Capítulo 14

A pesar de lo que Elizabeth dijo, terminó tirando de la colcha para taparse un poco. Ian la imitó a regañadientes, aunque comprendía a la perfección que ella no se sintiera cómoda abriéndole su corazón, mientras que su cuerpo permanecía completamente a la vista. Sabía suficiente sobre mujeres como para no quejarse en voz alta ni hacer algún gesto que demostrara sus verdaderos pensamientos.

Una vez que se acomodó de nuevo junto a Ian, aunque un par de centímetros más alejada de él, se mordió el labio inferior y suspiró.

—Relájate, Elizabeth —dijo Ian con dulzura, acariciándole el pelo—, solo soy yo.

—Ese es el problema —sonrió ella, tímida.

Ian hizo una mueca de falso disgusto.

—Esto es nuevo: ser un problema.

—Sabes que no me refiero a esa clase de problema.

—Ya, ya… —Ian le guiñó un ojo y ella rio por lo bajo, sintiendo cómo la presión en el pecho se aligeraba un poco—. ¿De qué quieres hablar exactamente?

Elizabeth se mojó los labios antes de comenzar, cosa que hizo que Ian volviera a fijarse en su boca. No obstante, no podía dejarse llevar otra vez. Elizabeth necesitaba pasar por aquello y él, en cierto modo, también.

—Del libro —respondió ella para sorpresa de Ian, que frunció el ceño, confuso—. Quiero hablar de tu relación con el libro. Quiero saber qué eres exactamente, cuántos años tienes, desde hace cuánto y todo lo que puedas contarme sobre él.

—Creía que me harías otro tipo de preguntas —confesó Ian, desviando la mirada a un hilo suelto de la colcha que reposaba sobre el pecho de Elizabeth.

—Y te las haré —le aseguró ella con suavidad—, pero necesito saber qué eres, Ian.

Él alzó de nuevo la mirada, serio. Elizabeth vio reflejado en sus ojos el miedo, la confusión, el temor a que lo que le contara la alejara de él. Se dijo a sí misma que no permitiría que nada la separase de Ian, no cuando había admitido en su interior que él significaba para ella algo más que un… ¿amigo?, ¿compañero? Ni siquiera sabía definirlo.

—Soy real, Elizabeth —habló Ian, repitiendo las mismas palabras que le dijo la primera vez que la vio—. Ya te dije que no recuerdo el momento exacto en que pasé a formar parte del libro, pero sí recuerdo que tengo veintidós años. Uno más que tú.

Elizabeth asintió con la cabeza. Ella ya sabía que debía rondar su edad, pero no se atrevía a adivinarla por miedo a fallar o a que se riera de ella. Ian respiró hondo antes de seguir hablando.

—Me crie en una granja, en una zona que hoy se conoce como Noruega. No recuerdo a mi madre, murió al darme a luz. Mi padre era ganadero, pero trabajaba también la madera. Los astilleros le comparaban la madera a mi padre para hacer los barcos.

—Un momento —lo detuvo entonces Elizabeth, aturdida—. ¿Hablas de la era vikinga? ¿De los barcos vikingos, con cuernos y todo?

Ian se echó a reír, negando con la cabeza.

—Lo de los cuernos en los cascos es falso, Elizabeth. Pero sí, nuestros barcos eran vikingos —sonrió Ian y sus ojos brillaron al recordar las grandes praderas verdes, los acantilados rocosos, el frío que calaba en los huesos por muchas pieles que se pusiera para pasar el invierno.

Elizabeth le devolvió la sonrisa, fascinada.

—Increíble. ¡Eras vikingo!

—Sigo siéndolo —repuso él—. Esa parte nunca desaparecerá. Tal vez hayan desaparecido algunos recuerdos, pero esos no. No los de mi infancia.

Elizabeth dejó de sonreír de inmediato.

—¿Has olvidado todo lo que has vivido estos años? Porque llevas más de… —Elizabeth hizo un cálculo rápido que hizo que el corazón se le parara—. ¿¡MIL QUINIENTOS AÑOS VIVO!?

Ian se echó sobre ella para taparle la boca con las manos. Aquella cercanía recuperada fue el bálsamo que él necesitaba para dejar de sentir el abismo que volvía a abrirse entre Elizabeth y él. No quería retroceder, quería seguir avanzando con ella hasta que el libro le dejase hacerlo.

—Sí, no grites —susurró Ian, mirando hacia la puerta por encima del hombro; en cuanto se aseguró de que Elizabeth no iba a seguir chillando, le quitó las manos de la boca, se las pasó por las mejillas y se inclinó sobre ella para darle un pequeño beso en los labios—. No vuelvas a hacer eso o tendremos que dejar esta conversación para otro momento.

