que Garanin exageraba, que si sería capaz de encontrarle un lugar virgen y paradisíaco como el que él había soñado, nunca iba a ser exactamente el mismo. Sin embargo, nada más bajar del helicóptero se sintió justo en mitad de aquel mismo mundo surgido de su imaginación: con los picos nevados en la distancia, la llanura, el bosque más allá del lago... y todo en la misma posición exacta que él le había dibujado.

Lo sorprendió el sutil y dulce aroma que se percibía en la frescura del aire, también el hecho de que la placidez reinante en aquel lugar parecía llegar a extenderse hasta el sol, que brillaba con una suave calidez. Sin embargo, lo más increíble de todo para él fue que realmente había una gran mansión a orillas del lago. Kent, que lo acompañaba, le explicó que, a pesar de parecer más antigua, en realidad la habían construido a mediados del siglo XIX, pero el tiempo se había encargado de asimilarla a su entorno.

—A mí no me sorprende tanto —le dijo Kent a Luo—, muchas veces la gente sueña con lugares que existen en realidad.

—¿Es una zona habitada?

—No hay nadie en un radio de cinco kilómetros a la redonda. A partir de esa distancia empiezan a haber algunos pueblecitos.

Luo sospechaba que aquello debía de ser el norte de Europa, pero no quiso preguntarlo. Kent lo condujo hasta el interior de la casa. Lo primero en lo que Luo se fijó al posar la vista sobre el amplio salón de estilo europeo fue en su chimenea. La leña de árbol frutal ordenadamente apilada junto a esta olía a recién cortada.

—El antiguo dueño de la casa le da la bienvenida —explicó Kent.

Acto seguido le explicó a Luo Ji que la mansión contaba aún con más instalaciones de las que él les había solicitado: había diez caballos en los establos, pues el mejor modo de moverse por las montañas era a pie o a caballo; pista de tenis, campo de golf, bodega y, en el lago, moto acuática y varios veleros. A pesar de su relativa antigüedad, la casa había sido remodelada y cada una de sus habitaciones contaba con un ordenador con conexión de banda ancha y televisión por satélite; también había una sala de proyecciones. Además de todo aquello, Luo Ji había advertido la presencia de una plataforma para el aterrizaje de helicópteros. Estaba claro que no la habían acondicionado en el último minuto.

—El tío tiene que estar forrado...

—Es más que una persona con dinero. Nos prohibió que desveláramos su nombre porque probablemente usted lo reconocería. Ha hecho un gesto de generosidad mayor que el de Rockefeller en su día y ha donado todos los terrenos a la ONU. Para que no haya malentendidos, tanto estos como la casa pertenecen en propiedad a las Naciones Unidas, usted solo residirá aquí. Pero no se preocupe, que no va a quedarse con las manos vacías... al marcharse dejó dicho que se llevaba sus pertenencias más valiosas y todo lo que dejaba atrás es para usted. Tan solo estas pinturas ya deben valer una suma considerable...

Kent lo condujo por todas y cada una de las habitaciones de la casa. Luo Ji comprobó enseguida el buen gusto del anterior dueño por la sutil elegancia con que las había amueblado. Buena parte de los libros de la biblioteca eran viejas ediciones en latín. Las pinturas eran casi todas de estilo moderno, pero parecían fuera de lugar en aquellas habitaciones de atmósfera clásica. Le llamó la atención la ausencia total de paisajes, prueba indudable de la afinada sensibilidad estética del anterior inquilino: colgar cuadros de paisajes en una casa como aquella, en pleno Jardín del Edén, hubiera sido tan absurdo como verter cubos de agua en el océano para tratar de hacerlo más húmedo.

De regreso a la sala de estar, Luo Ji se sentó en el mullido sillón. Al alargar la mano rozó un objeto que cogió e inspeccionó: se trataba de una pipa Churchwarden de aquellas con caño largo y fino que gozaban de tanta popularidad entre la clase acomodada. Mirando los estantes vacíos de la pared, comenzó a imaginar qué clase de objetos habrían contenido.

Kent hizo pasar entonces a un grupo de personas que le fue presentando una a una: desde el ama de llaves hasta el cocinero, pasando por el chófer y el encargado de los establos, todos habían estado al servicio del anterior inquilino de la casa. Después de que se marcharan, Kent le presentó a Luo a una última persona, un teniente coronel vestido de paisano que iba a encargarse de la seguridad. En cuanto volvieron a estar solos, Luo le preguntó a Kent por Shi Qiang.

—Ya no está al cargo de su protección; probablemente se encuentra de regreso en China.

—Póngalo en el puesto del tipo que acaba de irse, seguro que lo hace mejor.

—No lo dudo. Sin embargo, al no hablar inglés le resultaría difícil coordinar la labor de los guardas.

—Entonces sustituya a los de ahora por guardas chinos.

Kent accedió al cambio y se marchó para gestionarlo. Luo salió también de la casa. Atravesando un césped impecablemente cuidado, ascendió por la pasarela que conducía al centro del lago. Una vez allí, apoyado en la barandilla, se dispuso a contemplar el reflejo de los picos nevados sobre la superficie espejada del lago. En mitad de aquel ambiente fresco y bajo la suave caricia del sol, se dijo: «Pudiendo disfrutar una vida como esta de ahora, ¿qué te importará a ti lo que le pase al mundo dentro de cuatro siglos?»

«A la mierda con el Proyecto Vallado.»

 

 

—¿Quién ha dejado entrar al imbécil ese? —susurró uno de los investigadores, escondiendo la cabeza detrás de su terminal.

—Los vallados pueden entrar donde les dé la gana —le respondió su vecino con voz igual de baja.

—¡Nada del otro mundo, ya lo está usted viendo! —exclamó el doctor Allen, director del Laboratorio Nacional de Los Álamos, mientras conducía a Manuel Rey Díaz por entre las filas de terminales—. Me imagino, señor presidente, que se sentirá decepcionado por lo gris y anodino que es todo...

—Ya no soy presidente —respondió Rey Díaz con aspereza mientras miraba alrededor.

—Nos encontramos en el primero de los cuatro centros de simulación nuclear de los que dispone Los Álamos. En Lawrence Livermore hay otros tres.

Rey Díaz reparó en dos aparatos que le resultaban algo menos anodinos. Tenían aspecto de ser muy nuevos y constaban de sendos monitores de grandes dimensiones montados sobre consolas de mandos con multitud de pequeños botones. Quiso desviarse para ir a echarles un vistazo, pero Allen le tiró suavemente del brazo a fin de reconducirlo.

—Son máquinas recreativas —explicó el doctor—. Las instalamos para tener algo con lo que entretenernos durante los descansos. Usar los terminales para jugar está prohibido.

Rey Díaz trasladó su atención a otros dos objetos llamativos. Aun siendo distintos, tenían en común el hecho de ser transparentes y albergar, en el interior de su compleja estructura, un líquido burbujeante. Cuando Rey Díaz hizo ademán de acercarse a ellos, Allen, a diferencia de la vez anterior, no hizo nada por impedírselo y se limitó a observarlo con una sonrisa mientras negaba con la cabeza.

—Eso es un humidificador —explicó Allen—. Aquí, en Nuevo México, el clima es extremadamente seco... Y aquello, una cafetera. Por cierto, ¡Mike, prepárale un café al señor Rey Díaz! No, hombre, no, de aquí no... utiliza la máquina de mi despacho.

Al final, lo único que le quedó por examinar a Rey Díaz fueron las fotografías en blanco y negro ampliadas que adornaban las paredes. En ellas aparecía un hombre delgado, con sombrero y fumando en pipa, a quien reconoció como Oppenheimer. Una vez más, Allen insistió en dirigir su atención hacia aquellos insulsos monitores, a lo que él exclamó:

—¡Estos terminales están obsoletos!

—Tienen detrás el ordenador más potente del mundo —arguyó Allen—, operando a una velocidad de treinta petaflops.

Un ingeniero se acercó a ellos y, dirigiéndose a Allen, dijo:

—Doctor, el modelo AD4453OG es operativo.

—Excelente.

—Hemos suspendido el módulo de salida —añadió en voz baja el ingeniero, mirando de soslayo a Rey Díaz.

—Habilítenlo —dijo Allen—. Ya lo ve —añadió, dirigiéndose a Rey Díaz—, aquí no tenemos nada que ocultar a los vallados.

Rey Díaz oyó entonces ruido de papeles rasgándose y vio que se trataba de los científicos que se encontraban al frente de los terminales.

—Pero ¿es que no tienen ni trituradoras? —exclamó, dando por supuesto que estaban destruyendo documentos. Sin embargo, luego reparó en que se trataba de folios en blanco.

Al grito de «¡Fin!» la sala entera estalló en vítores y todo el mundo echó los pedazos de papel al aire convirtiendo al suelo, ya de por sí atestado de objetos, en un auténtico estercolero.

—Es tradición aquí, en el centro —le explicó Allen a Rey Díaz—. El día en que detonaron la primera bomba atómica el doctor Fermi, sintiendo que se aproximaba la onda de choque, lanzó al aire varios pedacitos de papel para así, en función de la distancia entre unos y otros a la que terminaran cayendo, calcular la potencia de la bomba. Por eso ahora nosotros hacemos lo mismo al término de cada simulación.

—Para ustedes las pruebas nucleares son algo cotidiano, y hacerlas ha llegado a ser tan sencillo como jugar a los videojuegos —observó Rey Díaz mientras se quitaba varios trozos de papel de los hombros—. Nuestro caso es distinto; al no tener supercomputadoras, no nos queda otra que hacer pruebas reales, y luego pasa lo de siempre: aunque no sea nada que no hayan hecho otros antes, a los pobres sí se nos recrimina.

—Señor Rey Díaz, aquí no hay nadie interesado en hablar de política —respondió Allen.

Cuando Rey Díaz se inclinó para examinar de cerca los terminales, solo vio una interminable cascada de datos y curvas en constante movimiento. El único gráfico que pudo localizar le resultó tan abstracto que fue incapaz de descifrar lo que representaba.

El físico sentado frente al terminal contiguo asomó la cabeza y dijo:

—Señor presidente, si es un hongo nuclear lo que está buscando, ahí no lo encontrará.

—Ya no soy presidente —recalcó Rey Díaz mientras aceptaba el café que le entregaba el tal Mike.

—¿Por qué no nos dice en qué podemos serle de ayuda? —preguntó Allen.

—Quiero que me diseñen una bomba nuclear.

—Ah, claro. Aunque somos una institución multidisciplinar, yo ya me figuraba que no podía ser de otro modo. ¿Podría concretar algo más? El tipo, la potencia...

—El Consejo de Defensa Planetaria le enviará todos los detalles en breve; por el momento, y para que se vayan orientando, les diré dos palabras clave: grande y potente. Doscientos megatones como mínimo.

Allen se lo quedó mirando unos instantes. Luego inclinó la cabeza en actitud pensativa.

—Eso requerirá cierto tiempo... —dijo.

—¿No tienen modelos matemáticos?

—Por supuesto, de toda clase y para todo tipo de usos; modelos para bombas que van de quinientas toneladas a veinte megatones, modelos para bombas de neutrones y hasta modelos para bombas de pulso electromagnético. Pero esa carga explosiva que usted requiere resulta en exceso, grande, diez veces mayor que la del dispositivo termonuclear de mayor envergadura que existe hoy en el mundo. Deberá tener un detonante y un número de etapas muy distintos de los de las armas nucleares convencionales; incluso es posible que requiera la creación de una estructura nueva del todo. Ninguno de los modelos matemáticos de los que disponemos se le parece.

A partir de aquel momento su conversación viró hacia cuestiones de carácter más general, relacionadas con los diversos proyectos de investigación que se llevaban a cabo en el centro. Más tarde, llegado el momento de la despedida, Allen le dijo a Rey Díaz:

—Teniendo en cuenta que su departamento en el Consejo de Defensa Planetaria está asesorado por los mejores físicos del mundo, supongo que lo habrán informado acerca de las particularidades del uso de armas nucleares en una guerra espacial.

—Refrésqueme la memoria.

—Está bien. En el marco de una guerra espacial, es probable que las bombas nucleares constituyan armas de baja eficiencia. En el vacío del espacio una explosión nuclear sería incapaz de generar ondas de choque, y encima la presión ejercida por su luz sería insignificante, por lo que no produciría el mismo impacto mecánico que las explosiones que se dan dentro de nuestra atmósfera. Liberaría toda su energía en forma de radiación y pulsos electromagnéticos, contra los cuales, al menos en el caso de la humanidad, ya existen tecnologías de aislamiento razonablemente maduras capaces de proteger las naves.

—¿Y en el caso de que la bomba impactara de forma directa contra su objetivo?

—Sería una situación muy distinta. De darse, el papel del calor sería decisivo y el objetivo podría llegar a fundirse o incluso evaporarse. El problema es que una bomba de varios millones de toneladas vendría a ser tan grande como un edificio, así que me temo que no resultaría lo bastante manejable para dar en el blanco con facilidad... Si le soy sincero, yo no optaría por las armas nucleares ni por su impacto mecánico, que se queda corto ante el de las armas cinéticas, ni por su radiación, menos intensa que la de las armas de haz de partículas; ni tampoco por su capacidad de destrucción térmica, que no llega, ni de lejos, a ser comparable a la de los láseres de rayos gamma.

—Pero ninguna de esas armas que acaba de mencionar está lista para ser empleada en combate. Las bombas nucleares son, a día de hoy, el arma más poderosa de cuantas ha llegado a perfeccionar la humanidad. A todos esos problemas de los que ha hablado usted, acerca de su deseo de emplearlas en el espacio y la reducción de efectividad en el mismo, se les puede buscar solución; por ejemplo, añadir algún tipo de medio para crear ondas de choque de manera similar a como lo hacen los fragmentos metálicos que contienen las granadas.

—Qué idea tan fascinante. Ahí se nota su formación científica.

—Encima me especialicé en energía nuclear, ¿entiende ahora por qué me gustan tanto las bombas nucleares? Les tengo cariño.

Allen se echó a reír.

—Ya casi se me estaba olvidando lo ridículo que resulta pretender hablar en serio de estos temas con un vallado —dijo—, gracias por recordármelo...

Los dos rieron, pero Rey Díaz recuperó al instante su expesión seria y añadió:

—Doctor Allen, está usted cometiendo la misma equivocación que el resto del mundo al atribuir a mi estrategia como vallado un halo de misterio inexistente. Teniendo en cuenta que la bomba de hidrógeno es el arma lista para el combate más poderosa de cuantas dispone la humanidad, centrarme en ella no es más que natural, ¿no? Creo que mi enfoque es el correcto.

Se detuvieron a mitad de camino de la tranquila arboleda que habían estado recorriendo.

—Fermi y Oppenheimer hicieron este mismo paseo infinidad de veces —dijo Allen—. Después de Hiroshima y Nagasaki, la mayoría de quienes fueron artífices de aquella primera generación de armas nucleares pasaron el resto de sus vidas hundidos en la depresión. Imagine el alivio que hubieran sentido de haber sabido el papel que van a desempeñar ahora las armas nucleares de la humanidad.

—Por aterradoras que puedan resultar, las armas son algo bueno. Ah, otra cosa... La próxima vez que venga, espero no tener que ver a nadie lanzando papelitos. Piense en la impresión que les causamos a los sofones...

 

 

Keiko Yamasuki despertó en mitad de la noche, sola en la cama y con las sábanas del lado contiguo frías. Se levantó, se echó la bata sobre los hombros y salió al jardín. Como tantas otras veces, no tuvo más que mirar en dirección al bosque de bambú para reconocer al instante la sombra de su marido. Aunque tenían otra casa en Inglaterra, a Hines le gustaba mucho más vivir allí, en Japón. Según él, la luna del Lejano Oriente constituía un bálsamo para el espíritu. Aquella era, sin embargo, una noche sin luna. El bambú y la figura de la propia Keiko, ataviada con un kimono, perdían su dimensión y se confundían como si fueran oscuras siluetas de papel a la luz de las estrellas.

Hines no necesitó volverse para saber que su mujer se aproximaba. Aunque ella nunca se ponía los tradicionales zuecos de madera sino que siempre llevaba calzado occidental, tanto si estaba en Inglaterra como en Japón, solo era allí, nunca en Inglaterra, donde él era capaz de adivinar sus pasos.

—Cariño, llevas ya varios días sin dormir bien —susurró ella. A pesar de la suavidad de su voz, los insectos dejaron de cantar al instante y todo quedó sumido en un silencio tan puro como la superficie del agua.

Ella notó que su marido suspiraba con pesar.

—Keiko —dijo él—, no puedo. No tengo ni idea de qué hacer. En serio, soy incapaz de pensar en nada.

—Nadie es capaz de hacerlo. Dudo de que ese plan infalible que todos ansían exista siquiera.

Keiko avanzó dos pasos hacia su esposo, pero sin lograr alcanzarlo. Aquel pequeño bosque de cañas era para ambos un espacio de contemplación al que solían acudir cada vez que querían inspirarse. Muchos de sus proyectos de investigación habían nacido allí.

Evitando muestras de afecto que hubieran estado fuera de lugar en aquel entorno tan sagrado para ellos, cada vez que se hallaban en él procuraban hablarse con el decoro y la delicadeza que parecía exigir una atmósfera tan aparentemente impregnada de filosofía oriental como aquella.

—Bill, trata de relajarte —añadió Keiko—. Con hacerlo lo mejor que puedas ya es suficiente.

