Capítulo 5

El equilibrio entre capital y democracia

SURESH NAIDU

Tras establecer las diferencias entre la versión más «domesticada» de Piketty y la cara más «salvaje» de éste, el economista Suresh Naidu asume el reto de modelizar el aumento de la desigualdad derivado de las dinámicas del capital. A diferencia de Piketty, sus cálculos no parten de la teoría neoclásica. Naidu se toma en serio la valoración de mercado del stock de capital, entendiendo que constituye un reflejo de las rentas futuras que esperan obtener los propietarios de capital. Esto tiene una serie de implicaciones políticas relevantes, que, de hecho, son más trascendentes que las que se derivan del modelo neoclásico de Piketty. En consecuencia, el escenario que dibuja Naidu apunta a soluciones políticas distintas, que van mucho más allá del impuesto global al capital que sugiere C-21.

Caminos de bifurcación en la comprensión de la desigualdad

Piketty, en busca del éxito

En su «Carta abierta de una keynesiana a un marxista», Joan Robinson escribe lo siguiente: «A Ricardo le sucedieron dos pupilos muy bien entrenados: Marx y Marshall. Inglaterra había cambiado y ya no tocaba hablar de los propietarios de tierras, sino de los capitalistas. Marx les dio la vuelta a las tesis de Ricardo y, en vez de encontrar diferencias, trazó paralelismos entre los terratenientes y los capitalistas».1

Con su gran libro rojo, Piketty intenta lograr algo que ya intentó Henry George y que ha obsesionado a muchos economistas de izquierda. Su objetivo es repetir la hazaña marxista y darle la vuelta al debate, con el objetivo de plantear un paradigma completamente nuevo. Piketty argumenta que el capital moderno se parece al patrimonio de los antiguos terratenientes: su oferta es inelástica, tiene un gran peso en la producción pese al reducido coste de oportunidad que supone proveerlo, su distribución está tan concentrada que nos lleva a patrones de desigualdad dignos del feudalismo… De modo que una economía dominada por el capital moderno termina siendo una economía rentista, sometida por capitalistas sin escrúpulos, aristócratas adinerados, políticos controlados por las élites económicas… Esto alienta, como es lógico, el conflicto social.

Pero Piketty no logra repetir la hazaña marxista. Al final, C-21 termina atrapado por el propio aparato marshalliano en el que ha sido desarrollado. En su modelo, el capital aparece como un stock de ahorro y no como un derecho sobre una producción futura. Por tanto, en vez de retrotraernos al capital parasitario de los años de Ricardo, Piketty hace una descripción neoclásica del capital, de modo que las rentas derivadas del mismo aparecen como un premio al ahorro, algo que parecería acertado y aceptable desde el punto de vista social.

Como vemos en el libro de Piketty, el capital toma muchas formas, que van desde el ámbito inmobiliario a los activos financieros, pero también abarcan los préstamos empresariales o incluso la esclavitud. No obstante, debemos entender el capital como un derecho a los recursos del futuro. Porque el capital emana de las compras de derechos de propiedad sobre determinados activos (máquinas, casas, patentes, campos de petróleo, etc.), que podrán ser productivos (en cuyo caso, hay competencia por acceder a esos derechos de propiedad) o extractivos (un escenario que implica que sus propietarios se esforzarán en blindar legalmente esos derechos de propiedad, impidiendo la libre concurrencia a estos).

El alcance de la riqueza es relevante. Si una economía es muy productiva, entonces logra cumplir con las expectativas de rentabilidad de los capitalistas. Pero si la producción baja, hará falta consumir más recursos para asegurar que los capitalistas logran los ingresos esperados. El libro de Piketty sugiere que, conforme el crecimiento de la renta a nivel mundial se vaya desacelerando (g), la sociedad tendrá que controlar el capital con impuestos de alcance global o, de lo contrario, terminará viviendo la emergencia de una nueva clase de rentistas que se nutre del creciente poder que les brinda el capital.

C-21 es un buen libro. Responde a todo lo que debería tener una obra económica de gran alcance. Hay análisis histórico, conclusiones relevantes y originales, bases de datos construidas con mimo y detalle, teorías interpretativas que desarrollan los modelos matemáticos empleados… La economía no se mueve siempre a este nivel. Además, Piketty incorpora la discusión política como un punto central de su trabajo. Los grandes vaivenes del capital que identifica Piketty están determinados por decisiones o dinámicas políticas. Pero la política es un elemento exógeno en sus modelos. No está incorporada en su metodología de estudio, sino que constituye un factor externo. Por tanto, Piketty navega continuamente entre las normas económicas convencionales, con sus leyes de oferta y demanda, y el papel que desempeña la política, convertido en un elemento independiente pero de gran influencia en los resultados.

El Piketty «domesticado»

Hay distintas versiones de Piketty. La primera que conocemos en C-21 es la de un Piketty «domesticado», que parte de modelos económicos estandarizados. Ese Piketty es el que hace cálculos sobre la evolución de la tasa de ahorro o la tasa de retorno. Ese Piketty es el que nos habla de mercados más o menos competitivos. Ese Piketty cree que la elasticidad de la sustitución capitaltrabajo es mayor que 1. Ese Piketty concibe el bienestar social como un equilibrio entre igualitarismo y meritocracia.

El Piketty «domesticado» es una delicia para la ciencia económica. Su libro conjuga un modelo cuantitativo de la economía con predicciones de futuro que abarcan una serie de objetivos sociales bien definidos. C-21 desarrolla incluso una solución política óptima, con una fórmula concreta para su impuesto global a la riqueza. En suma, es un trabajo independiente, libre de contaminación política, notable en su extensión y anclado en lo que cabría esperar de su campo de trabajo.

Ése es el Piketty que entusiasma a Krugman. Ése es el Piketty que gusta a Acemoglu y Robinson.2 Ése es el Piketty que asombra con sus leyes generales del capitalismo. Y hay que agradecer el grandioso esfuerzo que supone su trabajo de modelización. Pero me temo que esta versión «domesticada» de Piketty no nos permite alcanzar los objetivos que el propio economista francés aspira a lograr con su trabajo.

En última instancia, C-21 pretende estudiar las variaciones históricas en la desigualdad de renta y riqueza, poniendo en perspectiva cómo ha evolucionado a lo largo de los siglos la ratio riqueza/renta. De modo que su libro toca cuestiones como el rol de las finanzas, la estructura de los mercados, etc. Pero el modelo desarrollado por el Piketty «domesticado» se queda corto y no consigue arrojar la suficiente luz sobre estas cuestiones.

El Piketty «salvaje»

Pero en el libro también hay fogonazos de algo distinto, que podríamos identificar como la versión «salvaje» de Piketty. Por momentos, su perspectiva es diferente. La economía pasa a ser interpretada a través de un nuevo marco. Ahora, el capital es el que permite transformar el ingreso presente en el derecho de rentas futuras, con la peculiaridad de que ese derecho se puede comprar y vender en los mercados. Desde este prisma, las corporaciones, las casas financieras, el marco laboral y la influencia política son determinantes centrales para la evolución de la ratio riqueza/renta, que a su vez marca el rumbo de la desigualdad.

Este Piketty «salvaje» aparece en varias secciones del libro y reaparece en algunas de las entrevistas y conferencias que ha brindado el autor. Esa mirada del capitalismo invita a explorar tesis que C-21 deja aparcadas. ¿Cómo se determina el valor de una acción? ¿Cómo interpretamos el rol histórico que ha desempeñado la esclavitud en la acumulación de capital? ¿Qué explicación damos a los flujos de capital que enriquecen a las élites a base de explotar la ausencia de derechos de propiedad de regiones empobrecidas como África?

Cuando ampliamos la mirada y adoptamos ese enfoque más general, el capital pasa a ser conceptualizado como un derecho de propiedad que necesita una determinada protección política para controlar, excluir, transferir o derivar las rentas que se derivan de su tenencia. Y, como todo derecho de propiedad, su defensa exige que el Estado ejerza su poder, estandarizando la propiedad y otorgándole legitimidad jurídica. En última instancia, esa forma de materializar el capital nos faculta a pedir que el gobierno proteja nuestra garantía de ingresos futuros frente a las acciones de ladrones, esclavos huidos, violadores de copyright, huelguistas, morosos, etc.

Ese planteamiento, que incorpora la realidad de la política económica del capital, nos permite añadir argumentos y explicaciones que no aparecen en C-21 pero que resultan esenciales para completar los argumentos del Piketty «salvaje». El economista francés no termina de abordar aspectos como las finanzas, el poder del mercado o las fuerzas endógenas que marcan las decisiones políticas. Pero, si hacemos esas reflexiones, entonces podemos entender mejor cuáles son las instituciones y los derechos de propiedad que permiten que el capital se acumule. Y esas instituciones y esos derechos de propiedad no son tanto una decisión del sistema político actual como un resultado histórico del balance de poder entre distintos grupos sociales.

