La semana pasó demasiado rápido para gusto de Elizabeth, y a Ian se le hizo eterna. Mientras que una esperaba que la cita fuese bien —no quería hacerle daño a Nathan—, el otro se arrepentía de haberse hecho a un lado. Ver cómo ella intercambiaba sonrisas y miradas con el pelirrojo de ojos azules hacía que a Ian le hirviese la sangre. Cada vez estaba más convencido de que lo que le ocurría con su dueña era algo inusual. Se moría de celos cuando los veía juntos. Esperaba que aquella cita absurda saliese mal y a que a ella se le quitara de la cabeza esa estúpida idea que él le había metido entre ceja y ceja. ¿Cómo podía ser tan tonto?
Elizabeth, por su parte, se había asegurado de pasar más tiempo con Nathan. Había observado cómo Ian se alejaba cada vez más de sus compañeras de fotografía, aunque se decía a sí misma que eso no tenía que hacer que se arrepintiera de salir con Nathan. Se estaba autoconvenciendo de ello mientras le daba los últimos retoques a su look de esa noche, para ir al cine con Nathan, cuando escuchó unos suaves golpeteos en la puerta de su habitación.
Asomó la cabeza y vio cómo esta se abría un poco y dejaba entrever los ojos verdes de Ian.
—¿Puedo pasar? —preguntó él, mirando hacia el suelo.
—Sí, entra, enseguida salgo.
Ian dio paso al interior del dormitorio justo en el instante en que Elizabeth salía del cuarto de baño. Apretó los dientes y se contuvo para no decirle lo que pensaba de esos pantalones demasiado ajustados, ni de esa blusa con el escote tan pronunciado, ni de que se recogiera el pelo para dejar a la vista su cuello blanco y esbelto.
Elizabeth carraspeó y cogió sus cosas de encima de la cama.
—Volveré sobre las once, ¿de acuerdo? —Ian no contestó. Elizabeth suspiró—. Te recuerdo que esto fue idea tuya.
—No lo fue que salieras con ese tipo.
—Pero sí que intentara vivir nuevas experiencias, ¿no?
Él no pudo negar que ella tenía razón. Había sido un estúpido, pero también había prometido no inmiscuirse. Si Elizabeth quería salir con Nathan, alias el Tomate, no era asunto suyo.
Asintió con la cabeza y se hizo a un lado para que ella pudiera salir.
—Ni se te ocurra probar la tarta de frambuesas que ha hecho Caroline esta tarde —le advirtió Elizabeth, ignorando por completo las oleadas de rabia que manaban de Ian—. Si veo que falta un solo trocito…
—Sí, sí, te he entendido —repuso Ian, hastiado—. Creo que te esperan, ¿no?
Elizabeth se volvió hacia él en cuanto ambos llegaron a la puerta. Se miraron, azul sobre verde, apenas un par de décadas de vida contra miles de años de aprendizaje. Ian nunca se había enamorado por una razón y esta había tomado la forma de la chica que apretaba el bolso contra su pecho.
—Bien, pues… Hasta luego.
—Adiós —respondió Ian en voz baja, abriéndole la puerta como el caballero que era—. Pasadlo bien, supongo.
Elizabeth asintió.
—Supongo.
No añadió nada más. Salió de la casa de los Evans y fue al encuentro de Nathan, que la esperaba fuera del coche para abrirle la puerta del copiloto. Elizabeth lo saludó con un beso en la mejilla que encendió la sangre en las venas de Ian. Nathan, por su parte, tropezó con sus propios pies al rodear el coche para regresar a su asiento.
Ian no pudo evitar sentir una pizca de satisfacción, aunque esta se diluyó como la sal en el agua en cuanto el coche dio media vuelta y se marchó de allí, camino de una cita a la que él no estaba invitado.
Elizabeth calificó la cita como «aceptable». No había sido nada del otro mundo: entrar al cine, que Nathan lo pagara todo, tomar asiento, ver una película y descubrir, sorprendentemente, que su compañero de trabajo no intentaba cogerle la mano. En el fondo, lo agradeció; de esa forma evitaba el bochorno de tener que rechazar su contacto. Aun así, decidieron quedar el fin de semana siguiente, esa vez para cenar.
Cuando Nathan dejó a Elizabeth a las once menos cinco de la noche, ella ya llevaba una hora pensando cómo contarle a Ian que volvería a salir con el pelirrojo el viernes siguiente. Por suerte, no había ninguna luz encendida en la casa y no se escuchó ni un solo ruido mientras cerraba la puerta con llave y subía de puntillas las escaleras.
Sin embargo, hubo algo que la retuvo.
La puerta de la habitación de invitados estaba cerrada. Movida por algo incontrolable, Elizabeth hizo girar el pomo con mucho cuidado y asomó la cabeza por una rendija.
