Capítulo 13

Elizabeth exhaló, perdida en la voz de Ian que le susurraba, mientras él se dedicaba a dibujar líneas incoherentes con la yema del dedo sobre sus pechos, aún cubiertos por el sujetador. El deseo era patente en la piel de ambos, por lo que Ian no dudó demasiado en bajar las copas del sostén de Elizabeth. Se relamió al ver la zona sonrosada de su aureola y aquella pequeña protuberancia que había salido a su encuentro, llamándolo. Elizabeth cerró los ojos y llevó, inconscientemente, una mano al pelo de Ian cuando él le sopló sobre la zona más sensible de sus pechos. Contuvo el aliento en el momento en que Ian se acercó a uno de ellos y le pasó la punta de la lengua a su alrededor. Elizabeth sentía que cada uno de sus poros respondía a sus caricias húmedas, más aún en cuanto la lengua de Ian lamió el pezón con suavidad antes de apretarlo entre sus labios.

—Qué suave —murmuró Ian sin apenas despegar la boca del pecho de Elizabeth.

Ella solo pudo gemir en voz baja a modo de respuesta. Ian sonrió y volvió a atender aquel pezón rosado, mientras que con la otra mano comenzó a acariciar el otro pecho, imitando los movimientos de su lengua. Elizabeth apretó las piernas cuanto pudo, aunque la rodilla de Ian a la altura de las suyas no le dejó calmar su sed de él. Tras unos minutos besando, lamiendo y sorbiendo el pezón izquierdo, Ian viajó al derecho y le prodigó las mismas atenciones. Con cada mordisco, Elizabeth le tiraba de los fuertes mechones de pelo rubio; con cada lengüetazo, ella jadeaba; y con cada succión, Elizabeth arqueaba la espalda y pegaba sus pechos a Ian, que la acogía con entusiasmo.

Si no dejas de hacer esos ruiditos, no voy a poder hacerte lo que llevo esperando desde el primer día en que te vi —le advirtió Ian, juguetón, al tiempo que le pellizcaba ambos pezones como paso previo a quitarle el sujetador.

Elizabeth rio y observó cómo él apretaba el cierre delantero del sujetador y se lo sacaba por los brazos con una tierna caricia. Ella podía ver el ardor en sus ojos, en esos instantes, oscurecidos por el deseo y la noche, pero aun así Ian era igual de cuidadoso que si no la tuviera en la cama, dispuesta a dejarse amar.

Ian tiró el sujetador a cualquier parte y volvió a cernirse sobre Elizabeth. Apoyó las manos a ambos costados y bajó la boca para trazar un sendero a base de besos húmedos hasta el ombligo y, una vez allí, por la frontera de las braguitas de encaje. Sin dejar de mirarla a los ojos, Ian metió un dedo por debajo de la fina tela y sopló suavemente hacia el interior. La pequeña ráfaga de aire dio de lleno en el clítoris de Elizabeth, que se retorció bajo el peso de Ian.

—¿Puedo quitarte esto ya o vas a seguir torturándome? —preguntó Ian sin dejar de exhalar su aliento sobre la suave piel del monte de Venus.

—Oh, Dios, sí, por favor —rogó Elizabeth, fuera de sí, al ver a Ian a sus pies, venerándola con sus besos y encendiéndola con sus caricias.

—Como desees.

Elizabeth sonrió ante el juego de palabras; estaba realmente juguetón. Ian se lamió de nuevo el labio inferior mientras ponía una mano bajo las caderas de Elizabeth y la impulsaba hacia arriba. Con la otra, deslizó las braguitas por sus piernas torneadas y las tiró a su espalda. Cuando acabase con ella esa noche, tendría que buscar la ropa por toda la habitación y aquello supondría un buen espectáculo para su vista de hombre. Solo de pensarlo sintió un tirón en su entrepierna. Su erección protestaba, pero aún no era el momento de liberarla de su prisión de algodón y licra.

En cuanto la tuvo completamente desnuda, Ian dejó de respirar. Elizabeth era menuda, sí, pero tenía el cuerpo tan bien formado que no le faltaban curvas allá donde era necesario. Había visto decenas de mujeres desnudas, aunque tal vez fuera porque sentía algo muy fuerte por Elizabeth; a ella la veía de manera distinta. Parecía que irradiaba luz propia, con los ojos azules ennegrecidos mirándolo con cierto temor. ¿Por qué tenía miedo? ¿Acaso no se daba cuenta de lo hermosa que era y de las ganas que le tenía?