Él se volvió, pero su cara permaneció oculta en las sombras.

—¿Cómo voy a tranquilizarme, con la cantidad de recursos que consumo a cada paso?

—Entonces, ¿por qué no pruebas lo siguiente? —dijo Keiko, con evidentes ganas de proponer algo que llevaba en mente desde hacía tiempo—. Toma una dirección que, incluso si no te conduce al éxito, resulte en algo beneficioso.

—Keiko, justamente estaba pensando en algo así. Esto es lo que he decidido hacer: ya que no soy capaz de pensar un plan, ayudaré a que otros lo hagan.

—¿Quiénes? ¿Los otros vallados?

—No, a ellos no les va mucho mejor que a mí. Me refería a nuestros descendientes. ¿Alguna vez has considerado el siguiente hecho? El producto de la evolución biológica natural tarda al menos veinte mil años en manifestarse, pero la civilización humana tiene poco más de cinco mil años de historia, aproximadamente, y nuestra moderna sociedad tecnológica apenas doscientos. Esto implica que el estudio de la ciencia actual lo lleva a cabo el cerebro de un hombre primitivo.

—¿Quieres servirte de la tecnología para acelerar la evolución del cerebro humano?

—Lo que pretendo es partir de nuestras investigaciones para desarrollarlo hasta que sea capaz de idear un sistema de defensa planetario eficaz. Tras apenas uno o dos siglos de esfuerzo, estaríamos en condiciones de aumentar la inteligencia humana y permitir que la ciencia futura halle el modo de salir de la cárcel impuesta por los sofones.

—En nuestro campo el término inteligencia posee un significado muy vago. ¿A cuál en particular...?

—Me refería a la inteligencia en su sentido más amplio, incluyendo no solo su acepción tradicional de razonamiento lógico, sino también las de capacidad de aprendizaje, imaginación e innovación, la habilidad de desarrollar el sentido común y acumular experiencia conservando el vigor intelectual. Y mejorar la fortaleza de la mente para que sea capaz de pensar continuamente sin cansarse. Podemos incluso plantearnos la posibilidad de eliminar la necesidad de dormir.

—¿Qué haría falta para ello? ¿Te has parado a considerarlo aunque sea de modo superficial?

—No, todavía no. Quizás el cerebro pueda conectarse a un ordenador que, sirviéndose de su poder computacional, amplifique su inteligencia. O quizá se logre implementar una interfaz que conecte cerebros humanos para mezclar los pensamientos de varios individuos o para dar y recibir recuerdos en herencia... Lo que está claro es que, más allá de cuál sea el camino que termine conduciendo a un aumento de la inteligencia humana, debemos partir de un conocimiento profundo de los mecanismos del cerebro humano.

—Precisamente tu área de interés.

—¡Podremos seguir con nuestras investigaciones de siempre, pero con la diferencia de que ahora estaremos en condiciones de dedicarles cantidades ingentes de recursos!

—Amor mío, no sabes lo feliz que me hace oír eso, de verdad que sí... Pero una cosa: como vallado, ¿no crees que tu plan es un poco...?

—¿Un poco indirecto? Tal vez. Pero Keiko, piensa lo siguiente: si en la civilización humana todo nace y gira en torno al hombre, ¿habrá plan de mayor alcance que el de elevarlo? A mí no se me ocurre nada mejor.

—¡Bill, eres un genio!

—Ahora considera lo siguiente: si convertimos la neurociencia y el estudio del pensamiento humano en proyectos de ingeniería a escala mundial en los que invertimos cantidades inconcebiblemente grandes, ¿cuánto crees que tardaremos en tener éxito?

—Imagino que un siglo, más o menos.

—Seamos algo más pesimistas y pongamos que dos. Los humanos superinteligentes de la época tendrán aún dos siglos por delante y podrán dedicar uno al desarrollo de la ciencia fundamental y el otro a la implementación de tecnología...

—Incluso si al final fracasamos, como mínimo nos quedará la satisfacción de habernos dedicado a algo que habríamos hecho de todos modos.

—Keiko, ¿te tendré a mi lado el día en el que se acabe el mundo? —susurró Hines.

—Por supuesto, Bill. Te seguiré hasta el fin.

 

 

La primera auditoría del Proyecto Vallado celebrada por el Consejo de Defensa Planetaria alcanzaba su tercera jornada. Tanto Rey Díaz como Hines habían tenido ocasión de presentar sus respectivos proyectos y de debatir los detalles de los mismos con los miembros permanentes del consejo.

Si bien los representantes se sentaban alrededor de aquella misma mesa oval de la antigua Cámara del Consejo de Seguridad, los vallados ocupaban la mesa rectangular que había en su centro.

En la jornada anterior Tyler había solicitado no presentar su plan al mismo tiempo que Rey Díaz y Hines y retrasar su intervención hasta aquel momento, por lo que todos los representantes ardían en deseos de conocer más detalles.

Tyler comenzó haciendo una breve introducción del plan.

—Necesito establecer una fuerza armada que actúe en el espacio de forma suplementaria a la fuerza espacial terrestre que esté bajo mi mando.

Apenas hubo pronunciado aquella primera frase, los otros dos vallados levantaron la mano.

—Mi plan y el del señor Hines han sido criticados por requerir recursos excesivos —intervino Rey Díaz—, pero esto raya lo absurdo. ¡El señor Tyler pretende tener su propia fuerza espacial!

—Yo no he dicho que vaya a ser una fuerza espacial —puntualizó Tyler con tranquilidad—. Mi plan no prevé la construcción de aeronaves de guerra ni de grandes astronaves, sino el establecimiento de una flota de cazas espaciales. Cada uno de ellos tendrá un tamaño equivalente al de un caza convencional y lo tripulará un solo piloto. Como parecerán mosquitos pululando por el espacio, he decidido bautizar a mi plan con el nombre de Plan Miríada de Mosquitos. El número de efectivos de la fuerza deberá ser, como mínimo, igual al número de los que dispone la flota trisolariana invasora, esto es, mil.

—¿Atacar cada aeronave de guerra trisolariana con un mosquito...? ¡Así no van a hacerles ni cosquillas! —exclamó en tono despectivo uno de los presentes.

Tyler levantó el dedo índice.

—No si cada uno de esos mosquitos lleva a bordo una bomba de hidrógeno de cientos de megatones —puntualizó—. Sí, me temo que deberé recurrir a esas superbombas de última generación que se están diseñando... Señor Rey Díaz, no se precipite; aunque quiera negármelas, da la casualidad de que no es usted quién para hacerlo... De acuerdo con los principios del Proyecto Vallado, esa tecnología no es de su propiedad. En cuanto se termine de desarrollar, ejerceré mi derecho a emplearla.

—Lo que quiero saber es si está usted pensando en plagiar mi plan —le espetó Rey Díaz, dirigiéndole una mirada de furia.

Tyler le dedicó una sonrisa sardónica.

—Un vallado al que se le puede copiar el plan, ¿tiene derecho a seguir considerándose tal? —dijo.

—Los mosquitos no se caracterizan por volar demasiado lejos —intervino Garanin, el presidente de turno del Consejo de Defensa Planetario—. Esos avioncitos de juguete suyos solo podrían entrar en combate dentro de la órbita de Marte, ¿me equivoco?

—¡Cuidado, no sea que ahora les pida un remolcador espacial! —apostilló Hines en tono de burla.

—No la necesitan —replicó Tyler con aplomo—. Los cazas serán capaces de interconectar unos con otros formando una red que convertirá al escuadrón entero en una entidad única, una miríada de mosquitos, como la llamo, que podrá actuar a modo de remolcador espacial si es propulsada o bien por un motor externo, o bien por los motores de una parte de los cazas que la conforman. A velocidad de crucero, la miríada tendrá la misma capacidad de navegación espacial que la de naves mucho más grandes. En cuanto alcance el campo de batalla, volverá a descomponerse y sus cazas lucharán como una flota de aeronaves independientes.

—Sus mosquitos tardarán años en alcanzar la zona defensiva establecida en el perímetro del Sistema Solar. ¿Serán capaces sus pilotos de pasar todo ese tiempo encerrados en una cabina que no les permite ni ponerse de pie? Y ¿habrá espacio en una nave tan pequeña para almacenar víveres suficientes? —preguntó alguien.

—Hibernarán —respondió Tyler—. No tendrán otro remedio que hacerlo. Mi plan presupone la existencia futura de dos avances tecnológicos: las bombas miniaturizadas y las unidades de hibernación miniaturizadas.

—Pasarse años hibernando en un ataúd de metal para luego despertar y tener que lanzar a toda prisa un ataque suicida... ¡Desde luego, el trabajo de un piloto mosquito no es precisamente envidiable! —intervino Hines.

Su comentario consiguió minar la confianza de Tyler, quien, tras permanecer callado unos instantes, asintió con vehemencia.

—Así es —reconoció—. Encontrar pilotos voluntarios está resultando la parte más difícil del plan.

Se distribuyó entre los asistentes un dosier con los detalles del plan. Sin embargo, ninguno mostró interés en seguir hablando del tema y el presidente pidió un receso.

—Pero ¿es que todavía no ha llegado Luo Ji? —preguntó, molesto, el representante de Estados Unidos.

—No va a venir —contestó Garanin—. Según ha dicho, tanto su actual estado de reclusión como su ausencia en las auditorías forman parte de su plan.

Al escuchar aquello, casi todos los presentes se pusieron a cuchichear; unos con cara de estar muy molestos, otros intercambiando sonrisas enigmáticas.

—Menuda perla de hombre está hecho ese... ¡Un holgazán de tomo y lomo, eso es lo que es! —exclamó Rey Díaz.

—¿Y usted qué, eh? —replicó Tyler de forma grosera, a pesar de que su plan dependía de la superbomba de hidrógeno de Rey Díaz.

—Yo, en cambio, quisiera romper una lanza a favor del doctor Luo —intervino Hines—. Al menos tiene el suficiente autoconocimiento para saber cuáles son sus limitaciones, y prefiere mantenerse al margen antes que incurrir en gastos inútiles de recursos —añadió, dirigiéndole una sonrisa magnánima a Rey Díaz—. Algunos podrían tomar ejemplo de él.

Todo el mundo vio claro que, más que defender a Luo Ji, lo que Tyler y Hines hacían era atacar a Rey Díaz.

Garanin golpeó varias veces la mesa con su mazo.

—En primer lugar, vallado Rey Díaz, estaba usted hablando fuera de turno —lo amonestó—. Le pido también que se refiera a los demás vallados con el debido respeto. Al vallado Hines y al vallado Tyler les digo lo mismo: en esta sala las descalificaciones están fuera de lugar.

—Señor presidente —dijo Hines—, el plan que el vallado Rey Díaz presentó ayer se caracteriza por un solo hecho: el de poseer la burda simpleza de un soldado. Desde que su país, Venezuela, siguiendo la estela de Irán y Corea del Norte, tuvo que ser severamente sancionado por Naciones Unidas a causa de su programa de armas nucleares, Rey Díaz comenzó a desarrollar una malsana obsesión por las bombas nucleares que a día de hoy aún le dura. Lo cierto es que no existen diferencias sustanciales entre esa bomba de hidrógeno gigante del plan que propone Rey Díaz y la miríada de mosquitos del plan del señor Tyler; las dos opciones resultan igual de decepcionantes. La estrategia que hay detrás de unas acciones tan concretas como las que proponen esos planes resulta evidente desde el principio; ninguno da muestras de tener detrás la astucia y capciosidad requeridas por el Proyecto Vallado y que suponen su misma ventaja estratégica.

—Señor Hines —contraatacó Tyler—, su plan no es más que un sueño ingenuo.

Al término de la sesión de auditoría los tres vallados se dirigieron a la sala de meditación, su lugar favorito del cuartel general de las Naciones Unidas. Últimamente daba la sensación de que aquella sala pequeña y silenciosa había sido especialmente concebida para ellos. Una vez allí, los tres permanecieron en silencio. Compartían una misma sensación: la de que no volverían a ser libres de abrirse y compartir sus ideas hasta que llegara la guerra final. Todos sus pensamientos parecían ser absorbidos por el gran testigo mudo de la escena, aquel gran bloque de hierro que ocupaba el centro de la habitación.

—¿Os habéis enterado de lo de los desvalladores? —preguntó por fin Hines en voz baja.

Tyler asintió.

—Ha salido anunciado en la web de la Organización Terrícola-trisolariana. La CIA acaba de confirmarlo.

Volvieron a callar. Los tres trataban de concitar en su mente el rostro de su desvallador, un rostro que a partir de ese momento protagonizaría todas y cada una de sus pesadillas. Y es que, muy probablemente, el día en que un desvallador se interpusiera en su camino sería también su fin.

 

 

Al ver entrar a su padre, Shi Xiaoming reculó de manera instintiva en su asiento hacia a uno de los rincones de la celda. Sin embargo, Shi Qiang se limitó a sentarse a su lado sin decir nada.

—No te preocupes, que ni te voy a pegar ni te voy a echar la bronca —dijo este al cabo del rato—. No me quedan fuerzas.

Shi Qiang se sacó luego del bolsillo del pantalón un paquete de cigarrillos, extrajo dos y le ofreció uno a su hijo. Este dudó unos instantes, pero terminó aceptándolo. Padre e hijo estuvieron fumando un buen rato sin pronunciar palabra.

—Me han asignado una misión —dijo Shi Qiang por fin—. Voy a tener que salir del país.

—Pero ¿y tu enfermedad? —preguntó Shi Xiaoming, levantando la vista para dirigirle a su padre, a través del humo, una mirada de preocupación.

—Primero hablemos de lo tuyo.

—Papá —dijo Shi Xiaoming en tono de súplica—, por estas cosas caen unas penas muy gordas...

—Si hubieras cometido otro tipo de crimen, aún te habría podido echar un cable, pero tratándose de lo que se trata... Ming, tanto tú como yo ya somos mayores de edad. Debemos responsabilizarnos de nuestros actos.

Con expresión de angustia, Shi Xiaoming hundió la cabeza entre los hombros y dio una lenta calada a su cigarrillo.

—Asumo mi parte de culpa —continuó el padre—. Cuando eras pequeño nunca me ocupé de ti. Trabajaba de sol a sol y la mayoría de noches, al volver a casa, solo tenía ganas de beber y de dormir. Nunca fui a ninguna reunión de padres, nunca charlé contigo sobre nada que tuviera importancia... Como acabo de decirte, los dos debemos responsabilizarnos de nuestras acciones.

Con lágrimas en los ojos, Shi Xiaoming se dedicaba a apagar la colilla de su cigarrillo aplastándola una y otra vez contra el borde metálico de la cama. Se sintió como si con ella estuviese destruyendo también la segunda mitad de su vida.

—La cárcel no es más que una escuela de criminales —prosiguió Shi Qiang—. Será mejor que no te hagas muchas ilusiones con lo de que van a reformarte. Tú, al entrar, procura involucrarte lo menos posible con los demás reclusos y ya está. Ah, y aprende a defenderte. Toma —añadió, colocando sobre el camastro una bolsa de plástico con dos cartones de tabaco barato—. Las demás cosas que necesites, pídele a tu madre que te las envíe. —Se encaminó hacia la puerta y, antes de abrirla, se volvió hacia su hijo y añadió—: Ming, aún es posible que volvamos a vernos algún día. Para entonces probablemente seas más viejo que yo ahora y entiendas lo que siento.

Desde la ventanilla de su celda, Shi Xiaoming observó cómo su padre se marchaba del centro de detención. De espaldas le pareció muy achacoso.

 

 

En aquella era en que la ansiedad lo dominaba todo, Luo Ji se había convertido en el hombre más ocioso y despreocupado del mundo. Se dedicaba a pasear por los alrededores del lago, a navegar, a disfrutar de las delicias en que el cocinero era capaz de convertir los peces, setas y demás cosas que él solía llevarle a la vuelta de sus excursiones, a hojear los volúmenes de la extensa biblioteca... Y cuando se cansaba de eso se iba a jugar al golf con los guardias, o salía a montar a caballo por la pradera o por la alameda que conducía hacia aquel pico nevado, aunque, eso sí, siempre sin alcanzar su pie. También solía sentarse en el banco a orillas del lago para contemplar el reflejo de las montañas sobre sus aguas, sin nada que hacer ni nada que pensar, hasta que cuando quería darse cuenta ya se le había hecho de noche.

Eran días de existencia solitaria en los que no mantenía ninguna clase de contacto con el exterior. Aunque Kent también residía en la casa, solía recluirse en su despacho y rara vez lo importunaba. Luo había ido a hablar con el responsable de la seguridad para pedirle que los escoltas dejaran de seguirlo a todas partes o, en caso de tener que hacerlo, como mínimo procurasen que él no los viera.

Se sentía como aquel velero que tan plácidamente flotaba sobre las aguas del lago, sin tener idea de dónde se hallaba ni importarle dónde terminaría. De vez en cuando le venía a la memoria su vida anterior y se sorprendía de lo mucho que, en cuestión de días, todo había cambiado para él; tanto era así, que tenía la sensación de que había pasado un siglo desde entonces. Y esa sensación lo complacía.