Allí estaba Ian, acostado bocabajo en la cama y durmiendo como un tronco. Su suave respiración era el único sonido que rompía el silencio. Elizabeth se sorprendió a sí misma entrando en la habitación y acercándose a él con sigilo. Estaba tan en calma en esos instantes que no parecía el mismo chico que trataba constantemente de hacerla sonrojar, de ponerla en compromisos, de decir cosas que pudieran herirla o embaucarla… Y tampoco el mismo que la había instado a salir con otras personas.
¿Por qué lo hacía? ¿Acaso temía que lo amara en realidad? ¿Era algo prohibido por la magia del libro? De ser así, Ian se lo habría dicho, de modo que tenía que haber otra explicación.
Con el corazón latiéndole a toda prisa, Elizabeth alzó una mano y le apartó un mechón de cabello rubio que caía sobre sus ojos. Ian ni siquiera se movió, pero sus pestañas aletearon durante unos segundos en los que Elizabeth pensó que iba a pillarla in fraganti. Respiró hondo en cuanto se aseguró de que seguía durmiendo y se agachó para quedar frente a él.
¿De dónde provendría? ¿Dónde había nacido? ¿O había sido creado por la magia? Ian ya le había contado que llevaba mucho tiempo en el libro, pero jamás le había hablado de su pasado. Cada vez que lo mencionaba, él se cerraba en banda. ¿Qué cosas había vivido durante aquellos largos años? ¿Cómo se vivía dentro del libro? ¿Qué había ahí dentro? ¿Por qué había acabado él en su interior?
Cuanto más pensaba en ello, más preguntas surgían.
En ese momento, el reloj de la mesita de noche de Ian se iluminó con el número once. Como si lo hubiera conjurado, el muchacho se removió en la cama. Era el momento de marcharse de allí.
Elizabeth cruzó la habitación a toda prisa y apenas acababa de cerrar la puerta cuando Ian abrió los ojos. Sonrió, se pasó los dedos por el pelo y volvió a cerrarlos.
Aquello había sido muy revelador.
Comentarle a Ian que había vuelto a quedar con Nathan no fue tan dramático como ella había esperado. Incluso se lo tomó con buen humor, algo de lo que había carecido últimamente. Así que durante aquella semana, Elizabeth se dedicó a vigilar de cerca a Ian. En más de una ocasión, él la descubrió observándolo, pero en lugar de apartar la mirada, ella le sacaba la lengua e Ian se echaba a reír.
Mientras tanto, Nathan estuvo todo el tiempo pendiente de Elizabeth, ayudándola con cualquier cosa y aprovechando cada mínima oportunidad para dedicarle algún piropo. Sin embargo, aquello, en lugar de halagar a Elizabeth, no hizo más que aumentar su nerviosismo.
¿Por qué tenía Nathan que ser tan atento?
Para cuando llegó el viernes, Elizabeth había tomado una decisión: si aquella cita no desprendía tensión sexual acumulada, cortaría de raíz y trataría de superar lo que fuera que le ocurría con otra persona. No usaría más a Nathan, él no se lo merecía. Por el momento, saldría de nuevo con él.
Habían vuelto a quedar a las ocho, de modo que Elizabeth tenía tiempo de sobra para vestirse. Aun así, una parte de ella esperaba que ocurriera lo mismo de la semana anterior: que Ian fuera a verla a su habitación antes de la cita. Y, en efecto, así fue.
—¿Estás visible? —dijo él desde el otro lado de la puerta.
—Pasa, enseguida salgo.
Elizabeth volvió a esconderse tras la pared que separaba el cuarto de baño de su habitación. Escuchó los pasos de Ian y cómo este cerraba la puerta. Solía tener esa costumbre cada vez que subía a su cuarto, como si así pudiera aislarlos del mundo. Elizabeth no pudo evitar sonreír un poco al recordar la cara de sospecha de su padre y de alegría de su madre cuando les comentó que Ian necesitaba regresar de nuevo a su casa. Había sido un momento incómodo, pero había sabido solventarlo. Las fugas de gas y las inundaciones eran algo normal en casa de Allyson, de modo que no hubo demasiados problemas para que Ian volviera con los Evans.
Elizabeth respiró hondo antes de salir del cuarto de baño. Ian se había sentado en su silla de escritorio y examinaba el Libro de los Deseos sin mucho interés. En cuanto ella apareció en la estancia, su atención quedó absorbida por completo a causa de la mujer que tenía ante él. Ian no podía creer lo que veía. Elizabeth iba otra vez demasiado guapa, con un vestido burdeos con el escote de corazón fruncido, acentuando sus pechos. En torno a la cintura tenía una especie de lazo negro de seda con un fino dibujo de pedrería. La falda del vestido le llegaba poco por encima de las rodillas y bailaba en torno a sus piernas torneadas. Para completar el conjunto, Elizabeth había decidido maquillarse con un poco más de intensidad de la que estaba acostumbrada a llevar y se había recogido el pelo en un bonito y sencillo moño.