De entre esas instituciones, un sector con especial relevancia es el financiero. El capital expresa la riqueza en los mercados, a través de los precios de sus activos. Esos precios reflejan cuáles son las expectativas de rentabilidad futura. Conforme la ratio riqueza/renta sea más alta, tendremos unos mercados financieros más desarrollados, aunque esto no sea necesariamente sinónimo de eficiencia.

Esos activos financieros se emplean para organizar la producción y asegurar que los trabajadores pueden producir los bienes y servicios que terminan comprando los consumidores. Del mismo modo, la rentabilidad de esos activos financieros depende, en gran medida, de dos precios: el del factor trabajo y el de los productos que sacamos a la venta en el mercado.

El funcionamiento del mercado de productos y del mercado de trabajo, así como el proceder de las instituciones que regulan la competencia, los precios, los salarios y el empleo, terminarán determinando la cuota de la renta nacional que acaba en manos de los propietarios del capital.

Proteger esas rentas derivadas del capital exige una serie de intervenciones estatales, que van más allá del sistema tributario. En la medida en que no se aborda también este debate, entramos en una especie de círculo vicioso y la desigualdad de renta de hoy termina perfilando un sistema político que preservará la desigualdad de riqueza de mañana.

Desde el campo de la política económica, podemos entender con más claridad los problemas normativos que se derivan de la desigualdad patrimonial. Piketty escribe en varios capítulos de C-21 que la concentración de riqueza y la consolidación de una sociedad rentista va en contra de la democracia misma, pero no llega a establecer con claridad esta conexión. ¿Por qué motivo afirma que una elevadísima desigualdad de riqueza irá siempre de la mano de una importante desigualdad en el poder político de los distintos grupos sociales? Para no dejar este tipo de cabos sueltos, hay que entender la riqueza como una promesa de papel que termina siendo una realidad por la vía de la intervención del Estado. Porque la riqueza no son tanto los recursos a los que tenemos acceso, sino nuestra capacidad para invocar la fuerza del Estado a la hora de defender nuestro derecho a obtener la rentabilidad que generan esos activos. Desde este enfoque, la naturaleza antidemocrática de la riqueza resulta mucho más aparente.

Evaluar la ratio riqueza/renta

W/Y = s/g

El modelo básico de Piketty gira en torno a la acumulación dinámica de riqueza:

Wt+1 = sYt + Wt

En su fórmula, s es la tasa de ahorro, Y es la renta y W es la riqueza.

Si dividimos ambos lados de la ecuación por

Yt+1 = (1 + g)Yt

donde g es la tasa de crecimiento del PIB, entonces llegamos a la siguiente fórmula:

W/Y = s/g

De modo que la ratio riqueza/renta (W/Y) equivale a la división de la tasa de ahorro entre el crecimiento del PIB (s/g).

Esta fórmula pone especial énfasis en la tasa de ahorro de los hogares y las familias, así como en los niveles de crecimiento que se observan en la economía. En consecuencia, el peso de la riqueza sobre el PIB termina pareciendo una consecuencia de las decisiones de ahorro e inversión del sector privado, en relación con la innovación, la acumulación de capital humano o la evolución demográfica, y ajustando los datos para considerar la depreciación de los activos.

Pero estas fuerzas, sin duda relevantes para el funcionamiento de una economía, no se comportan de forma tan rígida y mecánica. De lo contrario, podríamos aplicar esta misma fórmula a una economía planificada y a una de corte capitalista. Sin embargo, la realidad es más compleja y las instituciones del capitalismo son mucho más complejas. De hecho, esa complejidad hace posible la riqueza privada.

W/Y y las rentas de los ricos

La cuota de la renta nacional que amasan las rentas del capital (α) se calcula con la fórmula siguiente, en la que r es la tasa de beneficio, s es la tasa de ahorro y g es el nivel de aumento del PIB:

Por tanto, si nos centramos en las dinámicas de la desigualdad, encontramos que el valor de la ratio riqueza/renta (W/Y) no se verá muy afectado en el caso de que r y g experimenten descensos más o menos similares. No obstante, si g se reduce y r se mantiene más o menos constante, entonces la ratio riqueza/renta irá a más, como también crecerá la cuota de la renta nacional que termina en manos de los capitalistas.

La idea de que puede darse una presión alcista más o menos constante que termine aumentando el peso de las rentas del capital está anclada en Trabajo asalariado y capital, un viejo trabajo de Karl Marx. Piketty toma como referencia aquellas advertencias, pero su modelo no llega a reflejar las dinámicas identificadas por Marx, ya que simplemente se centra en la renta y la riqueza, probablemente porque hablamos de magnitudes que se pueden medir de forma empírica, a lo largo de siglos, basadas en datos tributarios, censos, etc. Pero, a pesar de que Piketty se queda corto en este punto, sus argumentos finales son similares a los de Marx. Y es que C-21 encuentra también que, a largo plazo, el grueso de la producción terminará en las manos de los capitalistas. La diferencia radica en el mecanismo que nos lleva a esa concentración. Piketty tiene un modelo en el que la tasa de retorno arroja un beneficio constante a los capitalistas, mientras que el crecimiento se va reduciendo con el paso del tiempo. Marx contemplaba el aumento de la desigualdad por la vía del estancamiento salarial y del aumento de la productividad. Pero ambos enfoques son consistentes con un mismo resultado final: a saber, una mayor cuota de la renta nacional en manos de los propietarios de capital.

Según Piketty, Marx debió haber incorporado el rol del crecimiento económico. Las nuevas innovaciones, el crecimiento de la población y el incremento de la actividad aumentan la producción y generan más rentas para los asalariados. Puede que estos avances tecnológicos y organizativos reduzcan el poder de los trabajadores, pero también es cierto que contribuyen a aumentar el peso del factor trabajo en la economía, lo que genera más empleo.

Pero puede que la realidad sea algo más sutil y menos evidente de lo que apunta Piketty. En C-21 se apunta a una tasa de retorno más o menos constante que, además, rebasa de forma regular el ritmo de crecimiento de la economía. Marx parte de que la mera existencia del desempleo ancla los salarios en niveles más bajos, cercanos a los niveles de subsistencia histórica y moral. De modo que, siguiendo su enfoque, todas las ganancias de productividad van a parar a los capitalistas, a menos que los niveles de subsistencia histórica y moral terminen aumentando.

En el modelo competitivo que describe Piketty, las ganancias de productividad se transmiten a los trabajadores a través de la competencia en el mercado laboral. Las empresas buscan contratar a mejores trabajadores y esto termina aumentando las retribuciones. De modo que el modelo de Piketty necesita que la productividad crezca menos que la tasa de retorno para que los propietarios de capital vean aumentar su cuota sobre la renta nacional.

El caso es que, tomemos un camino u otro, la proyección que hacen Marx y Piketty es prácticamente idéntica, pues ambos concluyen que el capital terminará amasando un porcentaje creciente de la producción económica. Para Marx, el crecimiento es constante pero los sueldos se quedan atrás por el marco institucional capitalista y el contrapeso que ejerce el desempleo. Para Piketty, la tasa de retorno se mantiene constante, pero el ritmo de crecimiento de la productividad sigue una senda decreciente, lo que impide un aumento de las rentas del trabajo. Marx ve elasticidad en la oferta de trabajo pero encuentra inelástica su demanda. Piketty ve elasticidad en la demanda de capital, pero encuentra inelástica su oferta. Pero ambas líneas de pensamiento arrojan un mismo resultado: el excedente termina en manos de los propietarios del capital.

En opinión de Piketty, las fuerzas que han empujado al alza el crecimiento económico han hecho que generaciones y generaciones de economistas descarten la tensión básica del capitalismo que Marx puso encima de la mesa con sus trabajos. Sin duda, el aumento del nivel de vida de los trabajadores a lo largo de los últimos siglos parecería acabar con las tesis de Marx, que anticipaba un crecimiento empobrecedor, del que sólo se beneficiarían las élites.

Pero precisamente el aumento del nivel de vida de los trabajadores ha sido una rareza, que se explica por las inusuales situaciones políticas que se dieron durante la primera mitad del siglo XX. Según argumenta Piketty, el período que va de la primera guerra mundial hasta 1970 es un gran accidente histórico, en el que los conflictos armados de gran alcance, el auge del Estado del Bienestar y la imposición de códigos tributarios progresivos logran frenar el proceso de concentración de la riqueza, colocando la tasa de crecimiento económico por encima de la tasa de retorno de los capitalistas. Pero C-21 documenta cómo esa dinámica se invierte de nuevo desde 1970, de modo que las dinámicas propias del capitalismo vuelven a repetirse.

Causas estructurales de r > g

Según Piketty, que la tasa de retorno del capital exceda los niveles de crecimiento de la economía (r > g) es una tendencia estructural del capitalismo. Más que explicar el motivo, el economista francés lo presenta como un hecho histórico.

¿Cuáles podrían ser las causas de esa tendencia estructural? Quizá la inversión extranjera tiene algo que ver, porque la posibilidad de encontrar oportunidades de inversión a lo largo y ancho del planeta permite que los capitalistas mantengan su tasa de retorno en niveles elevados, aunque esto suponga un golpe a la soberanía y la estabilidad política de muchos países.