Luo mostraba gran interés por la bodega de la casa y lo que en ella se almacenaba; por ejemplo, había aprendido que el vino de la mejor calidad era el de las botellas polvorientas colocadas en estanterías en posición horizontal. Bebía en la sala de estar, bebía en la biblioteca e incluso a veces bebía en el velero; pero nunca en exceso, sino lo justo para alcanzar aquel dulce estado a medio camino entre la sobriedad y la embriaguez. Era entonces cuando sacaba aquella pipa de caña larga que había sido del anterior dueño de la casa y daba unas cuantas caladas.

No había querido que nadie encendiese la chimenea, ni siquiera en aquellos días grises y lluviosos en que el frío se adueñaba de la sala de estar. Sabía que todavía no era el momento.

Desde que vivía allí no se había vuelto a conectar a internet y las veces que había visto la televisión había procurado saltarse los informativos y cualquier programa que tratase de la actualidad. Pese a que en aquellos años finales de la Edad Dorada aún era posible encontrar programas de puro entretenimiento, lo cierto es que eran cada vez más raros.

Una noche, a altas horas de la madrugada, Luo cometió un exceso por culpa de una botella de coñac que, según la etiqueta, tenía treinta y cinco años. Mientras, control remoto en mano, trataba de saltarse todos los canales de noticias de los que disponía su televisor de alta definición, le llamó la atención un reportaje de una cadena de noticias en inglés sobre el rescate de los restos de un barco que había zozobrado a mediados del siglo XVII, un clíper que había zarpado de Rotterdam en dirección a Faridabad y había acabado naufragando en el Cabo de Hornos. Entre los objetos rescatados por los submarinistas había un pequeño barril completamente sellado que contenía un vino que, según los expertos, no solo debía de ser bebible, sino que, después de haber pasado tres siglos en el fondo del océano, muy posiblemente debía de tener un sabor inigualable.

Luo había grabado la mayor parte del reportaje e hizo venir a Kent para enseñárselo.

—Quiero ese barril. Puje por él —le dijo.

Kent se fue a hacer la llamada. Dos horas más tarde regresó para informarle, alarmado, de que según se preveía el valor de aquel barril alcanzaría cifras estratosféricas: solo el precio de salida era de trescientos mil euros.

—¡Esa cantidad es irrisoria para el Proyecto Vallado! Consígamelo. Forma parte del plan.

Después de la famosa «sonrisa de vallado», el lenguaje popular terminaría acuñando una segunda expresión relacionada con el proyecto: a partir de entonces, de cualquier tarea absurda pero de cumplimiento obligatorio se diría que era «parte del plan de vallado» o, sencillamente, «parte del plan».

Dos días más tarde, el barril, estropeadísimo y cubierto de conchas marinas, ocupaba el centro de la sala de estar. Luo cogió un grifo con tirabuzón especialmente diseñado para barriles como aquel, que había encontrado en la bodega, lo clavó con sumo cuidado en el barril y se valió de él para servirse una primera copa. El color de aquel vino era de un tentador tono verde esmeralda. Tras inhalar su aroma, se llevó la copa a los labios.

—¿Esto también forma parte del plan, doctor? —preguntó Kent.

—Exactamente. Es parte del plan —respondió Luo, repantigándose en su asiento, a punto para beber. Sin embargo, al reparar en todas las miradas que se centraban sobre él, se detuvo y exclamó—: ¡Fuera de aquí, todos!

Ni Kent ni el resto de los presentes se movieron un milímetro.

—Echaros forma parte del plan. ¡Vamos! —gritó, y se los quedó mirando.

Kent hizo entonces un leve movimiento con la cabeza para indicar que lo dejaran a solas con Luo. Todos se marcharon.

Luo tomó un sorbo. A pesar de lo mucho que se esforzó por convencerse de que aquel era un sabor excelso, al final no tuvo valor de tomar un segundo sorbo. Sin embargo, el único que había dado fue suficiente para que no se librara de pasar la noche en el retrete hasta que escupió bilis del mismo color del vino y se sintió físicamente tan débil que ya no pudo levantarse de la cama. Más tarde, cuando doctores y expertos abrieron el barril para analizar su contenido, descubrieron que por dentro tenía una placa de latón, como era costumbre en la época. Con el tiempo debía de haberse dado algún tipo de reacción entre el cobre del latón y el vino, que acabó disuelto en este. A Luo no se le pasó por alto la sonrisa de satisfacción de Kent mientras se llevaban el barril.

Exhausto, tumbado en la cama observando caer las gotas de suero, se sintió profundamente solo. Era muy consciente de que su reciente ociosidad no había sido más que la sensación de ingravidez que lo había acompañado a lo largo de su descenso al profundo abismo de la soledad, y también de que acababa de tocar fondo. Sin embargo, él había anticipado aquel momento y estaba preparado. Aguardaba la llegada de una persona, alguien con cuya presencia daría comienzo la siguiente fase de su plan. Aguardaba la llegada de Da Shi.

 

 

Tyler sostenía un paraguas para protegerse de la fina lluvia que caía sobre Kagoshima, en Japón. Detrás de él, a dos metros de distancia y con el paraguas cerrado, se hallaba Koichi Inoue, ministro de Defensa nipón. Llevaba dos días manteniendo aquella misma distancia con Tyler, la cual no era solo física. Se encontraban en el Museo de la Paz de los Pilotos Kamikazes de Chiran. Frente a ellos se erigía la estatua de una unidad de ataque especial junto a la cual había expuesto un avión blanco con la cifra 502. La fina capa de lluvia que revestía las superficies de la estatua y del avión conseguía dotar a ambos de un engañoso realismo.

—Entonces, ¿no existe ningún tipo de margen de discusión para mi propuesta? —preguntó Tyler.

—Le sugiero que no hable del tema con los medios. Se ahorrará problemas innecesarios —respondió Inoue, cuyas palabras sonaron tan frías como la llovizna.

—Pero ¿aún hoy sigue siendo un tema tan sensible?

—Lo sensible no son los hechos históricos, sino su intención de repetirlos. Háganlo en Estados Unidos o donde sea, ¿o van a tener que ser los japoneses los únicos en sacrificar la vida por un ideal?

Tyler cerró el paraguas y fue a colocarse junto a Inoue. Impasible, este no se movió ni un milímetro. Era como si lo rodeara un campo de fuerza invisible: Tyler fue incapaz de acercarse a menos de un palmo de él.

—En ningún momento he dicho que los miembros de las fuerzas kamikazes del futuro vayan a ser solo japoneses —puntualizó Tyler—. La intención es crear una fuerza internacional, pero siendo una práctica que tuvo su origen en este honorable país, ¿no le parece natural revivirla aquí?

—Ignoro la relevancia que puede tener este modo de ataque en una guerra interplanetaria... ¿Es usted consciente de que el número de victorias que tuvieron esas unidades de ataque especiales fue muy reducido? ¿De que no sirvieron para ganar la guerra?

—Comandante, señor, la fuerza espacial que he establecido es una flota de aeronaves de caza equipadas con superbombas de hidrógeno.

—¿Y tienen que estar pilotadas por humanos? ¿No pueden controlarlas a distancia?

La pregunta pareció darle a Tyler la oportunidad que esperaba.

—¡Ese es justamente el problema! —exclamó entusiasmado—. Hoy por hoy, un ordenador sigue sin ser capaz de sustituir al cerebro humano. Los ordenadores cuánticos, o aun otros de nueva generación, no serán una realidad hasta que se produzcan avances en teoría fundamental, pero con el candado que le han puesto los sofones al progreso, ya podemos despedirnos de ello... ¡Por eso dentro de cuatrocientos años la inteligencia computacional seguirá siendo limitada y las armas tendrán que ser manejadas por humanos! Lo cierto es que reinstaurar a los kamikazes ahora no tiene más que un valor moral simbólico; todavía deberán pasar diez generaciones antes de que nadie sacrifique la vida, ¡pero para inculcar un espíritu así hay que comenzar cuanto antes!

Inoue se volvió para mirar a Tyler de frente por primera vez. Tenía la cara salpicada de gotas de lluvia, aunque quizá fueran lágrimas, y varios mechones de pelo mojado se le adherían a la frente.

—Eso que usted se propone viola los principios básicos de la sociedad moderna —dijo—. La vida humana está por encima de todo; ningún estado ni gobierno puede encargar a nadie una misión mortal. Me viene a la memoria una frase de Yang Wen-li en La leyenda de los héroes galácticos:5 «En esta guerra está en juego el destino de nuestro país, pero ¿qué importa eso en comparación con nuestros derechos y libertades individuales?» Hagan ustedes lo que puedan; les deseo buena suerte.

—¿Sabe lo que le digo? —gritó Tyler, indignado—. ¡Que están desperdiciando su recurso más valioso!

Tyler abrió el paraguas con un gesto enérgico y se marchó echando pestes. Cuando alcanzó la puerta del memorial, miró hacia atrás y vio que Inoue seguía de pie bajo la lluvia, frente a la estatua.

Abriéndose paso a través del temporal, Tyler recordó una frase de una nota de suicidio que había visto en la exposición, escrita por un piloto kamikaze para su madre: «Madre, voy a convertirme en luciérnaga.»

 

 

—Está resultando más difícil de lo que imaginé —le confesó Allen a Rey Díaz. Se encontraban de pie ante el obelisco de negra roca volcánica que marcaba el hipocentro de la primera bomba atómica de la humanidad.

—¿De verdad es una estructura tan diferente? —preguntó Rey Díaz.

—Totalmente distinta. Construir su modelo matemático podría resultar cientos de veces más complicado que el de las bombas nucleares actuales.

—¿En qué puedo ayudarle?

—Cosmo trabaja con usted, ¿verdad? Haga que lo transfieran a mi laboratorio.

—¿Se refiere a William Cosmo?

—Sí.

—Pero él es...

—Astrofísico. Una autoridad en todo lo que se refiere a las estrellas.

—¿Y qué quiere que haga él?

—Es lo que iba a explicarle. Tal y como usted lo concibe, una bomba nuclear es algo que se detona y explota, pero el proceso real es más parecido a una combustión. A mayor potencia, mayor combustión. Una explosión nuclear de veinte megatones, por ejemplo, origina una bola de fuego que dura unos veinte segundos. La superbomba que estamos diseñando es de doscientos megatones y su bola de fuego podría arder durante varios minutos. Imagínesela. ¿A qué se parecerá?

—A un pequeño sol.

—Exacto. La estructura de su fusión es muy parecida a la de una estrella y durante un período de tiempo muy acotado experimenta una evolución estelar, de modo que el modelo matemático que tenemos que construir es, en esencia, el de una estrella.

Frente a ellos se extendía un enorme desierto de arenas blancas. Apenas faltaban unos instantes para que amaneciera, de modo que sus detalles aún se mantenían ocultos en la oscuridad. Lo primero en lo que pensaron los dos hombres fue en la pantalla de inicio de Tres Cuerpos.

—Estoy realmente entusiasmado, señor Rey Díaz —dijo Allen—. Le ruego que perdone mi apatía inicial hacia el proyecto. En vista de cómo evoluciona, adquiere un significado que sobrepasa con creces el de la mera construcción de una superbomba. ¿Sabe usted lo que estamos haciendo? ¡Estamos creando una estrella virtual!

Rey Díaz sacudió la cabeza en señal de desaprobación.

—¿Qué tiene eso que ver con la defensa de la Tierra?

—¿Por qué limitarse siempre a la defensa planetaria? Al fin y al cabo, mis colegas de laboratorio y yo somos científicos. Además, no sería raro que todo esto acabase teniendo una utilidad práctica. Introduciendo los parámetros adecuados, la estrella podría servir de modelo de nuestro sol. Piénselo. Siempre es útil tener el sol en la memoria del ordenador. Es la mayor presencia del universo en nuestra vecindad y podríamos aprovecharla para muchas cosas. Su modelo matemático podría incluir muchas más propiedades a la espera de ser descubiertas.

—Precisamente una nueva utilidad del sol es lo que puso a la humanidad en peligro y a usted y a mí en esta encrucijada —dijo Rey Díaz.

—Y nuevos descubrimientos podrían salvarla —apostilló Allen—. Por eso quise invitarlo hoy aquí a ver amanecer.

El sol asomó por detrás del horizonte. El desierto que se extendía delante de ellos empezó a distinguirse de forma cada vez más nítida, tal como ocurría al revelar una fotografía, y Rey Díaz advirtió que aquel mismo lugar que un día sucumbió arrasado por las llamas de un fuego infernal aparecía ahora cubierto de dispersa vegetación.

—«Me he convertido en la muerte, esa gran destructora de mundos» —citó Allen.

—¿Qué? —exclamó Rey Díaz, volviéndose hacia él tan bruscamente como si le hubieran disparado a la espalda.

—Es la frase que pronunció Oppenheimer al presenciar la primera explosión. Creo que es una cita del Bhagavad-Gita.

La Rueda del Este se expandía con rapidez cubriendo la Tierra con la red dorada de su luz. Se trataba del mismo astro hacia el que un aciago día Ye Wenjie había orientado la antena de Costa Roja, el mismo que años antes había brillado mientras se asentaba el polvo levantado por la primera bomba nuclear. Tanto los australopitecos, hacía un millón de años, como los dinosaurios, hacía cien millones de años, habían dirigido sus estólidas miradas hacia él. Pero es que aun antes de eso, aquella tenue luz que una vez penetró en la superficie del océano primitivo para ser sentida por la primera célula de vida del planeta, también había sido emitida por él, aquel astro formidable al que no en vano llamaban rey, el Sol.

Allen añadió:

—A esa frase de Oppenheimer le siguió un comentario mucho menos poético de un hombre que se apellidaba Bainbridge: «Ahora todos somos unos hijos de puta.»

—¿Qué está diciendo? —preguntó Rey Díaz, respirando de forma cada vez más trabajosa a medida que observaba aparecer el sol.

—Le estoy dando las gracias, señor Rey Díaz, porque a partir de ahora ya no somos unos hijos de puta.

En el este el sol se alzaba trazando un majestuoso arco que parecía querer declarar al mundo: «Frente a mí, todo cuanto existe es tan efímero como una sombra.»

—¿Qué le ocurre, señor Rey Díaz?

Allen vio que Rey Díaz estaba en cuclillas, con una mano apoyada en el suelo y temblando de forma muy violenta. Pálido y con el cuerpo empapado de sudor, trataba de encontrar fuerzas para apartar la mano de la zarza de pinchos sobre la que la había apoyado.

—El coche... Vámonos al coche... —imploró con voz débil, volviendo la cabeza en dirección opuesta al sol y tratando de resguardarse de su luz . Era incapaz de levantarse.

Allen trató de ayudarlo, pero no pudo con su corpulencia.

—Traiga... el coche... —rogó Rey Díaz, ya casi sin resuello, protegiéndose los ojos con una mano a modo de visera. Allen fue en busca del coche, y cuando estuvo de regreso se lo encontró tirado en el suelo. Tuvo que hacer grandes esfuerzos para subirlo a la parte trasera.

—Gafas... de... sol —pidió Rey Díaz, recostado a medias sobre el asiento y extendiendo ansiosamente las manos. Allen le dio unas que encontró en la guantera y, en cuanto se las puso, empezó a recobrar el ritmo de la respiración. Luego, con un hilo de voz, añadió—: Estoy bien... Larguémonos de aquí, rápido...

—Pero ¿qué demonios ha ocurrido? ¿De verdad se encuentra bien?

—Creo que ha sido el sol.

—El sol... ¿Y desde cuándo le provoca esta reacción?

—Me acaba de pasar por primera vez.

A partir de aquel día, Rey Díaz fue víctima de esa peculiar fobia que lo llevaría al borde del colapso mental y físico cada vez que viera el sol.

 

 

—¿Ha sido un vuelo muy largo? ¡Vaya cara de cansancio trae! —le dijo Luo Ji a Shi Qiang cuando lo recibió.

—Vengo cansado, sí... Cuesta mucho encontrar aviones tan cómodos como el de aquella vez —respondió Shi Qiang al tiempo que miraba atentamente alrededor.

—¿Qué le parece el sitio? No está mal, ¿eh? —dijo Luo.

—Es terrible —contestó Shi, negando con la cabeza—. En tres de los cuatro flancos hay árboles, lo que hace que resulte muy fácil aproximarse sin ser visto. Luego, el lago: teniéndolo así de cerca, desde la otra orilla podrían enviar buzos a los que resultaría complicado detectar. Los prados de los alrededores sí me gustan, porque son espacios abiertos.

—Ya podría ser usted un poco más romántico...

—¡Oye, colega, que yo estoy aquí para trabajar!

—Y trabajo romántico es el que le tengo preparado —contestó Luo al tiempo que lo conducía a la sala de estar.

Shi la contempló sin mostrarse demasiado impresionado por su lujosa elegancia. Luo le sirvió una bebida en una copa de cristal, pero él la rechazó con un ademán.

—Este brandy tiene treinta años —dijo Luo.

—No puedo beber estando de servicio... —repuso Shi—. Venga, cuéntame de qué va esa historia del trabajo romántico.

—Da Shi, quería pedirle un favor. —Luo se sentó a su lado—. En su anterior trabajo, ¿alguna vez tuvo que rastrear el país o quizás incluso el mundo en busca de alguien?

—Sí.

—¿Y se le daba bien?

—¿Encontrar gente? Claro.

—Perfecto. Quiero que encuentre a alguien. Una mujer de unos veinte años. Es parte del plan.

—¿Nacionalidad? ¿Nombre? ¿Dirección?

—Nada de nada. Hasta la posibilidad de que exista es baja.

Shi lo miró a los ojos unos segundos. Luego dijo:

—Has soñado con ella.