—Lo siento —se disculpó con un hilo de voz; no se esperaba aquel tierno beso—. Vale, me tomará un tiempo asimilar que me he acostado con un viejo y que…

—Oye, no estoy tan mal para tener dos mil trescientos años, ¿no? —bromeó Ian, señalándose el cuerpo tapado con la colcha y haciendo una pose extraña.

Elizabeth puso los ojos en blanco, aunque soltó una suave carcajada. El corazón de Ian aleteó dentro de su pecho. Adoraba aquel sonido, adoraba la forma en que Elizabeth arrugaba la nariz al reírse, cómo se escondía tras las manos y lo miraba a través de las oscuras y negras pestañas. Jamás podría olvidarla y no sabía si podría vivir con su recuerdo otros dos mil años más o los que fueran.

Movido por la tristeza, dejó de sonreír y le acarició el rostro con la yema de los dedos. Quería recordar el tacto de su piel, grabárselo a fuego para rememorarlo en sus largos años mientras dormía en el libro.

—Ian —murmuró entonces Elizabeth, obligándolo a regresar al presente, asustada por cómo él la veía sin mirarla del todo. Le puso una mano sobre sus dedos y los entrelazó—, ¿estás bien?

Ian fijó los ojos en los de ella.

—No recuerdo quién ni por qué me metieron en el libro —continuó Ian con lentitud—. Solo sé que, de repente, un día estaba lejos de mi hogar, de mi padre y mis amigos. Se suponía que iba a prometerme con la hija de uno de los dueños de barcos más importantes de mi región. Y, de repente, ya no estaba allí. Había aparecido en una tierra distinta, llena de templos con decenas de columnas y puertas extrañas.

»Había aparecido en Roma, unos cuantos años después de la muerte de Jesucristo —informó para situar a Elizabeth en la Historia—. No tengo ni idea de cómo llegó el libro hasta mi primer dueño, solo sé que acabé luchando por él. En cuanto cumplí mi cometido, regresé al libro y aparecí de nuevo en un lugar que se parecía a Roma, pero que estaba al otro lado del mar.

—España —adivinó Elizabeth, acertando de pleno.

—Sí —confirmó Ian—. Mi pueblo había intentado invadir el país por el sur, pero no lo consiguió. Llegaron otros que fueron más rápidos y que habían conseguido desterrar a los romanos. Los conocían como «árabes». Yo vivía cerca del Río Grande —Por un momento, Elizabeth pudo ver una pequeña sonrisa en el rostro de Ian—, el único río por el que se puede acceder al país navegando. Aquella vez, me llamó una mujer invasora. Fue la primera vez que estuve en la cama con una mujer.

Elizabeth contuvo una mueca de disgusto, aunque el intento no pasó desapercibido para Ian, que le acarició el labio inferior con el pulgar.

—Ya sabías que tú no eras la primera.

—¿Podemos pasarnos la parte de tus escarceos amorosos, por favor?

Ian le sonrió con suficiencia.

—¿Celosa? —inquirió, inclinando su rostro sobre el de ella.

—Para nada —replicó Elizabeth, alejándolo de ella con la mano libre—. Continúa.

Ian estuvo a punto de contestarle, pero prefirió callarse.

—Poco a poco, fui comprendiendo cómo funciona el libro. —Decidió ahorrarle a Elizabeth toda su historia e ir al grano—. A medida que avanzaba de época, más cuenta me daba de que el libro era el que me mantenía con vida. Estoy unido a él. Una vez escuché en Nueva Orleans que hay formas de deshacer este tipo de conjuros, si quieres llamarlo así, pero nunca descubrí cómo desligarme del libro.

Elizabeth torció la boca y entornó los ojos, pensativa.

—¿Nueva Orleans? ¿Por qué allí?

—Tienen leyendas sobre estas cosas, vudú y hechizos de unión. Llegué allí hace un siglo y medio, más o menos.

—¿Y tú crees en todo eso?

Ian ahogó una risa histérica que amenazaba con salir de su pecho.

—Aparezco y desaparezco, Elizabeth. Vivo en un libro. ¿Cómo quieres que no crea en estas cosas?

—Cierto —admitió ella con un mohín, aunque enseguida lo sustituyó por una expresión triunfal—. Podría preguntarle a Amélie. Es la dueña de la tienda donde vi el libro, seguro que sabe algo. Estuve a punto de acudir a ella una vez, pero las cosas cambiaron.

Ian alzó una ceja.

—No quiero que te metas en asuntos de magia, Elizabeth —dijo en tono de advertencia—. No sabes con qué te puedes encontrar ni con quién, aunque creas que es amiga tuya.

