![]() | ![]() |
Las semanas, y los meses que siguieron, pasaron, en general sin incidentes. El equipo de la instalación de pruebas había entrado en una rutina bien planificada, y el trabajo se realizaba de forma ordenada. Jurgen había concentrado su atención en el proyecto del torpedo lanzado desde el aire. Sabía que había una fecha de entrega y lo importante que era el proyecto. Lehmann y Linz habían trabajado muy duro juntos, y habían formado un buen equipo. Habían hecho un buen progreso, y habían realizado varios diseños alternativos del mecanismo de lanzamiento. Jurgen había acordado un pequeño aplazamiento de la fecha de entrega, y justo un par de días antes de que expirara, el profesor Linz había regresado a Berlín, armado con dos diseños completos, que se habían probado con éxito, y que ya estaban listos para su construcción. Se habían realizado otros ensayos y experimentos en base regular, y Lehmann y su equipo habían acumulado una cantidad importante de información. Con cada prueba exitosa, el centro estaba cada vez más y más confiado, más y más seguro. Hartman se había asentado y poco a poco sus ideas sobre un posible sabotaje comenzaron a desvanecerse, hasta que posteriormente, desaparecieron por completo.
A finales del verano de 1944, una nueva arma llegó al complejo, en medio de una gran seguridad y se clasificó como alto secreto. El arma era una variante del exitoso cohete V2 que se había utilizado con efecto devastador contra Londres. La diferencia, no obstante, era que esta nueva arma se había diseñado para ser lanzada desde una plataforma subacuática, muy probablemente para ser colocada en la cubierta de un submarino. Jurgen había dado órdenes de construir una plataforma de lanzamiento especial, y armada en posición a una profundidad de unos diez metros por debajo de la superficie del lago. Se proveyó una sala de pruebas, y el ensayo del misil empezó a mediados de septiembre.
Hacia finales de noviembre de 1944, el primero de varios convoyes secretos llegó al complejo. Estaba compuesto por dos camiones, cada uno transportando una carga de seis cajas de madera. Dos de las cajas eran cuadradas, de un metro de tamaño; las restantes eran rectangulares, de ochenta centímetros de largo, y veinte centímetros de ancho. Todas las doce cajas llevaban estampadas el águila alemana, y la esvástica.
El convoy era el primero de los muchos que le siguieron en los meses siguientes. Aunque Jurgen sabía de la llegada de la entrega, no tenía ni idea de su contenido. Los conductores del convoy no sabían lo que contenían las cajas, o al menos no estaban autorizados para decirlo. Las órdenes que les acompañaban siempre eran vagas y simples. La única orden era que las cajas tenían que almacenarse, sin abrir, y sin hacer preguntas. Le darían más órdenes en su momento. No se dijo nada más respecto a las cajas. Se desconocía su procedencia, su contenido nunca se divulgó y el por qué se habían enviado, tampoco se mencionó nunca. Durante las siguientes semanas llegaron más convoyes. Cada uno contenía una serie de cajas selladas. Las órdenes eran siempre las mismas. Las cajas solo tenían que ser almacenadas, nada más.
Jurgen asumió que eran armas altamente secretas, o documentos. Aunque, que armas exactamente, o que documentos, no tenía ni idea. Lo único que sabía era que por el momento no se realizaría ninguna acción. No sabía por qué, pero esas eran las órdenes. «Las órdenes son órdenes», dijo. «Espero que el cuartel general me de nuevas órdenes en su momento. Por el momento, ya tengo suficiente de lo que encargarme sin preocuparme sobre este lote».
Sin embargo, el misterio del contenido de las cajas persistía. Las preguntas llevaban a adivinanzas. Teorías descabelladas se formaban con regularidad. Las suposiciones dieron lugar a la especulación y los rumores comenzaron a expandirse. Un rumor decía que unos cuantos miembros del partido planeaban una última defensa contra los aliados que se acercaban. Se decía que las cajas contenían armas y equipo que necesitarían. Otro rumor sugería que las cajas contenían grandes cantidades de recibos, y dinero necesario para pagar la huida a oficiales de alto rango a Sudamérica. Algunos sugerían que las cajas contenían documentos secretos relacionados con cuentas en la banca suiza y que esos documentos darían detalles sobre números de cuentas, cantidades depositadas y los bancos involucrados.
Otros rumores sugerían que eran documentos secretos dando la localización de grandes hordas de tesoros de arte robados.