Luo asintió con timidez.

—He soñado con ella durmiendo y también despierto —admitió.

Shi también asintió. Luego dijo algo totalmente inesperado para Luo:

—De acuerdo.

—¿Qué?

—Que de acuerdo. Pero tienes que decirme qué aspecto tiene.

—Bueno, pues es... es asiática. Pongamos que china —explicó Luo mientras iba en busca de lápiz y papel—. La forma de su cara es... esta. Su nariz es así. Luego, la boca... no sé dibujar. Y sus ojos... ¡No me salen bien! ¿No tiene un... un programa de esos con los que, partiendo de una cara, uno va modificando rasgos y al final termina con un rostro fiel a la descripción de la persona que vio el testigo?

—Claro. Aquí mismo, en el portátil.

—¡Pues venga, sáquelo y pongámonos manos a la obra!

Shi Qiang se echó cómodamente en el sofá.

—No hará falta —dijo—. En vez de dibujarla, sigue hablándome de ella. Pero primero deja a un lado la apariencia y empieza por decirme qué clase de persona es.

Aquello accionó algún tipo de resorte en la mente de Luo, quien se puso en pie y comenzó a pasearse de un lado para el otro delante de la chimenea.

—Verá... ¿cómo decirlo? Ella vino a este mundo para ser como esa flor que nace en un vertedero, que de tan... de tan pura, de tan delicada, nada de cuanto la rodea puede contaminarla. Lo que sí puede es hacerle daño. ¡Sí, todo cuanto la rodea puede hacerle daño! Cuando la ves, tu primera reacción es protegerla. Bueno, más bien cuidarla, hacerle saber que estás dispuesto a pagar el precio que haga falta para mantenerla a salvo de la cruda realidad. Y luego también es... es tan... ¡Qué mal sé explicarme! No hago más que decir tonterías...

—Suele pasar. —Shi se echó a reír.

A Luo, aquella risa, la misma que al oírla por primera vez la había encontrado estúpida y soez, ahora le parecía dotada de una gran sabiduría, lo cual lo confortó.

—Pero tranquilo —añadió Shi—, creo que estás siendo lo bastante claro.

—De acuerdo —dijo Luo—. Entonces, sigo. Pues ella... ¡Ay, pero qué estoy haciendo! No hay palabras para expresar lo que siento por ella en mi corazón. —Parecía muy frustrado, como si quisiera arrancarse el corazón para enseñárselo.

—Olvídate de eso. —Shi le indicó con un ademán que se calmara—. Cuéntame qué pasa cuando estáis juntos. Cuantos más detalles me des, mejor.

Luo abrió los ojos con expresión de sorpresa.

—¿Y usted cómo sabe lo nuestro?

Shi volvió a reírse. Luego, mirando alrededor, preguntó:

—¿No tendrás algún puro por ahí para que me lo fume?

—¡Sí que tengo! —respondió Luo, tras lo cual se acercó a la repisa de la chimenea y abrió una exquisita caja de madera, de la que extrajo un grueso puro Davidoff. Le cortó un extremo con un no menos exquisito cortapuros en forma de guillotina, se lo entregó a Shi y se lo encendió con una varita de cedro diseñada especialmente para tal uso.

—Sigue —lo conminó Shi, que a continuación dio una calada y ladeó la cabeza con satisfacción.

Al contrario de lo que le había ocurrido antes, en esta ocasión Luo empezó a hablar de ella y ya no hubo quién lo parara. Explicó cómo la había visto cobrar vida aquella vez en la biblioteca, su aparición en una de sus clases, el encuentro de ambos frente a su chimenea imaginaria, la hermosura con que se reflejaba en el rostro de ella la luz de las llamas, que filtrada a través de aquella botella de vino la convertía en los ojos del amanecer. Entusiasmado, relató de principio a fin aquel viaje que hicieron en coche, que describió hasta el mínimo detalle: la imagen de los campos después de la nieve, el cielo azul que se extendía sobre pueblos y aldeas, aquellas montañas que parecían estar durmiendo la siesta bajo el sol y la noche que pasaron junto a una hoguera al pie de la montaña.

Al término de su relato, Shi apagó el puro y dijo:

—Muy bien, creo que con esto ya tengo bastante. Ahora trataré de adivinar algunas cosas sobre ella; tú dime si acierto o no.

—Genial.

—Veamos... Estudios: ha hecho una carrera universitaria, tal vez hasta algún posgrado, pero no más.

Luo Ji asintió.

—¡Sí, sí! Culta pero sin llegar al esnobismo; su educación y conocimientos no la separan del mundo, sino al revés, enriquecen más su vida.

—Probablemente sea de buena familia y haya llevado una vida quizá no de rica, pero sí más acomodada que la de la mayoría de las personas. Creció algo sobreprotegida por el amor de sus padres y no se relacionó demasiado con el mundo exterior, en especial con las capas más bajas de la sociedad.

—¡Correcto, absolutamente correcto! Bueno, ella nunca me ha hablado de sus circunstancias familiares, ni tampoco de ella misma, la verdad, pero yo imagino que ese debe de ser el caso.

—De acuerdo. Ahora, si me equivoco con alguna especulación, házmelo saber. Le gusta vestir..., cómo te lo explicaría..., de forma elegante pero sencilla, algo más sobria que la de las demás mujeres de su edad —explicó Shi mientras Luo asentía con cara de bobo una y otra vez—. Y siempre tiene que llevar una prenda o algo que sea de color blanco, ya sea una camisa o un collar, que contraste con la tonalidad oscura del resto.

—Da Shi, es usted... —musitó Luo, maravillado y con los ojos abiertos como platos.

Shi hizo caso omiso y prosiguió:

—Por último: no es muy alta, medirá cosa de... metro sesenta, y su complexión... bueno, digamos que es esbelta, que parece como si se la fuera a llevar el viento; eso hace que no parezca tan baja... Si quieres, me invento más cosas, pero ¿a que no voy desencaminado?

A Luo le faltó poco para arrodillarse ante él.

—Da Shi, me quito el sombrero... Es usted Sherlock Holmes reencarnado!

Shi se puso de pie.

—Ahora ya puedo hacerte el retrato con el ordenador —dijo.

Aquella misma noche Shi le llevó a Luo su portátil con el retrato finalizado. Al verlo, Luo permaneció inmóvil, como bajo los efectos de un hechizo. Shi, que sin duda esperaba una reacción así, se acercó a la repisa de la chimenea, cogió otro puro, le cortó el extremo, lo encendió y empezó a fumárselo con satisfacción. Tras dar unas cuantas caladas, regresó junto a Luo y vio que seguía pegado a la pantalla.

—Dime lo que falla y lo cambiamos...

Luo se apartó al fin de la pantalla y, trabajosamente, se levantó y se dirigió a la ventana. A través de ella vio el reflejo de la luna sobre aquel distante pico nevado. Como en un sueño, murmuró:

—Nada.

—Eso me figuraba —dijo Shi, cerrando el portátil.

Todavía con la vista perdida en la distancia, Luo Ji describió a Shi de la misma manera que tantos otros lo habían hecho antes que él:

—Da Shi, es usted más listo que el demonio...

—Bah, no es nada —dijo Shi mientras se dejaba caer sobre el sofá—. Al fin y al cabo, los dos somos hombres...

Luo se volvió hacia él y exclamó:

—¡Pero la mujer ideal de cada hombre es distinta!

—Cada cierto tipo de hombres tiene su misma mujer ideal.

—¡Aun así, es increíble que la haya dibujado tan parecida!

—Bueno, eso es por todo lo que me has contado.

Luo fue hasta donde estaba el portátil y lo abrió de nuevo.

—Envíeme una copia —pidió. Después, mientras Shi lo hacía le preguntó—: ¿Podrá encontrarla?

—Ahora mismo solo estoy en situación de decirte que probablemente, pero no puedo descartar que no lo consiga.

—¿Qué? —dijo Luo, atónito.

—Hombre, en estos casos el éxito nunca está garantizado...

—No, no, si yo... —repuso Luo—. Es justo al contrario: esperaba que me dijera que se trata de algo prácticamente imposible pero que no descartaba que hubiese una posibilidad entre diez mil. Yo con eso ya me habría dado por satisfecho. —Volvió a mirar el dibujo de la pantalla y murmuró—: ¿De verdad puede existir alguien así en el mundo?

—¿Cuántas personas habrá visto en su vida el doctor Luo? —preguntó Shi en tono irónico.

—No tantas como usted, desde luego. Sin embargo, lo que sí sé es que en este mundo no hay nadie que sea perfecto; así pues, ¿cómo va a existir la mujer ideal?

—Como tú decías, me gano el pan localizando a personas concretas de entre decenas de miles, y gracias a esa experiencia puedo afirmar que en esta vida hay de todo, pero de todo, colega: gente perfecta, mujeres perfectas... Solo que aún no los has conocido.

—Es la primera vez que le oigo a alguien decir eso.

—Piensa que alguien que a ti te parece perfecto no tiene por qué parecérselo al de al lado. A mí, tu chica de los sueños..., yo le veo cosas que, bueno, para mí son defectos obvios. Así que hay posibilidades de encontrarla.

—Pero hay veces en que un director de cine busca al actor ideal para un papel entre decenas de miles de aspirantes y se queda sin encontrarlo.

—Porque no disponen de los mismos medios que yo. No voy a limitarme a buscar entre decenas de miles, ni entre cientos de miles. Nuestras herramientas y técnicas tienen mayor alcance y sofisticación que cualquiera de las que puedan tener a su disposición los directores o agencias de cásting. Los ordenadores de los centros de análisis de datos de la policía son capaces de encontrar, en apenas medio día, una cara coincidente en un registro de cien millones de imágenes... El único impedimento es que no estoy autorizado a usarlos, así que primero tendré que pedir permiso a los de arriba. Si me autorizan, ten por seguro que me esforzaré al máximo en dar con ella.

—Dígales que es vital que lo autoricen porque es una parte importante del Proyecto Vallado...

Shi le dedicó una sonrisa enigmática y a continuación se marchó.

 

 

—¿Cómo? —exclamó Kent sin dar crédito a lo que acababa de oír—. ¿Ahora tenemos que encontrarle...? —Hizo una pausa para tratar de recordar el término adecuado en chino—. ¿A la mujer de sus sueños? Lo siento, pero ya lo hemos consentido demasiado, me niego a presentar la petición.

—Estará violando un principio fundamental del Proyecto Vallado: hacer llegar al Consejo de Defensa Planetaria toda petición de su vallado, sin importar lo incomprensible que pueda parecer, para que sea ejecutada previa evaluación. Solo el consejo tiene derecho de veto —dijo Shi Qiang.

—¡No podemos seguir despilfarrando los recursos de la sociedad entera para que una persona como él se dedique a vivir a cuerpo de rey! Da Shi, a pesar de lo poco que llevamos trabajando juntos debo decir que le tengo un gran respeto. Es usted un hombre con experiencia y buen juicio; séame franco, ¿de verdad cree que Luo Ji se dedica a trabajar en serio en el Proyecto Vallado?

Shi se encogió de hombros.

—No lo sé —admitió. Levantó la mano para impedir que Kent lo interrumpiera y añadió—: Sin embargo, señor, es fruto de mi ignorancia, no la opinión de nuestros superiores. Esa es una de nuestras mayores diferencias: yo me limito a cumplir órdenes lo más fielmente posible, mientras que usted siempre tiene que preguntar el porqué.

—¿Y eso está mal?

—¡No es cuestión de que esté bien o mal! Si todo el mundo tuviera que tener claros los motivos que hay detrás de cada orden antes de ejecutarla, ya hace tiempo que el mundo estaría sumido en el caos más absoluto. Señor Kent, aunque posea un rango mucho mayor que el mío, en el fondo tanto usted como yo nos dedicamos a cumplir órdenes; debería entender que hay cosas en las que no nos corresponde pensar, basta con que llevemos a cabo nuestra tarea. Como no lo consiga, me temo que va a pasarlo mal.

—¡Pero si ya lo estoy pasando mal! Acabamos de gastarnos un dineral en un barril de vino... ¿A usted le parece propio de un vallado?

—¿Y qué es lo propio de un vallado?

Kent se quedó sin palabras por un instante.

—De haber un patrón de conducta definido —dijo Shi Qiang—, lo que hace Luo Ji podría encajar.

—¿Ah, sí? —preguntó Kent, asombrado—. ¿Me está diciendo que le ve aptitudes?

—Sí, se las veo.

—¿Y cuáles son, si puede saberse?

Shi le dio una palmada en el hombro.

—Pongamos que le hubiera pasado a usted, por ejemplo. De haberlo hecho a usted vallado, ¿verdad que habría intentado aprovecharse como él?

—¡Pero no habría llegado a tanto!

—Ahí está. Luo Ji sí. Le da igual todo. Mi viejo amigo Kent, ¿se cree que eso es fácil? Eso se llama entereza, y para lograr grandes cosas es lo que se necesita, entereza. Alguien como usted y como yo nunca será capaz de llegar a algo realmente importante.

—Pero es tan..., no sé..., si le importa tan poco todo, ¿cómo podemos estar seguros de que eso no incluye al Proyecto Vallado?

—¡Y dale! Llevo explicándoselo media hora y usted aún no me entiende: le digo que no lo sé. ¿Cómo puede estar usted seguro de que lo que el chico anda haciendo no forma parte de su plan? Le vuelvo a repetir que ni a usted ni a mí nos corresponde saber ni juzgar; debemos mantenernos al margen incluso en el caso de que lo que nos tememos sea cierto...

Shi se aproximó a Kent.

—Hay cosas —añadió bajando la voz— que requieren tiempo.

Kent lo miró fijamente durante unos instantes que se hicieron eternos hasta que, al final, sin estar seguro de haber entendido aquella última frase, terminó dándose por vencido.

—Está bien —concedió en tono de resignación—. Enviaré la petición. ¿Podría al menos enseñarme antes qué aspecto tiene la mujer de sus sueños?

En cuanto vio aparecer su imagen en la pantalla, el ajado rostro de Kent se suavizó por un momento.

—Oh... Cielo santo —dijo, acariciándose el mentón—. No creo, ni por un instante, que exista alguien así en el mundo..., pero de todos modos espero que la encuentren pronto.

 

 

—Coronel, ¿sería mucha intromisión por mi parte pedirle que me deje ser testigo de la labor ideológica y política que llevan a cabo en su ejército? —preguntó Tyler a Zhang Beihai nada más conocerlo.

—En absoluto, Tyler. Existe cierto precedente: Rumsfeld visitó una vez la academia de la Comisión Militar Central cuando yo estudiaba allí

Zhang Beihai carecía de la curiosidad, la cautela y la distancia que Tyler había observado en el comportamiento de los demás oficiales que había conocido. Aparte de eso, parecía ser sincero, lo que facilitaba enormemente la comunicación.

—Habla usted un inglés excelente —dijo Tyler—. Debe de pertenecer a la marina.

—Así es. La fuerza espacial de su país incluye antiguos miembros de la marina en mayor proporción que la nuestra.

—Nadie en la historia de esa venerable rama del ejército imaginó jamás que lo que un día surcarían sus naves sería el espacio... Para serle sincero, cuando el general Chang me habló de usted describiéndolo como el cuadro político más abnegado de la fuerza espacial, di por sentado que pertenecería al ejército de tierra, porque ahí es donde está el alma de su ejército.

Aun estando en claro desacuerdo, Zhang le brindó una sonrisa cortés.

—El resto de ramas de nuestro ejército comparte esa misma alma —dijo Zhang—. Las nacientes fuerzas espaciales de cada país llevan impresa la marca de sus respectivas culturas militares.

—Estoy muy interesado en la labor política e ideológica que lleva a cabo. Quisiera tener la posibilidad de investigarla a fondo.

—No habrá inconveniente. Mis superiores me han dado permiso para compartir con usted toda la información que precise referente a mi trabajo.

—¡No sabe cómo me alegra oír eso! —celebró Tyler, y, tras dudar por un instante, añadió—: El propósito principal de mi visita es obtener respuesta a una pregunta. Si no le importa, me gustaría empezar por hacérsela a usted.

—Cómo no. Adelante —repuso Zhang.

—Coronel, ¿cree usted posible revivir el espíritu de los ejércitos del pasado?

—¿A qué pasado se refiere exactamente?

—A un período de tiempo muy prolongado —respondió Tyler—, cuyo principio podríamos fijar en la antigua Grecia y que llegaría hasta la Segunda Guerra Mundial, en el que la responsabilidad y el honor estaban por encima de todo y, llegado el caso, no se dudaba a la hora de dar la vida por ellos. Como sin duda usted sabrá, después de la Segunda Guerra Mundial ese espíritu desapareció de los ejércitos tanto de países democráticos como autoritarios.

—El ejército refleja la sociedad que lo nutre, de modo que reinstaurar en él ese espíritu del que habla requeriría hacerlo también en la sociedad.

—Estamos de acuerdo.

—Pero eso es imposible, señor Tyler.

—¿Y eso por qué? Disponemos de cuatrocientos años. En el pasado, la sociedad humana tardó ese mismo tiempo en pasar de la era del heroísmo colectivo a la del individualismo, ¿por qué no vamos a poder volver a hacer el cambio pero en sentido contrario?

