Nathan esperaba a Elizabeth apoyado en la puerta de su coche, con ambas manos en los bolsillos de sus pantalones y la chaqueta informal echada hacia atrás. Sus ojos azules se perdieron en el contorno del cuerpo de Elizabeth cuando ella apareció y recorrió el camino que separaba su casa del asfalto. Ella le sonrió con timidez, aunque Nathan pudo ver una chispa de calidez en sus ojos.
—Vaya, qué elegante —comentó Elizabeth, admirando a Nathan vestido con traje de chaqueta y camisa sin corbata.
Nathan se sonrojó.
—Tú también —balbuceó él, que se separó del coche y dio la vuelta para abrirle la puerta del copiloto—. Entra.
Elizabeth amplió la sonrisa y dejó que Nathan la mantuviera abierta hasta que se hubo acomodado dentro del vehículo. Una vez en su interior, el pelirrojo volvió a rodear el coche, se sentó en el asiento del conductor y encendió el motor, que rugió con suavidad y rompió el silencio que había entre ambos.
Sin decir nada, Nathan atravesó la calle de Elizabeth y se incorporó al tráfico nocturno de Los Ángeles.
—¿Dónde vamos a cenar? —quiso saber ella, retorciéndose las manos sobre el regazo.
—Al restaurante de un amigo —respondió Nathan con un hilo de voz—. Tiene la mejor carta de cocina californiana de la ciudad.
Elizabeth se relamió y asintió.
—Me parece perfecto.
Aquello consiguió que Nathan se relajara un poco y le devolviera la sonrisa. No volvieron a cruzar ni una sola palabra más hasta que hubo aparcado el coche. Durante el trayecto hacia el restaurante, Elizabeth no podía dejar de pensar en Ian, en su beso, en cómo se había sentido entre sus brazos. Estaba controlándose para no dejar plantado a Nathan y regresar a casa. Esperaba que su compañero no se diese cuenta de lo distraída que estaba. No obstante, cumpliría su palabra y cenaría con Nathan esa noche. Ya había rechazado al pobre chico una vez y le había dado motivos para ilusionarse desde el viernes anterior, no había necesidad de aguarle la cita innecesariamente.
Llegaron al bonito restaurante, decorado con bombillas amarillas que le daban un aire acogedor a las distintas secciones en que estaba dividido. Un camarero condujo a Nathan y a Elizabeth hasta una zona alejada del resto, donde había mucha más intimidad. Aquello puso más nerviosa a Elizabeth, pero se dijo que no tenía por qué pasar nada si ella no quería. Pocos segundos después apareció otro camarero, que les entregó dos menús forrados en piel marrón. Les sirvió un poco de agua en las copas que estaban dispuestas para tal uso en la mesa y tomó nota del vino que le pidió Nathan.
Elizabeth se mordió el labio inferior mientras inspeccionaba la carta. Allí todo era bastante caro, pero no quería aprovecharse de su acompañante.
—¿Sabes? —La voz de Nathan la sacó de su enfrascamiento en la lista de los pescados; alzó la cabeza y encontró sus ojos azules fijos en su plato, con esa timidez tan tierna que lo caracterizaba. Elizabeth aún no entendía cómo había conseguido reunir el valor de pedirle salir una semana atrás—. Pensaba que me dirías que no saldrías conmigo hoy, que me llamarías en el último momento para cancelar nuestra cita.
Elizabeth bajó la mirada.
—Yo no haría eso —respondió ella en voz baja—. Si no quisiera salir contigo, no estaría aquí.
Se atrevió a observarlo de nuevo por encima del menú. Parecía pensativo, asimilando sus palabras. En un momento dado, le dio la impresión de que iba a decir algo, pero se lo pensó mejor y sacudió la cabeza a modo de respuesta.
A partir de ese momento, la conversación se volvió más fluida y Elizabeth se sintió realmente a gusto con Nathan. Cada uno pidió un plato diferente para poder probar del otro y lo mismo ocurrió con los postres. Una hora y media después, se dirigieron hacia un pub cercano y disfrutaron de un par de cócteles mientras charlaban del trabajo.
Eran cerca de las doce cuando se montaron de nuevo en el coche y Nathan puso rumbo a casa de Elizabeth. La tensión del viernes anterior había desaparecido. Nathan había podido soltarse un poco más y dejó entrever a un chico divertido, dulce y con un punto de picardía que a Elizabeth le llamó la atención. No obstante, cada vez que él quería hacer algún comentario salido de tono, la mente de Elizabeth volaba hacia el chico rubio de ojos verdes que la esperaba en la residencia de los Evans.