Con la llegada de cada nuevo convoy, los rumores aumentaban, a pesar de la continua falta de pruebas. Jurgen negó completamente todos los rumores, descartando las ideas sin más. Eran absurdas. Sin más preguntas Jurgen dio sus instrucciones. Los rumores podrían comportar un riesgo en la seguridad. Y en consecuencia debían cesar con efecto inmediato. No hubo más especulaciones, no más suposiciones. Las cajas, con contenido desconocido, se iban a almacenar en una sala especialmente preparada, situada bajo tierra, donde se mantendrían sin más atención.
Hacia finales de año, la habitación contenía casi cincuenta cajas. Y aún, no había ninguna información sobre el contenido de estas, o qué iba a pasar con ellas.
***
En marzo de 1945, empezaron a llegar al centro informes urgentes y preocupantes. La guerra no iba bien. Había grandes pérdidas de barcos y aeronaves. Miles de tropas habían sido capturadas, o se habían rendido. Francia, Italia, Holanda, Bélgica, todas ellas habían sido liberadas. Los aliados, ahora, avanzaban por el Reich desde tres direcciones. Las fuerzas rusas se acercaban por el este, y por el oeste llegaba la armada británica. Las tropas americanas llegaban desde Sicilia, a través de Italia, y ahora atravesaban Austria. No estaban muy lejos del centro de pruebas, tan solo a unos pocos kilómetros. A medida que los aliados se acercaban llegó la orden al equipo de evacuar el centro de pruebas, y dirigirse a Berlín. Las instrucciones detenían cualquier experimento y pedían cerrar el edificio. Todas las armas, munición, y documentos relacionados con las pruebas tenían que destruirse. Las órdenes tenían que llevarse a cabo con efecto inmediato.
Jurgen sabía desde hacía mucho tiempo que este día llegaría tarde o temprano. Sabía que la guerra estaba perdida desde que en junio los aliados llegaron a Normandía. Había estado esperando estas noticias desde hacía varias semanas, pero no obstante, la llamada desde Berlín fue algo chocante. Mientras colgaba el teléfono, reflexionó sobre los acontecimientos de los últimos meses. Habían tenido mucho éxito con sus ensayos, especialmente con el lanzamiento subacuático. Estaba casi completado, y solo necesitaba un par de días más, una semana como mucho. Pero todo había sido para nada. Le habían avisado que la quinta milicia americana estaba solo a ciento sesenta kilómetros, y les darían alcance en una semana aproximadamente. El lugar tenía que ser abandonado inmediatamente. Sacudió la cabeza con tristeza. Había sido tan prometedor, tan emocionante. Y ahora, había acabado, todo.
Se acercó a su escritorio y encendió el intercomunicador. Respiró hondo y se aclaró la garganta. ─Maria, por favor, pida a todos los miembros del equipo que se dirijan a la sala de proyección, inmediatamente─, dijo. ─Eso le incluye a usted, y al mayor Hartman. Creo que le encontrará en algún sitio por las casas─. Apagó la máquina, se levantó y salió de la oficina.
***
Poco después Jurgen llegó a la sala de proyección. María y Theo Lehmann ya estaban ahí. ─Franz, lo siento pero no puedo quedarme mucho. No puedo perder mucho tiempo─, dijo Lehmann. ─Ya tengo preparado un ensayo crucial.
─Abórtalo─, dijo simplemente Jurgen. ─No habrá más pruebas─. Lehmann lo miró perplejo, y estaba a punto de hablar, cuando el Mayor Hartman entró en la habitación, y escuchó lo que se estaba diciendo.
─ ¿No habrá más pruebas?─ Remarcó Hartman. ─Seguro que eso no puede ser cierto.
─Sí, me temo que sí lo es─, dijo Jurgen. ─Lo explicaré todo cuando estemos todos─. Pasó a Hartman y se dirigió a la parte superior de la habitación. Hartman fue hacia Lehmann para ver si él sabía algo más. Lehmann, con los ojos puestos en Jurgen, no dijo nada.
De repente, se abrió la puerta, y entró Behr, con Steiner siguiéndole unos metros por detrás. ─Adelante, caballeros─, les dijo Jurgen. ─Bien, estamos todos aquí, creo. Podemos empezar─. Observó a las personas reunidas frente a él. En los últimos dieciocho meses habían llegado a conocerse bastante bien. No siempre se había llevado bien con ellos, pero tenía que admitir que todos habían cumplido su deber para con la patria.
─Caballeros─, se detuvo y miró a su secretaria. Tosió, y se aclaró la garganta con nerviosismo. ─Dama y caballeros, por favor, tomen asiento. Tengo noticias muy serias, y algunos anuncios que hacer─. Miró a las personas sentadas frente a él. ─Y, por favor, sin comentarios o preguntas hasta que haya acabado. Entonces, intentaré responder cualquier pregunta que puedan tener.