También podría ser que el desarrollo de los mercados permite entender mejor los patrones de la demanda y las dinámicas de la producción, de modo que se logra sustituir capital por trabajo con eficiencia, con lo que por momentos aumenta el consumo de capital sin que por ello se reduzca la rentabilidad de éste.

Otra explicación puede radicar en el poder de las grandes fortunas. Si son capaces de convertir su riqueza en influencia política y capacidad organizativa, entonces lograrán mantener una tasa de retorno elevada, por encima de los efectos de sustitución que puedan inducir los cambios en la demanda o los adelantos tecnológicos.

Cabe plantear muchas otras hipótesis: quizá la explicación está en la oferta de capital y las dinámicas de ahorro e inversión; quizá la clave está en los distintos ciclos de vida de las personas y del capital; quizá todo se explica por el talento de los capitalistas, que saben ahorrar con prudencia e invertir de forma innovadora y arriesgada, con lo que obtienen una compensación r como premio a sus esfuerzos…

A Piketty no le satisfacen estas explicaciones. De hecho, rechaza con especial contundencia una tesis extraída de las teorías de crecimiento óptimo, según la cual los niveles de ahorro reflejan simplemente nuestro consumo futuro. Bajo este supuesto, el consumo futuro puede ser el consumo propio, que realizamos con el paso de los años, o incluso la transmisión del ahorro a nuestros descendientes, entendida también como una forma de consumo, esta vez orientada a beneficiar a terceros.

No obstante, Piketty prefiere pensar en el ahorro a través de modelos en los que la acumulación patrimonial aparece como un fin en sí mismo. Junto con Emmanuel Saez, el autor de C-21 ha explorado estas dinámicas en distintos trabajos académicos. «¡Acumulad, acumulad!», decía Marx. Pero, si ésta es una buena descripción de lo que explica la motivación capitalista por ahorrar e invertir, entonces habrá que reconocer que los patrones de acumulación del capital no sólo se explican por expectativas de consumo futuro, sino también por la inercia del capitalismo financiero, la búsqueda insaciable de la seguridad económica, las cuestiones de identidad de estos grupos sociales o incluso las fantasías psicológicas que animan a pensar en imperios futuros u otras conquistas similares.

El beneficio como una forma de renta

Arthur Dewing es el autor de uno de los manuales de referencia en el campo de las finanzas corporativas. Según escribió, «los motivos que llevan a los hombres a expandir sus proyectos empresariales no son económicos, sino psicológicos. Esto se debe al legado del barbarismo depredador, que aún explica algunos comportamientos humanos».

Entre esos motivos psicológicos aparece la voluntad de dejar un «legado», de modo que la voluntad de transmitir patrimonio a las nuevas generaciones se convierte en una obligación que ni siquiera considera la relación humana con esos descendientes. También influye el horizonte temporal que toman como referencia los grandes patrimonios: ahorrando para una jubilación dorada, están transmitiéndose a sí mismos un «legado», etcétera.

Si enfocamos de esta forma el ahorro, entonces parece clara la necesidad de imponer tributos más altos a las rentas del capital. Si la oferta de capital se asemeja más al mercado inmobiliario y menos al dinero en efectivo, entonces un mero entendimiento de economía básica debe llevarnos a defender la aplicación de impuestos altos a la riqueza.

El capital no desaparece con expropiaciones puntuales, por mucho que puedan servir a una buena causa social. Además, la imposición de impuestos a la riqueza debe hacerse con cuidado: no basta con subir los gravámenes aplicados a las sucesiones, porque también hay otros esquemas que permiten transmitir patrimonio, como por ejemplo los fondos fiduciarios o trust funds.

Durante años se ha defendido que el capital no debería estar gravado si queremos tener un sistema tributario óptimo. Piketty lo ve de manera muy distinta y plantea una reflexión sobre este asunto con la mirada puesta en los efectos que tienen el capital en el crecimiento y en la concentración de la renta y la riqueza. De modo que el debate sobre cómo gravar el capital ya no tiene tanto que ver con la relación entre ahorro y consumo, sino con la necesidad de implementar tributos globales que eviten que los capitalistas sigan acumulando patrimonio y lo lleven posteriormente a «paraísos fiscales» o cuentas offshore. Puede que la oferta de capital sea inelástica en todo el mundo, pero sigue siendo elástica para cada país a título individual.

W/Y = α/r

Hasta ahora nos hemos centrado en la oferta y la demanda de ahorro agregado. Por tanto, estamos partiendo de que ésa es la mejor forma de medir la riqueza. Sin embargo, los datos son bastante claros y apuntan a que las rentas del capital y el efecto valoración tienen especial relevancia para la ratio riqueza/renta (W/Y). La mayoría de los modelos dinámicos sugiere que estos efectos son transitorios o burbujas que se pinchan con el tiempo. Pero quizá el efecto valoración es mucho más importante. Y, si es así, ¿cómo entenderlo mejor?

Podemos mirarlo con las «gafas del dinero» e interpretar que los flujos de ingresos de los capitalistas resultan algo fundamental. Siguiendo esta línea, los elementos clave son el poder de negociación de los propietarios de capital (α), el flujo de ingresos que va a parar a las manos de dicho colectivo (αY) y el precio de los derechos de propiedad que detentan las empresas (marcado en los mercados financieros como la tasa de retorno, r).

Supondremos que todos los propietarios de capital tienen un mismo poder de negociación (α) y que la tasa de capitalización rfinance es igual para todas las empresas. Aquí, r-finance se diferencia de r para distinguir el descuento aplicable a los activos del mero retorno obtenido del ahorro. En un mercado financiero perfecto, r y r-finance serían iguales. No obstante, en un mercado financiero imperfecto y con intermediación, la tasa de retorno que brinda el sector financiero es r-finance = r + ρ, donde r es la tasa de retorno de los ahorradores y ρ es el coste de los servicios financieros.

Si incorporamos el peso del capital sobre la renta nacional y la tasa de retorno financiera, nuestra comparativa entre la riqueza agregada y el PIB evoluciona a la siguiente fórmula:

Como sucede en el caso de s/g, estamos ante un ejercicio contable. No obstante, su resultado invita a interpretar de forma privada la riqueza privada, que ya no será el stock de ahorro que hemos acumulado y convertido en bienes de capital útiles, sino que se convertirá en un derecho a futuro sobre unos determinados recursos. Más que una suma de ahorro pasado que cristaliza en una serie de bienes y activos, ahora sí vemos el capital como un flujo de ingresos futuros.

Lucha de clases, poder de negociación y tasas de capitalización

La posición de mercado de los capitalistas y su poder de negociación

W/Y = α/r demuestra que la riqueza puede descomponerse sin acudir a la tasa de ahorro s o la tasa de crecimiento económico g. Tanto α como r nos dan un buen reflejo contable de los datos que pretendemos evaluar. El primer lugar, tenemos α, la cuota de la renta nacional que amasan los propietarios de capital y su peso puede ir a más cuando el capital es más productivo o cuando se introducen cambios institucionales que permiten que los capitalistas saquen mayor rentabilidad a sus proyectos empresariales. De modo que α refleja cuántos ingresos van a los tenedores de unos determinados derechos de propiedad, lo que refleja la distribución del poder de negociación que tienen los distintos agentes económicos. En segundo lugar, tenemos r-finance – ρ, que es la tasa de retorno que el sector financiero imputa a los activos de las empresas, descontando el coste de intermediación que recibe el sector financiero. Este concepto refleja cómo los mercados financieros determinan los precios de los derechos de propiedad a base de agregar expectativas sociales, y arroja como resultado una tasa implícita de retorno que se espera de cada activo en cuestión. El valor de la riqueza en relación con la renta depende, al final, de un término marxista, como α, y de uno keynesiano, como r-finance – ρ.

Al ensanchar el ámbito de las transacciones financieras, entra cada vez más dinero en un sistema que permite traer al presente unos beneficios que se esperan para el futuro. Eso empuja al alza el precio que tienen los derechos de propiedad y reduce la tasa de retorno implícita en r-finance – ρ. De modo que, aunque r-finance sea más o menos constante y esté determinada por la rentabilidad de todos los activos, el alcance de la capitalización financiera y de la cuota de mercado que capturan las finanzas (ρ) puede verse alterado.

Con α capturamos las rentas más puras que esperan recibir los capitalistas. Hay sectores especialmente intensivos en cuanto al peso que tiene en ellos la propiedad intelectual: es el caso del campo farmacéutico, de la tecnología o del entretenimiento. En otros sectores, el valor del capital es muy elevado: las finanzas y la energía son, probablemente, el mejor ejemplo. Que la economía otorgue un mayor peso a estos ámbitos de actividad puede tener mucho que ver con el aumento de la ratio riqueza/renta. Lo mismo ocurre con el sector inmobiliario a nivel mundial, ya que dicha rama de actividad capitaliza el creciente valor que reciben las políticas e instituciones en vigor.

