Ian se dejó caer en la cama, de espaldas, con la mirada fija en el techo y los brazos extendidos a ambos lados del cuerpo. Aunque se había pasado toda la mañana dejándose vestir y arreglar como si fuera un muñeco, lo que más le agotaba era la chica que estaba escaleras arriba, con su particular forma de distanciarse de él al encerrarse en su habitación. Tras un rápido tentempié con sus padres, Elizabeth había vuelto a refugiarse en la soledad de su cuarto, de modo que Ian se había visto obligado a hacer lo mismo. Había escuchado las protestas de los señores Evans respecto al comportamiento de su hija, pero él poco podía hacer.
El problema era para con Ian, punto.
Suspiró y se llevó una mano a los ojos, tapando la claridad que entraba por la ventana. No sabía bien qué pensar. Elizabeth era frustrante. Jamás se había encontrado con alguien como ella, y eso ya era mucho decir. Él, que había sido todo tipo de acompañante, todo tipo de deseo femenino, no tenía ni idea de cómo actuar con Elizabeth. Tal vez debería haberle hecho caso desde el principio y haberla dejado tranquila, sin tanto flirteo de por medio. La había agobiado y ahí estaban las consecuencias. Elizabeth se había acostumbrado a su presencia constante y, en el momento en que él la desviaba, se sentía abandonada. Era la única explicación que Ian le encontraba a sus celos, si es que podía llamarlos de esa forma.
—Está bien. —Volvió a suspirar, más para sí mismo que para nadie más.
Había tomado una decisión. La dejaría tranquila y esperaría su final. Disfrutaría del tiempo que le quedase en aquel mundo antes de regresar al libro y se aseguraría de que Elizabeth no sufriera más por su culpa. Al fin y al cabo, ella lo había llamado sin pensar que pudiera aparecer. Era un deseo no deseado, irónicamente. No podía hacer nada en contra de aquello, así que tendría que adaptarse a no ser requerido por primera vez en su larga vida.
Escuchó entonces unos pasos que provenían de la planta superior. Dejando a un lado su decisión, dio un salto de la cama y se aproximó a la puerta. Se atrevió a abrirla un poco y vio que Elizabeth pasaba por delante de su habitación sin siquiera mirar en su dirección. Iba distraída, con el móvil en la mano. Ian frunció el ceño y la siguió con la mirada hasta que se perdió escaleras abajo, hacia el salón.
Sigiloso, Ian dejó su habitación y se pegó a la pared del pasillo. En ese momento, pudo escuchar la voz de Elizabeth como un susurro.
—Gracias por venir, Allyson —decía ella, lo que hizo que Ian se tensara un poco.
¿Cómo había llegado la mejor amiga de su dueña sin que él se percatara de nada? Mentalmente, se achacó a su distracción y a que estaba en su propio mundo. Y, aunque sabía que no debía hacer aquello, se apostó en la esquina que lo ocultaba de la vista de las chicas y rezó para que los padres de Elizabeth no le encontraran allí, escuchando a hurtadillas. Allyson era su prima, pero eso no justificaría que él la espiara.
—Estoy aquí para lo que necesites, Lizzy —le aseguró Allyson, y ambas se sentaron en el enorme sofá que ocupaba el salón principal de la casa—. Aunque no estoy segura de que pueda ayudarte de alguna forma con Ian.
El aludido abrió al máximo los ojos y se tensó aún más. Ahí, agazapado, se sentía imponente. No podía hacer nada ni intervenir. Si lo hacía, las chicas se largarían y Elizabeth estaría aún más disgustada con él.
Elizabeth suspiró.
—No sé qué hacer —admitió ella con un hilo de voz—. Cada vez me cuesta más ser imparcial con Ian.
—Porque sabes que te gusta —dijo Allyson, y el corazón de Ian dio un salto—, aunque no quieras reconocerlo.
Elizabeth bufó.
—Es guapísimo, salta a la vista —admitió—, pero es su forma de ser la que no soporto. Es tan infantil en algunos aspectos… Y juega con mi cabeza constantemente. Primero, flirtea conmigo; después, defiende a la zorra de su compañera…
—¿Cómo sabes que es una zorra? ¿Solo porque ha posado con Ian?
—No —repuso Elizabeth—. Tendrías que haber visto cómo me miró ayer y cómo lo ha hecho hoy. Soy una mosca en su perfecto soufflé. Es justo lo que no quería que ocurriera. Y encima Ian está en medio. Es su perita en dulce, Allyson y el muy tonto empieza a tenérselo muy creído.