Después de reflexionar unos instantes, Zhang Beihai dijo:

—Es un tema bastante profundo, pero yo lo veo como si la sociedad fuese una persona que hubiera crecido y no pudiese regresar a su infancia. En los cuatrocientos años previos al momento actual no hubo nada que nos preparara cultural ni mentalmente para una crisis como a la que nos enfrentamos.

—¿En qué basa entonces su confianza? Tengo entendido que es usted un triunfalista acérrimo. ¿Cómo una flota espacial lastrada por el derrotismo va a ser capaz de enfrentarse a un enemigo poderoso?

—Usted mismo acaba de decirlo —respondió Zhang—: disponemos de cuatrocientos años. La imposibilidad de volver al pasado no impide avanzar con paso firme hacia el futuro.

Aquella vaga respuesta fue todo lo que Tyler logró sonsacarle a Zhang Beihai. Lo único que consiguieron sus preguntas posteriores fue cimentar aún más la sensación de que aquel hombre albergaba intenciones mucho más profundas de lo que uno podía averiguar en el transcurso de una visita tan breve.

Al salir por la puerta del cuartel general de la fuerza espacial y pasar por delante del centinela, a Tyler le llamó la atención la tímida sonrisa con que este lo saludó. Aquella actitud era completamente distinta de la que venía observando en sus visitas a los ejércitos de los demás países, donde invariablemente los centinelas mantenían la vista fija al frente. Pensando en esa cara joven y en su sonrisa, una vez más Tyler repitió para sí esa misma frase: «Madre, voy a convertirme en luciérnaga.»

 

 

Aquella tarde comenzó a llover por primera vez desde que Luo Ji había llegado. Hacía bastante frío en la sala de estar. Sentado delante de la chimenea apagada, Luo se dedicaba a escuchar el sonido de la lluvia que caía en el exterior mientras imaginaba que la casa se alzaba en una isla desierta perdida en mitad de un océano oscuro. Se dejó envolver por aquella soledad sin límite. Desde que Shi Qiang se había marchado, él pasaba los días y las noches inquieto y a la espera, pero era esta una suerte de espera dulce que se parecía mucho a la felicidad.

De pronto oyó que se aproximaba un coche y aparcaba; luego, retazos de una conversación. Escuchar una joven voz femenina pronunciando las palabras «gracias» y «adiós» tuvo un efecto electrizante en todo su ser.

Dos años antes, escuchó aquella misma voz en sus sueños tanto nocturnos como diurnos. Su sonido etéreo, un fino hilo de seda flotando por el azul del cielo, iluminó por un instante aquella tarde plomiza.

Entonces oyó que llamaban a la puerta con suavidad. Pasó un buen rato sentado y sin moverse, incapaz de reaccionar, hasta que atinó a abrir la boca para decir «adelante». La puerta se abrió y, envuelta en el perfume de la lluvia, una grácil figura se coló en la habitación. La única luz que había encendida en toda la sala era la de una de esas lámparas de pie de estilo clásico con pantalla, que proyectaba un potente círculo de luz en el suelo, al lado de la chimenea, pero dejaba el resto de la habitación en penumbra. Luo no pudo verle la cara de inmediato, pero sí se fijó en que llevaba pantalones blancos y una chaqueta oscura cuya tonalidad contrastaba con el purísimo blanco del cuello del jersey. A él le vino la imagen de un lirio.

—Hola, señor Luo —oyó que le decía ella.

—Hola —respondió él, levantándose al fin—. ¿Hace mucho frío fuera?

—Dentro del coche no —la escuchó decir, y aunque aún no la veía con claridad, Luo supo que le estaba sonriendo—, pero aquí —añadió mirando alrededor— sí que hace un poco..., eh... Disculpe mis malos modales, señor Luo. Me llamo Zhuang Yan.

—Es un placer, Zhuang Yan. Vamos a encender el fuego —dijo Luo, tras lo cual se arrodilló y empezó a amontonar troncos en el interior de la chimenea—. ¿Alguna vez habías visto una? —añadió—. Ven, siéntate.

Todavía en la penumbra, ella se acercó y, tras sentarse en el sofá, respondió:

—Pues... solo en las películas.

Entonces Luo encendió una cerilla y con esta una yesca que había colocado debajo de los troncos. Al instante, la llama surgió con el mismo ímpetu que si estuviera viva y, a la luz de su dorado resplandor, por fin la muchacha tomó forma. Luo mantuvo la cerilla entre los dedos mientras se iba consumiendo. Lo hizo a propósito: necesitaba sentir dolor para cerciorarse de que no estaba soñando. Se sentía como si hubiera incendiado un sol que había mantenido dentro de aquella habitación para alumbrar aquel sueño hecho realidad. Por lo que a él se refería, el verdadero sol podía seguir oculto tras las nubes y la oscuridad nocturna durante toda la eternidad... siempre y cuando ella y la luz de las llamas siguieran habitando su mundo.

«Da Shi, de verdad es usted más listo que el demonio. ¿De dónde diablos la ha sacado? Y ¿cómo se las arregló para dar con ella?»

Luo Ji apartó la vista para posarla en el fuego y se le llenaron los ojos de lágrimas. En un primer momento sintió vergüenza de que ella lo viera así, pero luego se dio cuenta y comprendió que no tenía por qué esconderse, que además ella probablemente iba a pensar que el humo le había hecho saltar las lágrimas. De todos modos se las secó con la manga de la camisa.

—¡Pero qué calentito se está aquí, me encanta! —exclamó ella, sonriendo al ver las llamas.

Luo Ji sintió que aquellas palabras le hacían temblar el alma.

—¿Por qué es todo así? —preguntó ella, mirando alrededor por segunda vez.

—¿No es como te lo imaginabas?

—No.

—¿Le falta...? —Luo Ji hizo una pausa para recordar su nombre—. ¿Le falta distinción, quizá?

Ella volvió a sonreír.

—Mi nombre se escribe con el yan que significa color, no el de distinción —explicó, consciente de la alusión.

—Ah... Igual pensabas encontrarte con montones de mapas, una gran pantalla, generales de uniforme, y a mí señalando cosas con una varita de metal, ¿no?

—Eso mismo exactamente, señor Luo —respondió ella, entusiasmada y luciendo una sonrisa tan espléndida como una rosa. Luo se puso de pie.

—Estarás cansada por el viaje. Toma un poco de té —ofreció él, y después dudó—. ¿O prefieres mejor un poco de vino? Para quitarte el frío...

Ella asintió.

—Muy bien.

Ella aceptó la copa de su mano con un tímido gracias y tomó un pequeño sorbo.

Verla sosteniendo la copa de aquel modo inocente consiguió conmoverlo. Había bebido sin pensárselo dos veces, totalmente confiada, como si nunca en la vida hubiera sentido recelo de nada ni nadie. Sin duda, el mundo estaba lleno de peligros acechando a la espera de poder hacerle daño, pero no allí; allí se sentiría cuidada, allí tendría su castillo. Se sentó a su lado para mirarla mejor. Luego, con la mayor calma que pudo, le preguntó:

—¿Qué te dijeron antes de venir?

—Que venía a trabajar, claro —respondió ella, dedicándole aquella sonrisa inocente que a él le rompía el corazón—. Señor Luo, ¿en qué consistirá mi trabajo exactamente?

—¿Cuáles son tus estudios?

—Estudié pintura tradicional china en la Academia de Bellas Artes Central.

—Ah. ¿Ya te graduaste?

—Sí, hace poco, y andaba buscando algo en lo que trabajar mientras preparo el examen de ingreso de la escuela de posgrado.

Luo pensó durante un buen rato, pero al final no se le ocurrió nada que mandarle.

—Bueno, del trabajo ya hablaremos mañana. Ahora debes de estar cansada, así que lo primero es que duermas bien... ¿Te gusta el sitio?

—No sé... viniendo del aeropuerto había mucha niebla, encima ha oscurecido muy pronto, de modo que no he podido ver nada... Señor Luo, ¿dónde estamos?

—Pues no lo sé.

Ella le dedicó una mueca de incredulidad.

—De verdad que no lo sé —insistió él—. Tiene pinta de ser Escandinavia... Si quieres, ahora mismo llamo y lo pregunto —dijo, aproximándose hasta donde estaba el teléfono.

—No, no lo haga, señor Luo. Es más bonito no saberlo.

—¿Y eso por qué?

—En cuanto uno sabe dónde está, el mundo encoge.

A Luo se le hizo un nudo en la garganta.

Entonces, de repente ella exclamó:

—¡Señor Luo, venga a ver lo bonito que es el vino a la luz del fuego!

Filtrada a través del vino, la luz de las velas adquiría una diáfana tonalidad granate que parecía sacada de un sueño.

—¿Tú qué piensas que parece? —le preguntó, conteniendo la respiración.

—Pues me parece que son ojos.

—Los ojos del anochecer, ¿no?

—¿Los ojos del anochecer? Qué manera tan maravillosa de expresarlo, señor Luo.

—Pero ¿tú cuál prefieres: el amanecer o el anochecer? Yo apostaría a que el segundo.

—Pues sí, ¿cómo lo ha sabido? Me encanta pintarlo —contestó ella, mirándolo con extrañeza como si se estuviera preguntando si aquello tendría algo de malo. La luz de las llamas dotaba a sus ojos de un brillo cristalino.

 

 

A la mañana siguiente el cielo había despejado y Luo Ji pensó que los cielos debían de haber decidido lavar el jardín del Edén para dejarlo en condiciones de recibir a Zhuang Yan. Cuando se lo enseñó y ella pudo verlo en todo su esplendor por vez primera, su reacción fue muy distinta de la que habría cabido esperar en una mujer tan joven: no le oyó ninguna exclamación hueca ni lugar común alguno. No, ante una vista tan majestuosa como aquella, se sintió tan genuinamente abrumada por la emoción que no tuvo palabras para describir lo que sentía. Era evidente que era muchísimo más sensible a la belleza que el resto de mujeres.

—¿Así que te gusta pintar? —se interesó él.

Caminaron hasta el final del muelle. Al ver que el viento era propicio, Luo propuso salir a navegar hasta que luego, al atardecer, volviera a cambiar la dirección del viento y pudieran regresar. La tomó de la mano para ayudarla a subir al velero. Era la primera vez que la tocaba; sus manos tenían exactamente el mismo tacto que las que había imaginado sostener aquella lejana noche de invierno. Desde el mismo momento en que lo vio izar el spinnaker, ella ya quedó maravillada. Después, al poco de zarpar, hundió la mano en el agua.

—Cuidado, está muy fría —le advirtió él.

—¡Pero es tan limpia y cristalina!

«Como tus ojos», pensó él.

—¿Te gustan los picos nevados?

—Me gusta la pintura tradicional china.

—¿Qué tienen que ver con ella los picos nevados?

—Señor Luo, ¿conoce usted la diferencia entre la pintura tradicional china y la occidental, por ejemplo al óleo? Los óleos están siempre llenos de ricos colores; un maestro pintor dijo una vez que en ellos el blanco es tan precioso como el oro. Con una pintura tradicional china ocurre todo lo contrario: casi todo es un espacio en blanco, el cual se usa para atraer y guiar la atención del espectador; el paisaje en sí es solamente el borde del espacio en blanco. Mire aquel pico nevado, ¿verdad que parece una pintura tradicional china?

Aquello era lo más largo que le había dicho desde que la conocía. Le hablaba con gran entusiasmo, aleccionándolo y haciendo que el vallado todopoderoso pasara a colegial ignorante sin que en ningún momento se le ocurriera poder estar fuera de lugar.

«Tú sí que pareces el espacio en blanco de una pintura tradicional: sencilla y pura, pero infinitamente atractiva a la sensibilidad madura», pensó él, observándola.

Amarraron en el muelle de la orilla opuesta, donde vieron un Jeep descapotable aparcado junto a los árboles. El conductor que lo había traído hasta allí se había ido.

—¿Este coche es militar? —preguntó ella al subirse—. Al llegar he visto tropas en los alrededores. Hemos tenido que pasar tres puestos de centinela.

—No te preocupes, que no nos molestarán —respondió él, al tiempo que ponía en marcha el motor.

La carretera que atravesaba el bosque era estrecha y accidentada, pero el coche se mantuvo estable en todo momento. En el interior del bosque, donde aún no se había levantado la niebla matutina, el sol penetraba entre los pinos en forma de haces de luz, e incluso por encima del ruido del motor se oía el canto de infinidad de pájaros. Una suave brisa alborotó la melena de Zhuang Yan, echándosela a la cara a Luo, el cual sintió unas cosquillas que le trajeron a la mente aquel viaje que había hecho hacía dos inviernos.

A pesar de que nada de cuanto los rodeaba se parecía remotamente a las montañas Taihang o a las llanuras del norte de China, sus sueños sobre aquel viaje estaban tan fuertemente conectados a la realidad que estaba viviendo aquel día que le costó trabajo creer que de verdad estuviera pasándole. Cuando giró la cabeza para mirar a Zhuang Yan se sorprendió de ver que ella lo observaba, al parecer desde hacía un buen rato. La forma en que lo miraban sus ojos era una mezcla de curiosidad, bondad e inocencia. Los rayos del sol iluminaban intermitentemente su cuerpo y su cara. Cuando vio que la miraba, no se giró.

—Señor Luo, ¿de verdad tiene usted la habilidad de vencer a los extraterrestres? —preguntó.

Aquella candidez lo dejó abrumado. Nadie sino ella podía haberle hecho esa pregunta a un vallado, máxime con lo poco que hacía que se conocían.

—Zhuang Yan, el objetivo del Proyecto Vallado es encapsular la estrategia real de la humanidad en la mente de una sola persona, pues ese es el único lugar del mundo a salvo de la mirada de los sofones. Tuvieron que elegir a varias personas, pero el hecho de que fueran elegidas no las convierte en superhombres. Los superhombres no existen.

—Pero ¿por qué lo eligieron a usted?

Aunque aquella pregunta era todavía más abrupta y osada que la anterior, en boca de Zhuang Yan resultaba totalmente natural. Y es que la limpia pureza de su corazón era incapaz de irradiar otra cosa que luz.

Luo Ji detuvo el coche. Ella se quedó muy sorprendida al mirarlo y ver que fijaba la vista en la carretera.

—Los vallados somos las personas menos fiables de la historia —afirmó Luo, solemne—. Los mayores mentirosos del mundo.

—Ese es su cometido —arguyó ella.

Él asintió.

—Pero Zhuang Yan, a ti voy a decirte la verdad. Por favor, créeme.

—Continúe, por favor. Le creo.

Luo guardó silencio durante un buen rato, lo cual no hizo más que añadir peso a lo que dijo a continuación:

—Lo cierto es que no sé por qué me escogieron —dijo Luo. Luego, al fin, se giró para mirar su reacción—. Tan solo soy un hombre normal y corriente.

—Debe de ser muy duro para usted...

Aquella muestra de empatía, sumada a la expresión inocente de Zhuang Yan, consiguieron hacerle brotar las lágrimas. Era la primera vez que alguien reconocía la dificultad de su tarea como vallado. Encontró su paraíso en los ojos de aquella muchacha, pues por ninguna parte de su cristalina mirada halló rastro alguno de aquella misma expresión que todos los demás solían dirigir a los vallados. Su sonrisa fue además su paraíso, pues no se trataba de la sonrisa del vallado, sino una sonrisa pura e inocente como una gota de rocío que, brillando a la luz del sol, hubiera ido a posarse delicadamente sobre la parte más oscura de su alma.

—Es duro... y va a serlo aún más, por eso de momento me gustaría hacerlo más llevadero... Y ya está, aquí se acabó la verdad. Ahora vuelvo a ser un vallado —dijo él, mientras ponía en marcha el motor.

Siguieron conduciendo en silencio hasta que la espesura comenzó a clarear y las copas de los árboles se abrieron para dar paso a un enorme cielo azul.

—¡Señor Luo, mire, un águila! —gritó Zhuang Yan, señalando hacia arriba.

—¡Y aquello de allí parece un ciervo! —añadió raudo Luo, señalando en dirección opuesta para distraerla porque sabía que lo que los sobrevolaba no era ningún águila sino un dron patrulla. Aquello le hizo pensar en Shi Qiang, de modo que cogió el teléfono y marcó su número.

—¡Luo, tío! —contestó Shi al momento—. ¡Ya iba siendo hora de que te acordaras de mí! Primero de todo, cuéntame: ¿qué tal le va a Yan Yan?

—Bien. Excelente. Fenomenal. ¡Gracias!

—Genial. Con eso ya he completado mi misión final.

—Misión final... ¿Dónde está?

—En casa, preparándome para la hibernación.

—¿Qué?

—Tengo leucemia. Me voy al futuro a que me la curen.

Luo Ji pisó a fondo el pedal de los frenos y el coche se paró en seco. A Zhuang se le escapó un grito. Él la miró alarmado, pero al ver que no le había pasado nada, volvió a su conversación con Shi Qiang.

—Pero... ¿todo esto cuándo ha pasado?

—Enfermé hará cosa de un año. Quedé expuesto a radioactividad durante una misión.

—Cielo santo... ¿No me diga que ha estado aplazando el tratamiento por mi culpa?

—Bah, tal y como está la cosa, no venía de ahí... Oye, quién sabe los avances médicos que habrá en el futuro...

—No sabe cuánto lo siento, Da Shi. De verdad.

—Tranquilo. Es parte de mi trabajo. Oye, no quería molestarte con ello porque imagino que volveremos a vernos, pero por si acaso no fuera así, querría decirte una cosa.