Sin embargo, hay cambios en α que se explican por otros motivos. Por ejemplo, si se alteran los mercados de productos, si cambia la gobernanza de las empresas, si las instituciones que fijan los salarios se alteran, etc., entonces veremos modificaciones en este indicador. De entrada, α tiende a ser alto en mercados con poca competencia, ya que esta configuración permite extraer abultados beneficios a los capitalistas, en detrimento de consumidores y trabajadores. Como nos explica la organización industrial, que haya muchas empresas en un mercado no significa que el mercado sea competitivo, sobre todo si los bienes que se despachan son heterogéneos y las carencias de información resultan altas.

Los modelos consagrados a estudiar la búsqueda de empleo nos dicen que la diferencia de ingresos entre los capitalistas y los trabajadores viene determinada por las condiciones del mercado laboral. Hay, por tanto, una relación entre la tasa de ofertas de empleo y la tasa de despidos. Por su parte, los modelos sobre la eficiencia en la fijación de salarios nos dicen que hay dos factores clave: la eficacia a la hora de monitorizar la tecnología y el grado de rigidez o flexibilidad laboral. Si analizamos un caso con unos sindicatos fuertes, entonces los salarios sí tendrán mucho que ver con el poder de negociación que se deriva de la capacidad de convocar una eventual huelga. Pero, tanto en el caso de la búsqueda de empleo como en el de la fijación de los sueldos, hay un patrón común: las rentas de los capitalistas van a menos si suben los sueldos, de modo que reducir el peso de las rentas del trabajo conlleva siempre un aumento de las rentas del capital.

El poder de negociación de los capitalistas, a lo largo del tiempo

En la figura 5.1 vemos el patrón de la desigualdad de riqueza a lo largo de la historia, así como una medición del poder de negociación de los trabajadores. Observamos una curva con forma de «U» en la tasa de huelgas, un indicador imperfecto pero que nos sirve para aproximarnos al poder de negociación de los trabajadores. Y esa «U» choca con la «U» invertida que arroja la ratio riqueza/renta (W/Y).

FIGURA 5.1 Usando el salario relativo en el sector financiero como indicador de la desigualdad de riqueza y las huelgas como indicador del poder de negociación de los trabajadores, vemos que los períodos en que ese poder es más reducido son también épocas de creciente desigualdad.

Fuente: La serie temporal toma datos de HSUS y FMCS para reflejar la evolución de las huelgas en Estados Unidos (eje de la izquierda), mientras que las mediciones sobre desigualdad parten de la ratio riqueza/renta de Piketty (2014), el cálculo de la riqueza que amasa el 1 % que realiza Zucman (2016) y el salario relativo en el sector financiero que estiman Philippon y Reshef (2012).

No es fácil elegir un indicador para medir el poder de negociación de los trabajadores. En ocasiones se toma como referencia la densidad de afiliación de los sindicatos pero, en última instancia, es la amenaza creíble de una huelga lo que realmente determina el poder de los trabajadores en Estados Unidos. Y, si esta fuerza ayuda a reducir α, entonces W/Y evolucionará en paralelo a dicha variable.

Además del poder de negociación a nivel interno (trabajadores frente a empleadores), también importa el poder de mercado que tienen las empresas. En un mundo con retornos crecientes, costes fijos elevados y costes marginales reducidos, los monopolios desempeñan un papel especialmente nocivo, ya que se convierten en un mecanismo que dispara automáticamente el valor de α. Esto es así porque los monopolios transfieren recursos de los consumidores a los propietarios de capital de forma más intensa.

Puede ser que una de las explicaciones de los mediocres avances de la productividad en los últimos quince años sea el aumento del poder de mercado que detentan las empresas. Los aumentos de productividad no están acompañando un aumento equivalente de la producción y, al fin y al cabo, una característica de los monopolios es que no les interesa aumentar la producción. Además, los datos apuntan que la productividad total de todos los factores está bajando incluso con el capital ganando peso. Con esta perspectiva, el aumento en la desigualdad de riqueza hace que el proceso resulte menos obvio pero también más evitable que el marco que imputa las crecientes diferencias de riqueza a una interrelación secular y predecible entre el capital y el crecimiento, cuyas dinámicas sólo se rompen en el caso de acontecimientos políticos extremos.

El aumento de la concentración empresarial en los tres últimos lustros desempeña un rol importante en el crecimiento de la desigualdad. La regulación y los cambios tecnológicos han favorecido que esto ocurra. Además, vemos que las leyes de propiedad intelectual son cada vez más fuertes y relevantes, en contraste con una doctrina antimonopolio cada vez más blanda y secundaria. El resultado es que la colusión y la cartelización de los mercados es hoy más fácil que en el pasado.

Además, hay datos que sugieren que las finanzas, y en especial los grandes vehículos de inversión institucional, desempeñan un papel muy relevante a la hora de facilitar unos mercados menos competitivos. Las aerolíneas se han convertido en el mejor ejemplo: un puñado de inversores institucionales posee la mayoría de las acciones de United, Delta, Southwest y demás firmas del sector. Hay estudios que demuestran que, conforme Blackrock ha aumentado su participación en las aerolíneas, los precios de los billetes han subido entre un 3 y un 10 por ciento.3

En el Golfo, aerolíneas como Etihad y Gulf Air están blindadas a la inversión extranjera, lo que ha motivado denuncias del sector estadounidense, que acusa a dichas compañías de ejercer prácticas anticompetencia. Teniendo en cuenta la elevada colusión y cartelización de las aerolíneas estadounidenses, resulta curioso y hasta absurdo que esas mismas compañías se rasguen las vestiduras ante lo que ocurre en el Golfo. Quizá va siendo hora de desempolvar los libros de Hilferding, Hobson y Lenin, en los que ya se sugiere que los conflictos internacionales entre monopolios nacionales son otro resultado esperable del capitalismo.

Control y esclavitud

Steve Jobs, uno de los líderes empresariales más importantes de las últimas décadas, se quejaba a finales de los años ochenta del excesivo poder que tenían los accionistas de Apple. Del mismo modo, cabe pensar que muchos de los trabajadores de la firma tecnológica se podrían haber quejado por el excesivo poder que ostentaba el propio Jobs. Como explicaba Ronald Coase, esta distribución de poder no es ajena al mercado, sino que forma parte de éste y constituye una transacción clave para entender cómo funciona la economía.

Al final, los trabajadores cumplen órdenes porque corren el peligro de ser despedidos, del mismo modo que los consejeros delegados se ven disciplinados por las decisiones que toman las juntas de accionistas. De manera que no podemos olvidar que el capital conlleva el derecho a monopolizar los flujos de ingresos futuros, excluyendo a otros y consolidando una posición dominante.

Que el capital vaya de la mano con esos derechos de control debe llevarnos a replantear la forma en que hablamos de los mercados de inversión. A menudo se calcula la llamada Q de Tobin para estimar si un activo cotizado está sobrevalorado o infravalorado. Pero, como explica Piketty, esta variable no considera los derechos de control. Sí, en los precios de las acciones vemos reflejada la tasa de retorno esperada… pero los inversores también compran el derecho a controlar las decisiones empresariales.

En Alemania o Japón, las empresas prestan especial atención a la sensibilidad de sus públicos, tomando en consideración el criterio de los sindicatos y de otras organizaciones que guardan una relación más o menos directa con la compañía. Esto implica que la Q sea más baja en estos países que en el Reino Unido o Estados Unidos, donde los accionistas tienen mucho más peso. En este sentido, Piketty considera que las acciones en Alemania están infravaloradas en la medida en que los accionistas no tienen el mismo poder que amasan los inversores británicos o estadounidenses, que enfrentan menos oposición por parte de sindicatos y otras instancias. Hubo un tiempo en que las fuerzas sindicales sí tenían un peso importante en Estados Unidos. Cuando los sindicatos lograban imponer su criterio en la Junta Nacional de Relaciones Laborales (National Labor Relations Board o NLRB), la bolsa reaccionaba a la baja. No obstante, esto no implicaba una pérdida de poder real y duradera para los capitalistas, que seguían disponiendo de los mismos activos, por mucho que su cotización se resintiese en el corto o medio plazo.

Piketty dedica algunos párrafos a discutir cómo podemos interpretar la evolución del capital en relación con la historia de la esclavitud. Es instructivo tocar este tema para diferenciar entre capital humano y riqueza. Se estima que los esclavos recibían un salario que apenas alcanzaba el 48 por ciento de su producción marginal, lo que implica que los propietarios retenían un porcentaje aún mayor de la renta nacional, lo que redundaba en una mayor acumulación de capital, sobre todo desde la incertidumbre del derecho de control que suponía la existencia de la institución esclavista.