Durante toda la cita, ella no pudo dejar de pensar en él, aunque se encargó de no dedicarle más de cinco segundos a cada pensamiento. Se le ocurrió que quizás a Ian le gustaría cenar en aquel sitio tan pijo, aunque lo más probable era que prefiriera una hamburguesería; adoraba la comida basura. Después pensó en que tendría que ver la película de la semana anterior con Ian para escucharlo reírse del protagonista masculino. Era lo que él calificaría como un «perro ladrador, poco mordedor», un tipo que presumía demasiado para lo poco que hacía. Llegó a imaginarse paseando con él cogida de la mano por la orilla de Venice Beach, con la luz de la luna llena reflejándose en el agua negra, el sonido del tráfico constante de fondo, las luces iluminando y oscureciendo los ojos verdes de Ian, la sensación de poder ser ella misma.
El corazón se le paró en ese momento. Esa era la cuestión, ¿no? Elizabeth podía ser ella misma con Ian, sin miedo al rechazo. Darse cuenta de aquel descubrimiento hizo que tuviera aún más ganas de verlo. Sin embargo, aún le quedaba un asunto por resolver antes de enfrentarse a las consecuencias de su beso. Y en eso se centró hasta que Nathan paró el coche frente a su puerta y apagó el motor. Escuchó cómo respiraba hondo antes de quitarse el cinturón y girarse hacia ella, apoyando una mano en el volante y la otra en el respaldo del asiento.
Elizabeth contó hasta diez mentalmente antes de encararlo.
—Lo he pasado muy bien, Nathan —le sonrió, esperando que aquello fuese un buen comienzo para lo que tenía que decir.
—También yo, Elizabeth —admitió él, que levantó una mano vacilante y le quitó un mechón de la cara para luego colocárselo tras la oreja—. ¿Cuál es el «pero»?
—¿El «pero»?
—Sí. Dime por qué no volverás a salir conmigo.
Elizabeth abrió la boca, estupefacta. Aquello no se lo esperaba del dulce y tímido Nathan. En aquellos momentos, parecía un hombre que necesitaba una explicación, no el chico reservado que apenas se atrevía a mirarla a los ojos.
Nathan interpretó de otra manera su silencio.
—Yo no soy quien te gusta en realidad, ¿verdad? —adivinó, con la voz teñida de resignación, como si ya supiera la respuesta a esa pregunta.
—Tú sí me gustas, Nathan —repuso Elizabeth, que veía como su plan se iba derechito al río.
—Pero no estás enamorada de mí. Nunca lo has estado, ¿cierto? No me malinterpretes, no te estoy exigiendo nada. Solo quiero saber por qué me elegiste a mí para salir.
Elizabeth agachó la cabeza. No sabía qué decir en esos instantes. Suerte que Nathan lo estaba adivinando todo por sí mismo.
—Entiendo que sea él. —Su tono de voz cambió por completo, cosa que hizo que Elizabeth alzara la vista—. Tú lo llevaste a la empresa, lo hiciste por algo.
—Él necesitaba el trabajo y sabía que servía para ello.
—No era solamente eso, ¿verdad? Siempre estás ayudándolo, siempre estás pendiente de él, de si respira, come o camina. —Elizabeth abrió la boca para replicar, pero no le salieron las palabras; Nathan sonrió con tristeza—. Te he observado, es lo único que hago bien desde que Gideon te contrató. Me sé tu rutina, tus manías y la manera en qué lo miras, incluso cuando estabais peleados.
»Yo… No sé qué pasó entre vosotros. Solo quiero saber qué papel juego en todo esto.
Elizabeth se inclinó hacia delante de inmediato.
—¡No estoy jugando contigo! —exclamó, agobiada—. Te lo juro, Nate, yo…
—Lo sé —la interrumpió Nathan con suavidad—. Quizás necesitabas salir conmigo para darte cuenta de lo que sientes por Ian.
Elizabeth se mordió el labio inferior y se clavó las uñas en las palmas, lo que fuera para controlar las lágrimas que empezaban a inundar sus ojos. ¿Cómo podía Nathan ser tan bueno y comprensivo? No lo entendía.
—Nathan…
Él negó con la cabeza e hizo lo último que Elizabeth esperaba que hiciera: cubrió la distancia que los separaba y depositó un suave beso en una de sus comisuras. Aquello sería lo más cerca que estaría de su boca. Elizabeth no se movió mientras él la besaba y se separaba de ella lentamente.
—Gracias por darme una oportunidad —murmuró Nathan, alejándose por completo y girándose hacia el volante.