Sí, Elizabeth estaba demasiado guapa y a Ian le fastidiaba que no fuese por él, otra vez.
—¿No es demasiado? —preguntó ella con aire inocente, cosa que provocó en Ian un ardor que pocas veces había sentido en su vida; ninguna, a decir verdad.
No había sentido jamás nada que pudiera compararse a la sensación de opresión en el pecho, el corazón desbocado y el estómago a punto de salírsele por la boca. Ian tuvo que tragar con fuerza dos veces antes de poder hablar.
—No me preguntes cosas de las que no quieres oír la respuesta, Elizabeth —contestó, esbozando una media sonrisa que la puso nerviosa de inmediato.
Elizabeth alzó una ceja y decidió no replicar. Caminó hasta él y lo rodeó para coger el bolso de mano que reposaba en el escritorio. Ian cerró el libro y se giró para seguirla con la mirada. Al tenerla tan cerca, podía oler su perfume a vainilla. Se le hizo la boca agua.
—Nathan no tardará en llegar —informó Elizabeth tras echarle un vistazo al reloj de su mesilla—. Iremos a cenar y luego, tal vez, tomemos algo. No sé a qué hora regresaré, así que no te molestes en esperarme despierto para asustarme.
Ian se llevó una mano al pecho, haciéndose el ofendido.
—¿Yo? Jamás osaría.
Elizabeth puso los ojos en blanco.
—Como sea. Un solo susto y mi tacón —se señaló los bonitos zapatos de salón negros que llevaba— acabará en tu entrepierna —su dedo voló hacia la zona central entre las piernas de Ian— y de ahí irá a tu cara. —Volvió a mover el dedo, esa vez, para apuntar a su nariz—. ¿Queda claro?
—¿Serías capaz de agredir a la sensación de Los Ángeles? —bromeó Ian, que se puso en pie y metió las manos en los bolsillos del pantalón del pijama para evitar agarrar a Elizabeth de la cintura y toquetearla por todas partes.
—Soy capaz de muchas cosas, Ian. No tientes a la suerte —replicó Elizabeth, siguiéndole el juego, con el corazón latiéndole a mil por hora.
Ian soltó una risa baja, pero el sonido quedó ahogado por el de un claxon sonando frente a la puerta de la casa. La sonrisa se le borró de inmediato de la cara y pudo ver cómo a Elizabeth le ocurría lo mismo. La miró fijamente a los ojos, incapaz de creerse que iba a salir con cualquiera menos con él.
—Ya está aquí —anunció ella con un suspiro—. Hasta mañana, Ian.
Él solo sacudió la cabeza a modo de despedida. No se veía capaz de bromear y de mantener el ambiente distendido cuando ella se iba a largar con otro en breves momentos. Al ver que no obtenía nada más que una extraña mirada, Elizabeth se resignó a seguir con su plan inicial y le dio la espalda a Ian. Sin embargo, antes de que pudiera tocar el pomo de la puerta, él la sujetó por una muñeca y la obligó a darse la vuelta. Elizabeth buscó sus ojos, confusa.
—Ian, ¿qué…?
No pudo seguir hablando, no cuando la boca de Ian había atrapado la suya entre sus labios y la besaba como si fuese el último reducto de aire en el mundo. El bolso se deslizó por sus dedos hasta tocar el suelo con un golpe suave y sus manos se aferraron, como por instinto, a los mechones rubios de la nuca de él. Ian utilizó las suyas para pegarse a Elizabeth y acariciarle el costado de arriba abajo.
No pudo reprimir un suspiro en el momento en que ella se dejó besar por completo y él le mordió el labio inferior con suavidad, enviando una potente descarga eléctrica a su bajo vientre. Elizabeth juntó los muslos al sentir las dos manos de Ian agarrarla con fuerza por las nalgas, acercándola aún más a su cuerpo, con la intención de que no hubiera ni un solo hueco libre entre ellos. Dejó que sus dedos acariciaran la zona de la clavícula y del pecho de Ian, que reverberó de deseo en cuanto ella le permitió acceder al interior de su boca.
Fue en ese instante cuando Elizabeth sintió la dureza de Ian golpeándola en la zona del ombligo. Al contrario de lo que pensaba, aquello solo hizo que el fuego que Ian había encendido con su beso se intensificara y se alzara como una peligrosa hoguera que amenazaba con quemarla. No podía resistirse a sus caricias, a sus jadeos dentro de su boca, a la manera en que la sujetaba contra él. Por eso, cuando Ian se separó de ella un momento para coger aire, fue la propia Elizabeth quien salió en su busca. No quería sentir nada que fuese su aliento entremezclándose con el de ella, su sabor y el suyo creando una nueva sinfonía, cada minúscula parte de sus cuerpos entrelazándose y acoplándose las unas a las otras.