Piketty plantea que no está claro si la riqueza derivada de la esclavitud debe considerarse riqueza neta, pues lo que para los esclavistas es un activo no es más que un pasivo para los esclavos. Pero, en cualquier caso, Piketty nos recuerda que los esclavos se podían comprar y vender en el mercado y que esto implicaba comerciar con un flujo de ingresos futuros que estaba reconocido y protegido por las leyes. Recordemos que las rentas no las generan las máquinas, los edificios o las personas, sino el derecho de propiedad que nos garantiza que seremos nosotros quienes nos beneficiemos de los ingresos generados por las máquinas, los edificios o las personas. He ahí el verdadero «capital».

La enmienda número trece de la Constitución de Estados Unidos impone límites estrictos sobre las cláusulas laborales, de modo que la capitalización del capital humano ha dejado de ser una realidad en el capitalismo moderno (al menos hasta ahora…). Por tanto, hay que hacer la diferenciación que establece Piketty entre capital humano y riqueza.

Por descontado, los esclavos sí eran productivos para la economía de sus propietarios, pues generaban producción y aumentaban el valor de otros activos. Por ejemplo, tras la Guerra Civil, el valor del suelo se hundió en las tierras de esclavos, ya que la pérdida de la productividad que aportaba esa mano de obra cautiva se había esfumado, lo que redujo el valor de las tierras hasta equipararlo con el de terrenos similares de las zonas libres del país.

Pero el derecho a comerciar con el trabajo de otras personas no sólo podía resultar productivo en lo tocante al uso directo de los esclavos, sino que también aportaba otros beneficios a los esclavistas. Por ejemplo, podían entregar a los esclavos para cancelar una deuda y, de hecho, contaban con ellos como colateral a la hora de endeudarse para asumir nuevos proyectos empresariales.

Capital y flujos de ingresos

El otro componente de la ecuación W/Y = α/r es r-finance − ρ, que nos recuerda que el capital no es solamente un derecho a la producción presente, sino también a la producción futura. Por su durabilidad, el otro marco en el que debemos inscribir las discusiones sobre la ratio riqueza/renta es la valoración de los flujos de ingresos que esperamos obtener de los activos que constituyen el capital. La ratio de capitalización 1/r viene determinada por distintos aspectos: el sistema financiero, el gobierno corporativo, el monitoreo de los acreedores, la oferta y la demanda de flujos de ingresos futuros, la política monetaria, etc.

Para entender esta mirada a la ratio riqueza/renta (W/Y), es crucial entender cómo reconocen los mercados el derecho de propiedad a un flujo de ingresos futuro, ya que estas expectativas mueven dinero del mañana al presente. No obstante, esta dimensión suele ignorarse, ya que la mayoría de los análisis sobre este punto se limita a la fórmula clásica de s/g.

Las expectativas sociales tienen un papel fundamental a la hora de determinar la evolución de la ratio riqueza/renta. Si la riqueza constituye, en efecto, un título que nos da derecho a un flujo de ingresos futuro, entonces debe importarnos cómo los mercados arbitran las expectativas sobre ese flujo, pues de ahí vendrá la tasa de retorno asignada a ese título. En todo este proceso desempeñan un rol muy importante las instituciones, de las que los capitalistas esperan una defensa de los derechos de propiedad. Economistas como Keynes o Minsky nos han ayudado a estudiar las fluctuaciones del ciclo económico y el papel que tiene la riqueza en la sociedad. En última instancia, r se convierte en un agregado de las expectativas articuladas en el mercado, de modo que W/Y puede servirnos como indicador de situaciones de crisis, haciendo las veces de canario en la mina y alertando de un exceso de optimismo en nuestras expectativas de futuro.

Ya en la figura 5.1 planteábamos el salario relativo del sector financiero como un indicador relevante para estudiar la evolución de W/Y. Con su cálculo podemos estimar ρ, el flujo de ingresos ligado a los servicios financieros. Hay una relación muy estrecha entre la evolución de ρ y la desregulación financiera, algo que también pasa con W/Y. Al final, si la tasa de retorno queda más o menos fija en r-finance, entonces el campo financiero queda abonado para un aumento de las pretensiones rentistas, lo que ayuda a que el sector financiero reciba un mayor flujo de ingresos (ρ) y, al mismo tiempo, empuja al alza la ratio riqueza/ renta (W/Y).

Si nos centramos en α/r, también podemos revelar algunas de las características de la dispersión de la riqueza. El logaritmo de la riqueza quedará así:

var(log w) = var(log αY) + var(log r) − 2Cov(log αY, log r)

De modo que la dispersión en las tasas de retorno o en las rentas del capital terminará generando también un repunte en la desigualdad de riqueza.

Es importante destacar que la desigualdad de riqueza se reduce con la covarianza: cuando los grandes propietarios de capital se benefician de tasas de descuento reducidas, esos privilegios políticos o financieros tenderán a aumentar la desigualdad de riqueza.

Las instituciones financieras y los mercados también pueden aumentar la habilidad de los más ricos para aprovecharse de las rentas o de la dispersión de los retornos. Pueden lograrlo creando una mayor demanda de regulaciones arbitrarias o de oportunidades para el arbitraje. En sus investigaciones, Jason Furman y Peter Orszag argumentan que el aumento del peso que tienen las rentas desempeña un rol clave en el aumento de la desigualdad.4 Ambos arguyen que la escasez artificial de vivienda en ciudades productivas, motivada por regulaciones políticas y malas infraestructuras de transporte, es uno de los factores que aumenta α, es decir, el porcentaje de la renta nacional que va a parar a los capitalistas. Lo mismo se puede decir del papel que tienen los derechos de propiedad intelectual y las patentes, constituidos en otro factor que empuja al alza los ingresos de los capitalistas. Pero Furman y Orszag explican también que la dispersión del capital empresarial y del capital invertido va a más, algo que consideran ligado al auge de los rentistas. Si el ingreso que va a parar a los propietarios de activos inmobiliarios o a los dueños de las empresas está cada vez más disperso, entonces aumentará el retorno de los servicios financieros que logran mantener una tasa de retorno elevada. En consecuencia, los ricos pagarán más por esos servicios, con el objetivo último de elevar la covarianza de su portfolio de acciones, buscando las empresas y los mercados que generen más rentabilidad y exacerbando así su acumulación de capital.

Rentistas y superdirectivos

Estudiando el capital desde este prisma, borramos la ilusión de una supuesta diferencia entre los rentistas y los llamados superdirectivos. Los segundos tienen contratos laborales que les garantizan unos ingresos muy abultados cuando su empresa va bien. Esos ingresos se materializan mediante pagas extra (bonus) o por la vía de la remuneración en acciones o en opciones sobre acciones (stock options).

En vez de constituir un retorno por el capital humano, este esquema refleja de forma clara una combinación de información limitada con normas legales que benefician a esos trabajadores, por ejemplo la asignación de un número limitado de opciones sobre acciones. Por tanto, no queda claro que estas retribuciones sean, en efecto, rentas del trabajo, sino que parecen ser una suerte de rentas del capital que tiene la peculiaridad de exigir la concurrencia a una serie de reuniones a las que hay que acudir con traje.

Todo esto nos abre las puertas a una especie de cadena de valor, que sitúa en un extremo a los trabajadores con sueldo fijo y en otro extremo a los accionistas que están sujetos al riesgo del valor cambiante de sus títulos. En este esquema, el consejero delegado y los superdirectivos aparecen en el medio.

Si los sueldos de los altos cargos empresariales fuesen interpretados directamente como rentas del capital, la ratio riqueza/ renta se dispararía de manera pronunciada. De hecho, la elevada covarianza de los salarios de estos altos cargos con el ritmo que siguen los beneficios empresariales también parece reflejar que estos flujos corresponden más a rentas del capital que a rentas del trabajo. Por tanto, aunque quizá podemos seguir considerando como un salario el sueldo base de estos superdirectivos, el resto de sus paquetes retributivos sí debe ser interpretado como ingresos derivados de las rentas del capital.

Además, el marco fiscal de las rentas del capital es más atractivo, de modo que hay incentivos para volcar los salarios hacia esta fórmula retributiva. Estas fuerzas institucionales, que marcan de manera notable los patrones de acumulación de riqueza, quedan oscurecidos cuando pensamos en el capital como una mera suma de ahorro y rentas del capital o cuando pensamos en la ratio riqueza/renta como una simple comparativa de los niveles de ahorro con las tasas de crecimiento de la economía. Aunque puede tener sentido asumir estas fórmulas para seguir determinados marcos contables, es más interesante adoptar el marco α-r-financeρ, ya que nos ofrece una mirada más profunda a instituciones como el gobierno corporativo, las finanzas, el trabajo y los mercados de productos, lo que nos permite un mejor entendimiento de la organización económica que el que nos brindan fórmulas como s/g, que no dan cabida al estudio de las instituciones.