No había nada más que decir, aquella era su forma de despedirse. Tal vez, con el paso de los días, volverían a tener una buena relación. Aunque, por el momento, debían conformarse con la extrañeza de tener cerca a una persona con sentimientos contrarios a los propios. Elizabeth entendió que Nathan no tenía más que decirle, por lo que suspiró, se quitó el cinturón de seguridad y salió del coche en silencio. No obstante, antes de cerrar la puerta, se agachó y le sonrió al conductor.
—Gracias a ti —susurró y cerró la puerta con un suave golpe.
Elizabeth observó cómo el coche se ponía en marcha y se alejaba en la oscuridad de la noche de Los Ángeles. Acababa de cerrar un pequeño capítulo de su vida, que esperaba no arrepentirse de cerrar. Se enderezó y se giró hacia su casa. Contuvo el aliento al ver que la habitación de Ian tenía la luz encendida. Estaba despierto, una promesa que él no había dicho en voz alta, pero ambos sabían que cumpliría.
Elizabeth entró en la casa con sigilo y dejó sus llaves en la entrada. Se descalzó y subió las escaleras en dirección a la habitación de invitados. Tras respirar hondo varias veces, llamó con los nudillos a la puerta, pero no recibió respuesta alguna. Al ver que nadie contestaba, se atrevió a abrir, aunque se encontró con que la habitación estaba vacía. Las sábanas estaban revueltas, signo inequívoco de que Ian se había acostado allí. Elizabeth volvió a cerrar la puerta cuidadosamente, con el ceño fruncido.
Rumiando la decepción de no encontrarlo en su habitación, siguió el camino hasta su cuarto. Abrió la puerta, cerró a su espalda y echó el pestillo. En ese momento, sintió una suave brisa a su espalda.
Se tensó. Había alguien en su habitación.
Preparó los tacones en sus manos, lista para atizar a quien hubiese invadido su casa. Sin embargo, quien fuera el invasor fue más rápido. Se los quitó de entre los dedos y la obligó a girar sobre sus pies desnudos. Elizabeth subió los ojos por su pecho hasta dar con aquellos ojos verdes que parecían refulgir en la oscuridad de su habitación, como los de un auténtico gato.
Ian había definido una vez los ojos de Elizabeth como mágicos, pero ella pensaba que eran los suyos los que rezumaban auténtica magia.
—Hola —murmuró Ian, su aliento a limón golpeando el flequillo de Elizabeth.
—Hola —respondió ella sin aliento—. Me vas a matar del susto, ¿qué haces aquí?
—Esperarte —respondió él, como si no fuera obvio—. ¿Lo has pasado bien?
Elizabeth se removió entre sus brazos. Ian aflojó su presa para que ella pudiera moverse, pero todavía impidiéndole que se alejara de él.
—Sí.
—Ah, ¿sí? —Elizabeth asintió con la cabeza—. Conmigo te lo habrías pasado mejor.
—Quién sabe —replicó ella, encogiéndose de hombros.
—Yo lo sé. Y dime —Ian posó el pulgar sobre su labio inferior y lo acarició a cámara lenta. Elizabeth juró que su cuerpo ardió ante ese mínimo contacto; tuvo que aguantar la tentación de morderle la punta del dedo y seguirle el juego—, ¿te has acordado de mí?
Elizabeth suspiró. Era absurdo seguir negando que había algo intenso entre ellos.
—Sí —admitió; Ian dibujó una media sonrisa que hizo que a ella le temblaran las rodillas y él tuviera que volver a sujetarla con fuerza.
—¿Has pensado en meterte de nuevo en mi habitación y toquetearme mientras dormía?
Ella ahogó una exclamación.
—Espera, ¿tú…?
—¿Has recordado cómo te sentías mientras te besaba?
—Ian…
—Respóndeme, princesa. —Ian dejó la mano sobre su barbilla con suavidad; a pesar de lo dominante que se veía, seguía dejándole la posibilidad de rechazarlo, aunque no con mucho ahínco, claro—. ¿Me has echado de menos?
Elizabeth cerró los ojos, aferrándose a… Volvió a abrirlos de inmediato. Ian solo llevaba puestos los pantalones del pijama. Su torso quedaba por completo al descubierto y sus manos estaban acariciando sus abdominales sin quererlo. Elizabeth sintió que el calor se agolpaba en su cara y en medio de sus piernas. La piel de Ian era tan suave como la seda.
Ian se pasó la lengua por el labio inferior mientras veía cómo Elizabeth estudiaba su desnudez. Disfrutó al darse cuenta de que ella se lo estaba comiendo con los ojos. No le era indiferente, no podía serlo después de aquel beso. Y él necesitaba más de ella, quería más, mucho más.
—Elizabeth —la llamó con voz ronca, y ella le miró—. Dime lo que quieres de mí y lo tendrás.