Una vez se hubieran sentado todos explicó que acababa de recibir una llamada desde Berlín. ─Lamento decir que Alemania ha perdido la guerra─, dijo sin emoción. ─Los británicos y los rusos están avanzando hacia Berlín y se espera que los americanos lleguen aquí en la próxima semana o la siguiente.
Nadie dijo ni una palabra, si no que por el contrario quedaron sentados en silencio, estupefactos.
─El centro de pruebas tiene que abandonarse de inmediato─, continuó Jurgen. ─Todos los papeles, documentos, archivos, tiene que ser destruidos. Todas las armas de prueba, misiles, torpedos, cohetes, también deben destruirse─. Se detuvo y miró a sus colegas. Aún sin decir nada. Sabían que esto tenía que pasar. Como él, llevaban semanas esperándolo. Así que no fue una gran sorpresa. ─He recibido órdenes de destruir todo, quemándolo o con explosivos, o tirándolo al lago. ─Volvió a parar y observó a los demás. ─Me temo que no hay mucho tiempo.
─Franz─, dijo Lehmann tranquilo. ─ ¿Qué pasa con nosotros?
─Sí, Theo. Ahora iba a eso─, dijo Jurgen. ─Primero de todo, tengo que decir que no hay reproches. Nadie tiene que avergonzarse de nada. Todos han cumplido con su deber, y lo han hecho bien. El alto mando está contento con el trabajo que se ha llevado a cabo. Así que no hay nada que temer respecto a eso─. Jurgen miró hacia Maria una vez más. ─Maria, váyase a casa, directa, hoy. Le conseguiré un transporte─, dijo. Lentamente levantó la mano hacia su mejilla. ─Gracias por su ayuda durante todos estos meses─, continuó. ─Ha sido una secretaria maravillosa, la voy a extrañar mucho.
Maria empezó a llorar. ─Ha sido un gran privilegio servirle─, dijo.
Jurgen le sonrió. ─Váyase, ahora, Maria─, dijo gentilmente. ─Agarre sus pertenencias y regrese junto a su familia─. La observó mientras abandonaba la habitación. Entonces, se volvió hacia sus colegas. ─Wolfgang, Walter. Tomen sus objetos personales y regresen a su casa, tan rápido como puedan─, dijo.
Los dos hombres se levantaron lentamente. Miraron a Jurgen durante unos instantes, inseguros de qué hacer.
─Gracias a ambos por el trabajo que han realizado─, continuó Jurgen. ─Ha sido excelente, y ambos son unos técnicos geniales. Un día serán grandes ingenieros. Les deseo un buen futuro, lo que quiera que eso signifique para ustedes─. Calló por un momento, reflexionando sobre el último comentario. No sabía que significaba. Volvió a mirar a los dos hombres. ─Váyanse ahora, rápido─, dijo. ─Váyanse lo más lejos que puedan, antes de que lleguen los americanos.
Los dos hombres se miraron el uno al otro, completamente desconcertados. Alemania había perdido la guerra, no podía ser cierto. Tenía que ser un error. Miraron a Jurgen, que simplemente les saludó echándoles de la habitación. Se dirigieron vacilantes hacia la puerta, y entonces, se detuvieron. Behr volvió a mirar a Jurgen. ─Adiós señor─, dijo simplemente. Miró hacia Hartman, como para buscar confirmación. Levantó su brazo derecho, y pronunció las palabras «Heil Hitler», y después, los dos hombres abandonaron la habitación.
Jurgen se aclaró la garganta una vez más, y respiró hondo. ─Ahora, Theo─, dijo. ─Tú y yo vamos a informar a Berlín, sin demora. Debemos hacer las maletas, agarrar solo nuestros objetos personales, y marcharnos hoy. Nos enviarán un coche, a las tres y media de esta tarde.
Miró a Lehmann. Qué diferentes eran ahora las cosas, como han cambiado. ¿Qué futuro le esperaba? Lo sabría pronto. ─No hay nada más que decir, excepto gracias a todos otra vez. Espero que las cosas les vayan bien en este futuro incierto.
Jurgen se giró hacia Hartman. ─Por último, pero no menos importante, llegamos a usted, mayor─, dijo. ─No quería decir nada antes, no delante de los demás, pero parece que los americanos están más cerca de lo que pensábamos.
Hartman temblaba visiblemente. ─ ¿Cómo de cerca?─ Preguntó.
─Estarán aquí dentro de una semana─, dijo Jurgen. ─Posiblemente menos, quien sabe.