La política de construcción institucional como factor determinante de W/Y

Si, como venimos argumentando, la riqueza la determinan las reglas del juego, entonces el estudio de la política es especialmente importante para entender W/Y. Para el Piketty «domesticado», la política solamente influye a la hora de fijar el tipo fiscal de su impuesto al patrimonio, de modo que el mercado hace todo el trabajo a la hora de marcar los precios marginales, lo que nos deja la siguiente ecuación:

W/Y = s/g

Pero una mirada anclada en las instituciones, en el dinero y en la política económica nos permite ir más allá, ya que ayuda a explicar por qué los propietarios de riqueza pelean tan duro para traducir sus ganancias patrimoniales en mayores cotas de influencia política. Y es que los ricos saben que el proceso de acumulación depende de la capacidad de mantener los flujos de ingresos futuros, una tarea que exige compromisos políticos de muy largo plazo, es decir, instituciones.

Si α y ρ los determinan instituciones que son endógenas a la distribución del poder político, entonces el rol de la política queda ligado a la preservación y la defensa de la riqueza generada. Las estructuras de mercado y las regulaciones que garantizan ese marco no son rígidas, sino que deben mantenerse continuamente, por la vía de la justicia y de la administración de gobierno. De lo contrario, la rentabilidad esperada de los títulos de propiedad queda en entredicho.

Las políticas públicas que inciden en la distribución de la riqueza

Si estamos interesados en reducir el peso de la riqueza privada en relación con la renta nacional, hay dos grandes vías para lograr nuestro objetivo marco: la primera consiste en limitar las rentas que generan los títulos de propiedad; la segunda, en regular los mercados financieros que determinan el precio de los títulos de propiedad.

Se abre así un abanico de políticas más o menos tradicionales entre quienes se escoran a la izquierda y defienden el igualitarismo: refuerzo de las medidas antimonopolio, eliminación de las barreras de entrada, promoción de la movilidad socioeconómica, fomento de un movimiento laborista más fuerte, debilitamiento de los derechos de propiedad intelectual, reforma del papel de los accionistas en los procesos de negociación y toma de decisiones, políticas monetarias adoptadas por la banca central, gasto público en campos como la vivienda y el empleo, etc. Pero, además de todo lo anterior, si queremos regular W/Y, entonces tenemos que limitar la habilidad de lograr que los contratos financieros nos otorguen más y más flujos de recursos traídos del futuro al presente. Una forma de hacerlo es aumentar los requisitos de capital; otra vía pasa por restringir las innovaciones financieras; y también cabe potenciar las microestructuras de los mercados de acciones, promover un impuesto a las transacciones financieras, etcétera.

En su día, Kuznets reconocía que hay numerosas opciones en la mesa: «Un factor que puede actuar frente al efecto que tiene la acumulación patrimonial de las rentas más altas es el de la introducción de interferencias legislativas y decisiones políticas. Pueden ser medidas directas, dirigidas a limitar la acumulación de propiedad por la vía de los impuestos a las herencias u otras figuras fiscales que gravan el capital. También pueden desarrollarse con medidas indirectas que tienen efectos similares, por ejemplo con una inflación inducida o permitida por el gobierno que logre reducir el valor económico de la riqueza acumulada en títulos con precios fijados y otras propiedades que no logran adaptar su valor al aumento de los precios. Otra fórmula posible es la introducción de límites legales a la rentabilidad del patrimonio acumulado, como ocurre con los precios máximos que limitan el coste de los alquileres. Y también cabe la posibilidad de apostar por unos tipos de interés artificialmente bajos, de modo que el mercado de la deuda pública salga beneficiado».5

Frente a esta paleta de medidas que plantea Kuznets, Piketty da una respuesta poco desarrollada y centrada únicamente en la fiscalidad. Su gran aportación al debate político es la introducción de un impuesto al capital que tendría aplicación directa y alcance global. Planteando el gravamen como un pago anual se evita el efecto acumulativo que ocurre cuando el tributo se difiere a la realización de la rentabilidad alcanzada. Esto implica que el peso de las rentas del capital se reduzca de forma progresiva.

Lo que propone Piketty se diferencia de los impuestos a los dividendos o las rentas del capital en la medida en que constituye un impuesto progresivo a la riqueza total, no solamente a la rentabilidad concreta que pueda arrojar un determinado activo en un momento u otro. Sin duda, el impuesto a la riqueza que baraja C-21 implica una reducción inmediata de α, en tanto en cuanto el derecho al flujo de ingresos futuro se ve reducido para los capitalistas.

Aún son más relevantes las implicaciones que tendría un impuesto así en lo tocante a la transparencia. Aplicarlo conllevaría compartir información financiera sin entender de fronteras, lo que desactivaría el rol de los «paraísos fiscales» y aportaría datos fiables del verdadero alcance de la riqueza global. La idea es claramente foucaldiana: hablamos de un impuesto pensado para que la riqueza sea más evidente y controlable. Y, como reflejan los papeles de Panamá, los datos que aportaría un gravamen de este corte podrían ayudar a perfeccionar el diseño de los sistemas tributarios, al tiempo que enriquecerían el debate público y académico sobre la distribución de la riqueza.

Por el lado del gasto, Piketty apunta que la desigualdad se reduce más con la gratuidad de servicios públicos que con transferencias selectivas, pensadas para las rentas más bajas. El economista galo explica que, en Europa, el Estado transfiere entre el 25 y el 35 por ciento de la renta nacional a través de sus distintos programas redistributivos. Por tanto, Piketty invita a pensar que combatir la desigualdad por la vía del gasto público no implica llegar a los elevados niveles de gasto público que se dieron a mediados del siglo XX. En gran medida, creo que esto es cierto y que las innovaciones o mejoras del Estado del Bienestar no vendrán de la mano de aumentar el peso del gasto sobre el PIB, sino que estarán ligadas a nuevas formas de plantear estos programas sociales.

Piketty, alérgico a medidas macro contra la desigualdad

En C-21, el economista galo se muestra contrario a emplear dos instrumentos fiscales: la deuda pública y la inflación. Argumenta que la deuda pública es, en gran medida, una forma de transferir recursos de los contribuyentes a los acreedores del pasivo estatal, que a menudo serán individuos acaudalados. Sobre la inflación, opina que no afecta a buena parte del capital, por la prevalencia que tienen los activos inmobiliarios en este campo. Hay quienes podrían argumentar que esta aversión a la deuda pública se debe a que Piketty enfoca la discusión por el lado de la oferta, ignorando determinantes keynesianos de la riqueza que quedan subrayados cuando incorporamos parámetros como ρ. Por otro lado, sus trabajos tienden a ignorar el rol que desempeña la política monetaria, pero, si los bancos centrales pueden influir en el crecimiento, entonces también son capaces de determinar el rumbo que sigue la desigualdad. Esa fuerza viene enfatizada en α-r pero no en s-g.

En sus trabajos, Kopczuk demuestra que, desde el año 2000, buena parte del aumento de la riqueza del 0,1 por ciento de más patrimonio se explica por los títulos de renta fija, capitalizados con más rentabilidad cuando los tipos que fija la Reserva Federal están en niveles reducidos.6 La política monetaria tiene, por tanto, algo que decirnos sobre la forma en que se distribuye la riqueza.

La influencia del capital en la política

Considerando el amplio menú de recetas políticas orientadas a reducir la desigualdad y frenar la concentración de renta y riqueza, ¿por qué los políticos son tan poco imaginativos a la hora de incorporarlas a la discusión pública? ¿Y por qué es tan difícil lograr que estas medidas se apliquen de forma efectiva?

Según la interpretación que hace Piketty, la concentración que expresa la ratio riqueza/renta (W/Y) es una consecuencia directa del equilibrio s/g, de modo que el gobierno debe aumentar g e imponer impuestos que minen el crecimiento de s. C-21 reflexiona sobre cómo los sistemas políticos pueden cambiar la desigualdad, pero el economista francés se olvida de estudiar con detalle cómo la desigualdad puede cambiar los sistemas políticos. Creo que ésta es la principal carencia de su libro, de modo que intentaré abordar este tema en las páginas que siguen, para explicar cómo la desigualdad económica distorsiona las políticas adoptadas por nuestros gobiernos.

Las nuevas herramientas de los ricos para controlar a los políticos

Pese al avance de la democracia, lo cierto es que en el siglo XXI continuamos viendo que los más ricos siguen contando con muchas formas de controlar el sistema. Como tenemos «mercados en todo», también la influencia política está «en venta». Las élites controlan la agenda a través de organizaciones, grupos de presión, think tanks y otras entidades.

Quizá la mejor manera de empezar a marcar el terreno es la financiación de campañas. Las donaciones están normalizadas como un elemento corriente en nuestros sistemas políticos.7 Además, entre los más ricos, encontramos que estas contribuciones políticas son más pronunciadas conforme más abultado es el patrimonio de los donantes.8 Esto nos sugiere que, mientras la concentración de la riqueza vaya a más, entonces la distribución de la financiación de las campañas políticas seguirá una evolución similar. De hecho, Lee Drutman ha documentado cómo el 1 por ciento del 1 por ciento (es decir, las 30.000 personas más acaudaladas del país) inyectan el 25 por ciento de las donaciones individuales que llegan a las campañas de los políticos estadounidenses.9

Pero el fenómeno no se produce solamente en Estados Unidos. Ocurre en Washington, pero también en Bruselas. Lo vemos en el mundo rico, pero también en Brasil, China y todos los países en vías de desarrollo. El dinero engrasa la maquinaria política y, aunque en ocasiones hay reacciones contra estas dinámicas, suelen ser temporales y limitadas, de modo que la corrupción se va generalizando.