—Claro, cómo no.

Tras un prolongado silencio, Shi Qiang dijo:

—«Tres son las actitudes con que el hijo evidencia su falta de devoción filial; de entre las cuales no tener descendencia es la más grave.»6 ¡Luo, colega, como hijo adoptivo mío que te considero, dejo en tus manos la responsabilidad de asegurar que el linaje de los Shi siga vivo dentro de cuatrocientos años!

La llamada se interrumpió ahí. Luo Ji miró al cielo, justo en la parte de donde había desaparecido el dron. Su corazón se había quedado igual de vacío que aquel cielo raso.

—¿Estaba hablando con el señor Shi? —preguntó Zhuang.

—Sí, ¿lo conoces?

—Sí. Es un buen hombre. Lo conocí el día que vine; el pobre se había hecho un rasguño en la mano y no le paraba de sangrar, nos llevamos un pequeño susto.

—Ah... ¿Y te dijo algo?

—Me dijo que se dedicaba a la labor más importante del mundo y me pidió que le ayudara cuanto pudiese.

Para entonces el bosque había desaparecido y solo la gran llanura que atravesaban se interponía entre ellos y la montaña. La paleta de plateados y verdes que daba color a aquella parte del mundo era sencilla y natural, lo cual, a ojos de Luo, no podía estar más en consonancia con aquella chica que se sentaba a su lado. Tras ver cierto aire de melancolía en sus ojos, advirtió que además estaba suspirando en silencio.

—¿Qué te pasa, Yan Yan? —le preguntó. Era la primera vez que la llamaba así, pero se había dicho que si Shi Qiang se permitía referirse a ella con aquel apelativo cariñoso, él también podía.

—Con lo bonito que es el mundo... Solo de pensar que algún día no habrá nadie para admirarlo, me entra una pena enorme.

—Bueno, estarán los extraterrestres, ¿no?

—No creo que sean capaces de apreciar la belleza.

—¿Y eso por qué?

—Mi padre me dijo una vez que las personas con sensibilidad estética son buenas por naturaleza, que el que no es bueno es incapaz de apreciar la belleza.

—Yan Yan, la actitud que tienen los trisolarianos hacia los humanos solo es fruto de un juicio racional. No tiene nada que ver con la bondad ni con la maldad, sencillamente es la opción más responsable para asegurar la supervivencia de su especie.

—Es la primera vez que oigo a alguien hablar así de ellos. Señor Luo, usted los verá, ¿verdad?

—Quizá.

—Si de verdad son como usted afirma y termina venciéndolos en la batalla del Día del Juicio Final... ¿podría...? —Zhuang Yan guardó silencio y se lo quedó mirando con la cabeza ladeada, dudando si continuar.

Él estuvo a punto de decir que sus posibilidades de victoria eran prácticamente nulas, pero se contuvo, y en lugar de eso preguntó:

—Podría... ¿qué?

—Concederles espacio para que convivieran en paz con nosotros. ¿No sería maravilloso? ¿Qué necesidad hay de echarlos para que mueran en el espacio?

Luo tardó unos segundos en contener la emoción que lo embargó al escuchar aquello. Luego, señalando en dirección al cielo, dijo:

—Yan Yan, yo no soy el único que ha oído lo que acabas de decir.

—Ay, sí —repuso ella, mirando hacia arriba con recelo—. Debe de haber montones de sofones alrededor de nosotros.

—Quién sabe si habrá llegado a oídos del mismísimo Prínceps de Trisolaris.

—Y ahora se estará riendo de mí, ¿verdad?

—¡No! Yan Yan, ¿sabes lo que he pensado? —Luo reprimió el impulso de tomar su delicada mano izquierda, que tenía cerca del cambio de marcha, y añadió—: Me he preguntado si esa persona con posibilidades reales de salvar el mundo no serás tú.

—¿Yo? —exclamó ella con expresión de sorpresa, echándose a reír.

—Sí, tú. Pero tú sola, no. Quiero decir que debería haber más gente como tú. Si por lo menos un tercio de la humanidad fuese de tu parecer, Trisolaris podría negociar con nosotros la viabilidad de coexistir en el mundo. Pero tal y como están las cosas... —Luo soltó un suspiro.

Zhuang Yan esbozó una triste sonrisa.

—Señor Luo, la vida no ha sido fácil para mí. Tras graduarme, cuando tuve que enfrentarme al mundo real me sentí como un pez que nada en la inmensidad del océano y de repente topa con aguas turbias que le impiden ver adónde va. Quise nadar hacia aguas más calmadas, pero tanto nadar terminó por agotarme...

«Ojalá yo sea capaz de ayudarte a nadar hasta esas aguas», pensó Luo.

A medida que subían la montaña, la carretera era cada vez más empinada y la vegetación más escasa, revelando la negra desnudez de la roca. Durante un tramo les pareció como si estuvieran conduciendo por la superficie de la luna. Sin embargo, al cabo de un rato cruzaron la línea de nieve y se vieron rodeados de blancura y aire fresco. Luo sacó dos chaquetas de la bolsa de viaje del asiento trasero del coche, se las pusieron y reemprendieron la marcha.

Al poco, alcanzaron el punto donde la carretera se interrumpía. Después de aparcar junto a un cartel que rezaba PELIGRO: TEMPORADA DE ALUDES, fueron andando hasta una explanada nívea.

El sol había comenzado a descender, proyectando sombras en torno a ellos. La nieve pura poseía una leve tonalidad azul casi fluorescente. Los escarpados picos que se alzaban en la lejanía seguían iluminados y emitían un brillo plateado que se expandía en todas las direcciones; aquella luz parecía surgir de la misma nieve, como si no hubiera sido el sol sino la montaña la que estuviese iluminando el mundo desde el principio.

—¡Esta pintura sí que es solo espacio en blanco! —exclamó él, extendiendo los brazos y mirando alrededor.

Extasiada, Zhang Yan absorbía con todos los sentidos la belleza de aquel mundo pálido.

—Señor Luo, una vez pinté una así, de verdad. Desde lejos daba la impresión de no ser más que un folio en blanco, pero al acercarse uno veía que en el rincón inferior derecho había unos juncos, que en el rincón superior derecho quedaba el rastro dejado por un pájaro que acababa de echarse a volar y que luego, en mitad de la blancura del centro, dos personas diminutas... De todas mis pinturas, esa es de la que me siento más orgullosa.

—Casi puedo imaginármela. Debe de ser magnífica... Bueno, Zhuang Yan, ahora que ya estamos en este mundo en blanco, ¿te apetece saber más acerca de cuál va a ser tu trabajo?

Ella asintió. Parecía muy ansiosa.

—Tú estás al corriente de lo que es el Proyecto Vallado —continuó Luo—, y sabes que su éxito reside en su incomprensibilidad. Llevado a su máxima expresión, no hay nadie en la Tierra ni en Trisolaris, a excepción del vallado mismo, que sea capaz de comprenderlo. Por eso, Zhuang Yan, debo empezar asegurándote que, sin importar lo inexplicable que pueda parecerte, todo lo que harás en tu trabajo tiene su razón de ser. Pero no intentes buscársela. No se trata de entender, sino de hacer lo que tengas que hacer.

—Entiendo —repuso ella, sonriendo con nerviosismo al tomar conciencia de sus palabras—. Quiero decir que haré lo que me pide.

Al verla rodeada de nieve, Luo sentía que la blancura reinante perdía su dimensionalidad y el mundo se desvanecía para dejarla como única presencia. Si dos años antes, después de que cobrase vida aquel personaje literario de su creación, había llegado a conocer el amor, ahora, en aquel vasto espacio en blanco de aquella gran pintura natural, comprendió lo profundamente misterioso de su naturaleza.

—Zhuang Yan —dijo él—, tu trabajo es procurar ser lo más feliz posible.

Ella abrió los ojos como platos.

—Debes convertirte en la mujer más feliz de este planeta —continuó él—. Es parte de mi plan como vallado.

La luz de aquel pico que iluminaba su mundo se reflejó en los ojos de Zhuang Yan y resaltó el cúmulo de emociones que se adivinaba tras la pureza de su mirada. La nieve absorbía todos los sonidos del mundo exterior. Él esperó pacientemente hasta que al fin ella, con una voz que parecía llegada desde muy lejos, dijo:

—Y... ¿qué debería hacer?

—¡Lo que tú quieras! —respondió él con súbita excitación—. Mañana o esta noche, cuando estemos de vuelta, ve adonde quieras y haz lo que quieras, dedícate a vivir como mejor te plazca. Como vallado, tengo medios para ayudarte a conseguirlo...

—Pero... —Ella le dirigió una mirada indefensa—. Yo no necesito nada, señor Luo.

—Eso es imposible, ¡todo el mundo necesita algo! ¿No andabais siempre los jóvenes persiguiendo algo?

—¿Perseguir algo, yo? Pues... —Zhuang Yan hizo una pausa, pensativa. Luego negó con la cabeza—. No. Yo diría que no.

—¡Ah, la dulce despreocupación de la juventud! Pero al menos tendrás un sueño, ¿no? Gustándote como te gusta pintar, ¿nunca has soñado con exponer tus obras en alguna prestigiosa galería de arte o en alguno de los grandes museos del mundo?

Ella se echó a reír como lo hubiera hecho con la loca ocurrencia de un niño.

—Señor Luo, yo pinto para mí. Jamás se me ha ocurrido nada de eso.

—Bueno, pues entonces habrás soñado con encontrar el amor —dijo él de inmediato—. Ahora tienes los medios, ¿por qué no sales en su busca?

Conforme el sol poniente apartaba su luz del pico nevado, la mirada de Zhuang Yan se fue ensombreciendo. Pero su expresión se suavizó.

—Señor Luo —dijo, con voz queda—, eso no es algo que uno pueda proponerse salir a buscar...

—Cierto. Cierto —reconoció él, asintiendo al tiempo que miraba alrededor para tratar de serenarse—. Entonces, ¿qué te parece hacer lo siguiente? No pienses a largo plazo, solo céntrate en mañana. ¡Mañana! ¿Adónde te apetecería ir mañana? ¿Para hacer qué? ¿Qué es lo que te haría más feliz? ¡Digo yo que algo se te ocurrirá!

Ella pasó un buen rato pensándolo a conciencia.

—¿De verdad va a ayudarme a hacerlo realidad, sea lo que sea? —preguntó por fin.

—Claro que sí. Dímelo, venga.

—Señor Luo... ¿podría usted llevarme al Louvre?

 

 

Cuando le quitaron la venda, Tyler no necesitó entornar los ojos para que se acostumbraran a la luz. A pesar de los potentes focos que colgaban de sus paredes, el interior de aquella cueva montañosa era bastante oscuro, pues la roca absorbía la luz. Lo primero que percibió fue olor a desinfectante, a continuación reparó en que aquella cueva tenía más bien el aspecto de un hospital de campaña: aquí y allá había montones de cajas de aluminio repletas de medicamentos rigurosamente clasificados, bombonas de oxígeno, armarios de luz ultravioleta, varias lámparas quirúrgicas de luz fría portátiles y equipos médicos con aspecto de ser máquinas de rayos X portátiles y desfibriladores.

Daba la sensación de que todo acabara de ser desempaquetado y de que en cualquier momento podía ser necesario volver a trasladarse. También vio dos fusiles de asalto colgados en una pared, aunque la similitud de su color y el de la piedra los hacía casi indistinguibles. Un hombre y una mujer de expresión pétrea pasaron por su lado sin dirigirle la palabra. Aunque no llevaran bata blanca, pensó que debían de ser un doctor y una enfermera.

La cama, justo al lado de la entrada a la cueva, era un mar de blancura: blancas eran las cortinas que tenía detrás, blancas las sábanas, las ropas del hombre debajo de estas, la barba del hombre, su turbante e incluso su cara. La luz en aquel rincón particular era tenue como la de las velas y cubría con un leve halo dorado aquello que no quedaba oscurecido. La escena parecía una clásica pintura al óleo de un santo.

Tyler reprimió un exabrupto.

«Joder, cómo está», pensó.

Se aproximó a la cama tratando de caminar a un ritmo pausado y constante que le permitiera aguantar el dolor que sentía en la cadera y los muslos. Se detuvo a su pie, quedando frente a frente con aquel hombre que él y su gobierno llevaban años tratando de encontrar. Casi no podía creer que aquello estuviera ocurriendo. Al observar de cerca el rostro demacrado del hombre, comprobó que lo que siempre se había dicho en los medios era cierto: aquel era el rostro más bondadoso del mundo.

Qué gran enigma era, verdaderamente, el hombre.

—Es un honor conocerlo —dijo Tyler con una leve inclinación de la cabeza.

—Igualmente —respondió cortésmente el hombre. No se movió, pero a pesar de la debilidad de aquel hilo de voz con el que hablaba, este, al igual que el de la araña, transmitía un gran poder.

Cuando señaló con la mano los pies de la cama, Tyler se sentó lentamente, diciéndose que debía de tratarse de un gesto de cortesía, pues no veía ninguna silla.

—¿Ha sido su primer viaje en mula? —le preguntó el hombre—. Estará usted cansado con tanto traqueteo...

—Eh... no, no; monté en una hace ya tiempo, durante una visita al Gran Cañón del Colorado —respondió Tyler, omitiendo que esa vez no le habían dolido tanto las piernas—. ¿Se encuentra bien de salud?

El hombre negó lentamente con la cabeza.

—Como sin duda apreciará, no me queda mucho —respondió, y de lo más profundo de su mirada surgió un súbito brillo de malicia—. Soy consciente de que es la última persona en el mundo que querría verme morir de enfermedad. No imagina lo mucho que lo siento.

A Tyler le escoció el tono irónico de la última frase, pero estaba en lo cierto: hubo un tiempo en el que uno de sus mayores miedos había sido que aquel hombre muriera de viejo o a causa de alguna enfermedad. Como secretario de Defensa de Estados Unidos, en más de una ocasión había rogado a Dios que lo alcanzara un misil de crucero americano o que una bala de las fuerzas especiales le atravesara la cabeza aunque solo fuese un minuto, antes de morir por cualquier otro motivo. Fallecer por causas naturales supondría el mayor de los triunfos para aquel hombre y el mayor de los fracasos en la guerra contra el terror, y ahora estaba a punto de lograrlo. Lo cierto era que no habían faltado ocasiones para impedírselo; por ejemplo, una vez un dron Predator logró localizarlo en el patio de una mezquita situada en las montañas del norte de Afganistán. Con solo hacer que el dron le cayese encima se habría hecho historia, sobre todo teniendo en cuenta que en esa ocasión transportaba misiles Hellfire. Sin embargo, al joven oficial de guardia al mando del dron le faltó el coraje necesario para tomar por sí solo tan grave decisión y optó por informar a la cadena de mando. Luego, al volver a comprobarlo, no halló ni rastro de su objetivo. Cuando se enteró, Tyler, a quien habían levantado de la cama, montó en cólera e hizo añicos una valiosísima pieza de porcelana china que tenía en casa.

Evitando tocar aquel tema tan peliagudo, Tyler puso sobre la cama el maletín que llevaba consigo.

—Le traigo un pequeño regalo —dijo Tyler al tiempo que abría el maletín y extraía varios libros encuadernados en tapa dura—. La nueva edición en árabe.

El hombre tendió con esfuerzo una mano tan huesuda que más bien parecía la rama desnuda de un árbol, y cogió un ejemplar.

—Ah... —musitó—. Solo he leído la primera trilogía. Encargué que me compraran el resto, pero los perdí antes de poder leerlos... Muchas gracias.

—Corre la leyenda de que el nombre de su organización alude a estas novelas.7

El hombre dejó a un lado el libro y sonrió.

—Que siga siendo una leyenda. Ustedes ya tienen riqueza y tecnología, déjennos a nosotros las leyendas. Es lo único que nos queda.

Tyler cogió el libro que el hombre había hecho a un lado y lo miró como el pastor mira la Biblia que sostiene en la mano.

—He venido a convertirlo en Seldon.

Un brillo de malicia volvió a iluminar los ojos del hombre.

—¿Ah, sí? ¿Y qué tengo que hacer?

—Preservar su organización.

—¿Preservarla? ¿Hasta cuándo?

—Hasta dentro de cuatro siglos. Hasta la batalla del Día del Juicio Final.

—¿Cree usted que eso es posible?

—Sí, si continúa desarrollándola. Permita que su espíritu inunde la fuerza espacial y forme parte de su esencia para siempre.

—¿A qué se debe este nuevo aprecio? —preguntó el hombre, cuyo tono era cada vez más sarcástico.

—Al hecho de ser una de las pocas organizaciones armadas de la humanidad que usa la vida como arma. Como usted sabrá, los sofones han paralizado las investigaciones relacionadas con la ciencia fundamental, lo cual limita severamente los avances que puedan darse en los campos de la informática y la inteligencia artificial. En la batalla del Día del Juicio Final, mis cazas espaciales todavía tendrán que ser pilotados por humanos, y eso requiere un ejército que posea el mismo espíritu del que ustedes hacen gala.

—Me habrá traído algo más, aparte de esos libros...

Entusiasmado, Tyler se puso de pie de un salto.

—Puede usted pedirme lo que quiera. Mientras me prometa que preservará su organización, se lo daré.

El hombre volvió a indicarle con un gesto que se sentara.

—Lo compadezco —dijo—. Después de tantos años, sigue sin saber lo que queremos.

—Dígamelo usted.