─ ¿Una semana?─ Repitió Hartman. ─No conseguiremos deshacernos de todo a tiempo.
─Lo sé, así que esto es lo que debe hacer─, dijo Jurgen. ─Primero, el almacén C debe quedar sellado.
─Sellado─, repitió Hartman desconcertado.
─Solo bloquee la puerta─, explicó Jurgen. ─Haga parecer que la habitación nunca existió.
─ ¿Y las otras cosas?─ Preguntó Hartman.
─Todo se debe tirar al lago─, respondió Jurgen. ─Armas, munición, torpedos, papeles; todo. ¿Hay alguna pregunta?
Hartman se puso firme, juntó los talones y saludó. ─No, señor, no hay preguntas. Lo he entendido perfectamente.
─Tan pronto como haya acabado debe informar a su cuartel general en Berlín. Las tropas regresarán a sus barracones.
***
Hacia las cuatro en punto de esa tarde, el centro estaba completamente desierto, aparte de Hartman, y los doce soldados. Jurgen y Lehmann habían recogido, como habían prometido, y ahora estaban de camino a Berlín. Todos los demás ya se habían marchado.
La tarea de bloquear la puerta del almacén C estaba en marcha. Unas pocas horas más y habrían acabado. Por encima, en el lago, grandes cantidades de munición, armas y documentos se lanzaban al agua.
El centro de pruebas se había evacuado durante tres días, y los americanos estaban ya muy cerca. Hartman casi había completado su misión. Y ni un segundo antes de tiempo, se esperaba a los americanos en cualquier momento. El último informe indicaba que estaban a menos de cincuenta kilómetros. Solo quedaban ya unos pocos objetos, y esperaba haber terminado hacia mitad de la tarde. Entonces podría echar a los soldados, y podría proceder con sus propios planes. No tenía ninguna intención de regresar a Berlín. De eso estaba seguro. Esos días se habían acabado. Ya no había más Reich, no más S.S, y estaba claro que ya no habría más Mayor Dietrich Hartman.
***
Al mismo tiempo que Hartman se sentaba en los escalones de la entrada principal, oyó, de repente, el sonido de un vehículo que se acercaba. Levantó la vista cuando un camión entraba en su campo de visión. Se puso de pie, y avanzó unos cuantos pasos. ─Sargento Mueller─, dijo. ─Aquí, de inmediato.
El camión avanzó despacio por el camino hacia el lado norte del lago, y giró delante del complejo, deteniéndose cerca de donde Hartman estaba esperando.
El conductor se bajó de la cabina, caminó hacia Hartman y saludó. ─Mayor Hartman, órdenes especiales de Berlín─, dijo mientras entregaba un sobre sellado.
Hartman devolvió el saludo y tomó el sobre. Lo abrió y sacó una única hoja de papel, en la que estaban escritas sus órdenes. El convoy contenía doce cajas que se tenían que llevar a Kammersee y esconderlas allí.
Hartman maldijo. Esto llevaría horas. Era improbable de que pudiera finalizar ese día.
Descargaron rápidamente las cajas y las dejaron amontonadas delante del complejo. El conductor regresó a su vehículo y sin más dilación se marchó a toda prisa. Hartman se quedó de pie mirando como desaparecía el camión.
Hartman observó el montón de cajas que había delante de él, y maldijo de nuevo. Con el tiempo pasando tan rápido, tenía que deshacerse de las cajas, y rápido. Las instrucciones eran bastante específicas. Las cajas debían transportarse a Kammersee y esconderlas. Y Hartman sabía exactamente donde las escondería. En un viaje anterior había descubierto una cueva, en lo alto, más allá de la pequeña cascada, era el escondite ideal.
─Sargento Mueller, traiga tres hombres y vengan conmigo─, ordenó. ─Tenemos que llevar estas cajas al lago Kammersee. El resto de sus hombres deben quedarse aquí.
***
Solo una hora más tarde habían cargado tres cajas en trineos preparados especialmente. Las habían arrastrado a través del bosque, siguiendo el rio, hacia Kammersee. Hacia la noche, habían transportado un total de nueve cajas al lago, y ahora estaban amontonadas en el claro al lado del agua.
Estaba demasiado oscuro para continuar, así que Hartman ordenó a dos soldados hacer guardia durante la noche.
Al día siguiente, llevaron finalmente las tres cajas restantes al Kammersee. Se pusieron manos a la obra para llevar las cajas en barca, por el lago, para esconderlas en la cueva que Hartman había visto anteriormente. Cargaron dos cajas en la barca junto con dos de los soldados que subieron a bordo y se marcharon. Lentamente, el bote se dirigía al otro lado. Los dos hombres desembarcaron y agarraron una de las cajas. Entonces comenzaron la corta escalada hasta la cascada, y desaparecieron. Minutos más tarde regresaron al bote y recogieron la segunda de las cajas. Veinte minutos después habían regresado, reuniéndose con sus compañeros, y Hartman, en el otro lado del lago. Se realizaron dos viajes más, sin incidentes.