—Vamos a ver, Elizabeth —la interrumpió Allyson, haciendo gala de su capacidad para mantener la cabeza fría—, ¿no estarás diciendo todo esto porque estás celosa?
—¿Celosa? ¿De qué? Ian intenta algo conmigo porque está obligado por el libro, no porque yo en verdad le importe. Y, además, no podría tener jamás nada con él. Por el amor de Dios, Allyson, ¡es un libro! ¡Ni siquiera es real!
Ian acusó el golpe como pudo. Entornó los ojos y cerró los puños. ¿Realmente Elizabeth lo veía de esa manera? ¿No le había demostrado que era una persona como las demás, aunque sometida a un castigo que él no creía merecer? ¿De verdad no podía tomarlo en serio?
—Y, seamos sinceras, Allyson —añadió Elizabeth con un largo suspiro—, él no sería el tipo de chico que me conviene. Ian solo me haría daño. ¿No lo ves? Pedí que no me fallara, que me quisiera, pero ambas sabemos que eso no podría ocurrir de verdad. Ian cree que me quiere por culpa del deseo, no por mí misma. Nunca lo haría, y esa hipotética relación no duraría mucho. Por eso, necesito que se quede contigo, necesito esa separación.
Ian apretó los dientes y se puso en pie. No aguantaba ni un minuto más estar allí sin defenderse. Salió de detrás de su escondite y, enseguida, los ojos ámbar de Allyson se toparon con los suyos. Allyson abrió la boca y se llevó un dedo a las gafas. Aquel gesto hizo que Elizabeth se girara y hallara el rostro de Ian, en apariencia frío. Elizabeth sintió algo extraño recorrerle la espina dorsal al encontrarse con que los ojos de Ian no tenían ni una chispa del calor que acostumbraban a regalarle.
—Si querías que desapareciera, deberías haberlo escrito en el libro —espetó Ian, bajando los escalones con lentitud.
Elizabeth no supo qué decir en un primer momento. Estaba demasiado sorprendida al verlo, y la conexión de su cerebro con la boca había desaparecido.
—No… —balbuceó, buscando las palabras—. No quiero que desaparezcas, Ian, es solo que…
—Que no me soportas. Ya lo pillo —la interrumpió Ian, alzando una mano; su mirada se posó entonces en Allyson, a la que miró con algo más de cariño, ella no había hecho nada—. No tienes por qué encargarte de mí, solo seré una molestia.
—En absoluto —replicó Allyson, poniéndose en pie y yendo a su encuentro—. Puedes quedarte en mi casa el tiempo que necesites, aunque estarás más lejos del trabajo. Pero podremos arreglar eso, no te preocupes.
Ian respiró hondo.
—Te prometo que encontraré otro sitio donde quedarme cuanto antes.
Allyson fue a replicar, pero él no le dio oportunidad. Volvió su atención a Elizabeth, que los observaba con el corazón en un puño y un nudo en la garganta. Los imitó y se levantó del sofá.
—Ian, necesito que entiendas que…
—Lo entiendo todo perfectamente, Elizabeth. Fuiste clara desde el principio. Te adaptaste a mí y a la situación, y yo solo te lo he puesto difícil. Está bien, lo comprendo.
—Ian…
Él cerró los ojos. Un pinchazo a la altura del corazón hizo que contuviera un jadeo. Sin embargo, se repuso al instante. No quería que nadie se diera cuenta de lo que significaba aquello. No le quedaba mucho tiempo, pero lo aprovecharía al máximo, aunque supusiera alejarse de Elizabeth y verla tan solo en el estudio de Gideon Thomas.
Le dio la espalda a las chicas y volvió a subir las escaleras.
—Prepararé mi maleta, Allyson. Avísame cuando todo esté listo y cogeré el primer autobús hacia tu casa.
—¡Ian! —lo llamó Elizabeth, pero él hizo oídos sordos.
Elizabeth se dejó caer en el sofá cuando Ian desapareció de su vista. Unas lágrimas traicioneras amenazaban con derramarse, pero ella lo impidió secándose los ojos con el dorso de la mano. Allyson se sentó a su lado y la abrazó, intentando contener la sensación de ahogo que sentía Elizabeth, a pesar de que lo único que podría calmarla sería el mismo chico al que acababa de echar de su casa.