—¿Armas? ¿Dinero? No, no... A nosotros nos motiva algo mucho más valioso. Nuestra organización no persigue objetivos tan nobles y ambiciosos como los de Seldon, es imposible conseguir que una persona cuerda y racional crea en algo así hasta el punto de estar dispuesto a dar la vida por ello. Nuestra organización existe porque hay algo que la nutre, algo tan necesario para su existencia como para usted lo es el aire que respira y sin lo cual desaparecería.

—¿Y qué es?

—El odio.

Tyler enmudeció.

—Sin embargo —continuó el hombre—, ocurre lo siguiente: por un lado, enfrentarnos a un enemigo común ha reducido nuestro odio hacia Occidente. Por otro, el hecho de que los trisolarianos quieran erradicar a la humanidad entera, Occidente incluido (algo que debería ser para nosotros motivo de regocijo aun a costa de nuestra desaparición), nos hace incapaces de odiar a los trisolarianos. —Tendió las manos—. De modo que, ya lo ve: el odio, ese tesoro más preciado que el oro o los diamantes, esa arma letal como ninguna otra en el mundo, se nos ha terminado. Al no tenerlo, no podemos dárselo; y ustedes a nosotros, tampoco. Por eso a mi organización, al igual que a mí, le queda ya muy poco de vida.

Tyler seguía mudo.

—En cuanto a Seldon —añadió el hombre—, creo que su plan es imposible.

Tyler suspiró con resignación y preguntó:

—Entonces, ¿se ha leído el final?

Sorprendido, el hombre enarcó una ceja.

—No, no lo he leído, solo le estaba dando mi opinión. Entonces, ¿al final de la historia el plan de Seldon fracasa? En ese caso, el autor me parece un hombre genial. Y yo que imaginaba que iba a escribir un final feliz... Que Alá lo proteja.

—Asimov murió hace mucho tiempo.

—Pues ojalá esté en el cielo, fuera el que fuera el que prefiriera...¡Ah, los sabios siempre se van demasiado pronto!

Tyler pasó la mayor parte del trayecto de vuelta sin que le vendaran los ojos, lo cual le dio la oportunidad de admirar las angostas y peladas montañas de Afganistán. El joven que guiaba su mula se mostró tan confiado con él que incluso colgó su fusil de asalto en la silla de montar, justo al alcance de la mano de Tyler, quien le preguntó:

—¿Alguna vez has matado a alguien con esto?

El muchacho no entendió, pero un hombre mayor y desarmado que montaba junto a ellos respondió por él:

—No. Hace ya mucho que no hay ningún enfrentamiento.

El joven dirigió a Tyler una mirada de curiosidad. Su rostro era imberbe y de aspecto aniñado; sus ojos, del mismo límpido azul del cielo de Asia Occidental.

«Madre, voy a convertirme en luciérnaga.»

 

 

Transcurría la cuarta auditoría del Proyecto Vallado. Visiblemente cansado tras su largo periplo por el mundo, Tyler estaba presentando sus propuestas de modificación del Plan Miríada de Mosquitos.

—Necesito que todos los cazas de la flota cuenten con dos modalidades de control: una en la que sean manejados por pilotos y otra que los haga comportarse como drones. Activarla me permitirá controlar personalmente todos los aparatos de la flota.

—No dará abasto... —se mofó Hines.

—De ese modo —continuó Tyler—, estaré en condiciones de ordenarles que vuelen en formación hasta la zona de combate para luego, una vez allí, disgregarse y volver a entrar en formación. Cuando les toque enfrentarse a la flota enemiga asumiré el control del módulo de armamento de cada uno de ellos para elegir sus respectivos objetivos individuales, tras lo cual ya podrán atacar de forma automática. Imagino que, a pesar del actual estancamiento en materia de investigación sobre física fundamental que nos imponen los sofones, durante los próximos tres siglos la inteligencia artificial seguirá desarrollándose lo suficiente para permitirlo.

—¿Está diciendo que quiere hibernar hasta la batalla del Día del Juicio Final para poder enfrentarse personalmente a la flota trisolariana?

—¿Qué remedio me queda? Como ya saben, acabo de visitar Japón, China y Afganistán, pero vuelvo con las manos vacías.

—Fue a ver a ese —apuntó el representante de Estados Unidos.

—Sí, fui a ver a ese. Pero... —Tyler se detuvo para exhalar un suspiro—. Fue una pérdida de tiempo. Seguiré tratando de establecer una fuerza de cazas espaciales con pilotos entregados a la causa de la humanidad, pero de no ser posible me veré obligado a ser yo quien los guíe hasta el final.

Nadie habló. Ante un asunto como el del Día del Juicio Final, la gente solía optar por el silencio.

—Aún tengo otra petición que hacer —prosiguió Tyler—. Me gustaría que se me autorizase a llevar a cabo investigaciones, centradas en diversas áreas de mi elección, sobre diversos cuerpos del Sistema Solar, concretamente Europa, Ceres y algunos cometas.

—¿Qué relación guarda esto con su flota? —preguntó alguien.

—¿Tengo que responder? —quiso saber Tyler, mirando en dirección al presidente de la cámara.

Nadie contestó, dejando claro que no era necesario que lo hiciese.

—Por último, quisiera terminar con una sugerencia. Sería aconsejable que tanto el Consejo de Defensa Planetaria como las distintas naciones de la Tierra moderaran sus ataques a la Organización Terrícola-trisolariana.

Rey Díaz saltó de su silla.

—Tyler, aunque me diga que esto también forma parte de su plan, seguiré oponiéndome rotundamente a semejante despropósito!

—No es parte del plan, no —respondió Tyler, negando con la cabeza—. Solo es una sugerencia, no guarda relación alguna con el Proyecto Vallado. El motivo que me impulsa a hacerla es obvio: si persistimos en nuestro acoso a la Organización Terrícola-trisolariana, dentro de dos o tres años es posible que hayamos terminado con ella, pero eso nos privaría del único canal de comunicación directa entre la Tierra y Trisolaris. No me cabe duda de que saben las consecuencias que tendría perder nuestra única fuente de inteligencia sobre el enemigo.

—Coincido en su análisis —intervino Hines—, pero un vallado no debería hacer semejante propuesta. A ojos de la gente, los tres formamos parte de una misma entidad; le ruego que lo tenga en cuenta en el futuro a la hora de hacer declaraciones.

La auditoría terminó con aquella disputa sin resolver, aunque el consejo accedió a estudiar a fondo los tres asuntos mencionados por Tyler a fin de someterlos a votación en el futuro.

La sala de la asamblea se fue vaciando hasta que solo quedó Tyler, sentado en su escaño. Después de tantos largos viajes se sentía agotado y somnoliento. De pronto, miró alrededor y cayó en la cuenta del riesgo que había estado corriendo: necesitaba urgentemente consultar a un médico o un psicólogo, alguien especializado en medicina del sueño. Alguien que le ayudara a dejar de hablar dormido.

 

 

A las diez en punto de la noche, Luo Ji y Zhuang Yan entraron en el recinto del Louvre. Kent les había aconsejado que lo visitasen a esa hora para facilitar las labores de seguridad.

Lo primero que vieron fue la pirámide de cristal, protegida del barullo nocturno de París por la forma en «U» del edificio principal, erigiéndose silenciosa mientras era bañada por la luz de una luna que la hacía parecer de plata.

—Señor Luo, ¿no le parece a usted como venida del espacio exterior? —le preguntó Zhuang a Luo, señalándola.

—A todo el mundo se lo parece —contestó él.

—Al principio se la ve fuera de lugar, pero luego, cuanto más se la mira, más se vuelve una parte integral del conjunto.

«El encuentro de dos mundos enormemente distantes», pensó Luo, sin atreverse a decirlo.

De pronto, las luces de la pirámide se iluminaron y esta pasó del tono plateado a un dorado deslumbrante. Las fuentes cercanas se pusieron en marcha también de forma automática y, disparando gruesas columnas de agua que volaron uniendo cielo y tierra, asustaron a Zhuang, que, intranquila por el modo en que la recibía el Louvre, dirigió a Luo una mirada de aprensión. Con el sonido del agua de fondo, se internaron en la pirámide para bajar hasta la Sala Napoleón y acceder al museo.

Su primera parada fue la sala de mayor tamaño. Medía doscientos metros de largo y estaba tenuemente iluminada. El eco de sus pisadas apenas conseguía llenar el vacío. Muy pronto, Luo se percató de que aquel eco solo lo producía él, pues Zhuang caminaba con la sutileza de un gato, como un niño en un cuento de hadas entrando en un castillo mágico de puntillas por miedo a despertar a sus moradores. Aminoró el paso. No fue por admirar las obras, que no le interesaban en lo más mínimo, sino para aumentar la distancia que los separaba y disfrutar viendo aquel mundo de arte, sus dioses griegos, sus ángeles y la mismísima Virgen María, que palidecían ante la belleza de aquella mujer oriental. Muy pronto, al igual que ya había pasado con la pirámide de la entrada, Zhuang se integró en el entorno para formar parte de aquel reino sagrado hasta el punto de que, sin ella, a este parecía faltarle parte de su esencia. Saboreando su locura, quizá su sueño, tal vez su visión, dejó que pasara el tiempo.

Al cabo de un rato, Zhuang volvió a recordar su presencia y lo miró dedicándole una sonrisa. Él sintió una brusca sacudida en el corazón, tan electrizante como un rayo que hubiera bajado al mundo de los vivos procedente del mismísimo Monte Olimpo.

—Aseguran que se tarda un año en ver todas las obras que hay expuestas aquí —dijo él.

—Sí —repuso ella, aunque sus ojos expresaban algo distinto: le preocupaba saber qué hacer. Volvió a centrar la atención en las pinturas; hasta el momento solo había visto cinco.

—Da igual, Yan. Podría mirarlas contigo cada noche durante un año si es necesario —dijo él, sin pensar.

Ilusionada, ella se volvió para mirarlo.

—¿En serio?

—En serio.

—Pues... Señor Luo, ¿había estado usted aquí antes?

—No. Pero hace tres años estuve en el Pompidou. Al principio pensé que quizá te interesaría más ir allí.

Ella negó con la cabeza.

—No me gusta el arte moderno.

—Pero a ti, todo esto... —Luo miró a los dioses, a los ángeles y a la Virgen María—. ¿No lo encuentras demasiado viejo para que te guste?

—Lo que me gusta no es tan viejo. Me interesa la pintura del Renacimiento.

—También son pinturas muy viejas.

—A mí no me lo parecen. Sus pintores fueron los primeros en descubrir la belleza humana y pintar un Dios con aspecto afable. Al ver sus obras, uno llega a sentir el placer de pintar, el mismo placer que experimenté al ver el lago y el pico nevado.

—Todo eso está muy bien, pero el espíritu humanista surgido del Renacimiento se convirtió en un problema.

—¿Lo dice por la Crisis Trisolariana?

—Sí. Tú misma debes de haber visto lo que está pasando. Dentro de cuatro siglos, después del desastre, el mundo regresará a la Edad Media y la humanidad volverá a estar sujeta a la más dura represión.

—Y para el arte será una cruda noche invernal...

Luo observó sus ojos inocentes y sonrió para sus adentros. Pensó: «Sé que hablabas de arte, pero si la humanidad logra en verdad sobrevivir, regresar a un pasado ya superado, será el menor de los posibles precios a pagar.»

En lugar de eso, dijo:

—No te preocupes. A su debido tiempo habrá un segundo Renacimiento, y tú podrás volver a descubrir esa belleza que todos habrán olvidado y pintarla.

Zhuang sonrió con un punto de tristeza. Era perfectamente consciente de la situación implícita en aquellas palabras de consuelo.

—Es que no puedo evitar pensar qué será de estas pinturas y demás obras de arte tras el Día del Juicio Final —dijo.

—¿Te preocupa eso? —preguntó Luo.

Cada vez que ella mencionaba el Día del Juicio Final se le encogía el corazón. Sin embargo, a pesar de que aquel último intento de confortarla había fracasado, se le acababa de ocurrir otra razón que podía tener éxito. La tomó de la mano y le dijo:

—Ven, vamos a ver la exposición de arte asiático.

Antes de que se construyera la pirámide de la entrada, el Louvre había sido un laberinto gigante. Para ir a cualquier sala uno tenía que dar grandes rodeos y acababa perdiéndose. Sin embargo, ahora, desde la Sala Napoleón, justo bajo la pirámide, se podía llegar a cualquier punto del museo. Luo Ji y Zhuang Yan volvieron allí y, siguiendo las indicaciones, visitaron las salas de arte de África, de Asia, de Oceanía y de América, cada una de ellas un mundo distinto del de las galerías de pintura europea clásica.

Contemplaron varias obras de arte y documentos de Asia y de África, de los que al final Luo dijo:

—Todo esto es fruto del espolio por parte de una civilización avanzada de otra que lo era menos. Hay cosas que se obtuvieron por medio del engaño, otras que fueron robadas, otras que se compraron a un precio irrisorio... Pero míralas ahora, tan bien preservadas. Incluso en mitad de la Segunda Guerra Mundial se procuró llevarlas a un lugar seguro.

Estaban delante de una vitrina que contenía una pintura mural de Dunhuang.8

—Piensa la cantidad de guerras y penurias que ha visto pasar nuestra patria desde que el abad Wang les vendiera estas pinturas a los franceses9 —continuó Luo—. ¿Podemos estar seguros de que se encontrarían tan bien conservadas de haber permanecido donde estaban?

—¿Cómo van los trisolarianos a preservar el legado cultural de la humanidad? —dijo Zhuang—. Con la poca estima que nos tienen...

—¿Te basas en aquello de que somos insectos? La frase no iba en sentido literal... Yan Yan, ¿tú sabes cuál es la mayor muestra de aprecio que puede darse a un pueblo o a una civilización?

—No, ¿cuál?

—Su aniquilación. Es la mayor honra que se pueda recibir. Sentirse amenazado por una civilización supone el reconocimiento de algún tipo de superioridad.

Recorrieron en silencio las veinticuatro salas de arte asiático, avanzando cronológicamente desde el pasado más remoto mientras imaginaban un futuro desolado. Casi sin darse cuenta, llegaron a la sala de antigüedades de Egipto.

—¿Sabes en quién me ha hecho pensar este sitio? —preguntó Luo a través de una vitrina que contenía la máscara dorada de un faraón momificado, tratando de hallar un tema de conversación más ligero.

—En Sophie Marceau.

—Por Belphegor, el fantasma del Louvre, ¿verdad? Qué guapa estaba Sophie Marceau. Y tenía rasgos asiáticos, también.

Por algún motivo que no conseguía explicarse, Luo percibió un leve tono de ofensa en su voz.

—Yan Yan, tú eres más guapa que ella. Esa es la verdad.

Había querido añadir: «Por mucha belleza que encuentres entre tantas obras de arte, la tuya consigue eclipsarlas a todas», pero se contuvo por miedo a sonar sarcástico.

Igual que una nube pasajera, un leve atisbo de sonrisa iluminó por un instante el rostro de Zhuang. Era la primera vez que Luo veía aquella sonrisa que tan bien recordaba de sus sueños.

—Volvamos adonde están los óleos —propuso ella.

De vuelta en la Sala Napoleón, no consiguieron recordar dónde estaba la entrada que buscaban, así que fueron a mirar los carteles. Los más visibles apuntaban a las tres joyas de la corona del museo: la Mona Lisa, la Venus de Milo y la Victoria alada de Samotracia.

—Vamos a ver la Mona Lisa —dijo Luo.

Por el camino, Zhuang comentó:

—Nuestro profesor nos contó que desde que visitó el Louvre les había cogido tirria tanto a la Mona Lisa como a la Venus de Milo.

—¿Y eso por qué?

—Por culpa de los turistas amontonados alrededor de ellas, empujándose y pisoteándose por verlas, que luego pasaban por delante de obras menos famosas pero igualmente geniales sin dignarse siquiera a mirarlas.

—Me temo que yo fui uno de esos incultos...

Cuando por fin estuvieron frente a la célebre sonrisa misteriosa, Luo se llevó una gran desilusión al ver que era mucho más pequeña de lo que había imaginado; además, estaba protegida tras una gruesa mampara de cristal que la alejaba aún más del visitante. Zhuang tampoco parecía especialmente ilusionada.

—Al verla he pensado en ustedes —dijo ella, señalando el cuadro.

—¿En quiénes?

—En los vallados.

—¿Y qué tiene que ver?

—Nada, es solo que me he preguntado si... Estoy hablando por hablar, ¿eh? No se ría de mí, por favor... Me he preguntado si los humanos podríamos hallar una forma de comunicación que solo fuera inteligible para nosotros y que los sofones fueran incapaces de aprender. Así, escaparíamos a su control.

Luo la observó durante varios segundos. Luego, miró en dirección a la Mona Lisa y dijo:

—Entiendo lo que quieres decir. Su sonrisa es algo que ni los sofones ni los trisolarianos llegarán a entender jamás.

—Exacto —repuso ella—. Las expresiones de los seres humanos, en especial las de los ojos, son sutilmente complejas. ¡Es mucha la información que se puede transmitir con una mirada o incluso con una simple sonrisa! Y solo nosotros podemos entenderla. Solo los humanos poseemos esa sensibilidad.

—Eso es verdad; uno de los mayores retos a los que se enfrenta la inteligencia artificial es el de identificar las expresiones faciales y de los ojos. Algunos expertos han llegado a afirmar que probablemente los ordenadores nunca lleguen a ser capaces de interpretar una mirada.