Si los medios de comunicación están sujetos a las dinámicas de la economía de mercado y si los recursos que permiten participar en el proceso político guardan una estrecha relación con las conexiones que tienen los candidatos, no es de extrañar que las decisiones gubernamentales estén guiadas por el dólar.

Podríamos pensar que una parte importante de los recursos consignados a financiar campañas políticas termina en la basura. A priori, de poco sirve quemar millones a una candidatura derrotada, ya que la incapacidad de ganar el poder impide traducir las donaciones en influencia y los únicos beneficiados de estos procesos son los numerosos «gurús» y consultores que ofrecen asesoría a las campañas. No obstante, la realidad es más compleja.

Los políticos tienen una enorme necesidad de captar recursos para financiar sus campañas, de modo que escuchan a quienes tienen la capacidad de brindarles esa ayuda y dejarán en un segundo plano a grupos y colectivos más representativos de la sociedad pero menos capacitados para aportar recursos. En el campo de las ciencias políticas ya se han divulgado estudios que explican que la perspectiva de recibir financiación es uno de los principales factores que determina la agenda de los políticos que están en campaña.10 De modo que el dinero ayuda a fijar el discurso y, como esos mensajes calan, toda la campaña se desplaza hacia el terreno que marcan las élites. Por tanto, hasta una derrota electoral puede contribuir a que los intereses de los más ricos avancen.

Si vamos a una sociedad con más desigualdad, las donaciones serán cada vez más determinantes, lo que exacerbará las dinámicas descritas anteriormente. Además, los avances tecnológicos ayudan a que las campañas sean más precisas a la hora de estudiar al electorado, lo que animará el aumento de las donaciones. Por otro lado, las figuras más destacadas de los partidos políticos están cobrando cada vez más relevancia a la hora de canalizar donaciones hacia unos u otros candidatos. Al final, esto nos puede llevar a un nuevo esquema de financiación de campañas. En Estados Unidos, los llamados «Leadership PAC» son un buen ejemplo: en la práctica, implican que los políticos más destacados ofrecen una especie de portfolio de candidatos afines, a cuyas campañas deberán inyectar fondos los donantes, con el objetivo de impulsar bloques políticos fieles a la causa.

Las viejas herramientas de los ricos para controlar a los políticos

Sin embargo, no todas las formas de controlar el proceso político son nuevas. De hecho, algunas de las tácticas que vemos hoy tienen una larga historia. Para empezar, los ricos no sólo pueden ejercer su poder a base de «gastar», sino que también hacen valer su influencia cuando deciden «no gastar» y amenazan con irse.

En sus breves comentarios sobre la «era Mitterrand», Piketty nos recuerda que, a su manera, los capitalistas también pueden declararse en huelga… Las grandes fortunas tienen la posibilidad de llevarse su capital al extranjero con cierta facilidad, lo que acarrea importantes tensiones políticas y económicas, sobre todo en países con una economía de menor tamaño.

Los «paraísos fiscales», estudiados en profundidad por Gabriel Zucman, hacen que la amenaza de la «fuga de capitales» sea más fácil de llevar a cabo.11 De hecho, los estudios de Ellman y Wantchekon apuntan que los procesos electorales se ven influenciados significativamente por el miedo a la «fuga de capitales», hasta el punto de que algunos comicios se pueden dirimir casi en exclusiva por este asunto.12

El marxismo se ha preguntado por estos temas desde hace años. Ahí están los debates entre Poulantzas y Milliband, recogidos en las páginas de New Left Review. Ambos se preguntaban cuál es el poder efectivo que detentan los propietarios del capital a la hora de marcar el rumbo de la democracia.13 ¿Qué importancia tiene que los altos cargos de los gobiernos estén en manos de personas aliadas con los intereses de las élites económicas? ¿Qué peso tiene el miedo a la «fuga de capitales» a la hora de determinar la agenda de los gobiernos?

Milliband argumentaba que el Estado termina capturado por los ricos en la medida en que los líderes políticos provienen de clases privilegiadas. Sus propios hijos llegaron a la dirección del Partido Laborista británico, pero ninguno se atrevió a promover políticas verdaderamente igualitaristas y pensadas para beneficiar a la totalidad de la población, de modo que sus intuiciones iban por buen camino…

Poulantzas contestaba diciendo que, incluso si los líderes políticos fuesen fieles creyentes en la causa obrera, la situación seguiría estando desequilibrada, ya que el Estado necesita la inversión privada para que la economía siga funcionando, lo que ejerce como un límite a la capacidad de los políticos para actuar frontalmente contra los capitalistas. Esto explicaría que hasta los políticos de izquierda hablen a menudo de la importancia de la «confianza», que se ha convertido en una especie de diosa a la que hay que rendir pleitesía por miedo a la «fuga de capitales». Un buen ejemplo de estas dinámicas lo tenemos en Sudáfrica, donde la democratización no llegó al campo económico por miedo a que esto quebrase la «confianza» y alentase la «fuga de capitales».

También debemos detenernos a analizar lo que ha ocurrido en las últimas décadas con la riqueza inmobiliaria. El valor de las casas y del suelo está muy relacionado con decisiones políticas. De modo que los precios inmobiliarios no son solamente el reflejo de la zona en que se ubican las viviendas o las comodidades que brinda cada residencia, sino que también son la consecuencia del marco político que ha permitido el desarrollo de esos proyectos.14 Y es que, como ya hemos explicado, el valor de esas propiedades refleja la percepción de que ese patrimonio será protegido por las instituciones, no sólo mediante la salvaguardia de la propiedad privada, sino también con medidas concretas contra el crimen y la inseguridad o mediante regulaciones que marquen el uso del suelo.

Las dinámicas se repiten a nivel global. El capital inmobiliario permite que las élites económicas inviertan su patrimonio y desplacen su vida allí donde se les brindan más garantías de protección de la propiedad privada, además de unas determinadas condiciones de vida. De modo que debemos ver la acumulación de riqueza inmobiliaria como un reflejo del arbitraje del poder político, no sólo a nivel nacional sino también en clave internacional.

Pero la desigualdad de riqueza no se expresa solamente en las mecánicas electorales o en el lobbying: también desempeña un rol crucial a la hora de cambiar la conversación y marcar el rumbo que siguen las ideologías políticas. La penetración de las ideas que abrazan las élites en el día a día de los gobiernos ocurre, por ejemplo, con la entrada de tecnócratas llegados del sector privado, que vienen a suplir la escasez de expertos en el campo de la gestión pública. Esos tecnócratas acostumbran a moverse entre la política y la empresa, dando pie al problema de las «puertas giratorias». Un campo tan relevante y complejo como la regulación financiera está especialmente ligado a este fenómeno. Aunque, para ser justos, también puede ser que la complejidad sea un rasgo instrumental de nuestros sistemas políticos, de modo que las barreras cognitivas para participar en el debate son más altas y los determinantes políticos de ρ terminan siendo fijados por esa minoría que sí entiende el juego.

En Estados Unidos vemos también que los parlamentarios no cuentan con suficientes recursos para diseñar leyes, lo que abre la puerta a instituciones financiadas por empresas como ALEC. Esta organización está especializada en presentar borradores legislativos a representantes políticos que, tras algún retoque, llevan dichas propuestas a la Cámara o el Senado. Alex Hertel-Fernandez ha explicado que las propuestas elaboradas por los expertos de ALEC tienen más probabilidad de ser aprobadas en aquellos parlamentos donde los diputados dedican menos tiempo al proceso legislativo o los gobiernos están en manos de personas con menos trayectoria en la gestión pública.15 Pero hay muchas otras entidades que cumplen un trabajo similar. Think tanks como Heritage, Hoover o el American Enterprise Institute han logrado traducir las aportaciones de sus donantes en reformas concretas que abarcan campos tan dispares como los impuestos, la educación o la política exterior.

Como corolario, la desigualdad de riqueza termina teniendo un impacto en el ámbito académico, especialmente en la economía y las finanzas. Los mejores economistas acostumbran a ser reclutados por el sector financiero para ofrecer conferencias, prestar labores de consultoría, etc. Al final, expertos que podrían estar denunciando la concentración empresarial o las prácticas anticompetencia terminan asociados a las grandes organizaciones empresariales.

El auge de las escuelas de negocio y de la educación financiera debe mucho al creciente peso del capital en la economía. Las universidades dependen cada vez más de los recursos que aporta el sector privado y los intereses de los ricos terminan fijando la agenda que sigue la educación superior.