—Di algo…, ¿no? —musitó Elizabeth al ver que Ian no articulaba palabras.

Ian abrió la boca.

—Joder —fue lo único que pudo decir.

Y a Elizabeth se le plantó una sonrisa de oreja a oreja en la cara de forma instantánea. Ian tragó saliva con fuerza y se agachó para pasear sus manos por las piernas de Elizabeth. Las abrió con delicadeza, con los pulgares trazando círculos en la cara interna de sus muslos. Elizabeth dejó que la observase y descubriese a placer. Jamás se había sentido tan necesitada o deseada por alguien, e Ian la trataba como si fuese de cristal y algo dulce al mismo tiempo; la trataba con cuidado, pero se alimentaba de ella como si fuese un bollito relleno de chocolate derretido.

Ian dejó de abrirle las piernas cuando tuvo a su alcance lo que quería: los labios rosados del sexo de Elizabeth enmarcaban la entrada hacia ella y un pequeño botón rojizo captaba toda su atención. El corazón de Ian se paró momentáneamente, hasta que fue Elizabeth quien lo hizo despertar.

—Ian, por favor —musitó ella con un hilo de voz.

Aquello fue suficiente permiso para él. Se lanzó a probar el elixir que manaba de Elizabeth. En cuanto lo hizo, surgió un sonido ronco de su garganta.

—Tan dulce…, mi Elizabeth…

Ella abrió mucho los ojos. Su Elizabeth… ¿Era suya? Ian sacó la lengua y la saboreó de arriba abajo con lentitud. Sí, en esos momentos, ella era suya por completo.

—Mi dueña… —suspiró Ian, acariciándola con un dedo y besando el diminuto punto que amenazaba con estallar.

Elizabeth se llevó una mano a la boca para contener el gemido que se le escapó. Con cada nuevo sonido, Ian hacía una cosa distinta con la boca y los dedos, hasta que ella estuvo lo suficientemente húmeda como para atreverse a introducirle uno. Elizabeth movió las caderas para acercarse más a Ian, que la recibió con una sonrisa llena de lujuria. Comenzó a hacer círculos dentro de ella, abriéndola, explorándola, sintiendo su calor en torno a él.

—Ian… —jadeó Elizabeth, buscando su mano libre.

Él entrelazó sus dedos y se llevó los nudillos a los labios. Le dio un beso tan tierno que Elizabeth creyó que se desmayaba. La mezcla de sensaciones, la dulzura y la pasión de Ian, la manera en que la adoraba y la complacía a partes iguales fueron demasiado para ella. Tras sacar y volver a meter el dedo por enésima vez, Ian sintió que las paredes del sexo de Elizabeth se estrechaban alrededor de él. Elizabeth contuvo un grito mientras llegaba al clímax, apretándole la mano que la tenía cogida a Ian.

Él sacó el dedo empapado del interior de Elizabeth y se lo pasó por la boca. El gesto no le pasó desapercibido a ella, que tuvo que cerrar los ojos ante el abismo que se tragaba su consciencia. Sin aguantar ni un momento más, Ian bajó de la cama y rebuscó en uno de los bolsillos del pantalón. Encontró lo que andaba buscando y volvió a su sitio entre las piernas de Elizabeth, que ella no se había molestado en cerrar. Con los dientes, rompió el envoltorio del preservativo y se lo colocó con una maestría que hizo suspirar a Elizabeth. Ella lo observó mientras él se acomodaba sobre ella y le devolvía la mirada.

—Dime que esta no es la primera vez —murmuró Ian, que sentía que estaba a punto de estallar.

Elizabeth negó con la cabeza y le pasó las manos por las costillas, intentando acercarlo más a ella. Ian sonrió y dejó que Elizabeth tirara de su cuerpo para pegarlo al suyo, piel con piel.

—Haré que olvides a quien te tocó antes que yo —susurró Ian contra los labios de Elizabeth.

Ella sonrió y, en ese momento, Ian se colocó en su abertura y fue introduciéndose poco a poco en su interior. Elizabeth echó la cabeza hacia atrás con la boca abierta, jadeante, y cerró los ojos mientras se acomodaba a la anchura y la longitud de Ian.