El cerebro de Elizabeth había muerto. No había ni una sola neurona viva que se refiriera al sentido común. En aquellos momentos, lo único que mandaba era el corazón y el deseo que sentía palpitando bajo su piel.
—Quiero tocarte —confesó en un susurro que le puso a Ian la piel de gallina.
Él bajó los brazos.
—Pues hazlo.
Elizabeth contuvo el aliento, embrujada. Algo dentro de ella manejó sus dedos y los posó sobre los pectorales de Ian. Poco a poco, fue recorriendo cada centímetro de piel desnuda que cubría su clavícula, sus hombros, sus brazos torneados, sus manos finas y fuertes, sus costados, su estómago firme, la zona alrededor de su ombligo…, hasta llegar a la fina hilera de vello rubio oscuro que viajaba hacia el interior de los pantalones del pijama. En cuanto llegó a esa zona, Elizabeth sintió que el cuerpo de Ian era un volcán a punto de explotar y casi gimió de alegría al ver cómo sus caricias habían despertado su hombría.
Ian jadeó cuando ella alzó los ojos para mirarlo a la cara. Parecía inocente, pero él estaba descubriendo que había una fiera oculta bajo esa cara de ángel. Volvió a levantar las manos, buscó las mejillas de Elizabeth y se inclinó hacia ella. No podía más, necesitaba quitarle las ataduras que le impedían seguir.
Atrapó su labio inferior entre los suyos, lo lamió con la punta de la lengua y luego lo absorbió. El cuerpo de Elizabeth se inclinó hacia el de él, sus manos se colgaron de sus hombros y de su cuello y fue a su encuentro. Aquel beso era demasiado sensual como para que Elizabeth no se derritiera bajo el vestido. Pronto, estuvo apretando los muslos para tratar de contener su deseo. Ian notó su incomodidad y se apresuró a buscar el broche del vestido. En apenas unos segundos, este se deslizó hacia el suelo sin que Elizabeth lo impidiera. De hecho, fue ella quien le dio un puntapié para quitarlo de en medio y pegar su cuerpo semidesnudo al torso marcado de Ian.
El beso se tornó en algo más brusco en cuanto él sintió los pechos de Elizabeth apretándose contra él. Sus dedos no paraban quietos, tocando y acariciando cada trozo de piel de porcelana que encontraba a su paso. Ninguno de los dos se atrevía a romper el beso, pero fue Ian quien lo hizo al final. Necesitaba probar el sabor de aquella piel y le supo a gloria en cuanto Elizabeth alzó la cabeza y la ladeó, dándole completo acceso a su cuello. Como un hambriento que lleva días sin comer, Ian se abalanzó sobre ella. Con un brazo, la sujetó de la cintura, mientras que con la otra mano le deshacía el bonito moño.
Casi sin darse cuenta, Ian comenzó a caminar hacia atrás en busca de la cama. No tardó en encontrarla y, en cuanto lo hizo, giró con Elizabeth sobre sus pies y la tumbó en el colchón, apoyando una rodilla entre las piernas de ella. Su boca viajó del cuello a la clavícula y de la clavícula al monte de sus pechos. Elizabeth jadeó al notar la lengua de él trazando un sendero en medio de ambos y sobre la línea que marcaba el sujetador de encaje negro. Ian necesitó un segundo para darse cuenta de que Elizabeth iba embutida en lencería.
—Lo haces a propósito, ¿verdad? —gruñó, dibujando el contorno del sujetador y las braguitas a juego, con el índice—. Me vas a matar.
Elizabeth no respondió. Se limitó a morderse el labio hinchado sin dejar de mirarlo. Ian sintió una sacudida en su más que evidente erección. Incómodo, se deshizo el nudo de los pantalones y se los quitó, echándolos a cualquier parte de la habitación, ante la atenta mirada de Elizabeth. Después, sujetándola por ambos lados de la cintura, la alzó un poco y la colocó mejor en el centro de la gran cama. Gateó hasta ella y volvió a prodigarle mil besos por todas partes. Elizabeth creyó que se hallaba en el paraíso.
—Ian… —murmuró, cerrando los ojos y dejando que él le dedicara toda su atención.
Él apretó los dientes y se inclinó hacia su oído.
—Dime que puedo hacerte mía, Elizabeth.
Ella gimió. La sola idea de que Ian la poseyera ya era demasiado para ella.
—Dímelo. No lo haré hasta que no me lo digas.
—Hazlo, Ian, por favor.
Inmediatamente, Ian sonrió. Buscó la boca de Elizabeth y le mordió el labio inferior. Elizabeth sintió un latigazo en su centro de placer y suspiró.
—Sí, mi dueña.