Las investigaciones de Fourcade y sus colaboradores muestran un fuerte auge en las citas a estudios financieros en trabajos académicos dedicados a analizar la economía.16 Según explican, «el campo académico de la economía se está acercando a las escuelas de negocios y se está alejando de la esfera pública, de modo que los economistas se benefician de sueldos más altos, conexiones con el sector privado, oportunidades de dedicarse a la consultoría, etc. (Jelveh, Kogut y Naidu, 2014). Desde la década de 1980, la disciplina ha estado marcada por su mirada escéptica y sospechosa a la acción del gobierno, de modo que los economistas han aportado munición intelectual a quienes promovían políticas de desregulación. Estas doctrinas también han contribuido al avance del sector privado en campos como la educación, el transporte, la sanidad, el medio ambiente, etc. (Blyth, 2002). Los economistas especializados en el ámbito financiero han argumentado desde entonces que el principal objetivo de las empresas debe ser maximizar el valor que reciben los accionistas, lo que ha servido como justificación científica de nuevas prácticas de gestión como las compras apalancadas, las fusiones y adquisiciones o la remuneración vía opciones sobre acciones. Esto explica que crezcan las críticas al modo en que los economistas han terminado capturados por los intereses del sector privado. Zingales (2013) ha demostrado que, cuando ninguno de los autores está ligado a una escuela de negocios, los artículos académicos «suelen ser mucho más críticos con las políticas de retribución de las cúpulas empresariales».17

Injusticias dictadas por las grandes fortunas

No obstante, hay otros efectos secundarios de la concentración de riqueza que quizá no son tan tangibles, pero no por ello menos nocivos. De entrada, vemos que los ricos tienen un enorme poder a la hora de dictar el rumbo de las políticas de bienestar social.18 La combinación de la acumulación de patrimonio con la extensión del mercado a todo tipo de campos nos lleva a un escenario en el que el criterio del 0,1 por ciento más próspero tiene una influencia desproporcionada sobre las prioridades sociales y las opciones del grueso de la población. Esto es especialmente cierto en las asignaciones del mercado, de manera que la producción y los precios se dirigen a las partes de la curva de la demanda en las que se sientan los ricos.

También hay que analizar con cuidado el impacto que puede tener el auge de la filantropía en el campo de la prestación de servicios básicos. Por un lado, hay donantes más tecnocráticos, como Bill Gates. Por otro lado, también hay donantes más controvertidos, como Sheldon Adelson, George Soros, los hermanos Koch, la saga Sandlers, etc. Pero, al margen de los méritos que hayan hecho estos grandes donantes para amasar sus enormes fortunas, el hecho de que su riqueza les otorgue la posibilidad de marcar las preocupaciones de toda una sociedad se antoja profundamente antidemocrático, incluso si la filantropía es preferible a la mera acumulación. Y es que estos grandes filántropos están fijando prioridades en campos como la ayuda al desarrollo, la investigación, las políticas sociales, etc. De modo que sus donaciones y opiniones acaban marcando el destino de miles de millones.

Tomemos, por ejemplo, el caso de la educación superior. Universidades de élite como Yale se benefician de las jugosas donaciones que aportan sus fieles exalumnos, mientras que las universidades públicas lidian con una financiación escasa como consecuencia de las restricciones de gasto que deben respetar los legisladores. De modo que los recursos universitarios se van concentrando en los centros de referencia de los más ricos. De esta forma, el capitalista del siglo XXI mantiene intacto su poder social y sigue cebando su patrimonio a costa del resto de la sociedad.

Ese poder privado, que ejerce su influencia sobre la tierra, el trabajo y el capital financiero, logra socavar principios básicos como la igualdad. Decía el filósofo Phillip Pettis que toda democracia igualitaria debe superar dos exámenes básicos. Por un lado, los ciudadanos deben poder mirarse los unos a los otros a los ojos. Pero, además, también es vital que no sientan que el sistema está trucado, en beneficio de los ricos y detrimento del resto. Las políticas públicas deberían aspirar a que nuestras democracias sean siempre capaces de aprobar estos dos test de los que hablaba Pettis.

La desigualdad de riqueza y el escaso poder de negociación de los trabajadores nos llevan a una sociedad en la que la primera de las pruebas que plantea Pettis termina en suspenso. En este tipo de sociedades, veremos que un número creciente de trabajadores precarios deberá reír las gracias de sus jefes. También tendremos más mujeres profesionales forzadas a tolerar los excesos de sus jefes para evitar un despido o mantener sus posibilidades de ascenso. Una economía al servicio de la democracia es muy distinta, pues nos garantiza que las oportunidades y el bienestar están al alcance de la mayoría, en vez de depender de una élite. Una cosa es que nuestro contacto con la riqueza quede patente cuando vamos a comprar zapatos o cuando abrimos el periódico en las páginas de sociedad, pero otra cosa muy distinta es que nuestro día a día sea la indignidad, el control y las amenazas proferidas por empresarios, rentistas y banqueros.

Los señores feudales eran muy ricos, pero la economía de mercado no era aún una realidad, de modo que su poder socioeconómico se apoyaba solamente en el valor del suelo de sus propiedades. Entonces, los hombres que defendían sus posesiones lo hacían desde una perspectiva de independencia. Pero aquellos lazos caballerescos desaparecen en el capitalismo moderno. No es casualidad que un mundo tan sujeto a los «incentivos del mercado» sea también un mundo con una masiva desigualdad de renta y riqueza. Cuando toda acción se desarrolla en un contexto capitalista, el beneficio está ligado a cualquier paso que damos. Cuando el bienestar de las personas tiene precio, el poder social de los ricos es mucho mayor que hace ahora un siglo. Porque, conforme los mercados avanzan terreno, se genera más desigualdad económica y, como consecuencia de esa mayor divergencia, el sistema político también pierde el equilibrio, por lo que queda igualmente sujeto a las consecuencias que se derivan de la concentración de riqueza en las manos de unos pocos.

Decía Hayek que sólo acumulando propiedad privada podemos garantizar la libertad. Pero, ante la ausencia de capital que enfrentan muchos, ¿cómo lograr que la propiedad llegue a todos, sobre todo si la redistribución implica golpear a los más poderosos? Antes que Hayek, el también liberal Alexis de Tocqueville alertó contra la posibilidad de que una aristocracia industrial se uniese para blindar sus intereses materiales y escapar de cualquier responsabilidad hacia el resto de la sociedad, a la que simplemente se limitarían a ofrecer sueldos a cambio de trabajo. Quizá lo que está pasando es que el «sueño» de Hayek termina arrojando como resultado la «pesadilla» de Tocqueville.

Conclusión

Tras todos los apuntes y explicaciones que hemos hecho, ahora sí podemos definir de forma clara el equilibrio político-económico en el que se enmarca el debate sobre la desigualdad.

Según el enfoque desarrollado a lo largo de este capítulo, las fuerzas que determinan la ratio riqueza/renta tienen más que ver con el poder de negociación, los monopolios y las finanzas que con aspectos como la tasa de ahorro o el ritmo de crecimiento de la economía. Esta mirada nos lleva a evaluar de otra forma el reparto de los recursos, ya que implica considerar el papel central que desempeñan las instituciones a la hora de determinar qué parte de la renta nacional va a parar al trabajo y qué cuota queda en manos del capital. También de esta manera podemos entender mejor cuáles son las expectativas que explican las dinámicas de la capitalización de flujos de ingresos futuros. Y, en consecuencia, nos vemos obligados a investigar en detalle algunos aspectos esenciales de la economía, como sus reglas idiosincráticas, sus estructuras de mercado, sus normas en relación con la distribución…

Esto nos permite reformular y redefinir las predicciones de la curva de Kuznets. Las regulaciones, las decisiones políticas, las normas y las instituciones determinan la cuota del capital α y su tasa de retorno r, lo que a su vez marca los niveles de la ratio riqueza/renta (W/Y). A continuación, la concentración de la riqueza genera influencia y poder político que altera las regulaciones, las decisiones políticas, las normas y las instituciones, apuntalando y exacerbando la desigualdad.

Podemos imaginar muchas trayectorias para la curva de Kuznets. Todas arrancan con una desigualdad inicial en el reparto de la riqueza, disparidad ligada a la tecnología (posiblemente, incluido el capital humano). Seguidamente, esos niveles de partida se reproducen, conforme las regulaciones, las decisiones políticas, las normas y las instituciones se amoldan a las expectativas del capital. Esto genera un ciclo marcado por la concentración de renta y riqueza, con un marco en el que se amplifican precisamente las fuentes de esas divergencias. De modo que la desigualdad empieza a crecer de forma más o menos constante y sólo un shock sustancial puede alterar este patrón.

Con todo, puede haber otras trayectorias. La clave radica en que no se permita el diseño de un marco de regulaciones, decisiones políticas, normas e instituciones orientado a reproducir una concentración del capital cada vez más pronunciada. Lamentablemente, el marco que está siguiendo la desigualdad en Occidente apunta a que, probablemente, lo que veremos será el escenario planteado en el párrafo anterior, un escenario largo y doloroso, marcado por el apuntalamiento de una economía que genera desigualdad de forma casi automática e irreversible.