Ya solo quedaban seis cajas. Llevaban un buen ritmo, otra hora o dos y habrían terminado. No había llevado tanto tiempo como había pensado. Si mantenían el ritmo podrían acabar ese día. Empezaron a cargar el bote para un viaje más. La séptima caja se había asegurado a bordo. Cuando estaban cargando la octava caja, el soldado líder, de repente, se tambaleó y cayó. Como perdió la sujeción, la caja se cayó, golpeando su parte delantera, y haciendo añicos la proa del bote. Como a cámara lenta, la caja se dio la vuelta y cayó al suelo. Entonces, resbaló por el barranco arenoso, al lago, y lentamente se hundió bajo el agua. Mientras lo hacía, parte de su carga cayó al suelo, justo delante del bote. Los cinco hombres bajaron la vista. Ahí, tendidos en el suelo delante de ellos, había cuatro lingotes rectangulares.
Hartman instintivamente avanzó. Eran lingotes de oro. Por eso era que las órdenes eran tan precisas. Por eso se tenían que esconder las cajas y no destruirlas. Había estado seguro de que había algo especial en esas cajas. Lo había sabido todo el tiempo, incluso desde que llegaron las primeras cajas todas esas semanas atrás. Entonces cayó en la cuenta. Alguien había planeado recuperar esas cajas. Decidió que esa persona, sería, de hecho, él mismo. Se percató de que sabía la localización exacta de al menos cincuenta cajas, la mayoría de ellas probablemente también contenían lingotes de oro. Él era el único que lo sabía. Entonces, miró a los cuatro jóvenes soldados que había de pie frente a él. Soy el único que lo sabe, aparte de esos cuatro. Se llevó la mano al costado, y le dio una palmada a su pistola, que yacía en su cartuchera de piel. Aunque no por mucho.
Aún quedaban cuatro cajas más por esconder. El bote ya no era útil, pero se dio cuenta de que no lo podía dejar simplemente por ahí tirado. De algún modo, tenía que deshacerse de él. Si lo metiera dentro del lago, simplemente flotaría en la superficie. Eso no funcionaría, tenía que esconderlo en alguna parte. Ordenó a sus hombres arrastrarlo hasta el bosque y cubrirlo con ramas.
Con el bote fuera, las cajas restantes tenían que esconderse en el lago. Hartman se percató de que no tenía elección. Se quedaba sin tiempo, rápido. Ordenó que tiraran al agua las cajas restantes y las dejaran hundirse. Cuando la última se deslizó por el agua oscura, y se hundió hasta el fondo, Hartman se alejó unos metros del lago. Se giró para estar de frente a los cuatro hombres que estaban de pie en la orilla. Lentamente sacó su arma, y la apoyó en el brazo. Entonces, sin un solo ruido, extendió el brazo, apuntó, y disparó. El ruido del disparo hizo eco por todas las montañas. Una bandada de pájaros salió volando, chillando, añadiéndose al ruido ensordecedor de los disparos.
El primer disparo le dio a un soldado en la nuca, matándole al instante. El segundo soldado fue tiroteado en el pecho cuando se dio la vuelta, y cayó de espaldas. Los dos soldados que quedaban, percatándose de lo que sucedía, se giraron y corrieron hacia el bosque. Hartman disparó a uno por la espalda, perforándole el pulmón. Cayó al suelo moribundo. Un segundo disparo golpeó al último hombre en la pierna, quien también cayó al suelo. Hartman caminó hacia él despreocupado, y le disparó en la garganta.
Entonces, corrió hacia donde estaban los cuatro lingotes de oro tirados en el suelo. Los recogió y se dirigió lentamente fuera del claro, hacia el bosque y de vuelta al complejo. Cuando llegaba al borde del claro oyó, de repente, un ruido. Alguien se acercaba.
Rápidamente se adentró en el bosque, y cayó al suelo. Entonces vio a alguien saliendo del bosque, a unos veinte metros. Era un soldado, un soldado americano. Hartman dejó caer los lingotes de oro y agarró su arma. La levantó y apuntó. Disparó dos tiros en rápida sucesión, y volvió corriendo al interior del bosque hacia el complejo. Tendidos en el suelo, donde los había dejado caer, estaban los cuatro brillantes lingotes de oro.