—Joder, princesa —masculló Ian, luchando con todas sus fuerzas por no dejarse ir tan rápido—. Estás tan estrecha… ¿Cuánto tiempo llevas sin dejar a nadie entrar en este paraíso?

Elizabeth sacudió la cabeza y se mordió el labio inferior al notar a Ian salir de ella y volver a entrar con lentitud.

—No lo sé… —gimió; no podía pensar en nada en aquellos momentos—. ¿Tres años?

Ian cerró los ojos con fuerza. Se movió de nuevo y, esa vez, Elizabeth fue a su encuentro alzando las caderas. Ian la sujetó con firmeza por las piernas, de manera que ella las enrolló en torno a su cintura, facilitando su entrada y la llegada a lo más profundo de su ser. Aquellas nuevas sensaciones unidas a la tortuosa lentitud con la que Ian la hacía suya hicieron que Elizabeth comenzara a perder otra vez la noción del tiempo y del espacio.

Sus manos viajaban de la espalda de Ian, donde hundía las yemas de los dedos, a la ropa de la cama, que agarraba con fuerza. Sus respiraciones, cada vez más costosas y aceleradas, se fundían constantemente con cada beso hambriento, cada caricia de Ian arriba y abajo por sus piernas y sus costados. La boca de él iba de los labios de Elizabeth a su cuello, alternando el foco de sensaciones y complementando sus arremetidas, cada vez más rápidas.

—Ian…, más… —suplicó Elizabeth, que le agarraba del pelo de la nuca.

Ian gruñó y hundió la cara en su cuello, subió las manos hasta sujetar a Elizabeth por los hombros bajo los brazos y obedeció. Si ella lo quería más rápido, él se lo daría; si lo quería más intenso, él no se lo negaría. Su cuerpo era esclavo del de ella. Cada diminuta parte de él sobrevivía gracias a las pequeñas dosis de cariño que ella le regalaba, y quería demostrárselo.

Aumentó aún más el ritmo. Solo se escuchaba en la habitación el sonido de sus respiraciones irregulares, los suaves gemidos de Elizabeth, los sonidos guturales que profería Ian al sentir a Elizabeth estrechándolo en su interior y el golpeteo de sus cuerpos chocando el uno contra el otro. La melodía era atronadora en los oídos de Ian, que sintió el calor acumulándose en la punta.

—No puedo más… —masculló él como buenamente pudo, con la boca enterrada en el hombro de Elizabeth.

—Hazlo conmigo —suspiró ella—. Juntos…

—¡Dios!

Aquello fue suficiente para ambos. Ian buscó la boca de Elizabeth y enterró en ella la lengua, tragándose el asolador orgasmo de ella y dejándose llevar por su propia necesidad. Llegaron juntos a la cima y juntos fueron descendiendo al mundo terrenal a base de besos y caricias con la punta de la nariz. Ian dejó de moverse, aunque se hizo a un lado para no aplastar a Elizabeth con su peso. Sin embargo, sí que mantuvo una pierna sobre su cintura y un brazo por encima de sus pechos. Elizabeth, en medio de la nebulosa de placer, sonrió al comprender que esa era su manera de mostrarse apasionado con ella.

Aún con la respiración descontrolada y los latidos del corazón yendo a una velocidad peligrosa, Ian abrió los ojos y empujó con un dedo la barbilla de Elizabeth para obligarla a mirarlo. Ella lo encaró con la sonrisa pintada en la cara.

—¿He hecho que te olvides de los demás? —quiso saber Ian con un murmullo agotado.

Elizabeth rio.

—¿Eso es lo que te preocupa?

—No —repuso Ian, algo más calmado, mientras volvía a acercarse a Elizabeth y le ponía un brazo bajo la cabeza a modo de almohada—, solo quiero constatar un hecho.

Elizabeth le dio un golpe en el centro del pecho con la mano abierta.

—Engreído.

—Realista.

—Muy maduro por tu parte. ¿No vas a preguntarme qué tal estoy?

Ian puso los ojos en blanco, los pasó por su cuerpo y asintió una sola vez con la cabeza.

—Te veo perfectamente desnuda.

—Idiota —contestó Elizabeth, volviendo a pegarle; aunque en aquella ocasión Ian consiguió cogerle la mano y se la llevó a los labios, en un gesto tan dulce y tierno que Elizabeth sintió que se le derretía el corazón.