—Entonces, ¿sería posible crear un lenguaje que se expresara con la cara y los ojos?

Luo sopesó la idea durante unos instantes. Por fin, negando con la cabeza, apuntó con la mano en dirección a la Mona Lisa y dijo:

—Ni siquiera somos capaces de leer su sonrisa. Cada vez que la miro me parece que quiere decir una cosa distinta, ¡sin repetirse nunca!

—¡Pero eso significa que las expresiones faciales son capaces de transmitir información compleja! —exclamó Zhuang, tan entusiasmada como una niña.

—¿Y si la información fuera «Las naves acaban de abandonar la Tierra y se dirigen a Júpiter»? ¿Cómo ibas a expresar todo eso con la cara?

—Seguramente también cuando el hombre primitivo comenzó a hablar solo era capaz de transmitir enunciados muy simples, quizá más incluso que los que contiene el canto de los pájaros. ¡Pero después el lenguaje se fue haciendo cada vez más elaborado!

—¿Ah, sí? Pues intentémoslo. A ver si somos capaces de transmitirnos un mensaje sencillo utilizando solo la cara.

—¡Vale! —accedió ella, asintiendo enérgicamente.

—Venga, los dos pensamos un mensaje cada uno y luego tratamos de comunicarlo.

—Yo ya tengo el mío.

Zhuang pensó unos momentos hasta que, por fin, asintió y dijo:

—Venga, ya podemos empezar.

Se miraron a los ojos, pero antes de que hubiera pasado ni medio minuto los dos se echaron a reír casi de forma simultánea.

—Mi mensaje era: «Te invito a cenar conmigo en los Campos Elíseos» —dijo Luo.

Ella, entre risas, dijo:

—Pues el mío era: «¡Tienes... que afeitarte!»

—Estas cosas son muy serias y atañen al futuro de la humanidad, deberíamos mantener la compostura —dijo él en tono de broma, apenas conteniendo la risa.

—¡Esta vez no vale reír! —propuso Zhuang, repentinamente tan seria como un niño que ha cambiado las reglas de un juego.

Se dieron la espalda para pensar cada uno su mensaje, tras lo cual giraron de nuevo para ponerse frente a frente. Luo tuvo que hacer un gran esfuerzo para contener la risa, pero entonces advirtió que aquellos ojos claros volvían a hacer de las suyas, y acto seguido se le encogió el estómago.

Fue así como el vallado y la joven, en mitad de aquella visita nocturna al Louvre y con la Mona Lisa de fondo, estuvieron el uno delante del otro y, por fin, se miraron a los ojos.

Una grieta minúscula se abrió en la superficie de la presa a punto de estallar que era el alma de Luo Ji. El chorrito de agua que empezó a fluir de ella la erosionó hasta que se convirtió en fisura y por fin en torrente. Luo sintió pánico y trató como pudo de parar la fuga, pero fue incapaz. El colapso era inminente.

Entonces sintió que se hallaba al borde de un abismo y que este no era otra cosa que los ojos de Zhuang. Estaba cubierto por un mar de nubes del blanco más puro a las que el sol, irradiando su luz en todas direcciones, dotaba de un brillo creciente. Luo notó que empezaba a caer. Si bien al principio fue lenta, resultó ser una caída imposible de frenar. Presa del pánico, agitaba brazos y piernas tratando desesperadamente de agarrarse a algo, pero debajo de su cuerpo no había más que hielo resbaladizo, de modo que su descenso siguió acelerando hasta que al final, anunciado por una brusca sensación de vértigo, sintió que se hundía en aquel abismo y en un instante pasó del dulce placer de la caída al grado más intenso de dolor.

La Mona Lisa se estaba deformando. También las paredes; el museo entero se fundía como lo hace el hielo a medida que sus muros de piedra se venían abajo convertidos en rojo magma candente que, al pasar luego por encima de sus cuerpos, les resultaba paradójicamente tan fresco como una primavera despejada. Y mezclados con el museo siguieron hundiéndose, calando a través de una Europa desleída camino del centro de la Tierra, y al alcanzarlo el mundo entero explotó en una maravillosa lluvia de fuegos artificiales cósmica. Después de apagarse el último de sus destellos, en un abrir de ojos el espacio se volvió transparente, las estrellas empezaron a coser lentejuelas de cristal en una manta de plata gigante, y todos los planetas comenzaron a vibrar al tiempo que emitían al unísono una hermosa melodía. Entonces el campo de estrellas se volvió tan denso como la marea creciente, el universo fue contrayéndose hasta colapsar y, al final, absolutamente todo quedó arrasado por la creativa luz del amor.

 

 

—¡Tenemos que observar Trisolaris ahora mismo! —exigió el coronel Fitzroy al doctor Ringier. Estaban en la sala de control del telescopio espacial Hubble II, cuyo montaje se había completado hacía una semana.

—General, me temo que eso no va a ser posible.

—¿No se deberá a que la observación en curso es, en realidad, uno de esos trabajillos que ustedes los astrónomos suelen hacer a escondidas para sacarse un sobresueldo?

—De haber tenido algún trabajillo, como usted lo llama, lo habría terminado hace rato; en este momento el Hubble II se encuentra en estado de pruebas...

—¡Ustedes trabajan para el ejército, así que lo que tienen que hacer es cumplir con lo que se les ordena!

—El único militar que veo aquí es usted... nosotros estamos siguiendo el plan de pruebas de la NASA.

El general adoptó un tono más suave.

—Doctor —imploró—, ¿no podría usar a Trisolaris como objetivo de las pruebas?

—Los objetivos de prueba están rigurosamente seleccionados en función de su distancia y de su tipo de brillo; además, el plan de pruebas se diseñó pensando en el máximo ahorro de recursos y el telescopio completa todas las pruebas en una sola rotación. Ponernos a observar a Trisolaris ahora requeriría que lo rotásemos treinta grados, los mismos que luego habría que volver a rotarlo... ¿sabe usted la cantidad de propelente que gasta el bribón? Le estamos ahorrando un dineral al ejército.

—¡Eso, vamos a ver cómo ahorran, sí! Mire lo que acabo de encontrar en su ordenador —exclamó Fitzroy, con una mano a la espalda.

Sostenía una fotografía impresa en papel, el plano cenital de un grupo de personas mirando hacia arriba con gran alborozo, entre cuyas caras estaban las de todos los trabajadores de aquella misma sala de control, Ringier incluido, junto con tres despampanantes mujeres que podían, o no, ser las novias de alguien. El lugar donde fue tomada era fácilmente reconocible como el techo del edificio donde estaba la sala de control. Además, era una foto muy clara, como si la hubieran tomado a unos diez o veinte metros de altura. Lo único que la diferenciaba de una fotografía ordinaria eran los complicados cálculos sobreimpresionados.

—Doctor —continuó—, parece que en esta foto están ustedes subidos a lo más alto del edificio. Que yo sepa, allí no disponemos de cámaras grúa como en los platós de cine, ¿verdad? Me decía antes que rotar el Hubble II treinta grados cuesta mucho dinero... ¿Cuánto debe de costar rotarlo trescientos sesenta grados como ustedes para esta foto? En cualquier caso, unas instalaciones punteras como estas, con un coste de diez millones de dólares, no se hicieron para que usted se sacara fotos desde el espacio con sus ligues. ¿O quiere que ponga la suma en su cuenta?

—A sus órdenes, mi general —dijo raudo Ringier, y de inmediato se puso a trabajar, igual que todos los ingenieros.

Rápidamente, los datos de las coordenadas del objetivo fueron localizados en la base de datos y aparecieron en la gran pantalla de la sala de control. Fuera, aquel enorme cilindro de más de veinte metros de diámetro y más de cien metros de largo comenzó a girar poco a poco, barriendo a lo largo del campo de estrellas que mostraba la pantalla.

—¿Esto es lo que ve el telescopio? —preguntó el general.

—No, esto no es más que la imagen que devuelve el sistema de posicionamiento. Para visualizar las fotos que envía el telescopio, antes hay que procesarlas.

El barrido finalizó a los cinco minutos. El sistema de control informó de que el posicionamiento había sido exitoso. Al cabo de otros cinco minutos, Ringier daba la observación por terminada.

—Muy bien. Ahora, retrocedamos a la anterior posición de prueba.

—¿Cómo? —exclamó Fitzroy, muy sorprendido—. ¿Ya está?

—Sí, señor. Las imágenes están siendo procesadas.

—¿Por qué no saca unas cuantas más?

—Pero, general, ya hemos capturado doscientas diez imágenes a múltiples distancias focales...

Justo en ese momento terminaba de procesar la primera imagen observacional.

—Ahí lo tiene —dijo Ringier, señalando la pantalla—, el mundo enemigo que tanto ansiaba ver...

Lo único que vio Fitzroy fueron tres halos blancos sobre un fondo negro. Su contorno difuso hacía que parecieran la luz de una farola en mitad de la niebla, pero aquellas eras las tres estrellas que iban a decidir el destino de dos civilizaciones.

—Entonces, ¿no podemos ver el planeta? —preguntó Fitzroy, incapaz de ocultar su decepción.

—Pues claro que no. Incluso cuando funcione el Hubble III, que será de cien metros, solo podremos observar a Trisolaris cuando se encuentre en unas pocas posiciones determinadas, y así y todo su imagen no será más que un simple punto sin detalle alguno.

—Parece que aquí hay algo más, doctor... ¿qué cree que pueda ser? —le preguntó uno de los ingenieros a Ringier, indicando un punto próximo a los tres halos.

Fitzroy se aproximó, pero no consiguió ver nada. Era tan tenue que solo resultaba detectable para un experto.

—Tiene un diámetro superior al de una estrella —apuntó otro ingeniero.

Después de magnificar la imagen varias veces, el objeto terminó ocupando toda la pantalla.

—¡Es una brocha! —gritó alarmado el general.

Los profanos solían dar con mejores nombres para las cosas que los expertos, de ahí que estos, a la hora de nombrar algo, procurasen tener en cuenta su perspectiva: la palabra «brocha» terminó definiendo aquella nueva forma, pues la descripción del general no podía ser más acertada: realmente parecía una brocha cósmica o, siendo más precisos, un conjunto de cerdas cósmicas sin mango. Aunque uno también podía llegar a pensarse que se trataba de un montón de pelos colocados en horizontal.

—¡Deben de ser arañazos en el recubrimiento de la lente! —dijo Ringier, negando con la cabeza con tristeza—. Ya en el estudio de viabilidad dejé claro que usar una lente superpuesta podía causar problemas...

—Todos los recubrimientos pasaron la prueba de astringentes. Además, son demasiados arañazos. Tampoco creo que se trate de otro tipo de defecto de la lente; es la primera vez que detectamos algo así tras hacer decenas de miles de imágenes de prueba —dijo el experto de Zeiss, fabricante de la lente.

Un profundo silencio descendió sobre la sala de control. Todo el mundo empezó a reunirse en torno a la pantalla hasta que fueron tantos que los rezagados prefirieron ver la señal desde otros terminales. A Fitzroy no se le escapó el cambio que se había producido en la sala: aquella misma gente de mirada somnolienta que hacía escasos minutos arrastraba los pies al andar, agotada a causa de las fatigosas y largas sesiones de prueba, adoptaba ahora una postura tensa que parecía el efecto de algún tipo de maldición que los hubiera enderezado de pies a cabeza. Sus ojos, no obstante, brillaban de emoción.

—¡Cielo santo! —exclamaron varias personas al unísono.

De pronto, todos se pusieron a trabajar en un torbellino de actividad. Los retazos de conversaciones que fueron llegando a oídos de Fitzroy le resultaron demasiado técnicos como para comprenderlos.

—¿Se detecta la presencia de polvo alrededor de la posición del objetivo?

—No hace falta. Yo mismo hice la comprobación de ese punto. La absorción del movimiento radial estelar de fondo observa un pico máximo de doscientos milímetros. Podría tratarse de una micropartícula de carbón, densidad de clase F.

—¿Alguna opinión respecto al efecto del impacto a alta velocidad?

—Todas las estelas se difuminan siguiendo el eje del impacto, pero el alcance que ese difuminado pueda tener... ¿No tendremos un modelo para eso?

—Sí. Un momento... Aquí está. ¿Velocidad del impacto?

—Cien veces la tercera velocidad cósmica.

—¿Tan alta ya?

—Pues te estaba dando una cifra comedida... Para la sección eficaz del impacto usa... Eso es, sí. Algo así, sí. Una estimación aproximada.

Al comprender que los expertos seguirían ocupados durante un tiempo, Ringier se dirigió a Fitzroy, de pie a su lado.

—General —dijo—, ¿por qué no trata de contar las cerdas que tiene esa brocha?

Asintiendo, Fitzroy se agachó de inmediato frente al terminal más cercano y se puso manos a la obra.

El ordenador tardaba entre cuatro y cinco minutos en completar cada cálculo, pero a causa de varios errores los resultados no estuvieron listos hasta pasada media hora.

—La estela extiende el polvo hasta un diámetro máximo de doscientos cuarenta mil kilómetros, el equivalente al doble del tamaño de Júpiter —anunció el astrónomo a cargo del modelo matemático.

—Pues ahí lo tienen —dijo Ringier, tras lo cual alzó los brazos y miró en dirección al techo como si sus ojos pudieran atravesarlo y llegar a los cielos—. Esto lo confirma todo... —anunció con un leve temblor en la voz, y a continuación añadió para sí mismo—: Bueno, pues confirmado queda. Tampoco es que sea algo malo.

El silencio volvió a descender sobre la sala de control. Esta vez era un silencio pesado. Opresivo. Fitzroy ardía en deseos de preguntar qué estaba ocurriendo, pero al ver a todo el mundo tan serio y alicaído fue incapaz de abrir la boca. Al poco, comenzó a oírse un leve sollozo, que resultó ser de un desconsolado joven que intentaba contenerse.

—¡Vale ya, Harris! —le dijo alguien al chico—. No eras el único que mantenía vivo el escepticismo, a todos nos cuesta aceptar la realidad.

El tal Harris levantó una mirada empañada de lágrimas y dijo:

—Yo ya sabía que el escepticismo no era más que un ejercicio de autoengaño... pero necesitaba algo a lo que aferrarme para terminar de vivir mi vida en paz... ¡Oh, Dios, ni para eso hemos tenido suerte!

El silencio regresó.

Ringier se acordó por fin de Fitzroy.

—General —dijo—, permítame que se lo explique: las tres estrellas se encuentran rodeadas de polvo interestelar. En algún momento anterior ese polvo fue atravesado por una serie de objetos que, moviéndose a una gran velocidad, impactaron con él originándose una estela. Las estelas de esos objetos se están expandiendo desde entonces, y ya alcanzan un diámetro equivalente a dos veces el de Júpiter. La diferencia entre ellas y el polvo que las rodea es tan sutil que no pueden detectarse a corta distancia. Solo desde aquí, separados por cuatro años luz, resultan observables.

—Las he contado. Hay alrededor de mil —dijo Fitzroy.

—No podía ser de otro modo. La cifra coincide con los datos de inteligencia de los que disponemos. General, esa imagen que estamos viendo es la de la flota trisolariana.

 

 

Ese descubrimiento del Hubble II, confirmación definitiva de que la invasión trisolariana era real, acabó con todas las ilusiones de la humanidad. Tras una nueva oleada de pánico, confusión y desesperanza, la raza humana inició de forma oficial una nueva etapa en la que afrontaría la Crisis Trisolariana. Fue entonces cuando los malos tiempos empezaron de verdad. Con aquel brusco volantazo, el curso de la historia tomó un rumbo completamente nuevo.

La única constante de un mundo en perpetua transformación es la celeridad con la que pasa el tiempo. En un abrir y cerrar de ojos, transcurrieron cinco años.

 

 

 

2. Siglas en inglés del Mando Norteamericano de Defensa Aeroespacial. (N. de los T.)

3. Novela histórica atribuida a Luo Guangzhou (1330-1400). (N. de los T.)

44. Directiva de Mao Zedong, promulgada en enero de 1973, en la que instaba a ampliar y mejorar las redes de túneles subterráneos que se estaban construyendo, desde finales de la década de 1960, en ciudades de toda China como medida defensiva. (N. de los T.)

5. Ginga Eiyu- Densetsu, influyente serie de novelas de ciencia ficción japonesas escritas por Yoshiki Tanaka cuya primera entrega se publicó en 1982. (N. de los T.)

6. Conocida cita de Mencio (370 a.n.e. - 289 a.n.e.), filósofo chino que habló de la inherente virtud ética de la humanidad. (N. de los T.)

7. El término chino comúnmente empleado para designar a la organización yihadista Al-Qaeda, uno de cuyos significados originales en árabe es el de «La Base», es exactamente el mismo por el que en su día se tradujo el título Fundación, primera entrega de la famosa saga de Asimov. (N. de los T.)

8. Famosas pinturas murales con sutras y motivos budistas que adornaban las paredes de las cuevas que, desde el siglo IV hasta el XIV, se crearon en Mogao, a diecinueve kilómetros de Dunhuang, en la provincia china de Gansu. (N. de los T.)

9. El abad budista Wang Yuanlu terminaría vendiendo al sinólogo francés Paul Pelliot gran parte del tesoro hallado por él el año 1900 en una librería secreta de las cuevas de Mogao. (N. de los T.)