Elizabeth apretó la boca.

—No eres mi padre. Si quiero preguntarle por el libro, lo haré.

Ian la observó en silencio unos segundos.

—No te va a servir de nada —dijo finalmente, sombrío—. Solo conseguirás hacerte falsas esperanzas.

—Quizás seas tú el que se haga falsas esperanzas —repuso Elizabeth, algo molesta por la ausencia de optimismo de Ian—. ¿Acaso no quieres dejar de ir de un lado a otro, sin saber dónde vas a aparecer ni cuándo?

—Claro que quiero, pero este libro es demasiado viejo como para que haya perdurado la manera de sacarme de aquí. —Ian notó cómo sus sentimientos a flor de piel bullían bajo sus venas. Hipnotizado por el afán de superación de Elizabeth, la atrajo hacia sí con un brazo y la pegó a su cuerpo tanto como le permitía la colcha—. No quiero que te ocurra nada. Me moriría si te pasara algo por mi culpa.

Elizabeth sintió que se deshacía al escuchar aquellas palabras.

—Y yo me moriré si desapareces —musitó con un nudo en el estómago.

Ian la separó de él lo suficiente como para tenerla cara a cara, con sus narices rozándose y sus alientos entremezclándose de nuevo.

—¿Qué quieres decir exactamente? —quiso saber él, poseído por el olor de Elizabeth, por su tacto, por el constante latido de su corazón.

—Lo mismo que tú, supongo —respondió ella, en trance, abrumada por sus sentimientos, por los que emanaban de Ian, por los brillantes iris verdes que habían adquirido la intensidad de una bengala—. No quiero que te vayas.

Ian cerró los ojos, suspiró y apoyó su frente contra la de ella.

—No puedes pedirme eso. —Abrió los ojos de nuevo y subió una mano para trazar las suaves líneas de su rostro—. Te daría el mundo si pudiera, Elizabeth, pero no puedes pedirme que me quede. No depende de mí.

—Yo hallaré la forma —prometió Elizabeth—. Encontraré la manera para que te quedes.

Ian frunció el ceño.

—¿Por qué quieres que siga aquí? No hace mucho estabas deseando que me fuera.

Elizabeth desvió la mirada, dolida.

—No te comprendía —confesó con un susurro— y aún sigo sin hacerlo del todo. No sé bien qué sientes por mí ni cuánto debería darte yo. Es confuso enamorarte poco a poco de alguien que debe su vida a un bloque de páginas en blanco, más aún tener que pagar por tenerlo.

—¿E… enamorarte? —repitió Ian, aturdido, conteniendo la felicidad dentro de su pecho.

Elizabeth se mordió el labio inferior. Se había precipitado al hablar, pero también había sentido la necesidad de decirlo alto y claro.

—Sí. No sé hasta qué punto. Solo sé que me gustas, que me pones de los nervios, que me haces sentir como si realmente mereciera la pena estar conmigo.

Ian no pudo aguantar ni un segundo más. Estrechó a Elizabeth entre sus brazos y la besó como si le fuera la vida en ello. Lo quería, Elizabeth lo quería e Ian jamás se había sentido tan completo en sus largos años de vida. Apenas soltó a Elizabeth, solo para repartir más besos a lo largo y ancho de su rostro. Y, mientras, ella se dejaba hacer, sonreía y se contagiaba del entusiasmo de Ian. Había sido difícil, aunque por fin había comprendido lo que le ocurría con él. No tenía ni idea cómo había pasado, pero aquel chico rubio, de ojos verdes y carácter extraño se había abierto paso a través de la muralla de su corazón y había instalado una base permanente en él.

—Quisiera darte mi vida para que entendieras cuánto significas para mí —murmuró Ian, mirándola de nuevo directamente a los ojos.

Elizabeth reprimió un suspiro.

—Deja que investigue, por favor —pidió ella, alzando una mano y acariciándole la línea de la mandíbula y la barbilla—. Te prometo que tendré cuidado, nadie se enterará de nada.

—Nadie, salvo tu amiga y Allyson —le recordó Ian, resignado; sabía que no podría quitarle esa idea de la cabeza, nunca.

—Ian…

—Está bien —aceptó al final con un largo suspiro—. Pero pienso acompañarte.

Elizabeth frunció el ceño.

—¿Es que no te fías de mí?

—No es eso y lo sabes.

Elizabeth hizo un mohín con la boca, a lo que Ian respondió con un tierno piquito.

—Deja de hacer caras raras y bésame —la instó, tirando de la colcha hacia sus pies y volviendo a recrearse en la figura desnuda de Elizabeth; inspiró con fuerza—. Dios, mujer, no sé qué voy a hacer contigo.