—¿Estás bien? —preguntó entonces Ian, serenándose y dejando a un lado su lado juguetón.

Elizabeth se mordió el labio inferior. En un arranque de valentía y timidez al mismo tiempo, metió su cuerpo entre las piernas de él y escondió el rostro en su pecho, húmedo por el sudor de su esfuerzo. Puso ambos brazos a la altura del pecho y asintió levemente.

—Sí.

Ian, divertido, le acarició la mejilla con los nudillos y se inclinó para darle un casto beso en la frente. Elizabeth no dejaba de sorprenderlo. Era una chica con carácter, decidida e inteligente; pero, al mismo tiempo, podía ser alguien tímida y llena de inseguridades; y, dos minutos después, convertirse en una persona lanzada y apasionada. Tenía tantas facetas que dudaba de que pudiera habituarse a ella.

Aquel pensamiento le hizo recordar que no tenía mucho tiempo para acostumbrarse. Su sonrisa desapareció y, como por instinto, envolvió a Elizabeth con los brazos y la apretó contra él, como si así no pudiera separarse nunca de ella. Elizabeth notó el cambio de humor de Ian, sobre todo tras escuchar que su corazón, que se había tranquilizado, había vuelto a acelerarse.

—Ian —murmuró, levantando la cabeza y encontrándose con la mirada perdida del chico—, ¿qué pasa? ¿Estás bien?

Él se dedicó a hundir la nariz en su pelo.

—Ian…

—Estoy bien —respondió en voz baja.

Elizabeth lo dudaba y, aunque una parte de ella le decía que no debía presionarlo, necesitaba descubrir lo que le inquietaba.

—¿Te… te arrepientes? —Aquella pregunta hizo que Ian regresara al mundo real.

—¿De qué? —dijo, frunciendo el ceño—. ¿De hacerlo contigo? ¿Estás loca?

—Bueno, has estado con muchas chicas, muchas mujeres a lo largo de toda tu vida —repuso, algo incómoda, temiendo que fuera aquello en lo que estuviera pensando, que él estuviera evaluando su experiencia con ella y comparándola con las demás—. Estoy segura de que has encontrado a otras que son más experimentadas y que saben cómo…

—Deja de decir estupideces, Elizabeth —replicó Ian, poniéndole un dedo en la boca—. Lo siento si te he hecho pensar que era algo de eso. Nada más lejos de la realidad, princesa. —Descendió y le dio un tierno beso en la punta de la nariz—. Eres lo más delicioso que he probado nunca.

Elizabeth no pudo reprimir una tímida sonrisa que Ian no dudó en devolverle.

—Y también demasiado insegura —la riñó Ian, haciéndole cosquillas.

Ella se dedicó a sacarle la lengua.

—¿Vas a contarme ahora qué te pasa? —inquirió ella sin perder la sonrisa, aunque sabía que él no se dejaría descubrir con tanta facilidad.

—Qué curiosa.

Elizabeth se encogió de hombros. Pasó un dedo por la cálida piel del pecho de Ian y comenzó a dibujar círculos y ondulaciones en su superficie.

—Solo quiero saber si puedo ayudarte de alguna forma —confesó, preocupada.

Ian parpadeó, sorprendido.

—Creo que antes deberíamos resolver otras cuestiones, ¿no te parece? —propuso él, señalándolos a los dos, que aún estaban desnudos, el uno en brazos del otro.

Elizabeth se sonrojó enseguida, pero se arrebujó aún más contra Ian.

—Yo estoy muy a gusto. ¿Tú no?

Ian soltó una carcajada que se le antojó a gloria a Elizabeth.

—Vale, si te da igual hablarme mientras estamos desnudos…

—Deja de analizarlo todo —protestó Elizabeth, clavándole el dedo con el que lo acariciaba.

Ian puso los ojos en blanco e hizo una mueca extraña. Elizabeth analizó aquel nuevo gesto. ¿Cómo era posible que Ian pareciera aún más irresistible con cada nueva cara que le ponía? Era incomprensible. Sin embargo, sabía que no debía dejarse llevar de nuevo por sus encantos. Ian tenía razón, debían hablar sobre lo que había ocurrido entre ellos antes y después de la cita con Nathan; y, por supuesto, también debían tratar ese tema a fondo. Elizabeth no estaba segura sobre cómo acabaría esa charla, pero esperaba que terminase con otro viaje a las estrellas junto a Ian.