—Ian —jadeó Elizabeth al notar una de sus manos sobre su cuello y su boca deslizándose por la mandíbula con cuidado hasta llegar a un punto oculto tras su oreja.
—No vayas, por favor —le suplicó Ian, besándola con auténtica adoración, nada que ver con la necesidad que había puesto en los besos sobre su boca y en las caricias por todo el cuerpo.
Elizabeth abrió los ojos, que no sabía cuándo había cerrado, y los alzó al techo.
—No puedo…
—Sí puedes —repuso Ian sin ánimo de discutir, marcando con la lengua el mismo lugar que acababa de besar.
Elizabeth inspiró con fuerza por la nariz en cuanto los dientes de Ian encontraron su carne.
—Quieto —rio ella, haciéndose a un lado y poniéndole las manos en la cara para hacer que la mirase—. No puedo salir a la calle si me marcas.
Ian chasqueó la lengua, pero sonrió.
—Me has pillado.
Elizabeth le devolvió la sonrisa, aunque tuvo que volver a reír al ver la cara de Ian manchada con su pintalabios rojo.
—Qué gracioso, pareces un payaso —señaló ella, ganándose un leve azote que le hizo pegar un saltito en el sitio.
Ian alzó una mano y señaló su cara.
—Y tú parece que te has quedado dormida con el maquillaje puesto.
Elizabeth hizo una mueca de disgusto.
—Ya voy tarde y ahora, además, tengo que volver a arreglarme —dijo con fastidio, dándole un manotazo en el brazo a Ian—. Lo has hecho a posta.
Ian se encogió de hombros y, con esfuerzo, se apartó de ella y le quitó las manos de encima.
—Si no estuvieras tan increíblemente preciosa, no me habría echado sobre ti.
—No, si la culpa será mía y todo.
—Por supuesto —replicó Ian, guiñándole un ojo.
Elizabeth negó con la cabeza, pero en el fondo le divertía aquella «discusión». Si todo fuese siempre como en aquellos momentos, no le importaría «discutir» más a menudo con Ian. No obstante, había una persona esperándola, por lo que tenía que darse prisa en zanjar aquella discusión para más tarde.
—No me distraigas más —ordenó mientras volvía al baño y se adecentaba a la velocidad de la luz.
Ian no dijo nada, se limitó a apoyarse sobre el marco de la puerta para observarla. Sabía que su beso no la detendría, pero al menos lo llevaría consigo durante toda la cita. Tal vez, con un poco de suerte, a ella le diese reparo besar a Nathan después de haberlo besado a él. Aquello era jugar sucio, aunque en el amor y en la guerra valía todo. Por otra parte, su ego masculino estaba en su pico más alto. Ella no lo había rechazado; aún más, había ido también a por él, lo cual significaba que había muchas cosas que Elizabeth se guardaba para sí y que no estaba tan segura de sus planes como aparentaba.
Abordaría aquel tema cuando ella regresase de la cita. Estaba seguro de que no podría dormir con ella fuera, aunque quisiera, y que ella lo buscaría de nuevo al volver a casa para aclarar la situación. Era típico de Elizabeth querer solucionar las cosas cuanto antes. Por eso, no hizo ningún comentario hiriente cuando ella terminó de arreglarse y le puso morritos.
—¿Ves? Como nueva.
Ian sonrió. ¿Qué pasaría si volvía a besarla? Su amigo de ahí abajo lo tenía muy claro.
Elizabeth lo esquivó como pudo y recogió su bolso del suelo. Se puso bien el vestido y respiró hondo por enésima vez en menos de diez minutos.
—Volveré pronto—le aseguró a Ian, acariciándole la mejilla con la yema de los dedos.
—Lo sé.
Elizabeth sonrió, se acercó a él y le dio un último beso allí donde la había acariciado. Sin añadir nada más, salió de su habitación sabiendo que dejaba su corazón con Ian. A pesar de todo, ella había dado su palabra a Nathan y debía salir con él. Aunque se moría de miedo por lo que sentía hacia Ian, por lo que sus besos y su ansia habían hecho resurgir en ella, sus intenciones se habían ido al traste. Cuando Nathan la llevara a casa, le pediría perdón por hacerle perder el tiempo y le explicaría las cosas. Si todo iba bien, ella no perdería un amigo. De momento, se concentraría en disfrutar del esfuerzo que Nathan estaba haciendo. Luego, ya enfrentaría a Ian y a sus sentimientos contradictorios.